SARA TOMÓ EL tranvía de Nockeby y después el metro desde Alvik. Acabó en un vagón con una clase entera de estudiantes con sus gorros de graduación. Gritaban, cantaban, se reían y vociferaban. Iban corriendo de un lado para otro, abrazándose. Se comportaban como si fueran los dueños del mundo entero.
Y así era.
Al menos ahora.
Sara decidió pensar en otra cosa.
Era la primera vez que sentía que se enfrentaba a algo que escapaba a su control desde que empezó a trabajar de policía. No sabía nada ni sobre espías ni sobre terroristas ni sobre cómo detenerlos. Sabía mucho sobre Stellan, pero al parecer no lo más importante: su vida secreta.
Debían de haberlo eliminado porque sabía demasiado. Si podía identificar a Abu Rasil, entonces quizá supusiera una amenaza. ¿Sería Ober el que le había disparado?
Ober, el que una vez lo reclutó.
¿Y si ya no necesitaban a Stellan y, cuando volvieron a activar la red, él se convirtió en un testigo molesto? ¿Y si le hubiera dicho a Ober que ya no creía en las antiguas doctrinas? ¿Y si simplemente se negó a participar en el futuro atentado terrorista?
Sara casi esperaba que fuera así. De ese modo, resultaría más fácil aceptar la traición de Stellan a ella y a todos los ciudadanos suecos.
Una vez en el piso, no cayó en la cuenta del hambre que tenía hasta que no se preparó el almuerzo. En el salón, la guitarra rota le recordó a Sara los descubrimientos de la noche anterior y las explicaciones. Y también el comentario de Ebba.
A la preocupación por las bombas atómicas la sustituyó la preocupación por una catástrofe en su vida privada.
Sentía que no podía confiar del todo en Martin. Y quería poder confiar. No limitarse a razonar para adoptar la actitud más sensata, sino sentir con todo su cuerpo que estaba convencida.
No empezaba a trabajar hasta dentro de unas horas, así que resolvió investigar un poco más a Nikki X. Tomó el metro en dirección a Tekniska högskolan, pasó por delante de la iglesia ortodoxa de San Jorge y cruzó la calle hasta el 7-Eleven, donde compró una SIM de prepago que metió en el móvil del trabajo. Después fue paseando hacia el norte, se detuvo a cierta distancia del número 125 de Birger Jarlsgatan y escribió un mensaje: «Tengo ganas. ¿Cuánto cobras por ir a casa?».
Menos de medio minuto después recibió la respuesta: «Cuatro mil».
Sara contestó: «¿Puedes ahora?».
«¿Dónde?»
«Blendavägen 27, Täby.»
«Tardo media hora.»
Quizá fue una tontería usar la dirección de Danne, el amigo de Martin, pero fue la primera que se le vino a la cabeza; se encontraba lejos del centro y quería sacar a Nikki X de su piso cuanto antes.
Mientras esperaba, Sara cayó en la cuenta de que Nikki tal vez no viviera ya en el piso en el que estaba registrada. En ese caso, no habría servido para nada. Pero al cabo de diez minutos un taxi se paró en la puerta y salió una chica de unos treinta años muy maquillada y en forma. Con una falda corta, un escote pronunciado y unos tacones de aguja altísimos.
En cuanto el taxi se marchó, Sara introdujo el código de la policía y entró. Sabía que en la puerta del piso pondría «Hansson», y cuando la encontró llamó al timbre, esperó medio minuto y después forzó la cerradura y pasó dentro.
Un fuerte olor a perfume. Un vestíbulo pintado de blanco con zapatos de tacón de aguja en filas totalmente rectas. Imágenes de cuerpos desnudos en blanco y negro. Una cortina blanca en la puerta que conducía al salón y la cocina. En el pasillo, otra puerta que Sara entreabrió.
Una ventana con las cortinas echadas, una cama y sábanas de seda, una pila de toallas, rollos de papel higiénico, botes de aceites y lubricantes, un bol con condones. ¿Habría estado Martin allí?
