ESPÍA O NO, a Stellan le había disparado una persona a la que le había hecho daño. Una chica de las que había violado o alguien cercano. Sara estaba convencida.
Esa sería la última vez que iría a la casa. No era capaz de soportar verla más.
Casi podía oír los gritos desesperados de las chicas de las que abusaron. El jadeo de los hombres que las violaron.
La imagen que tenía de su infancia era una mentira envuelta en recuerdos veraniegos de color de rosa. Se dio cuenta de que detestaba la casa.
¿La había detestado siempre? ¿Solo que de manera diferente, por otras razones?
El precinto policial seguía en su sitio. Una cinta azul y blanca que informaba al mundo de que había sucedido algo terrible, pero también de que alguien se estaba ocupando de ello. «Al otro lado de la cinta se encuentra el horror. A este lado no hay peligro. Hemos confinado la delincuencia a este lugar.»
Sara rodeó la casa y miró hacia el lago. Le volvió a la mente la imagen de las tres niñas en el muelle. Tres niñas que lanzaban bocatas al agua y se reían histéricas.
Pero ahora lo recordaba. Ahora era capaz de reconocerlo. No solo el hambre que sentía.
Sino también que eran bocatas que su madre les había preparado. En lugar de comérselos, los tiraron al lago riéndose. Y después le pidieron a Jane que les hiciera más. Que también terminaron en el agua.
Sara miró a los ojos a su madre, pero apartó rápidamente la vista.
Eran las once de la noche, pero aún había luz en el exterior. Jane debería haberse marchado a dormir. Debía levantarse temprano para preparar el desayuno.
Pero no podía.
Porque tenía que hacer más bocatas.
Y aquel olor pegajoso y dulzón a protector solar que lo impregnaba todo. Tan relacionado con la humillación de su madre. Sintió las manos de Stellan sobre su cuerpo, untándole despacio la crema mientras le decía lo importante que era protegerse del sol.
Y después se sentaba allí con las hermanas y se unía a todo lo que hicieran, aunque implicara despreciar a su madre.
Sara volvió al presente, rodeó la casa y abrió la puerta.
Aquella casa tan grande, vacía. Resultaba extraño y desolador.
¿Había llegado a estar habitada? Costaba creerlo, a pesar de que ella misma había pasado allí parte de su vida.
Flotaba un aroma estanco. El calor del verano desprendía el olor de las paredes, el suelo y los muebles. Las fragancias de todos los objetos y de los materiales, que ya no se mezclaban con una presencia humana. No olía a la comida preparándose, al humo del tabaco, a café, a frentes sudorosas en verano o a perfume.
¿Qué pasaría con la casa?
¿Seguiría viviendo allí Agneta sola si es que regresaba? ¿Qué harían las hermanas en el peor de los casos?
Vender, Sara estaba convencida.
No eran muy sentimentales.
Probablemente la casa significara más para ella que para Malin y Lotta.
¿Viviría ella allí?
Nunca.
Ahora no.
Pero hubo un momento en el que habría sido un sueño hecho realidad.
Sara se movía por la casa con cuidado. La invitada eterna, cuyo lugar no era aquel. El silencio le resultaba pesado. La luz no alcanzaba todos los rincones y la poca claridad del día que llegaba le estimuló la imaginación.
El parqué crujió y las paredes emitieron un chasquido.
Sintió una presencia.
Alguien cerca.
Como un eco débil, le pareció oír un murmullo del pasado. Sonidos lejanos que quedaban de todas las fiestas. Los invitados felices. Las vidas que se destrozaron.
Un saxofón solitario se abrió paso entre el ruido y el bullicio.
Desde el salón se oía la voz ronca de una femme fatale olvidada. El tintineo de los vasos que retiraba el personal contratado.
Alguien que vomitaba en el cuarto de baño de invitados.
El último baile antes del amanecer. Parejas solitarias se mecían al ritmo del suave jazz. El ronquido de los invitados que dormían en los sofás y bajo las mesas.
Alguien se tropezaba en unos cristales rotos y manchaba de sangre la alfombra blanca del vestíbulo.
Nada de lo que sucedió en la casa era lo que parecía.
Tendría que haberlo incendiado todo. Igual que se derribaban las casas de los asesinos en serie o de los líderes nazis, en un intento de exterminar el mal. Las energías malvadas, como diría Anna.
Sara fue dando vueltas y mirando a su alrededor. Cuando vio el álbum con el título «Graduación de Malin» no pudo contenerse.
Lo abrió y encontró fotos de la carrera de graduación en Bromma, la que también habría podido ser su carrera. Seguida de una recepción en casa y una fiesta por la noche. Su regreso al amparo de la familia Broman, que había terminado de una forma muy lamentable.
Vio una versión más joven de sí misma junto a Stellan. Martin unos asientos más allá.
