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SARA LA LLAMÓ para contarle lo que había averiguado, pero Anna se limitó a contestarle que estaba ocupada, que si podían hablar más tarde. Estaban buscando a antiguos acosadores de Stellan y habían recibido más de doscientos avisos de gente que decía haber visto a Agneta, desde Boden hasta Bangkok. Quizá Bielke se contentara con que los alemanes se encargaran de los aspectos más dramáticos del caso.

A Sara le habría gustado pasarle la información para apartar de su mente todo lo relacionado con el asesinato y la Guerra Fría, con la seguridad de que Anna y sus colegas llegarían hasta el fondo del asunto, pero por el tono de su amiga entendió que unas bombas enterradas en Alemania era algo demasiado fantasioso para su gusto. Si la información sobre los espías conducía a alguna parte, tendría que encargarse ella por su cuenta, pensó Sara. Ya había ido demasiado lejos en su investigación personal. Pero ¿y si estaba tras la pista correcta? ¿Podría asumir la responsabilidad de haber dejado la muerte de Stellan sin resolver?

Al pensar en Stellan los recuerdos la llevaron a la casa de Bromma, a su infancia y a Martin, que no se había entristecido demasiado porque Sara le hubiera hecho añicos la guitarra. Se lo imaginaba con hordas de chicas que querían ser artistas y que le enviaban fotos de sus cuerpos desnudos. ¿Cómo se iba a resistir Martin? Chicas que se le ofrecían, cuerpos bonitos y jóvenes. Chicas que lo escuchaban y eran comprensivas. No como ella.

Sabía que esos pensamientos no eran particularmente constructivos y que no tenían mucho que ver con la realidad. Aunque hubiera algo de cierto en ellos, no le servía de nada atormentarse de ese modo. Se planteó acudir antes al trabajo para tener otra cosa en la que pensar, pero se dio cuenta de que no se distraería en absoluto si se sentaba sola con un café esperando a David durante varias horas.

¿Qué podía hacer?

Pensó en lo que había hablado con Hedin y comprendió que debía averiguar más. A Agneta le debía al menos el intentar descubrir la verdad sobre la muerte de Stellan.

 

 

LA CARAVANA SEGUÍA en el mismo lugar. Se acercó y llamó a la puerta. Como no respondía nadie, volvió a llamar y gritó en inglés:

—¡Policía! ¡Abrid!

Apenas pasaron unos segundos antes de que el policía alemán abriera la puerta. Debían de tener prisa por callarla, puesto que el hombre se había olvidado de cerrar la puerta interior. «Qué descuidado», pensó Sara. Se abrió paso para entrar y él se apartó. Desde luego, estos campistas no querían llamar nada la atención.

En el centro de operaciones móviles, Breuer y Strauss estaban sentados cada uno frente a una pantalla. Parecía que Strauss estaba repasando listas de pasajeros de aerolíneas y Breuer revisaba imágenes de cámaras de seguridad de aeropuertos. Los dos se giraron hacia Sara cuando entró.

Ruhig, bitte. —dijo Breuer, que se levantó haciendo un gesto para que se marchara. Después cambió a su inglés con aquel acento tan marcado—. ¿Por qué has venido? No deberías estar aquí.

—Sé lo que es Stay put —dijo Sara—. Sé que la bomba en Alemania está relacionada con Stay put.

—¿Y?

—Los que están investigando el caso no creen que haya ninguna conexión con la RDA y la Guerra Fría. Están buscando a antiguos acosadores, así que no os van a ayudar. Pero yo sí puedo ayudaros.

Breuer seguía con una mano levantada para que se marchara.

—Estamos acostumbrados a arreglárnoslas por nuestra cuenta —dijo.

—Piensa que yo conozco a la familia. Estaba siempre en su casa. Puede que haya visto cosas interesantes.

Breuer intercambió una mirada con Strauss.

—Siéntate —dijo con brusquedad mientras miraba a Sara, que asintió y se acomodó en la mesa de reuniones frente a Breuer. El policía que parecía un perro guardián volvió a ocupar su lugar junto a la puerta.

Strauss se acercó con una carpeta beis que dejó en la mesa delante de Sara.

—Firma antes —le ordenó Breuer cruzándose de brazos y reclinándose en el asiento.

—¿Qué es? —preguntó Sara mirando el texto en alemán.

—Un documento de confidencialidad.

Confidentiality papers. Sara se preguntó si realmente se llamaban así, pero comprendió lo que significaba.

—No entiendo lo que pone —dijo.

—Pone que no le puedes contar a nadie lo que hemos hablado sin acabar en la cárcel.

—Eso no lo podéis decidir vosotros.

—En este caso sí. Firma o vete.

Sara dudó. Probablemente solo hubiera una forma de descubrir la verdad sobre su ídolo de la infancia y el padre de sus amigas. De modo que firmó y les devolvió los papeles.

