MOVILIZARON A LAS fuerzas especiales. Redada en Vaxholm.
Estaban recogiendo el equipo mientras revisaban mapas e imágenes de satélite, comprobaban las condiciones y planeaban la táctica. Saldrían dentro de noventa segundos.
Nadie estaba acelerado, nadie estaba nervioso.
Solo alerta.
Sabían que el objetivo podría ser el autor de dos asesinatos y que, en ese caso, estaría armado y sería potencialmente peligroso. Pero, como siempre, la seguridad de los que se encontraban alrededor era lo prioritario. Por lo general, las cosas salían bien, pero solo si asumían que podían salir mal.
Sara, Breuer y Strauss ya iban en el BMW de los alemanes saliendo del centro de la ciudad. Sara había querido salir antes porque creía que las fuerzas especiales se desplazarían mucho más rápido que ellos. Pero Strauss conducía a 160 por la E18 en dirección a Norrtälje. Iba cambiando de carril y casi rozando a los otros coches cada vez que cambiaba. Sara se movía de un lado para otro como si fuera en una montaña rusa.
Strauss llevaba todo el tiempo una mano en el claxon para que los coches que tenía delante se apartaran. Sara hubiera preferido que mantuviera las dos manos en el volante.
Llamó a David y le avisó de que quizá llegara un poco tarde. Que se había visto obligada a intervenir para ayudar a los servicios de inteligencia alemanes. Esperaba que David aceptara la explicación, pero no le pareció que la entendiera demasiado. Se limitó a contestarle que él no podía salir solo, que qué se había creído.
Cargada de esperanzas y remordimientos de conciencia a partes iguales, Sara terminó la llamada y después se centró en el GPS del móvil. Estaba segura de que sabía llegar a Vaxholm, pero no quería arriesgarse. Era muy fácil equivocarse con la salida. Cuando se desviaron por la 247, comenzó a preocuparle que Strauss mantuviera la misma velocidad en una carretera más estrecha, pero se distrajo cuando le sonó el teléfono.
Era Anna, que le contó que había buscado el nombre de Joachim Böhme de cara a la redada y había una coincidencia en el Hospital Universitario de Uppsala.
Resultó que el Böhme que buscaban se encontraba allí, muerto después de que lo atropellaran en la costa de Roslagen. Y en el coche con el que lo habían arrollado, habían encontrado un AK-47 cargado.
—Está muerto —dijo Sara.
—Mierda —contestó Breuer.
—¿Quién lo ha atropellado? —le dijo Sara a Anna.
—No lo sabemos —respondió—. Voy a mirarlo.
—¿Y el Kaláshnikov? ¿Qué significa?
—Que debemos andarnos con muchísimo cuidado —dijo Anna antes de colgar.
Sara no pudo evitar sentir un poco de satisfacción al ver que Anna y su jefe por fin se tomaban en serio su idea. Y que ni tan siquiera se hubieran opuesto a que acompañara a los alemanes.
—Deberíais haber localizado a Böhme hace mucho tiempo —le dijo Breuer a Sara. Como si fuera responsabilidad suya.
—La cuestión es qué papel desempeñaba —dijo Strauss—. ¿Es la tercera víctima del mismo asesino o ha intentado eliminar al resto, pero ha fracasado?
—Pero ¿quién? —preguntó Breuer.
—¿Podría ser un mero accidente? —dijo Sara.
Breuer se limitó a mirarla.
Parecía que no.
Antes de que le diera tiempo a decir nada más, Anna volvió a llamar.
—He hablado con Cederquist, que fue el primer agente en la escena del crimen. Por lo visto, a Böhme lo atropellaron marcha atrás en el puerto de Räfnäs. Fue una mujer mayor, se la veía confusa y a punto de que le diera un ataque de nervios.
—¿Un accidente?
—Eso parecía, pero cuando la policía llegó había desaparecido.
—¿Y el AK-47?