Sintió que había algo entre Martin y ella cuando se volvieron a ver durante el aperitivo. Le había resultado facilísimo hablar y reírse. De repente, la diferencia de dos años no era nada, y ninguno de los dos parecía querer separarse del otro. Pero resultó que los alejó una distribución de los asientos para la cena poco comprensiva.
Su amor de la infancia. ¿Y si hubieran continuado hablando esa noche? Si no hubiera perdido el conocimiento y Lotta no hubiera podido intentarlo en paz.
¿Sería ese el motivo por el que Sara sentía que debía estar con Martin? ¿Para derrotar a Lotta, a la que él había rechazado cuando iban al instituto? Pero lo volvió a conquistar en la fiesta de graduación de la hermana y lo dejó en cuanto él se enamoró.
Tal vez Martin hubiera sido una presa fácil después de aquello. Veinte años, con el corazón roto y necesitado de consuelo y seguridad. En cambio, para Sara había sido una victoria.
Martin era suyo.
Pero ¿ahora?
Cuanto más claro y firme se volvía el pasado, más se desdibujaban las figuras del presente, más irreal le parecía su vida. ¿De verdad estaba viviendo en el presente? ¿No en el pasado?
¿No nos quedamos todos en nuestra juventud? Cuando las emociones eran más intensas, cuando todo era importante y posible, cuando todos éramos eternos. Eternamente guapos o eternamente feos, eternamente buenos o eternamente malos. Menos temporales y corrientes.
Dejó el álbum de graduación y sacó el de «Janina 1972». Lo abrió y examinó las fotografías de una joven Jane. Muy joven. Con ropas que debían de ser de Polonia. Después fotos con ropa nueva, probablemente sueca, que seguro que le dieron los Broman; eran más del estilo de Agneta. Janina. Jane. La madre de Sara. Con una sonrisa feliz que desaparecía hacia las últimas fotos.
Sara volvió a comprobar el título en el lomo del álbum.
1972.
Estaba mal.
Su madre llegó a Suecia en 1974. Stellan lo había escrito mal. Qué raro. Sara siempre había pensado que era un pedante, pero la empleada del hogar no le parecería tan importante.
Miró la fila de álbumes de fotos y pensó en la infancia de la que había sido testigo, pero de la que en realidad nunca llegó a formar parte. Y ahora sabía que debía sentirse infinitamente agradecida.
«Siempre nos has tenido envidia.»
Sara asintió para sus adentros. Poco a poco fue tomando forma una decisión.
No podía deshacer nada, pero sí que podía cambiar de opinión. En el ático revolvió las cajas hasta que encontró lo que buscaba. Se llevó la caja entera al jardín y la colocó en el césped, a una distancia segura de los arbustos y los árboles. Después fue a la cocina y abrió el armario que sabía desde que era niña que contenía acetona. En el jardín vació la botella entera en la caja y después le prendió fuego. Encendió la caja de cerillas entera. Era como un soplete en miniatura. Un fuego menor que encendió uno mayor.
Las llamas brotaron de la caja.
Busnel, Chevignon, Moncler, Lyle & Scott.
Sara había perdido la cuenta. Pero la ropa cara de la adolescencia de Malin y Lotta ardía muy bien. Desprendía un olor acre, punzante.
En los ochenta nadie se preocupaba por evitar los productos químicos en la ropa.
Sara se dio la vuelta y contempló la baldosa, la primera de las doce que conformaban el sendero hacia el cobertizo.
Las baldosas que Stellan llamaba «los doce pasos hacia una vida mejor».
Las palabras tenían un sentido completamente distinto ahora. El cobertizo representaba otra cosa.
Optó por caminar junto a las baldosas mientras dirigían sus pasos al cobertizo. Al abrir, casi esperaba ver a Stellan con alguna de las niñas allí dentro.
Un rastrillo, el cortacésped, un bidón de gasolina. Perfecto.
Levantó el bidón para comprobar si quedaba gasolina. Casi lleno.
Después desenroscó el tapón y vació el contenido por los muebles del cobertizo. Se giró con el bidón en la mano para que las paredes se mojaran bien. De abajo arriba. Se salpicó los antebrazos de gasolina. No podría eliminar el olor de la ropa. Le daba igual.
Cuando el bidón estaba casi vacío, lo tumbó en el suelo, para que el fuego alcanzara la gasolina que quedaba. Luego metió la mano en el bolsillo, pero recordó que había usado todas las cerillas.
Típico.
Bueno, bueno. Solo tenía que ir a por más. Si sabía perfectamente dónde lo guardaban todo los Broman.
Una vez en la cocina se dio cuenta de que tenía muchísima hambre.
No recordaba la última comida que había hecho. Ah, sí, los huevos revueltos al amanecer.
Abrió la puerta del frigorífico y repasó lo que contenía. Algo que nunca se habría atrevido a hacer en el pasado.
Solo tenía que servirse lo que quisiera. Pero no había mucho que le llamara la atención.
