CONDUCÍA POR LA E18 en dirección a Norrtälje, pero en lugar de tomar la salida, Agneta continuó hacia Kapellskär. Luego se desvió a la izquierda hacia Räfnäs. La posibilidad era remota, pero no pensaba que Ober hubiera conseguido otro refugio con el paso de los años, puesto que todo lo que una vez fue había desaparecido con una rapidez alarmante. Tanto es así que algunos se habían creído que podían llevar una vida ordinaria y olvidarse de la real. Olvidar quiénes eran realmente.
Además, Ober no tenía ninguna razón para pensar que ella conociera su escondite. En una ocasión lo usó para reunirse con Geiger y luego ella se enteró de que habían quedado en la casa de verano de la hermana. En Räfnäs. Más adelante, en un contexto completamente diferente, preguntó cómo se llamaba la hermana y le resultó sencillísimo atar cabos.
Habían pasado más de treinta años, pero tenía mucha información de aquella época. Nombres, lugares, el aspecto físico de la gente, anécdotas, relaciones familiares, preferencias personales. La cuestión era si le serían de utilidad ahora.
Aparcó en el puerto de Räfnäs, desde donde partían los barcos hacia las islas del norte del archipiélago y donde tenía su embarcación Salvamento Marítimo. Había un quiosco para los veraneantes con ganas de dulces y más allá se veían casitas rojas de pescadores. Encima del aparcamiento había una parada de autobús y el punto de reunión de la localidad. Al parecer, Ober le era leal al archipiélago.
Se quedó en el coche mientras consultaba el viejo mapa de taxi que llevaba en la guantera desde mucho antes de que existieran las aplicaciones de mapas.
El número 5 de Karlsrovägen. Debían de ser las viviendas al otro lado del caminito que bordeaba el agua. Había un edificio más alto y otros de menor tamaño. Usó el espejo retrovisor para poder seguir mirando la casa sin tener que girarse. Quizá lo mejor fuera entrar a hurtadillas por la parte de atrás. ¿Sería demasiado cauteloso? Si alguien la viera podría sospechar, allí había gente por todas partes.
Se miró en el espejo retrovisor. No, no la iba a reconocer. Estaba demasiado cambiada con el pelo corto y sin maquillaje. Mejor entrar desde la calle y llamar a la puerta. En verano había mucha gente, veraneantes que salían en barcos, amigos que venían de visita, gente que alquilaba casas durante una semana o dos. Agneta podía ser una visitante que se había equivocado de puerta, una mujer mayor que necesitaba entrar al baño con urgencia o una turista que se había enamorado de la zona y quería comprar una casa. Ober no tenía motivos para sospechar. Al contrario, tenía motivos para comportarse con normalidad, ya que probablemente fuera una cara conocida por esos lares y no quisiera llamar la atención.
Cuántas veces había estado en su casa. Cuántas horas había pasado con su marido. Cuánto tiempo le había dedicado a Geiger. Adoctrinando y formando a su recluta.
¿Era todo culpa suya? ¿Cómo habría sido su vida si Ober no hubiera logrado reclutar a una persona tan devota como Geiger?
Subió los escalones de la entrada, agrietados y sin pintar. Mejor aporrear bien la puerta, como quien no tiene nada que ocultar. Dio un golpe en la puerta sin vacilaciones.
Y enseguida oyó pasos al otro lado.
Una mujer.
La hermana.
Había cierto parecido, del modo en el que se parecen los hermanos. Por muy distintos que fueran unos hermanos, la forma de la nariz o una manera de fruncir los labios revelaban la verdad sobre el parentesco. Dos individuos hechos por las mismas personas, aunque los creadores hubieran muerto hacía largo tiempo.
—Disculpe, ¿por casualidad tendría un teléfono que pudiera usar? El mío se ha quedado sin batería y se suponía que había quedado en el puerto con mi hija, pero no sé dónde se ha metido.
—Claro, pase.