Sara sabía que en realidad era inútil, pero aun así se puso a buscar huellas de una visita de Martin. Bajo la alfombra, bajo la cama, entre las sábanas, en el armario. Se preguntó qué estaba haciendo, pero no era capaz de parar. Le resultaba casi hipnótico buscar un rastro que no quería encontrar. Si se hubiera llevado el equipo, podría haber tomado pruebas de las manchas que había en las sábanas y en las paredes, pese a que el cuarto olía a limpio. Pero puede que inventarse una historia para enviar unas muestras de ADN al laboratorio para investigar a su marido fuera demasiado.
Al cabo de veinte minutos le llegó un mensaje al número de prepago.
«Estoy aquí.»
«Bien. He salido a sacar dinero. Tardo diez minutos.»
Así ganaba algo de tiempo.
Ya había revisado la habitación.
Si estaba interpretando bien las manchas de las paredes y las sábanas, el cuarto de los polvos estaba completamente empapado de semen, mientras que el resto del piso parecía limpio. Nada de puteros por allí.
Sara entró en el dormitorio.
Todo blanco, con accesorios lilas y verdes.
La cama de Hästens. Almohadas, mantas y velas de Versace y Hermès. Y en el armario solo ropa de marca. Trajes, vestidos, jerséis, rebecas, faldas. Un marcado estilo femenino.
Una decena de bolsos de Prada, Marc Jacobs y Louis Vuitton, entre otros.
Ropa interior brillante y cara. Incluso medias de liga y un corsé o teddy, o como se llamara. Tal vez fuera para clientes de días enteros o fines de semana. En cualquier caso, no era el tipo de ropa interior que Sara usaba.
Quizá por eso Nikki X estaba en el móvil de su marido. Porque a Martin siempre le habían gustado esas cosas. Pero nunca había conseguido que ella se las pusiera.
¿Habría renunciado a follar con otras si ella se hubiera puesto ropa interior sexi un poco más a menudo? No, no podía ser por una cosa tan insignificante.
El motivo sería otro.
Si es que no estaba diciendo la verdad, claro.
En el salón se fijó en un objeto que había en el escritorio de la esquina. Un iMac con un teclado, un micrófono y una mesa de mezclas. Abrió un cajón y encontró un cuaderno con lo que parecían letras de canciones escritas a mano.
Delusion. Cold. Promise to live.
Mierda, sí que era cierto que quería ser artista.
Sara estaba pensando en si encender el ordenador para escuchar las canciones de Nikki cuando oyó una llave en la cerradura de la puerta principal. Por puro reflejo se metió en el baño y cerró la puerta.
Después entró alguien en el piso.
Alguien con tacones altos. Debía de ser Nikki.
Sara miró en el móvil la línea de prepago. Diez mensajes furiosos y después cinco llamadas perdidas. Tenía el teléfono en silencio y no se había enterado de la vibración.
¿Qué iba a decir si la chica la descubría? ¿Que la habían avisado por un allanamiento de morada y que cuando llegó la puerta estaba abierta?
Oyó pasos en el salón y después le pareció que Nikki entraba en el dormitorio. Todo lo sigilosamente que pudo, Sara fue de puntillas hasta la puerta principal, la abrió y salió. Volvió a entornar la puerta sin llegar a cerrarla y percibió unos pasos detrás de sí, saliendo del dormitorio.
—¿Hola? —dijo una voz de mujer dentro del piso.
En lugar de salir a toda prisa, Sara subió una planta.
Nikki salió al rellano y se detuvo —quizá sorprendida de que la puerta no estuviera cerrada— y después continuó hasta el portal. Sara supuso que no vio nada sospechoso, porque volvió enseguida y cerró la puerta.
Por si la escort se quedaba vigilando a través de la mirilla o de la ventana que daba a la calle, Sara permaneció allí durante media hora.
Después no debería de haber peligro. Se cubrió la cara con la mano y salió a la calle, tan rápido como pudo en dirección al centro.
Mientras se preguntaba qué narices estaba haciendo.
ESTABA EN EL coche con David en Malmskillnadsgatan tratando de concentrarse en el trabajo, pero sus pensamientos no la dejaban tranquila. Stellan, Agneta, Ober, la bomba en Alemania, Abu Rasil. ¿Qué había pasado en realidad y qué sería lo siguiente?