—No tienen ninguna explicación.
«Una mujer mayor que parecía confusa», pensó Sara.
Igual que con Kellner.
¿Sería una casualidad?
—Y el coche estaba registrado a nombre de un tal Lennart Hagman, en Sollentuna —dijo Anna—. Pero vive en Tailandia y lleva sin venir a Suecia veinte años.
—¿Eso qué significa?
—No lo sé. Pero aquí viene lo mejor: los testigos del atropello le han contado a la policía que Böhme le dijo «Agneta» a la mujer que lo atropelló.
ATADA A UNA silla y asesinada de dos disparos.
El modus operandi coincidía con los asesinatos de Kellner y Geiger, mientras que Ober había muerto de otra forma.
¿Se trataba de asesinos distintos o de uno solo que había cambiado de método?
Breuer había conseguido información de una precisión aterradora sobre cuatro personas en Räfnäs que tenían algún tipo de relación con Alemania del Este. Un antiguo director de teatro que participó en festivales de cultura de los años setenta y dos artistas de mediana edad que visitaron el Berlín oriental en los ochenta y fueron a clubes clandestinos. Pero, lo más importante, allí vivía Elisabeth Böhme, que se había criado en la RDA y era hermana del difunto Joachim Böhme. Así que se dirigieron directamente a su casa.
Como nadie les abría la puerta, Strauss simplemente la forzó de una patada. La casita no era muy espaciosa y no tardaron en encontrarla. La hermana de Ober. Le habían disparado en la cabeza y había un cubo de agua con varios trapos mojados a su lado.
Strauss y Breuer registraron la casa antes de dejar que Sara llamara a Anna para contarle que habían descubierto un cadáver.
Luego dejaron el trabajo policial a sus colegas y se fueron a sentarse en el puerto.
Strauss compró un cucurucho para él y un sándwich de helado para Sara. A Breuer ni le preguntó. Puede que por experiencia. Sara aceptó el helado, lo dejó en el banco y se olvidó de él.
Recorrió aquel lugar idílico con la mirada.
El archipiélago, el sol y las gaviotas. Familias con niños, turistas curtidos en Roslagen y jóvenes que partían hacia las islas, quizá para trabajar en algún restaurante de por allí.
—¿Agneta? —Sara miró a Breuer.
Ni ella ni Strauss dijeron nada.
—Anna me ha contado que Ober llamó Agneta a la mujer que lo atropelló. ¿Se referiría a Agneta Broman? —Seguían sin responderle—. ¿Era Agneta? ¿Sabéis algo?
—Todo es posible —dijo Breuer.
—¿Por qué haría una cosa así? ¿Para vengarse de la muerte de Stellan? Si es que fue Ober el que lo mató.
—Es posible —respondió Breuer antes de hacer una pausa de unos segundos.
—Pero Agneta Broman no era solo la mujer de un informante de la Stasi.
«¿Entonces?»
¿Qué más podría ser Agneta? Antaño la mujer del hombre más conocido de Suecia y la bella anfitriona de todas sus fiestas. Además de la madre de dos niñas malvadas y luego una abuela amantísima de sus nietos.
¿Por qué arrollar a Böhme?
Su jardinero.
El colega espía de su marido con el nombre tapadera de Ober.
—¿Sabes lo que es un ilegal? —dijo Breuer.
Sara negó con la cabeza.
—Es un espía infiltrado. Que vive con la identidad de otra persona en otro país, pero espía para su patria.
—¿Quieres decir que Agneta…?
Breuer echó mano de su bolso blanco, sacó de él una carpeta cerrada con elásticos y se la pasó a Sara.
—Toma, para ti.