La hermana se dio la vuelta y entró en la casa. Agneta la siguió.
El vestíbulo era diminuto y después se llegaba a la cocina, que parecía hacer las veces de cuarto de estar. El mobiliario era viejo y estaba en malas condiciones, como solía ocurrir en las casas de verano. Los muebles y la tapicería pasaban allí el invierno y quedaban expuestos al frío y a la humedad. Cosas que llevaban décadas sin usarse, pero que seguían en su sitio porque siempre habían estado allí. Cacas de mosca y telarañas. La vajilla cascada y con manchas, cubiertos dispares, vasos que nunca quedaban limpios por más que se lavaran. En medio de la habitación, una mesa amplia con pilas de periódicos y libros. Un sillón con un reposapiés y una ventana que daba al jardín.
Agneta miró a su alrededor.
Una sartén le valdría.
Antes de que a la hermana le hubiera dado tiempo a darse la vuelta, le asestó un golpe en la nuca con la sartén. La mujer se desplomó y Agneta pensó inmediatamente en cuánta violencia podría soportar una persona mayor. ¿La habría matado con un golpe tan fuerte?
Ató a la mujer a una silla por si acaso y después le tomó el pulso y comprobó que respiraba. Sí, sí, estaba viva.
La casa tenía las paredes finas y había mucha gente desplazándose por Räfnäs. Buscó una camiseta y la cortó en tiras con las tijeras de la cocina. Después sacó la pistola, le colocó el cañón en la sien a la hermana por si se despertaba y le llenó la boca con las tiras. Después seleccionó una más larga y se la ató alrededor de la cabeza, tapándole la boca.
La hermana tardó bastante en despertarse.
Casi una hora.
Mientras esperaba, Agneta se escondió en un dormitorio. Había colocado a la mujer de forma que, si contra todo pronóstico alguien iba a visitarla, ella podría sorprender al intruso y volver a utilizar la sartén. O la pistola.
Mientras tanto, reflexionó sobre cuáles serían sus próximos pasos. No recordaba mucho de su entrenamiento y no le apetecía nada torturar. ¿Tal vez bastara con amenazarla? Esperaba que sí.
—¿Dónde está? —dijo Agneta cuando la hermana por fin volvió en sí.
No respondió y Agneta trató de recordar cómo se llamaba. ¿Lisbeth? ¿Berit? ¿Betty? Ese tipo de detalles siempre ayudaban, pero estaba completamente en blanco. ¿Por qué nunca les habían enseñado a lidiar con la pérdida de memoria? El cuerpo no era lo único que se deterioraba. El cerebro también se iba estropeando.
—¿Dónde está? —repitió.
La hermana se limitaba a negar con la cabeza.
Agneta miró a su alrededor y se le ocurrió una idea. Aquel método de tortura en concreto no se usaba en su época, pero parecía que tenía mucha fama en la actualidad. Se acercó a la estufa de leña en busca del cubo de agua que había allí y un paño de cocina. Llevó el cubo junto a la mujer atada y le echó hacia atrás la cabeza tirándole del pelo. Después le cubrió la cara con el paño y le vertió agua por encima.
No tenía ni idea de si lo estaba haciendo bien, pero el submarino era el submarino, pensó para sí. Muy agradable no podía ser.
Cuando se tomó un descanso, la hermana masculló algo a través de la tela.
—¿Estás intentando decirme dónde está? —dijo Agneta, y justo entonces recordó el nombre de la hermana. Elisabeth.
Elisabeth negó con la cabeza y le lanzó una mirada cargada de odio. Agneta se encogió de hombros y continuó. Más agua, durante más tiempo, con pausas más cortas.
Cuando la hermana resoplaba tanto que a Agneta le preocupaba que de verdad pudiera perder el conocimiento, hacía una pausa más larga.
Mientras la mujer intentaba recuperarse, Agneta buscó en los cajones de la cocina. Algunos de los cuchillos eran muy aterradores. Los colocó en la mesa y se quedó observando a Elisabeth, que le devolvió una mirada feroz.
