LA VISTA SOBRE el puente de Västerbron y el barrio de Långholmen era espectacular. Sara nunca había visto su ciudad tan bonita.
La calle estaba en una colina del distrito de Marieberg, muy cerca de la torre del periódico Dagens Nyheter y a un tiro de piedra de la embajada rusa. Desde fuera, el edificio confirmaba todos los prejuicios asociados con una construcción del Este: grande, anónima y completamente desprovista de alegría. Pero cuando se entraba por la puerta, la impresión era distinta. Los pisos por sí solos eran aburridos. Los techos tan bajos como los del proyecto del millón de viviendas; las paredes, finas, nada de molduras ni estucados. Pero el paisaje natural al otro lado de la ventana era insuperable y compensaba las carencias del edificio.
Sara sabía que Anna y Bielke tardarían un poco en ponerse al día con todo lo que ella y los alemanes habían descubierto. Pero ella quería seguir, quería averiguarlo todo. También por motivos personales. Las búsquedas en internet solo le enseñaban el trasfondo histórico y había estado pensando un buen rato quién podría ayudarle, quién podría saber más sobre los ilegales y su función actual.
¿Por qué no acudir a uno de los protagonistas de la Guerra Fría en Suecia?
Sara sabía que uno de los antiguos embajadores de la Unión Soviética, Boris Kozlov, seguía viviendo en Estocolmo después de haberse jubilado con la caída de la Unión Soviética en 1991.
Le quedaban unas horas para empezar a trabajar y, cuando encontró el número de Kozlov en internet, lo llamó y el exdiplomático la invitó a su piso de Marieberg sin dudarlo. Tal vez sintiera curiosidad por lo que tuviera que decir. O quizá no fuera más que un jubilado aburrido que añoraba estar en el ajo de la política.
Y como tantos otros invitados, Sara se quedó prendada de las vistas. Magníficas.
—Estaba muy cerca de la embajada —dijo Sara.
—Sí. Entonces me parecía muy bien. Ahora lo importante es que no tengo que verla más.
Tenía razón. Todas las ventanas daban al agua, al parque y al puente. La embajada rusa quedaba detrás del edificio.
—¿Este es el bloque al que llaman Edificio Erlander? —dijo Sara.
—Sí.
—¿Vivía aquí?
—En este piso.
No le quedó claro si era una anécdota que le gustaba contar a Kozlov o si simplemente sabía que a los suecos les gustaba oírla.
—¿Cuánto tiempo lleva viviendo aquí?
—Desde que murió. En 1986. En aquel momento eran pisos de alquiler.
El padre de la patria, Per Albin, vivía en una casa adosada; su sucesor, Tage Erlander, en ese triste rascacielos de hormigón, y su heredero, Olof Palme, en una casita humilde en Vällingby. Parecía que, antes de la Casa Sager, los primeros ministros suecos no habían necesitado una vivienda ostentosa.
Se decía que la compra del palacio para alojar a los líderes políticos del país estuvo motivada por el asesinato de Olof Palme, pero si solo se trataba de una cuestión de seguridad, podrían haber encontrado una solución mejor.
Pero los tiempos cambian. Los líderes de hoy en día se darían la gran vida. Incluso Ingvar Carlsson, que tan corriente era, lo había apoyado, y ni Carl Bildt ni su sucesor, Göran Persson, habían puesto objeciones. Por supuesto. Daba igual si se habían criado en un barrio rico de la capital o en un pueblo humilde, cuando se convertían en primer ministro querían vivir bien.
Kozlov llevó una bandeja con tazas de café y dos vasos grandes para licor llenos de un líquido transparente.
—¿Es vodka? —preguntó Sara, sorprendida de vivir el tópico en la realidad.
—Sería muy descortés que lo rechazaras.
—Tengo que conducir.
Kozlov se limitó a mirarla. Sara resolvió tratar de retrasar la cuestión de la bebida.
—Gracias por recibirme —dijo.
—Uno no le dice que no a la policía.
Sara no era capaz de distinguir si Kozlov lo decía por su experiencia soviética o si solo quería comportarse correctamente en su nuevo país.
—Bueno, ¿cómo puedo ayudarte? —le preguntó el antiguo diplomático antes de beber un poco de café.
—Ilegales —contestó Sara.
Kozlov dejó con cuidado la taza y se reclinó en el sillón.
—¿Qué debería saber sobre ellos?
—Seguro que como embajador sabía prácticamente de todo.
—El cuerpo diplomático no sabía nada. Eso era cosa de los servicios de inteligencia.
Kozlov levantó las cejas de una forma casi imperceptible, como diciendo «quizá».
—Muchos ilegales se quedaron indefinidamente en los países en los que se infiltraron —dijo Sara.
—¿Por qué piensas eso?
