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LAS CALLES Y las plazas pasaban rápidamente, la gente se movía por los espacios públicos a toda velocidad. Coches, bicicletas, pero, sobre todo, peatones. Con ropa de verano, de trabajo, estresados, deambulando. Los actores de la gran urbe.

Lo cierto es que no había ninguna razón para ver los vídeos que estaba analizando el programa, pero aun así Breuer quería seguir el proceso en una pantalla, para asegurarse de que los ordenadores estaban funcionando de verdad. Quizá fuera una actitud anticuada, pero le daba igual.

Juntos, los ordenadores del equipo portátil de la caravana podían examinar seis horas de imágenes de seguridad por minuto. En Pullach, podrían haber trabajado diez veces más rápido. La limitación los obligó a centrarse en las cámaras de los lugares públicos más transitados, las estaciones de metro y los taxis de la ciudad.

Pero, de momento, nada.

Breuer no entendía a esta gente. Todos tenían un número de identificación que quedaba registrado en todas partes, registros que se remontaban a cientos de años atrás y que enumeraban todo lo que le había ocurrido a cada ciudadano, y un principio de transparencia que permitía a quien quisiera que pudiera consultar lo que hiciera falta sobre cualquier persona. Pero cámaras de seguridad no tenían.

Los británicos, que recogían sus paquetes usando solo el código postal como identificación, tenían cámaras por todas partes. Y gracias al reconocimiento facial habían podido detener un buen número de ataques terroristas.

China estaba construyendo su aparato de control con esa tecnología.

Pero en este país postsocialista digno de Orwell, que quedaba a medio camino entre Gran Bretaña y China según Breuer, se negaban a instalarlas.

Por eso los ordenadores no lograron encontrar ninguna cara que coincidiera con alguna de las que podían pertenecer a Abu Rasil que Breuer había ido reuniendo a lo largo de los años. Cuatro hombres diferentes que podrían ser Rasil. Pero incluso así la posibilidad era remota, porque no tenían ni una sola fotografía que retratara seguro al terrorista. Y todos los que afirmaban haberlo conocido estaban muertos. Era igual que perseguir un susurro, como decía Strauss.

Localizar a Agneta Broman podría ser una forma de llegar hasta Abu Rasil. Pero a ella tampoco la encontraban.

—Ningún resultado en los aeropuertos, estaciones de tren o en los atracaderos de ferris. Ninguno de nuestros informantes tiene idea de dónde está Abu Rasil o de cuál será el lugar de encuentro.

Breuer percibió la duda en la voz de Strauss.

—Pero ¿dicen que Rasil está aquí?

—Sí —respondió Strauss—. Pero ¿no son ilusiones infundadas? Han construido un mito en torno al huidizo Abu Rasil que ha ido creciendo a lo largo de todos sus años de ausencia, así que ahora tiene que haber algo descomunal en marcha que justifique una espera tan larga. Un poco como los cristianos que esperan el regreso de Jesús.

—Te has olvidado de Hattenbach —dijo Breuer.

—Pero ¿y si eso era todo lo que tenían? ¿Y si quedaba una carga nada más?

—En el oeste, sí. Pero no sabemos nada de la parte oriental. Únicamente que las bombas que había entonces eran gigantescas. Y no hay ningún indicio de que ya no estén allí. Solo es cuestión de averiguar quién puede detonarlas y quién está de verdad preparado para detonarlas. La explosión de Hattenbach era probablemente una prueba, para demostrar que sí que podían. Por eso escogieron una carga menor. Quieren que les paguen por las grandes.

Strauss parecía abatido. Aunque había contribuido varias veces a detener un ataque terrorista y se había ocupado de presuntos terroristas, aquello pertenecía a una escala completamente distinta. Cientos de miles de víctimas mortales, tal vez millones.

—No hay más que verlo —dijo Breuer—. Después de todos los atentados terroristas de las últimas décadas en Europa, deberías saber que hay mucha gente que querría detonar las bombas.

—Pero ¿cómo se detiene a una sombra? —preguntó Strauss.

—No olvides lo cerca que he estado varias veces —dijo Breuer—. Sé cómo piensa. Cómo trabaja. Está en el país. La entrega tendrá lugar esta noche o, como muy tarde, mañana por la noche. Créeme.

Pero Strauss no sabía qué creer.