Al abrir la carpeta se encontró con la copia de un artículo de una revista del corazón sueca de principios de los setenta, con una nota con la traducción al alemán. El titular rezaba: «Tío Stellan se casa con una joven de Norrland» y el cuerpo de la noticia hablaba de la boda de Stellan y Agneta, donde la describían como una mujer hermosa y reservada del norte que había perdido trágicamente a sus padres en un accidente cuando era niña. El artículo no simpatizaba menos con Stellan Broman por contraer matrimonio con la belleza huérfana, aunque fuera quince años más joven que él.
—¿Y? —dijo Sara.
—Es verdad que la pareja que Agneta señaló como sus abuelos tuvieron un hijo que falleció con su mujer en un accidente, pero la nieta también murió después de muchos años postrada en la cama con daños cerebrales. Alguien subastó la casa entera tras su muerte, y las fotografías de los abuelos y de la joven pareja aparecieron en casa de Agneta Öman, y después en casa de Stellan y Agneta Broman.
Breuer le enseñó una foto de bodas de principios del siglo XX que Sara reconoció enseguida. Estaba enmarcada en el salón de los Broman y era una de las muchas fotografías con las que ella y las hermanas hacían bromas cuando eran niñas. Se inventaban historias sobre las imágenes. Ahora comprendió que no fueron las únicas que se las inventaban.
Luego Breuer sacó otra hoja del montón, de un tamaño aproximado de medio folio.
«Fe de vida» se podía leer.
De una tal Agneta Öman.
Su nombre de soltera.
—Mira la firma —dijo Breuer.
Lo había expedido un párroco en Västerbotten. Jürgen Stiller, el mismo hombre que ahora era cura en Torpa, a las afueras de Tranås. Uno de los IM sobre los que Hedin había escrito y al que la policía de Linköping estaba vigilando.
—El KGB y el GRU se esforzaron en infiltrar a gente de confianza en instituciones y organizaciones que les pudieran resultar de utilidad. Como en este tipo de misión.
—¿Agneta no es de Norrland entonces? —dijo Sara—. ¿También es de Alemania del Este?
Breuer negó con la cabeza.
—Aquí es cuando se complica la cosa. Recuerda que has firmado un documento de confidencialidad. —A Breuer se le trabó un poco la lengua al decirlo—. A los ilegales los usó sobre todo la Unión Soviética durante la Guerra Fría. Infiltraron montones de espías con identidades falsas, en Estados Unidos y Europa occidental. También en Suecia.
—¿Agneta es de la Unión Soviética?
El silencio de Breuer bastó como respuesta.
Era mucho que digerir. Agneta, una espía soviética con una identidad falsa. Había engañado por completo a todo su entorno. A Sara.
—¿Stellan lo sabía? —preguntó Sara.
—No lo sabemos —dijo Breuer.
—¿Y las hijas?
—Desde luego que no.
—¿Estáis seguros?
La alemana le lanzó una mirada por toda respuesta.
—¿Y cuál era su misión? ¿Qué está haciendo ahora? —De repente el silencio de Breuer era mucho más difícil de interpretar—. ¿Sabía Böhme que era una ilegal?
—Hay tres teorías —dijo Breuer—. Que ella mató a Böhme porque él fue el que disparó a Stellan. Pura venganza. O que Böhme intentaba eliminar la red de espías y la misión de Agneta era detenerlo para ayudar a sus protegidos a que completaran su misión y le pasaran la información a Abu Rasil. El KGB solía infiltrar guardias que vigilaban en secreto a los espías para intervenir y ayudarles en caso de necesidad. Guardias de cuya existencia los espías no tenían ni idea.
—¿Y la tercera alternativa?
—Que sea ella la que esté eliminando la red de espionaje. Como dijo Ober.
Sara no sabía qué pensar. Se le vinieron a la cabeza las imágenes de la Agneta Broman de su infancia. Agneta en la cocina, preparándoles bocatas y leche con chocolate a las niñas. En una tumbona en el jardín, con gafas de sol y un libro de Sjöwall-Wahlöö en las manos. En las fiestas, con una copa en una y un cigarro fino Moore en la otra. La siempre sonriente Agneta, que hacía que todos se sintieran bienvenidos. Que consolaba a Sara cuando estaba triste casi más que su propia madre. Pero de una forma práctica, casi brusca.