Sara se quedó observando la noche de verano mientras reflexionaba. Tenía muchas horas para pensar durante el turno. Mucha espera. David ya no parecía tan enfadado con ella. Incluso le compró un café cuando se acercó al 7-Eleven más próximo. Pero seguían guardando silencio juntos, como siempre. Era muy fácil perder la concentración si te dedicabas a hablar, además de que podías llamar la atención. Se oían voces en la calle, pero si se quedaban callados, la mayoría de las veces la gente que pasaba no se daba cuenta de que estaban en el coche. Sara se alegraba de que las cosas fueran mejor entre ellos. Sabía que había ido demasiado lejos, pero con todo lo que veían resultaba complicado no pasarse de la raya, al menos de vez en cuando.
Algunos coches se pasaban horas circulando sin llegar a pararse. O los conductores no se atrevían, o lo que los excitaba era mirar y fantasear. Sentirse sucios. O sentir que las mujeres de allí eran sucias. Y que podían ser suyas en cuanto quisieran.
Mientras esperaban la oportunidad de que hubiera una infracción clara, Sara comenzó a consultar las matrículas en el registro de vehículos. Los nombres que obtenía los buscaba en merinfo.se y después seleccionaba la opción de «ver quién habita esta vivienda». Más de la mitad de los hombres que iban y venían conduciendo vivían con su mujer y, en algunos casos, con hijos ya adultos. Los hijos menores de edad no aparecían en la página web, pero seguro que muchos de ellos los tenían.
¿Qué dirían al llegar a casa? ¿Pensarían en el polvo por el que habían pagado mientras cenaban? ¿Cuando sus hijos querían jugar con ellos? ¿Qué explicación les daban por haber llegado tarde? ¿Le echarían las culpas al trabajo o a una cerveza con los colegas o a que estaban en el gimnasio?
¿Cómo se justificaban a sí mismos el haber pagado por acostarse con alguien?
¿Con que su vida sexual había muerto con los hijos?
¿Que solo buscaban un poco de emoción?
¿Que en realidad no querían hacerlo?
¿Que había sido una tontería?
Sara había oído todo tipo de excusas. En la mayoría de los casos, la humillación de ser detenidos iba seguida de rabia hacia los policías que los habían pillado. «Me habéis destrozado la vida» era la reacción más frecuente.
Como si Sara y sus colegas los hubieran obligado a infringir la ley. Como si la policía los obligara a aprovecharse de mujeres rumanas. A escupirles, pegarles, violarlas a cambio de dinero en el asiento trasero de un coche o contra una lápida del cementerio de la iglesia de San Juan.
Un flamante Volvo V90 que había dado cinco o seis vueltas se decidió de repente. El conductor se metió en el caminito junto a la entrada del metro, justo al otro lado de donde se encontraban el coche de Sara y David con cristales tintados.
El Volvo se detuvo a la altura de Jennifer, una mujer norteafricana cuyo nombre real era obviamente otro. Sara conocía bien a las mujeres de por allí. Jennifer siempre había rechazado la ayuda que le habían ofrecido y se negaba a ponerse en contacto con asociaciones de mujeres, pero sin volverse agresiva, como sucedía con algunas chicas que veían peligrar sus ingresos o que estaban preocupadas por lo que les pudieran hacer los chulos si las veían hablando con Servicios Sociales. Casi siempre recibía a los clientes en su piso de Söder, una guarida que Sara suponía que le había proporcionado un chulo. Jennifer solo iba a Malmskillnadsgatan cuando le hacía mucha falta el dinero.
El hombre del coche bajó la ventana del asiento del copiloto y Jennifer se acercó, se inclinó y habló con él. Mientras negociaban, Sara tecleó la matrícula en el registro de vehículos.
Johan Holmberg. Residente de Vasastan. Mujer y al menos un hijo en los últimos años de la adolescencia. Tal vez tuviera otros más jóvenes. Sara lo buscó en Google y encontró sus perfiles de LinkedIn y Facebook. Jefe de proyecto en una empresa de construcción. Entrenador de un equipo de niños, así que probablemente tuviera un hijo más pequeño.
—Tenemos una compra.
Sara dejó el móvil al oír la voz de David. El Volvo salió de Malmskillnadsgatan hacia el sur y después giró a la derecha. David lo seguía despacio mientras avisaba a los colegas que tenían cerca de que estaban en movimiento. Sus colegas Pål y Jenny se quedaron atrás, a la espera del siguiente arresto.