—Stay put no es ningún secreto —dijo Breuer en cuanto colocaron el documento en el archivador—. Es público desde los ochenta.

Puede que fuera cierto, pensó ella. El artículo del Dagens Nyheter era de 1986.

—Pero nadie lo ha relacionado con la bomba que acaba de estallar en Alemania —dijo—. Y no querríais que nadie lo hiciera, ¿verdad?

No le respondieron.

—¿La que estalló fue una de esas bombas? —preguntó Sara—. ¿Hay más?

—No lo sabemos.

—¿Y qué tiene que ver Stellan Broman con las bombas?

—No lo sabemos.

—¿Qué sentido tiene que firme un documento de confidencialidad si lo único que contestáis es que no lo sabéis?

Breuer se limitó a mirarla, completamente inmóvil. Sara se levantó para marcharse.

—Vale —dijo Breuer haciéndole una seña para que volviera a sentarse—. Lo que sabemos es que la gente que llamó a Geiger ha obtenido información sobre los antiguos sistemas de defensa de la época del telón de acero.

—¿Cómo?

—Se trata de viejos grupos revolucionarios que recibían ayuda de Alemania del Este y que siempre han tenido vínculos fuertes con los revolucionarios de Oriente Medio.

—¿Por qué se lo cuentas? —le preguntó Strauss a Breuer. Lo dijo en alemán, así que Sara no estaba muy segura de a qué se refería.

—Si nos va a ayudar entonces… —respondió Breuer, también en alemán, pero Sara no entendió el final de la frase.

Strauss se quedó callado un momento, pero parecía que aceptaba la explicación.

—¿Los palestinos son los responsables de las bombas? —dijo Sara, pensando en los grupos palestinos que habían estado activos en su niñez. Terroristas a ojos de unos, combatientes por la libertad para otros. En cualquier caso, mataron a gente. Y los niños reproducían en los recreos lo que veían en las noticias. Sara tenía un vago recuerdo de jugar a secuestrar aviones en el patio del colegio cuando más se hablaba de los secuestros. Exigía que liberaran a los prisioneros, sin llegar a comprender lo que significaba aquello.

—No —dijo Breuer—. Creemos que no, pero es posible que obtuvieran la información en los ochenta y que alguien la haya revendido a grupos islamistas ahora. Para conseguir dinero para su lucha o para enriquecerse. O tal vez se trate de alguien que se haya radicalizado y se haya dado cuenta de que es un arma poderosísima contra Occidente.

—Alemania del Este era muy hábil para infiltrarse en la Alemania Occidental y la OTAN, incluso en la cúpula —dijo Strauss—. Como Rupp y Guillaume, puede que hayas leído algo sobre ellos. La CIA, gracias a los Archivos Rosenholz, es la única que tiene una ligera idea de cuánta información logró sacar la Stasi. Muchos de estos datos, sobre todo los relacionados con los sistemas de armas, se pusieron a la venta cuando cayó el Muro. Y muchos más después del colapso de la Unión Soviética. Es posible que grupos revolucionarios hayan recibido una parte como venganza. Entre otros, la OLP, el Frente Popular, Septiembre Negro o el FPLP.

—¿Y Stellan?

—Creemos que la red de espionaje de Alemania del Este aquí contaba con información importante sobre las cargas explosivas. Su ubicación o cómo se activan, o algo por el estilo.

—Necesitaban un país neutral para ocultarlo, fuera lo que fuera —añadió Strauss—. Durante la Guerra Fría, Suecia fue un punto de encuentro para un montón de grupos terroristas, sobre todo de Alemania Occidental y Palestina, pero tras ellos llegaron también terroristas italianos, franceses, españoles y japoneses para coordinar acciones. Aquí podían reunirse sin que los molestaran, gracias a la ingenuidad de nuestra policía.

Sara pensó en la intransigente Brundin del Säpo y le hizo gracia la imagen que tenían los alemanes de esa generación de agentes de inteligencia.

—La mayor parte de los IM vivieron ocultos aquí después de la caída del Muro —dijo Breuer—. Han descubierto a muy pocos, no han detenido a ninguno y vuestros servicios de inteligencia han clasificado sus expedientes. Tal vez alguno aún conserve su convicción política y quiera ayudar a darle una lección al Occidente en decadencia.

—Muchos amigos de la RDA arden en sed de venganza —dijo Strauss—. Creen que su país de ensueño fue traicionado. Que se disolvió después de una gran traición. Como una teoría moderna de la puñalada en la espalda.

—Vuestro servicio de inteligencia clasifica todo como confidencial para ocultar lo que se les escapó en aquella época —intervino Breuer.