—¿Por qué? —fue lo único que pudo decir Sara.
—Para detener todo esto. O para eliminar a todos los implicados. Ahora que lo han puesto en marcha no quieren que quede ningún testigo.
—Pero ¿por qué? ¡La Unión Soviética ya no existe!
—Cuando se disolvió la Unión Soviética no cambiaron demasiadas cosas en los servicios de inteligencia. El nombre sí, pero continuaron las mismas personas. Por ejemplo, Robert Hanssen, fue espía durante veinte años, de 1979 a 2002, primero para la Unión Soviética y después para Rusia. A sus ojos no había diferencia, y para el oso ruso tampoco. Piensa que Putin es un agente del KGB. No ha pedido perdón nunca ni ha hecho público ningún archivo, y dentro del antiguo KGB hay mucha sed de venganza. Se van adaptando. Antes controlaban la extrema izquierda europea, hoy en día controlan a la extrema derecha. Las ideologías les dan igual. Solo les importa la realpolitik. Y en ese sentido ven a Europa como un pilar para Estados Unidos. Un pilar que hay que eliminar para debilitar al enemigo.
—¿Y entonces? ¿Quieren detonar las bombas?
Le resultaba difícil digerir aquella idea estando rodeados de veraneantes que le rendían culto al sol.
—Recuerda que esto es solo una teoría. Y no creemos que los poderosos de Rusia iniciaran hoy en día una acción así. Pero si alguien más lo intentara, ellos no lo iban a evitar, más bien lo contrario. Como, por ejemplo, si los islamistas hubieran conseguido información sobre las bombas y algún antiguo combatiente de las organizaciones terroristas palestinas estuviera dispuesto a pagar por los códigos. Dudo que los rusos trataran de impedirlo. El presidente podría utilizar el aumento del terrorismo en Europa para justificar normas más estrictas en su país. Y le hace falta ahora que su popularidad está descendiendo y la gente se echa a las calles a protestar. El ver al detestado Occidente humillado por fanáticos furibundos sería como un regalo adicional.
—¿Quieres decir entonces que Agneta trabaja para Rusia?
—El FSB se hizo con todos los recursos de la KGB, es importante que no nos olvidemos de ese dato.
—Pero ¿por qué le iba a ser aún leal a Rusia después de tantos años? Sus hijas y sus nietos están aquí.
—Eran parte de la misión.
—Pero hace mucho que se la encomendaron. Una vida entera junto a su familia debe haberle afectado, ¿no? ¿De verdad se puede fingir durante tantos años?
Sara pensó en sus hijos. No había una sola creencia en el mundo que pudiera llevarla a considerarlos como una mera fachada. No entendía cómo podría alguien escapar de los sentimientos y los instintos que los hijos despertaban.
—A los ilegales les lavaron el cerebro y los entrenaron desde niños. La única verdad que conoce es la que le inculcaron entonces. Lo es todo para ella. Lo único que le preocupa. A menudo, el KGB se hacía con niños huérfanos y los educaba en sus escuelas secretas. Es probable que se identifique con su identidad sueca de niña huérfana. Seguramente vea su vida en Suecia como una preparación para lo que la habían entrenado.
—¿Que es…?
—Situaciones críticas.
Sara se quedó pensando en todo lo que le habían contado, pero era incapaz de comprenderlo. No podía imaginarse a Agneta en ninguna de las tres teorías.
—Entonces hay que encontrarla —dijo al fin—. No solo por ella, sino por todos los inocentes que pueden morir si no la localizamos. Tenemos que dar la alerta. Emitir una orden de búsqueda.
Breuer se quedó pensativa un momento. Después dijo:
—Creo que sí que debéis hacerlo.