Holmberg pasó entre los rascacielos de la plaza Hötorget y se desvió a la derecha por una calle estrecha. Pasó muy despacio por delante de una óptica, una tienda de moda, unos multicines y el hotel Scandic, y después descendió al aparcamiento de la plaza.
—¿No irá a…? —dijo Sara.
—Igual solo quiere aparcar el coche y llevársela al hotel —dijo David antes de informar a sus colegas por radio.
Los siguieron hasta el aparcamiento, pero se detuvieron en la planta superior, cuando el Volvo continuó hacia la planta baja. Después salieron del coche y se separaron. Sara fue por las escaleras y David descendió por la rampa del coche.
Sara salió de las escaleras justo cuando Holmberg apagó las luces del coche. Había aparcado en una esquina al fondo, lo que indicaba que efectivamente prefería hacerlo en el aparcamiento antes que llevársela al hotel.
Sara se puso en cuclillas para mirar bajo los coches. No tardó en ver los pies de David aproximándose y se inclinó hacia delante entre los vehículos para llamar la atención de su colega. Le hizo un gesto hacia la esquina donde había aparcado el coche y le señaló el reloj, lo que significaba que le dieran un poco de tiempo a Holmberg.
Por desgracia debían permitirle al putero que empezara antes de interrumpirlo, de lo contrario lo negaría todo y sería prácticamente imposible procesarlo. Sara y sus colegas necesitaban pruebas irrefutables, aunque prefirieran detener a los puteros en el acto.
El coche comenzó a moverse y Sara le hizo una señal a David de que había llegado el momento. Se acercaron silenciosamente al Volvo, echaron un vistazo al interior y vieron la espalda del hombre en el asiento trasero. Movía las caderas adelante y atrás con rápidos empujones.
David retrocedió un poco para obstaculizarle el paso al putero si trataba de escapar. Sorprendentemente, muchos salían huyendo y le dejaban el coche a la policía. Una mala decisión que tomaban presa del pánico.
Sara estaba preparada con el martillo rompe cristales cuando puso la mano en la puerta y dio un tirón. El pestillo no estaba echado, así que no tuvo que romper la ventana. Se limitó a gritar:
—¡Policía!
Holmberg interrumpió el vaivén de caderas y se dio media vuelta hacia ella. Entonces Sara pudo ver a Jennifer debajo, con la barriga aplastada y con el hombre agarrándola con fuerza del cuello, presionándole la cabeza contra una sillita de niño que había al otro lado del asiento.
Un cincuentón de pelo ralo con los ojos vidriosos como platos que no parecía entender lo que estaba sucediendo.
Sara tuvo que hace un esfuerzo por controlarse. No debía permitir que le afectara emocionalmente, ya que entonces empeoraría el desempeño de su trabajo. Pero no podía contenerse.
Sacó a Holmberg de un tirón, lo lanzó contra el suelo de hormigón y le plantó la rodilla en la nuca de un golpe, para asegurarse de hacerle daño. Y después David le colocó las esposas. Sara le dejó los pantalones bajados al hombre mientras se inclinaba dentro del coche para ver cómo se encontraba Jennifer.
—¿Estás bien?
—Sí. Estaba siendo bastante violento, pero estoy bien.
Volvió a ponerse las bragas, salió del coche y se arregló la ropa. Sabía lo que tocaba. La policía le tomaba declaración y le pedía que hablara con un trabajador social, y cuando ella rechazaba la ayuda se podía marchar.
—No he hecho nada —dijo Holmberg—. Hacerlo en el coche no es ilegal.
—Es ilegal pagar.
—¡Yo no he pagado nada!
Sara miró a Jennifer.
—¿Ha pagado?
Jennifer no respondió, se limitó a sacar tres billetes de quinientas coronas.
—Me han dejado el coche —dijo Holmberg—. Un amigo. Me llamo Johansson.
—¿Así que no es tu coche? —preguntó Sara.
—No.
Sara se agachó y le palpó los bolsillos. En el trasero de los pantalones chinos encontró una cartera negra.