—Pero ¿por qué habéis venido? —preguntó Sara, que acababa de caer en la cuenta de algo en lo que no había pensado hasta ese momento—. Os pusisteis en marcha antes de saber que Stellan había muerto, así que no vais tras la pista del asesino. Y os habéis quedado a pesar de que ha muerto, así que tampoco ibais tras Stellan. ¿A quién buscáis entonces? ¿A quien hizo la llamada?

Sara comprendió que había dado en el clavo. Nada podía superar la sensación que experimentaba cuando la intuición cooperaba con el intelecto.

Breuer permaneció callada un buen rato antes de tomar la palabra.

—No sé cuánto conoces de este mundo. Redes terroristas, acciones internacionales, colaboraciones entre grupos de distintas partes del mundo. Todo se basa en vínculos personales. Solo confías en quien conoces. Creemos que los que compraron la información sobre las cargas explosivas han enviado a alguien que conoce personalmente al contacto en Suecia para poner todo en marcha. La información de hace treinta años requiere vínculos de hace treinta años.

Sara dio un respingo cuando le pusieron una taza de café delante. La taza parecía extraordinariamente pequeña en la mano del policía corpulento, que a pesar de su envergadura se había movido y había preparado el café sin que ella se diera cuenta de nada. Se preguntó si los demás se habrían percatado. Claro que sí. Al fin y al cabo, eran policías. Sara se inclinó hacia delante y le dio un sorbo a la bebida caliente.

—Uno es leal a los viejos amigos —continuó Breuer—. No se lucha por otro país, no por una ideología, sino por la persona con la que has entrenado, a la que le has salvado la vida, la que te la ha salvado. Alguien del que sabes que dependías, del que quizá sigas dependiendo. Los secretos que compartís son lo que os unen.

—¿Entonces era Stellan el que iba a pasar la información? Pero ¿por qué seguís aquí si está muerto?

—Sigue habiendo alguien que viene a por la información.

Sara esperó unos segundos para asimilar aquellas palabras.

—¿Y queréis atrapar a quien hayan enviado?

Genau. Eso es.

—¿Quién es?

Los dos alemanes volvieron a intercambiar una mirada rápida. Parecían de acuerdo.

—Abu Rasil —dijo Breuer—. Bueno, ese es uno de sus nombres. Abu Omar, Doctor El-Azzeh, Abu Hussein. El hombre responsable de una decena de atentados terroristas espectaculares en los años setenta y ochenta. Carga con más de ochocientas vidas sobre su conciencia. Ha mantenido un perfil bajo durante muchos años, pero creemos que lo han activado de repente. Atraído por quien vendiera la información, porque Geiger y Ober solo confían en esa persona y no le darían la información a nadie más.

—Pasó mucho tiempo en Alemania del Este, invitado por el Partido Comunista, y se llevó a alemanes del Este y a simpatizantes de otros países a los campamentos de prácticas que organizaba en Oriente Medio.

—O al menos eso se rumorea —dijo Strauss. Breuer le lanzó una mirada de desaprobación.

—¿También a suecos? —preguntó Sara—. ¿Stellan fue a los campamentos? ¿Y Ober?

—Uno de los dos. O los dos. Y así se estableció el vínculo personal. Abu Rasil es el único que puede recibir la información, así que tienen que enviarlo a él. Algo por lo que le pagarán muy bien, no me cabe duda.

—¿Y al que buscáis es a él?

—Cuatro atentados terroristas en suelo alemán. Sin contar la última bomba.

—Breuer lo persiguió en los ochenta y estuvo muy cerca de atraparlo —dijo Strauss—. Desde entonces ha pasado desapercibido.

—Pero al menos se paralizaron sus planes —dijo Breuer—. Creemos que tenía en mente perpetrar un ataque terrorista espectacular en protesta por la reunificación alemana.

—Y ahora parece que quiere vengarse. Stay put es un recordatorio perfecto de las antiguas contradicciones y de cómo Estados Unidos consideraba a los ciudadanos alemanes peones insignificantes en el juego político. Muchos están deseando ver una ruptura así entre Estados Unidos y Europa.

—Pero ¿cómo podéis estar seguros de que viene? Si Stellan ha muerto.

—Podría haber otra persona en la red que le pase la información. Por ejemplo, aún no habéis localizado a Ober.

No, no lo habían encontrado. Sara se lo tomó como algo personal, pese a que no era su responsabilidad.

—Tal vez sea para bien —dijo Strauss—. Tal vez Ober nos conduzca hasta Abu Rasil.

—Una pregunta —interrumpió Sara—. Por lo que hemos visto, sí que pueden detonar las bombas. ¿Qué necesitan de aquí?

Breuer la miró durante un buen rato.

—Debo recordarte el documento de confidencialidad que has firmado. Si cuentas cualquier cosa sobre lo que te digamos, estarás infringiendo varias de las leyes más importantes de la UE y podrías enfrentarte a una pena de treinta años de cárcel. Estamos hablando de la seguridad de toda la Unión Europea. ¿Lo entiendes?