—Es de dominio público. Está bien documentado en montones de artículos y libros, donde también cuentan que Rusia se hizo con los ilegales de la antigua Unión Soviética. Sus misiones siguen activas. Y siguen pasándole información a sus controladores.
—Es posible. Pero yo ya no estoy en política.
—Me gustaría preguntarle sobre alguien de su época. Agneta Broman, la mujer de Stellan Broman. ¿Era una ilegal? ¿Lo sigue siendo?
Kozlov alzó un vaso de vodka.
—Salud.
—No, gracias —dijo Sara—. No en pleno día.
—Me ayuda a pensar.
—Pero a mí no.
—No voy a beber solo. Y si no me lo bebo, entonces no recordaré nada, me temo.
Parecía que lo decía en serio. Un antiguo embajador, incluso ministro de Exteriores de la Unión Soviética durante un breve período de tiempo, amigo de Gorbachov y Palme, de Kohl y Blair, que estaba presionando a Sara Nowak para que bebiera. Como un adolescente.
Qué locura.
No le quedaba más remedio que seguirle la corriente.
Sara levantó el vaso. Era grande, debía contener el equivalente a cuatro chupitos. Kozlov se lo bebió de un trago y Sara dio un sorbito. Se mojó los labios.
—Prefiero hablarlo con un poco de comida —dijo Kozlov cuando soltó el vaso—. Vamos a comer y te cuento lo que quieras.
—Necesito saberlo ahora. Si me lo cuenta, podemos salir a comer en otro momento.
—Es difícil concentrarse cuando me miras con unos ojos tan bonitos.
—¿Está coqueteando conmigo?
Sara se quedó pasmada.
—He sido fiel durante cuarenta y cinco años —dijo Kozlov—. Pero ya ha muerto, que descanse en paz.
—Primero Agneta Broman —dijo Sara. Dios santo. Ni en una investigación de asesinato te librabas de tipos salidos. Pero lo que más le molestaba era que parecía que casi todos los hombres estaban salidos menos su marido.
—Ilegales —dijo Kozlov antes de terminarse el café—. Sí, teníamos algunos. —Suspiró—. Y sí, todavía quedan. Pero entonces tenían un objetivo, una misión. Igualar las cosas. Mejorar el mundo, aunque los métodos eran controvertidos. Creíamos en algo. Pero el de ahora no cree en nada. Solo en el poder.
«El de ahora.»
El antiguo embajador no quería ni mentar al actual presidente.
—Para los que gobiernan ahora no ha cambiado nada —prosiguió Kozlov—. Es el mismo imperio. Un poco más pequeño, pero tienen pensado recuperar lo que perdieron. La lealtad a la patria es el eje. El comunismo fue un paréntesis, pero la madre Rusia se mantiene.
—Los ilegales —dijo Sara—. ¿Qué hacían? ¿Qué pueden hacer ahora?
—Recabar información. Pero antaño era de forma preventiva, para que el enemigo no diera una sorpresa. Hoy en día es sobre todo espionaje industrial, secretos de defensa. Todo gira en torno al dinero. La ideología ha muerto.
—¿Para que el enemigo no diera una sorpresa?
—Has tenido que oír en alguna ocasión a los que no dejaban de decir que Estados Unidos y los aliados debían atacar a la Unión Soviética una vez derrotaron a la Alemania nazi. Incluso con bombas atómicas, como en Japón. Para aplastar al malvado Imperio. Nunca lo habrían conseguido, estoy seguro. Solo habría provocado millones de muertos.
—¿Agneta Broman era una ilegal?
Sara sentía que había llegado el momento de presionarlo un poco más para averiguar la verdad.
—No conocía a Agneta. La saludaba en las fiestas de los Broman, era una mujer muy guapa. Pero nunca hablé con ella.
—Eso no responde a mi pregunta. ¿Era una ilegal?
Sara cambió el vaso vacío de Kozlov por el suyo, que estaba prácticamente lleno.
Kozlov hizo un gesto con la mano como si fuera un director que llamaba la atención de su orquesta. Luego se hizo con el vaso de Sara, lo vació de un trago y lo volvió a dejar.
—Te puedo hablar de Desirée.
«La esposa difunta», pensó Sara, y se arrepintió de haberlo engañado para que se bebiera el segundo vaso.
—La ilegal Desirée —continuó Kozlov—. Nació en Ucrania, perdió a sus padres de niña, la reclutaron los servicios de inteligencia por su fervoroso patriotismo. Se crio en Svenskby, en Ucrania, así que siembre había hablado sueco, aunque un poco arcaico. La infiltraron en Suecia con una identidad robada. Como una niña laestadiana del norte de Norrland sin familia. La entrenaron en habilidades sociales, se le encargó que trabajara su apariencia y luego le ayudaron a introducirse en el mundo del entretenimiento de la capital. Después de un par de pedidas de matrimonio de empresarios extranjeros, le toca la lotería. Acude a una fiesta en casa de la personalidad televisiva más conocida del país, donde se reúne toda la élite de la sociedad. Y no solo eso, montan tal espectáculo que se convierten en blancos para todo tipo de influencias. La misión de Desirée se convierte en eso: tiene que mandar información a casa sobre todos los invitados. Hacer que hablen cuando están borrachos, en la cama, fotografiar sus documentos. Averiguar todo sobre su vida.