—¡No puedes tocar eso! —gritó él—. ¡No es mía! ¡Me la he encontrado!
Sara sacó un carné de conducir de un tal Bo Johan Holmberg con el mismo aspecto que el del detenido. Le enseñó el carné al hombre, que suspiró y pareció darse por vencido.
—¿Puedo subirme los pantalones? —preguntó irritado.
—¿Niegas haber pagado por mantener relaciones?
—No —dijo Holmberg—. Lo reconozco. Y quiero que me envíen la carta a mi apartado de correos.
—¿No a casa? —preguntó Sara. Le molestaba que tantos se libraran, que los clientes empedernidos supieran exactamente qué hacer para poder continuar. La carta de la policía se enviaba, a petición suya, al trabajo o, como en este caso, a un apartado de correos que se habían procurado con el propósito de recibir ese tipo de notificaciones. Así que pagaban las multas y pronto volvían a las calles, listos para humillar a otra mujer. Sara sabía que su cometido no era castigarlos, sino solo atraparlos. Que ya era bastante importante.
Pero le molestaba.
Muchísimo.
Después de que Holmberg confesara y aceptara la notificación de sanción, lo soltó.
Otro padre de familia más que se iba directo de la calle de las putas a casa. Sara se preguntó si pensaría en la cara de Jennifer aplastada contra la sillita de niño la próxima vez que le abrochara el cinturón a su hijo. Seguro que no.
AL TERMINAR EL turno, volvieron a la comisaría para cambiarse de ropa y tratar de relajarse. Aunque se hubieran ido curtiendo con los años, nunca habían llegado a sentirse indiferentes. Era imposible.
Todas esas tragedias eran demasiado tristes como para que se convirtieran en rutina.
La impotencia amenazaba constantemente con apoderarse de ellos, pero intentaban estar pendientes de las mujeres a las que habían ayudado. Sara necesitaba recordarse que su trabajo sí que marcaba una diferencia, y David y ella empezaron a hablar sobre casos antiguos, sobre chicas que sí que habían aceptado la ayuda de Servicios Sociales o de algunas de las asociaciones de mujeres que había para las víctimas de explotación sexual. A veces recibían cartas de las chicas que habían dejado la prostitución, en ocasiones de menores que habían logrado reconducir su vida después de su intervención. Sara y David estaban de acuerdo en que no necesitaban que les agradecieran nada, pero el recordatorio de que su trabajo no era en vano les resultaba muy valioso.
Podían cambiar las cosas.
Podían ser útiles.
A veces, al menos. Y eso bastaba para continuar.
—Salud —dijo David acercándole una taza de café humeante. Sara la aceptó y brindó con él.
—Salud —dijo Sara, que recibió una sonrisa tímida de su colega.
Beber café en plena noche era raro, pero terminar el turno con una taza de café caliente se había convertido en una costumbre. Casi como un ritual, un chute de cafeína para despertarse de un mal sueño. Esa noche hicieron eso mismo.
Tal vez David se hubiera abierto un poco porque sentía que habían realizado un buen trabajo. En el fondo, los dos tenían el mismo grado de compromiso con su labor, solo se diferenciaban un poco en el temperamento.
—Tenías razón —empezó a decir Sara mirando a David a los ojos. Pero le costó continuar, tardaba demasiado en intentar encontrar las palabras y la terminó interrumpiendo un zumbido.
El móvil le estaba vibrando dentro del bolso y Sara lo sacó. ¿Le habría pasado algo a Pål y Jenny?
No.
Era Eva. Apellido desconocido.
Tenía el número guardado en los contactos del móvil y pertenecía a una de las chicas de Malmskillnadsgatan que peor paradas habían terminado. Eva solía ejercer su profesión en portales o callejones para no perder tiempo desplazándose. Así compensaba lo poco que cobraba con más volumen de trabajo.
Sara había visto a los clientes de Eva. Gordos, viejos, sucios, agresivos y mezquinos. Con los peores estilos de vida. Había tratado de ayudarle, o simplemente sentarse con ella a hablar, pero Eva siempre se había negado.
Y ahora aparecía su nombre en la pantalla del móvil. Por primera vez.
—Tú también conocías al cerdo ese, ¿verdad? —fue lo primero que dijo Eva—. ¿Quién lo ha asesinado?