Agneta estaba a punto de escoger un cuchillo cuando la hermana empezó a mover la cabeza y la boca para indicar que quería hablar.
Agneta se acercó y le sacó las tiras de tela de la boca.
—Pass auf! —gritó Elisabeth con todas sus fuerzas, y en ese mismo instante Agneta oyó un ruido a su espalda. Se volvió rápidamente y alcanzó a ver una silueta que desaparecía.
Joder.
La vieja la había engañado. Había oído los pasos del hermano y fingió que quería hablar, pero solo para avisarlo.
Debería apuñalarla con el cuchillo, pero era más importante atrapar a Ober.
Agneta noqueó a la mujer con la culata de la pistola, salió corriendo por la puerta y rodeó la esquina de la casa. Vio a Ober allí mismo, bajando hacia el puerto.
Lo siguió, preguntándose si tendría un coche aparcado cerca o si se lanzaría a alguno de los barcos.
Pero no hizo ninguna de las dos cosas.
Se detuvo en el llano de asfalto entre el quiosco y los barcos y se volvió hacia ella con una sonrisa. Agneta buscó a tientas la pistola, pero él se limitó a contemplarla.
—¿Qué vas a hacer? ¿Dispararme? ¿Delante de todo el mundo?
Agneta miró a su alrededor. Familias con niños, jubilados, jóvenes. Gente por todas partes.
Tenía razón.
Volvió a hundir la pistola en el bolsillo. En ese momento él la reconoció, a pesar de su nuevo aspecto.
—Eres tú —dijo. Se quedó impactado. Él siempre supo que había gente como ella que formaba parte del juego, que podían estar buscándolo, pero nunca se imaginó que Agneta fuera uno de ellos.
—¿Para quién trabajas? —dijo.
Ella no respondió.
—¿Siempre has…?
Agneta se dio la vuelta y se dirigió al coche. Él se quedó allí plantado. A salvo, pero desconcertado. Perplejo.
Se volvió a montar en el coche. ¿Cómo demonios iba a resolver aquello?
Ahora sabía quién era ella. Podría llamar a la policía o contactar con sus superiores. Los que habían activado la antigua red de espionaje. Con toda probabilidad, gente despiadada que podría ir a por su familia.
Por el espejo retrovisor vio que Ober daba unos pasos cautelosos en dirección a la casa, probablemente ocupado tratando de procesar lo que implicaba aquello. Que se había librado. Que era ella la que iba tras él. Que todo se había puesto en marcha.
¿Estaría al tanto de su misión, sabría para qué los iban a utilizar a él y a los otros?
Ahora nunca confesaría. Pero tenía que eliminar esa posibilidad.
Entonces se decidió.
Arrancó el motor.
Metió marcha atrás.
Y pisó a fondo el acelerador.
En todo momento con Ober en el punto de mira, y hasta que no faltaron unos centímetros él no se volvió hacia el ruido del motor.
Probablemente no entendiera lo que estaba sucediendo.
Alcanzó los sesenta kilómetros por hora antes de llevárselo por delante. Eso debería bastar. Un golpe sordo y el coche se bamboleó cuando las ruedas traseras pasaron por encima del cuerpo.
Frenó y oyó los primeros gritos de terror al bajarse. Vio la sangre que manaba de debajo del coche.
—¡Ay! ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Cómo… cómo ha pasado? ¡Se me ha ido el coche!
Después se dirigió al gentío que se estaba formando y prosiguió con tono implorante:
—Se me ha ido el coche…
Y funcionó. Una chica empezó a consolarla.
—No es culpa suya.
Un hombre de mediana edad con pantalones cortos y la camisa desabrochada se había arrodillado para mirar debajo del automóvil. A lo lejos, Agneta vio que dos hombres del barco de salvamento se acercaban corriendo. El hombre de los pantalones cortos se retiró y Agneta se agachó para meterse debajo.