—¿Agneta?
—Solo te estoy contando la historia tal como la oí del KGB. No tengo ningún nombre de Desirée.
—¿Trabajaba con Stellan?
—Sara —dijo Kozlov poniéndole una mano en la rodilla. Ella la apartó, arriesgándose a que se enfadara. Pero no pareció importarle—. En el mundo del que te estoy hablando, los secretos y el juego doble estaban en el eje de todo. El espionaje y el contraespionaje evitan todo lo posible que dos agentes sepan de la existencia del otro. Hay innumerables ejemplos de espías, informantes e ilegales que han trabajado codo con codo durante años sin saber de los otros. Sobre todo si se trataba de un informante de Alemania del Este y uno ruso, en ese caso no les habríamos hablado de nuestros activos. Era mejor dejar que funcionara como supervisor e informante adicional. Así resultaba más fácil averiguar si había algún agente doble que informara a Occidente o que tratara de filtrar desinformación. No te puedes hacer una idea de lo paranoicos que éramos.
—¿Ustedes espiaban a sus propios espías?
—Lo espiábamos todo.
Kozlov hizo una pausa, parecía absorto en sus ensoñaciones.
—Desirée era especial —dijo—. Espero que esté bien.
—¿Especial? —dijo Sara—. ¿En qué sentido?
Kozlov miró a Sara, como si estuviera considerando cuánto podía contar. Cuánto quería contar.
—Desobedeció a su controlador para ayudarme. Como un gesto entre amigos, nada más. No creo que eso haya ocurrido nunca en la historia de la Unión Soviética.
—¿Qué hizo?
—Sabes que fui ministro de Exteriores, ¿verdad?
—Sí —dijo Sara. Lo sabía. Aunque solo por poco tiempo.
—Cuando depusieron a Gorbachov en el golpe de Estado, Desirée me aconsejó que me posicionara a su favor, a pesar de que fueron sus altos jefes del KGB los que se encargaron de que perdiera el poder. Hice lo que me dijo, Gorbachov recuperó el cargo y como agradecimiento por mi apoyo me nombró ministro. No está nada mal para un granjero kirguís huérfano. Cómo lo supo es algo que desconozco por completo. Luego, por desgracia, Yeltsin se opuso a Gorbachov y, cuando Gorbachov cayó, yo también. Pero gracias a Desirée al menos fui uno de los líderes más importantes del mayor país, del más temido del mundo.
—Impresionante —dijo Sara.
—Pero hoy en día ya no queda nada —dijo Kozlov.
No le resultaba fácil asimilar que Agneta hubiera jugado un papel tan importante en los acontecimientos históricos. La cuestión era si podía estar relacionado con la muerte de Stellan.
—Y si activaran a Desirée ahora —dijo Sara—, ¿cuál podría ser el motivo?
Kozlov echó la cabeza hacia atrás, como pensativo.
—Estoy seguro de que tienen activos mucho más jóvenes a los que recurrir. Y los contactos de Stellan Broman ya no son relevantes. Con lo que debe de tratarse de algo que solo ella puede hacer. Una destreza. O una conexión personal, incluso. Algún acontecimiento presente en otro sector que esté relacionado con su tiempo en activo podría conducir a alguna pista.
—Stay put —dijo Sara. Había firmado el documento de confidencialidad y sabía lo que estaba en juego, pero debía intentarlo. Además, Stay put no era ningún secreto. Se hizo público en los ochenta. Y las palabras mágicas surtieron efecto.
Boris Kozlov esbozó una sonrisa propia de un lobo.
—¿Por qué has venido si ya lo sabes todo?
—¿Esto tiene que ver con Stay put?
—¿El nuestro o el vuestro?
—¿Ustedes tenían uno propio?
—La OTAN tenía Stay put, así que por supuesto que los integrantes del Pacto de Varsovia tenían un Stay put. Fue nuestra respuesta.
—¿Cómo funcionaba? ¿Sigue activo?
Kozlov observó a Sara largo tiempo, luego se enderezó en la silla, miró al techo y empezó a impartirle una lección breve. Sara esperaba que tarde o temprano fuera al grano.