—¿A quién? —dijo Sara.
—Al cerdo de la tele. Tío Stellan. Quiero darle las gracias a quien lo haya matado. Y tú deberías saberlo, que eres madero.
—¿Por qué quieres darle las gracias?
—¿Tú qué crees? Seguro que lo sabes perfectamente.
—¿El qué?
—Lo que hizo —respondió Eva, cortante.
—¿Stellan? —dijo Sara—. ¿A qué te refieres?
—Lo que les hacía a las niñas. ¿A qué narices me iba a referir?
Sara recordó que una vez, hacía mucho tiempo, le había hablado de su vida a Eva en un intento de ganarse su confianza. Iba bien hasta que mencionó que de niña pasaba mucho tiempo en casa de los Broman. En ese momento Eva escupió al suelo y se marchó.
—¿Podemos vernos? —preguntó Sara.
—No. Estoy trabajando.
—Te pago. Quinientas por media hora hablando contigo.
—¿Quinientas? ¿Por media hora?
—Quince minutos.
—Diez. ¿Dónde?
—El McDonald’s de Vasagatan. Dentro de un cuarto de hora.
—Vale, me da tiempo.
—¿QUÉ FUE LO que hizo?
Sara empezó dándole el billete después de que se sentaran cada una con su bandeja de comida rápida industrial. Los clientes que las rodeaban no se fijaban en ellas. Estaban demasiado borrachos, demasiado cachondos, demasiado sedientos de violencia. Totalmente entregados a reconfortarse con grasas trans porque parecía que iban a terminar otra noche más en solitario.
Eva se comió unas patatas y miró a Sara.
—¿O sea que no lo sabes?
—No.
—¿Y de verdad eras amiga de la familia?
—Estaba allí a todas horas. Y vivía en la casa de al lado.
—Sí, sí, ya me lo has dicho. Pero también me has dicho que eres del barrio. ¿Cuál de las dos versiones es cierta?
—Nos fuimos de Bromma cuando yo tenía trece años. A Vällingby.
—Así que eres la niña fina del extrarradio —dijo Eva con una sonrisa sombría—. Y yo soy la chica fea del barrio fino.
—¿Del barrio fino?
—Yo también soy de Nockeby. ¿No te lo había dicho? No, claro, no suelo ir contándolo por ahí.
Sara trató de asimilar las palabras de Eva. No había nada de su aspecto que revelara esos antecedentes.
—Por eso caí en sus garras —dijo antes de quedarse en silencio.
—Cuéntamelo —dijo Sara—. Te he pagado.
—Sí —respondió Eva—. Ya va siendo hora de que alguien lo sepa. Yo solo tenía trece años. Trece. Me lo encontré en la plaza un día; yo había comprado flores y él me contó que tenía un montón de flores diferentes en su jardín. Y yo me quedé impresionada, claro. O sea, es que era Tío Stellan, que me estaba hablando a mí. Nos encontramos en varias ocasiones más y me invitó a su casa. Me dijo que tenía dos hijas de mi edad. Pero cuando llegué allí no estaban en casa. Solo él.
Eva hizo una pausa.
—Joder, imagina si no hubiera ido. Una decisión de mierda y…
—Continúa —dijo Sara.
—Yo era una niña muy buena. De una casa formal y anticuada. No sabía nada del mundo. Siempre había sido una estudiante excelente. Se me daban mal los deportes, pero muy bien la lengua y la geografía, ya sabes. Quería ser profesora o diplomática. —Soltó una carcajada—. Diplomática… Lo mismo debería enviar mi currículum al Ministerio de Exteriores, ¿eh?
Sara observó el rostro surcado de arrugas de Eva, los brazos llenos de moratones, los dientes que le faltaban. La mirada ausente de la heroinómana.
—¿Qué pasó en casa de Stellan?
Eva terminó de masticar y alejó la bandeja.
—Me violó.
¿Violar?
¿Tío Stellan?
¿El padre de Malin y Lotta?
Sara no sabía qué pensar.