Se arrastró hasta que tuvo la boca junto al oído de Ober.
—¿Dónde os vais a ver?
Él la miró de soslayo con los ojos inyectados en sangre. Tenía la respiración entrecortada y emitía estertores.
—Tengo a tu hermana atada en la casa, ¿no quieres salvarla?
Y entonces se lo contó.
Cuando terminó, Agneta le apretó el cuello con los dedos para detener el riego sanguíneo al cerebro. Apretó con todas sus fuerzas, tanto que se le empalidecieron los nudillos. Y Ober estaba demasiado débil como para oponer resistencia.
—Se está muriendo —gritó con todo el pánico que fue capaz de reunir en la voz. Y cuando se quedó completamente inmóvil, salió a rastras de debajo del coche y se volvió a poner de pie.
—¡Llamad a una ambulancia! —chilló a los transeúntes—. Voy a por ella. Se me ha ido el coche…
Después del ejercicio improvisado de desinformación se marchó del puerto, pero giró a la derecha en dirección a la casa en lugar de esperar a la ambulancia, que no llegaría hasta dentro de al menos media hora.
Tuvo que abandonar el coche y calculó con frialdad que el nombre del dueño no conduciría a la policía a ninguna parte. Debía irse.
Rápido.
Estaba dispuesta a utilizar la pistola para escapar, pero no fue necesario.
Mientras se alejaba, miró a través de la ventana del maletero de la ranchera. Allí, bajo una manta, descansaba su Kaláshnikov. Seguro que le resultaría útil, pero no se atrevió a sacarlo. Se convertiría en un misterio para la policía, al igual que el dueño del coche.
Puso todo su empeño en caminar tranquila y de forma controlada. La gente en el puerto estaba como hechizada por la sangre y el cadáver bajo el coche. Nadie gritaba, nadie iba tras ella.
Dentro de la casa, la hermana seguía atada, pero consciente. Agneta pensó que ella sí que habría tratado de escapar. Tal vez Elisabeth estuviera conmocionada, tal vez contaba con que su hermano fuera a rescatarla. No estaba claro. Pero Ober no volvería a salvar nunca nada ni a nadie.
—¿Las llaves del coche? —dijo Agneta, y la hermana hizo un gesto hacia la encimera de la cocina. Parecía que había aceptado la derrota. De un gancho que había por encima de la encimera colgaba un juego de llaves con un viejo muñeco de plástico de BP. Un Renault. Agneta era un poco escéptica respecto a los coches franceses, pero tendría que conformarse.
Descolgó las llaves y de pronto dudó acerca del nombre de la hermana. ¿Sería Elsie?
Luego sacó la pistola, le colocó el cañón en la frente a Elisabeth o como se llamara y apretó el gatillo.
Si no le hubiera dado tantas vueltas a lo que podría haber sucedido y si no hubiera terminado con Ober, probablemente no se habría molestado en eliminar a la hermana. Y se habría buscado un montón de problemas.
Al fin y al cabo, parecía que ella había colaborado con Ober en su empresa. Quizá incluso supiera lo que estaba en marcha. Quizá le hubiera ayudado a conseguirlo.
Había aguantado lo bastante como para permanecer callada durante la tortura y fue lo bastante inteligente como para avisarlo cuando se presentó la oportunidad.
Una soldado.
Celosa y leal.
¿Qué padres enfermos habrían tenido para criar dos hijos así?
En el borde de la parcela encontró un viejo Renault 5 de color beis.
Lo abrió, comprobó la palanca de cambios y la de mando. Del retrovisor colgaba un banderín con colinas verdes que rezaba «Kåseberga».
El coche arrancó sin problemas.
Seguramente tendría que deshacerse de él al cabo de una hora por si acaso, pero primero quería regresar a Estocolmo.
Por fin sabía dónde tendría lugar el encuentro, pero no le quedaba mucho tiempo.