SI ARRASTRABA LOS bastones de senderismo más que llevarlos a buen ritmo, no llamaba la atención. Otra señora mayor que creía que con dos palos podía compensar toda una vida sedentaria. Por el momento nadie había podido imaginarse que la mujer anónima que se había pasado los últimos días dando vueltas por el vecindario era a la que tanto buscaba la policía; la mujer de Tío Stellan, asesinado. Su vecina. Irreconocible. Una completa desconocida en su barrio.
Entonces cayó en la cuenta de que siempre lo había sido. En cierto modo, la fama de Stellan había sido lo que le había otorgado a la calle su identidad. Lo que había marcado la pauta. Si vivías allí, vivías en el barrio de Stellan y Agneta.
Y aun así siempre se sentía como si estuviera de visita, nunca en casa. Como si hubiera pasado todo ese tiempo mentalmente en el vestíbulo esperando a una invitación que nunca llegó.
¿Había estado fingiendo durante tantos años? No, había sido Agneta Broman.
Pero ahora era otra.
Fiel a su misión, Agneta se había asegurado de documentar todo lo relacionado con Geiger. Como ella llevaba de servicio desde mucho antes que los alemanes del Este lograran reclutar a su informante, le había resultado muy fácil identificar las instrucciones de Geiger. Su agencia se había preocupado, clasificaron a Geiger como un reclutamiento arriesgado. Pero los de Alemania del Este estaban contentísimos. Era un fichaje de prestigio con acceso directo a la élite que ostentaba el poder en Suecia. Pero es que les interesaba más que los reconocieran como un Estado de derecho que vencer al gran enemigo.
Agneta estaba convencida de que su familia nunca había adivinado la verdad, y por eso había podido vigilar todo lo que hacía el informante secreto de Alemania del Este. Al principio toda la información iba por escrito, en contra de lo que dictaban las instrucciones. Pero eso era lo que tenía trabajar con amateurs. La ventaja para Agneta era que solo tenía que fotografiar las notas. Cuando Geiger hubo memorizado la información, la destruyeron. Agneta se dio cuenta, pero para entonces ya había documentado todo y lo había enviado.
Por eso sabía, entre otras cosas, dónde se encontraba el «buzón» de Geiger. El lugar público donde el controlador u otros espías podían dejar mensajes. Marcas de tiza en una pared, piedras dispuestas de una manera en concreto en un arriate o una chincheta clavada en una rama, cuyo color representaba un mensaje. «Ponte en contacto con tu controlador», «Todo va según el plan», «Te han descubierto» y así.
El buzón de Geiger se encontraba junto al paseo a la orilla del agua, a unas manzanas de la casa. Giró hacia el sur y se impulsó con los bastones hacia el sendero que atravesaba el bosquecillo. En el cuarto tronco vio que habían quitado un trozo de la corteza. Solo unos centímetros, pero con aquello bastaba.
Después de tres días, por fin había llegado el mensaje.
Había empezado a dudar.
A pesar de que sabía que una parte importante de la misión era la espera, la incertidumbre y cambiar de planes en el último momento. A pesar de que sabía que lo esencial para un agente de servicio era no perder la concentración. No olvidar, no comenzar a dudar, no descuidar las costumbres. Aguardar, estar preparada y después actuar a toda velocidad cuando correspondiera.
Sin embargo, después de tantos años de inactividad debía preguntarse si realmente podía suceder algo. Empezaba a inclinarse por que no pasaría nada.
Pero entonces llegó el mensaje.
«Debemos reunirnos.»
Abu Rasil.
Así que por fin sus pagadores le habían dado la señal de que estaban listos. Y por eso quería encontrarse con Geiger, para recibir los códigos.
Pero no contaba con Agneta.
Desirée.
¿Cuándo fue la última vez? ¿Hace cuarenta años?
En alguno de los campamentos de prácticas, cuando estaban del mismo lado.
Ahora Agneta iba por su cuenta.
Había llegado la hora.
Y estaba preparada.
Volvió con los bastones a casa, teniendo cuidado de no revelar su impaciencia. Abrió con las llaves prestadas. Soltó los bastones y se sintió veinte años más joven de repente. Después revisó lo que había en el frigorífico y en el congelador. No quería descuidar la comida, sobre todo cuando podía ser la última.
Después bajó al sótano y entró en el cuarto de la caldera.
—Filetes de ternera con salsa de nata y confitura de serbas, ¿te parece bien?
Él no respondió, se limitó a mirarla fijamente. Tal vez aún le costara entender que de pronto su vida dependiera de la mujer que acababa de entregarse a él con tanta pasión.
No es que tampoco pudiera responder mucho, allí sentado. Pero al menos podría haber asentido. Ni las cuerdas ni la mordaza le impedían asentir.
—Bueno, de todas formas, es lo que hay —dijo Agneta—. Si quieres puedes tomar vino, yo tengo que trabajar, así que me abstendré.
Agneta no sabía ni tan siquiera si estaba escuchándola.
Miró a su prisionero. Atado y encerrado en su propia casa. La cuestión era qué haría con él cuando llegara el momento.
Lo más fácil sería una bala, pero en realidad él no le había hecho nada, ni tampoco había obstaculizado su misión. Al contrario, le había dado cierta alegría y le había permitido vigilar el lugar de la reunión.
¿Quizá debería dejarlo allí y permitir que la suerte y el azar decidieran su destino?