—Me enseñó el puto jardín y me contó cómo se llamaba cada flor de mierda. Malvarrosa y amarilis y yo qué sé qué más. Luego nos sentamos al sol y hacía un calor horroroso, así que me preguntó si quería algo de beber. Pero tuvo que añadirle lo que fuera, porque me quedé grogui del todo. Me dijo que nos pusiéramos a la sombra y me llevó a un cobertizo. Y entonces sacó una cámara y me desnudó. Después fui notando sus manos asquerosas por todo el cuerpo y dentro de mí, y él se desnudó y… me violó. Estaba sangrando y lloraba, pero no paró.
—¿Y lo grabó?
—Todo. Con la cámara esa de mierda. Una Super-8 o como se llame. La cámara fue casi lo peor de la historia. Los primeros años me daba tanto miedo que el vídeo se difundiera que me faltó poco para suicidarme. Pero después, cuando empecé a fumar y a beber para acallar el miedo que me daba que mis padres lo supieran, me asqueaba todavía más. Que se sentara ahí a hacerse una paja viéndose violar a una niña.
—¿Y no se lo contaste a nadie?
—¿Tú qué crees? Me daba vergüenza. Me sentía asquerosa. Una mierda. Mis padres no me habrían creído jamás. Y los maderos tampoco.
Eva escupió unas patatas masticadas al suelo.
—Y después… —prosiguió— … cuando terminó, se vistió y se marchó, y ya está. Yo me quedé allí llorando y a punto de vomitar. Llena de sangre. Me había destrozado la vida. Él me había destrozado la vida. Solo quería morirme. Cuando por fin me volví a vestir y me fui a escondidas, él estaba de rodillas en su jardincito plantando cebollas. Hasta me sonrió, me guiñó un ojo y me dijo que podía volver cuando quisiera. Debería haberle clavado la azada en la cabeza. Al menos me habría quedado algo de autoestima. Joder, trece años, no me podían ni imputar cargos. No hubiera ido a la cárcel.
Hizo otra pausa.
—Me dejé mi nueva bici rosa allí. Me dolía demasiado como para sentarme en el sillín. Y no sentía que me la mereciera después de lo que había hecho.
—Después de lo que él había hecho —dijo Sara, y Eva le lanzó una mirada rápida—. ¿Sabes si se lo hizo a más gente?
—La primera vez no era, eso te lo puedo asegurar. En tres décadas que llevo en la calle he visto cómo se comportan los viejos salidos. No era la primera vez. ¡¿Y tú qué coño miras?!
Eva clavó la vista en un niñato borracho que le sonreía. Ella le lanzó el refresco a la cara y el muchacho se puso furioso, apretó los puños y se levantó. Cuando Sara le enseñó la placa de policía se calmó. Pero se marchó con el clásico «puta de mierda».
—Lo peor vino después —dijo Eva, eructando por la comida—. Un día el viejo asqueroso llamó a mis padres y les preguntó por mí. Me dijo que si quería ir a una fiesta. Me horrorizaba que les contara a mis padres lo que había pasado, así que hice lo que quería. Fui allí, me dieron un vaso de vino, aunque tenía solo unos catorce años, y me sentó en un sofá al lado de otro viejo verde que me sonreía y no dejaba de rellenarme el vaso. Cuando estaba borracha, me llevó a alguna habitación y me violó. Yo lloraba y le decía que no, pero dio igual. Cuando se fue me dejó trescientos pavos en la cama. Me quedé el dinero y lo guardé en una caja en casa. Se me revolvía el cuerpo cada vez que veía la caja. Luego, un día saqué el dinero y me fui al centro a comprarme ropa. Me hice famosa al día siguiente en el instituto por la ropa nueva y me sentí un poco mejor. Mientras fuera bonita por fuera podría ocultar lo sucia que me sentía por dentro. La siguiente vez que llamó el cerdo, yo solo pensaba en todo lo que iba a comprarme si me daba más dinero. Así que volví a ir. Con otro viejo verde. Y después una vez más. Y otra. De todos modos, yo ya no valía nada, así que no creía que hubiera mucha diferencia. Pero ¿sabes qué era lo peor?
—No.
—Unas amigas me preguntaron que de dónde sacaba el dinero. Y me las llevé allí. Dos o tres chicas, a las que también violaron y machacaron. Les destrocé la vida. Y todo lo que querían era comprarse ropa bonita.