LA RECEPCIÓN HABÍA ido muy bien y Ebba estaba contenta. Sus abuelos paternos le habían hecho regalos muy caros.
Además de un nuevo teléfono móvil y joyas de Cartier, el padre de Martin le había dado las llaves de un coche, un VW Bubbla Cabriolet de color chocolate metalizado. Ebba gritó y se lanzó a darle un abrazo a su abuelo, y a su abuela otro rápido y solícito.
Un coche flamante era un regalo demasiado ostentoso, pensó Sara, y no pudo evitar acordarse del libro de bolsillo con poesía sueca que le he había dado Jane como regalo de graduación. Era lo que se podía permitir su madre, pero lo había escogido con esmero y cariño. Jane no leía mucho, pero le encantaba Tranströmer. Sara no dudaba de las buenas intenciones de sus suegros, pero sí que cuestionaba si era razonable. Y se preguntó dónde aparcaría Ebba el nuevo coche. Vio ante sí montones de multas de aparcamiento, que Martin pagaría diligentemente.
Después de que le entregaran las llaves, Ebba se escapó para cambiar los asientos para la cena, de forma que los abuelos Eric y Marie se sentaran en la mesa principal. Love y Mia, de su clase, quedaron relegadas a una mesa en una esquina, al fondo.
Al parecer, era facilísimo comprar el amor.
Sara buscó a su madre entre el hervidero de gente que había en el gran salón. Vio pasar a familiares, amigos, vecinos y colegas de Martin. Habían acudido incluso algunos antiguos socios de Eric. Morenos y de pelo cano con sonrisas confiadas. Sara casi nunca veía sonreír a su madre.
Jane estaba sola con un paquete envuelto en las manos.
—¿Es para Ebba? —preguntó Sara.
—No lo quiere —dijo Jane.
—¿Cómo? —Se puso hecha una furia de inmediato—. ¿Te ha dicho eso?
—No, pero después de que le hayan regalado un coche esto es ridículo. Mejor no darle nada.
—Pues claro que lo quiere. Eres su abuela.
Sara miró el paquete que llevaba su madre. Rectangular y duro.
—¿Sabes qué? —dijo—. Un libro le va a resultar mucho más útil que un coche. Dáselo.
Jane recorrió el salón repleto de gente con la mirada y un gesto difícil de interpretar. No parecía muy convencida del valor de su regalo.
Sara sabía que su abuela, la madre de Jane, había transformado su vestido de novia en un vestido para su hija como regalo de graduación. Para que fuera guapa y agradara. Un libro era mucho mejor. Y más duradero. Sara aún podía recitar muchos de los poemas.
—Espera —dijo, y se acercó a la estantería. Buscó un poco y sacó Poesía sueca, una gruesa edición de bolsillo azul oscuro, que estaba a punto de desmoronarse por los años y el desgaste. Volvió con Jane y le enseñó el libro.
—Mira, está que se desmonta. Y lo sigo teniendo después de treinta años.
Jane examinó la colección de poemas y miró a los ojos a Sara, se quedó pensativa un segundo.
Después se alejó y dejó el paquete en la mesa de los regalos.
Sara miró a su hija, que era el centro de atención, rodeada de gente que le sonreía. Se acercó y le dijo:
—Ve a darle un abrazo a tu abuela.
Y así hizo Ebba, sin saber lo que significaba el abrazo en realidad.
Sara alcanzó a su hija cuando estaba volviendo con sus amigos y le susurró al oído:
—Gracias.
Ebba se detuvo y la miró.
—¿Por qué?
—Por darle las gracias a la abuela. Un día te darás cuenta de que su regalo es el mejor.
—¿Un día? ¿Por qué me estás hablando siempre del futuro? Vivo en el presente.
—El tiempo pasa muy rápido. Si solo vivimos en el presente puede que la vida se nos escape de las manos.
—Sí. O que te la pierdas.
—No quería estropearte la noche. Solo… Ya lo entenderás cuando tengas hijos.
—Puede. Si es que los tengo. Pero ¿no puedo olvidarme del tema esta noche y celebrar mi graduación?
—Sí, claro.