—De la vigilancia de la parte occidental del Paso de Fulda en los setenta se encargaba sobre todo el V Cuerpo Estadounidense, dirigido por el general Starry —dijo Kozlov—. Él argumentaba que había que poder atacar a las fuerzas del Pacto de Varsovia dentro de Alemania del Este, Polonia y Checoslovaquia antes de que llegaran al campo de batalla, para en caso de ataque no tener que recurrir a las armas nucleares que alcanzarían también a sus tropas y a las de Alemania Oriental. Una estrategia que la OTAN adoptó más adelante y que nos llevó a los del Este a instalar la misma respuesta radical: enterramos cargas explosivas en el suelo, en todos los caminos y puntos clave. Pero los responsables no se conformaban con cargas ordinarias.
Kozlov hizo una pausa dramática antes de continuar.
—Se decidieron por cargas nucleares —dijo dejando que las palabras se quedaran flotando en el ambiente—. Para hacer el suelo intransitable y asegurar las fronteras de la Unión Soviética con un amplio borde radioactivo.
—¿Y asolar Europa?
—Un corredor que atravesara Europa, a lo largo de la frontera con el Este. Los militares lo verían como pagar con la misma moneda, a fin de cuentas, teníamos el plan de guerra de la OTAN. Eso te lo puedo reconocer, porque lo encontraron las fuerzas occidentales en la sede de la Stasi en Berlín, cuando cayó el Muro, así que es de dominio público. Los del Pacto de Varsovia sabían perfectamente cómo pensaba la OTAN. Y respondieron.
—¿Entonces ustedes enterraron bombas en el suelo?
—Se podría decir que sí.
—¿Y las bombas atómicas…?
—No las han encontrado nunca. La mayoría de los archivos soviéticos permanecen cerrados, a diferencia de los de la RDA. El KGB y el GRU lograron mantener sus secretos.
—¿Podría haberse filtrado información sobre las bombas de alguna forma? ¿La podrían haber vendido? ¿Tendrían los poderosos rusos de ahora algún interés en que estallaran las bombas?
—Permíteme que responda de una en una. Es posible que hayan vendido la información. La mayoría se vendió cuando la Unión Soviética se disolvió. También podría haberse vendido en Alemania del Este, que al fin y al cabo es el territorio que habría quedado asolado. Pero en ese caso, el número de personas que tuvieran acceso a la información debería ser muy reducido. Y sobre la última pregunta: ¿ganaría algo Rusia si se detonaran las cargas hoy en día?
Kozlov hizo una pausa.
—Sí —dijo al fin—. Los líderes de allí seguro que estarían interesados en que la información sobre las cargas se filtrara. Desencadenaría el pánico y socavaría la estructura social de varios países europeos. Y ya sabes lo mucho que a Ivan le gusta desestabilizar. Y después responsabilizarían a algún grupo terrorista, como por ejemplo una célula islamista que hubiera recibido la información de compañeros palestinos. Sí, no creo que los amigos del Kremlin estuvieran muy desconsolados si sucediera.
—¿Así que a un ilegal ruso le podrían haber encargado perfectamente que eliminara cualquier rastro de esa operación y ayudar a que se realizara? Pero ¿qué tipo de información podría haber aquí para que alguien tenga que venir en su busca?
—Después de ver cómo desaparecía por completo Alemania del Este, muchos ocultaron información importante en lugares neutrales, porque temían que a la Unión Soviética le ocurriera lo mismo. Algunos querían protegerse a sí mismos, otros querían utilizarla como un arma en la lucha contra el desarrollo o simplemente venderla para sacarse una buena tajada. Vendieron todo cuando la Unión Soviética cayó. Tanques, submarinos, portaaviones, cabezas de misiles. Es un milagro que no hayan salido más cosas. O la calidad no era muy buena o hemos tenido muchísima suerte. Pero aún no es tarde. El material de guerra aguanta perfectamente treinta años.
—¿Entonces Desirée custodiaba la información?
—Puede.
—¿Y por qué está eliminando a toda la red de espionaje de Alemania del Este?
—¿La está eliminando?
Mierda. Se había ido de la lengua.
—Que quede entre nosotros —dijo Sara—. Al menos hasta que se haga oficial.
—Nunca lo harán oficial. Da igual cuánta gente muera.
—Pero ¿por qué los está matando?
—Para no dejar rastro. Si me preguntas a mí. Quizá fueran los espías de Alemania del Este los que originalmente recibieron la misión, pero ahora que ya está completada, le toca a ella limpiarlo todo y asegurarse de que nadie pueda contar nada. Después de tanto tiempo no se atreven a confiar en lealtades. O tal vez simplemente estén asustados de que un espía viejo con demencia empiece a hablar en el ocaso de la vida. En los buenos tiempos nadie contaba con que un espía llegara a la vejez, pero ahora hay muchos que sí.
Sara le dio un sorbo al café y trató de formular su próxima pregunta, pero la cabeza le daba vueltas.
Un Stay put soviético. Con cargas atómicas cuyo paradero nadie conocía.
O que pocos conocían.
La gente equivocada.