—Sí.

Breuer recorrió la caravana con la vista, como si estuviera buscando algo con la mirada. Después respiró profundamente.

—Stay put era el último recurso de la OTAN en términos de defensa contra el Pacto de Varsovia. Bombas bajo la calzada, pero también bombas atómicas de menor tamaño que podían transportar individuos. Ya han retirado las cargas atómicas de Alemania Occidental. La que detonaron era una carga más pequeña, destinada a cortar el camino en la fase inicial de una guerra. Quizá las dejaran allí porque nunca han confiado en Rusia, ni tan siquiera después de que se disolviera la Unión Soviética.

—El problema es que la Unión Soviética lo sabía todo sobre nuestras defensas —añadió Strauss—. Gracias a sus espías y sus topos.

—Y al movimiento por la paz en Occidente —puntualizó Breuer—. Que localizó instalaciones de misiles, minas, almacenes de munición, controles de carretera y cabezas nucleares. Como hicieron pública la información, cayó en manos de los integrantes del Pacto de Varsovia, que pensaron que debían responder con la misma moneda. Es decir, que el movimiento por la paz más bien impulsó la carrera armamentística con sus acciones.

—Los rusos se volvieron paranoicos con la presencia de las tropas americanas en el oeste —dijo Strauss—. Se suponía que los efectivos militares se encontraban allí para defender a Europa, pero según la lógica rusa también las podían utilizar para atacar. La doctrina fundamental era que Hiroshima había demostrado que los yanquis querían hacer uso de las armas que poseían.

—Como habían alcanzado un equilibrio de terror, los países del Pacto de Varsovia respondieron a las medidas de la OTAN y, por supuesto, querían que la réplica fuera aún peor para intimidarles. La carrera armamentística los llevó a enterrar sus propias cabezas nucleares. Pero nunca hemos averiguado dónde.

—Alemania del Este no consiguió la información, porque la Unión Soviética quería tener el control total. No confiaban en sus estados vasallos, al tiempo que les exigían que los obedecieran a ciegas.

—Los dos bandos estaban en una competición continua y, según desertores soviéticos, la Unión Soviética no solo enterraba bombas para volar carreteras, sino también otras lo bastante potentes como para asolar territorios enteros.

—Bombas atómicas.

—¿Que siguen enterradas? —dijo Sara. Alzó una mano para pararlos, para detener el flujo de información o frenar ideas inoportunas. Pero al parecer el agente corpulento lo interpretó como una seña de que quería más café, porque le llenó la taza. Breuer continuó.

—Los rusos dicen que ya no queda nada, pero no tienen ningún documento que lo demuestre. Luego Putin se ríe e insinúa que tienen cargas atómicas en medio de Estados Unidos. Tanto la Unión Europea como Estados Unidos han solicitado que se les permita consultar los archivos soviéticos, pero se les ha denegado la petición. Ninguna presión diplomática ha servido de nada y no quieren poner en peligro el suministro de petróleo y gas de Rusia, así que nadie se atreve a llegar demasiado lejos.

—¿Y lo que pensáis es que la Unión Soviética estaba dispuesta a usar las bombas atómicas?

—Los del Pacto de Varsovia sabían que necesitaban una victoria rápida si llegaban a invadir. Debían ocupar Alemania Occidental antes de que a la OTAN le diera tiempo a movilizarse, preferiblemente en una fase inicial. Pero también necesitaban un plan alternativo por si fracasaban. ¿Qué sucedería si la OTAN llegaba a Alemania Occidental? El Pacto de Varsovia se vería amenazado y por extensión también la Unión Soviética. Siempre han querido tener estados tapón entre ellos y sus enemigos, como demostraron las invasiones de Hitler y Napoleón. Es un miedo muy arraigado en el imaginario colectivo ruso: no más guerras en su territorio. La estrategia era una defensa ofensiva, fuera de territorio soviético. Estaban dispuestos a recurrir a cualquier medida para evitar una invasión. Y en ese caso, destruir toda Europa Central era una solución.

—¿Podría haber pasado? —dijo Sara.

—Sí —respondió Breuer—. Desde luego. De hecho, lo raro es que no ocurriera.

—Pero aún no es tarde —dijo Strauss—. Si Abu Rasil descubre cómo detonar las bombas.

—¿Y por eso viene aquí? —resumió Sara, sobre todo para sí misma.

—Probablemente ya se encuentre en el país —dijo Breuer—. Y está esperando la luz verde de sus pagadores. En cuanto estén listos para detonar las cargas, le avisarán, y él, a su vez, le hará una señal a su contacto en Suecia para que se vean y le entregue la información necesaria.

—¿Y eso puede ocurrir en cualquier momento?

—En cualquier momento.