Sara le sonrió a su hija y le acarició la mejilla, esperando que Ebba no pensara que su madre se estaba comportando como una tonta.
Ebba hizo el amago de darse la vuelta, pero se detuvo.
—Mamá.
—¿Qué?
—Mírame.
Y Sara la miró. Llevaba un vestido plateado reluciente, el gorro de graduación y tacones de diez centímetros. Y los ojos le brillaban.
—¿Estoy guapa?
—Sí, muy guapa.
—¿Soy una buena persona?
—¿Qué? —A Sara le sorprendió la pregunta—. Pues claro que sí. Una muy buena persona.
—¿En qué sentido?
—Eres sensata, amable, inteligente, ambiciosa, guapa, tenaz, muy tenaz, y divertida… ¡Eres buena en todos los sentidos!
—Gracias. Es todo mérito de papá y tuyo. Vosotros habéis hecho esto.
Ebba dio una vuelta delante de su madre para enseñarle el resultado de sus esfuerzos. Luego se rio y volvió corriendo con Carro. Abrazó a su amiga y después hizo sonar una campana para que la gente la escuchara, y comenzó a acomodar a los invitados, que tenían expresiones alegres, en sus asientos.
Ahora que veía a su hija feliz siendo el centro de atención, Sara se sentía capaz de perdonar a su marido por mimarla tanto.
LA FIESTA FUE un éxito y Sara agradeció haber tenido el sentido común de pedir el día libre.
Martin y el padre de Carro eran los encargados de la fiesta y la habían organizado por todo lo alto. Habían alquilado uno de los salones del palacio Nootska. Lámparas de cristal, tapices y paneles de madera con decoración dorada. El personal de servicio iba de blanco y negro. Todos los participantes llevaban esmoquin y vestidos de cóctel. Demasiado jóvenes para un atuendo tan formal, pero visiblemente orgullosos. Discursos y canciones en honor de Ebba y Carro.
Un discurso excesivamente largo de Eric, en el que se centró en el brillante futuro de Ebba dentro de la industria sueca. Y para terminar brindó en su nombre y en el de su mujer. Marie, la abuela, sonrió y se unió al brindis.
La invitación prometía barra libre y quizá por eso los padres tenían que marcharse a casa después de medianoche.
Martin insistió en pagarle un taxi a Jane. Salieron a la calle y paró uno, acordó un precio con el conductor y pagó por adelantado. Pero cuando Sara y Martin se despidieron y se dirigieron a la salida, ella se dio la vuelta y vio que Jane se bajaba del coche y se dirigía al metro.
—¿Nos tomamos un vino? —dijo Martin sentándose en la terraza del Hilton, donde siempre escogía el más caro de la carta. A Sara le daba igual.
—¿Sabías lo del coche? —preguntó, y Martin tardó unos segundos en entender a qué se refería.
—No —dijo, pero parecía más impresionado que enfadado—. Menudo regalo.
—¿No debería habernos preguntado primero?
—Es su dinero. Puede hacer lo que quiera con él.
Martin nunca cuestionaba o contradecía a su padre.
—No quiero que Ebba piense que la vida es así —dijo Sara—. Que a todos les dan un coche y les montan una fiesta de lujo cuando se gradúan. Muy poca gente vive así.
—¿Y no crees que es bueno que nuestros hijos puedan tener esta vida? Cuando el mundo es como es, está muy bien que seamos capaces de darles una infancia y una adolescencia seguras y con las mejores condiciones posibles.
—Creo que así no están bien preparados para la vida. Si se acostumbran a que se lo sirvan todo en bandeja.
—Esta noche no, cariño —dijo Martin sonriendo—. Nuestra hija se ha graduado.
Después se inclinó y la besó.
—Nuestra hija —repitió mirando a Sara a los ojos.
Se bebieron el vino, después pasaron por delante de las obras eternas de Slussen y se fueron a casa.
Sara abrió las ventanas y escuchó el murmullo de la noche veraniega en las terrazas. La gente que disfrutaba de la vida y de los demás. Expectativas, esperanzas, felicidad.
Martin abrió una botella de vino, pero al cabo de diez minutos los dos se habían quedado dormidos delante de la televisión.