Botellas de agua mineral, un tetrabrik de leche abierto, margarina, queso, paté y salami. En los cajones de abajo, una bolsa de ensalada, zanahorias ecológicas, cebollas y patatas. Sara se metió dos lonchas de salami en la boca. Le bastaría para saciar el hambre más acuciante.
La leche aún no se había puesto mala, así que sacó el tetrabrik. Mejor bebérsela que dejarla ahí para que se agriara. Cerró la puerta mientras masticaba el salami y se llevaba la leche a la boca. Le divirtió ver la mezcla de cosas importantes e intrascendentes que había en la puerta del frigorífico Miele. Avisos de la compañía eléctrica sobre un corte de luz previsto que ya había ocurrido, fotos de los nietos, datos de contacto del médico de familia, un imán con la imagen de san Antonio y una hoja de calendario para el mes de junio.
«M y L vuelven» habían anotado en el día que dispararon a Stellan. «Nietos» toda la semana anterior, «Teatro» al principio del mes y «Facturas» al final. «Dentista» aparecía en uno de los días de la semana siguiente. No quedaba claro para quién era, pero de todas formas la consulta se perdería.
Y en cada domingo habían escrito «Joa». ¿Qué era «Joa»?
Sara sacó el móvil y marcó el número de Malin.
Lotta era la que más sabía sobre sus padres, pero Sara no tenía fuerzas para hablar con ella ahora. Supuso que Lotta sería capaz de adivinar lo que estaba haciendo incluso por teléfono.
¿Contestaría Malin después de haberles enseñado la grabación en la sede de la Agencia de Cooperación? Claro que contestaría. Seguro que no se había molestado en guardar el número de teléfono de Sara, así que no tendría ni idea de quién la llamaba.
Malin cambió el tono de voz cuando oyó quién era, pero al menos le contó que «Joa» era Joachim, el jardinero de los padres. Sara le preguntó si iba todos los domingos, y la hermana pequeña se lo confirmó. Cada domingo desde que ella tenía memoria.
Después le gritó a alguien al otro lado de la línea y colgó sin decirle adiós.
Aunque Sara tenía otras cosas en mente que no eran la falta de educación de su amiga de la infancia.
Cada domingo desde que Malin tenía memoria.
Pero Joachim apareció el día que dispararon a Stellan.
Era un lunes.
En la encimera de la cocina descansaba la antigua agenda de teléfonos, con un teléfono dorado estampado en la portada. Dentro las páginas iban marcadas en el borde con letras en orden alfabético. La misma agenda de cuando las hermanas eran pequeñas, la mayoría de los números los habían escrito hacía varias décadas. Tal vez Stellan y Agneta, al igual que el resto, habían empezado a guardar los nuevos números en el móvil, pero de todas formas habían conservado la versión antigua. Y puesto que Joachim llevaba tanto tiempo trabajando para la familia, allí estaba. En la pestaña «J».
Sara se acercó al teléfono de la pared, marcó el número y le saltó el contestador automático. Una voz que reconoció como la de Joachim se disculpaba porque no podía contestar y remitía a un número de teléfono móvil. Intentó llamar a ese también. Dio tono de llamada, pero no contestó nadie.
¿Por qué había acudido a la casa el día equivocado? Justo el día en el que asesinaron a Stellan.
Sara buscó el número de Joachim en internet y averiguó su apellido.
Joachim Böhme.
Sonaba alemán.
Es verdad que Jocke siempre había tenido un poco de acento…
Tenía la misma sensación de cuando le iba a salir el cuarto as en un river jugando al Texas Hold’em. Volvió a buscar a Joachim Böhme en internet y vio que vivía en Vaxholm.
Aquello resolvió todo.
«Uno no recorría todo el camino de Vaxholm a Bromma todas las semanas durante décadas solo para cortar el césped», pensó Sara. ¿Para qué tener un jardinero cuando al mismo Stellan le encantaba hacer ese trabajo? ¿Qué clase de jardín urbano al uso precisaba del trabajo dedicado de dos hombres?
El problema de reclutar y adoctrinar a Geiger fue que Tío Stellan era muy famoso. Todas las horas de formación de las que hablaba Ober, el líder de la red, ¿cómo lo consiguieron sin que los observaran, sin levantar sospechas en su entorno?
Horas y horas mientras cultivaban, regaban, plantaban, podaban. Debates ideológicos interminables. Lecciones.
Joachim Böhme era Ober.
Mientras salía de la casa a medio correr, marcó el número de Breuer.
A treinta metros de distancia, Agneta Broman seguía con la mirada la carrera de Sara hacia el coche.
En la mano tenía el móvil de Joa.
En la pantalla se podía leer: «Llamada perdida: Broman».
Y Agneta pensó: «Corre, querida Sara, aléjate de la casa. De lo contrario, te meterás en problemas».