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EL SONIDO ERA ensordecedor. Había coches pitando y carrozas de estudiantes con equipos hi-fi a la altura de los del festival Summerburst. Éxitos de hace años mezclados con house machacón. Los coches llevaban la música tan alta que las ventanas de las magníficas casas de piedra temblaban.

Globos, botellas de champán, banderas con los colores amarillo y azul. Gentío.

Jóvenes cargados de sueños y esperanzas.

Padres, abuelas y tías adineradas de camino a la que siempre sería la primera carrera de la capital para celebrar el día de graduación. Portaban carteles con los nombres de los estudiantes y fotos de cuando eran niños que indicaban a qué clase pertenecían. La clase del instituto. A qué otra categoría pertenecían se manifestaba a través de los relojes, la ropa y los bolsos. Y en los emblemas de los coches que habían estacionado de cualquier manera con una falta de respeto maligna alrededor del instituto Östra Real. Los guardias de tráfico daban vueltas hasta que pasaran los cinco minutos necesarios para empezar a poner multas. Como hienas a la espera de que los leones se hartaran de cebras muertas y así tener vía libre.

Incluso la parte más elevada de la calle Artillerigatan, que habitualmente se veía desierta, estaba repleta de gente en dirección al patio del exclusivo centro educativo. Iban pasando antiguos directores con gorros de graduación amarillentos, esposas ricas disgustadas porque el calor no les permitía lucir sus abrigos de piel y jóvenes repeinados hacia atrás que en el primer año fuera del instituto habían logrado registrar dos o tres empresas propias. Los pantalones verdes y rojos seguían estando de moda para esos hombres, pensó Sara.

Todo aquel circo solo porque una pandilla de adolescentes terminaba el instituto. Para salir directamente a la nada.

«Disfrutad del día —pensó allí sentada en el coche, que estaba a la misma temperatura que una sauna—. Mañana seréis estadística. Sin trabajo y sin vivienda. Un problema para la sociedad. Disfrutad mientras podáis.»

Cuando una «Ebba» de tres años pasó volando en un cartel que llevaba un padre orgulloso, Sara cayó en la cuenta de que no había encargado uno para su Ebba.

Lo anotó en el calendario del móvil. En cuanto terminara el turno tenía que conseguir un cartel para su hija.

El sudor le caía por la frente y le surcaba las mejillas. Tenía la zona lumbar empapada.

Sara y David habían llegado con bastante antelación, así que tenían una plaza de aparcamiento completamente legal frente a la puerta que vigilaban, el número 65 de Artillerigatan, junto al extenso muro del instituto. Ahora estaban sentados entre botellas de plástico vacías, envases grasientos de comida rápida y cada vez con más ganas de hacer pis.

David Karlsson y Sara Nowak.

Sara se había recogido el pelo en un moño y llevaba puesta una gorra de beisbol de Ralph Lauren para camuflarse en aquella parte de la ciudad. Al levantarse la gorra para enjugarse el sudor de la frente, vio en el espejo retrovisor que ya le tocaba volver a teñirse el pelo. Lucía una melena castaña, pero las raíces se le veían rojo vivo. Parecía que tenía el cráneo en llamas.

De niña la llamaban «la India» por el color de pelo. No tenía mucho sentido que le dijeran eso y a la larga resultaba muy cansino. También le decían «la Jirafa», ya que era más alta que la mayoría de los chicos de la clase: 1,77, como Naomi Campbell y Linda Evangelista. La altura y los pómulos marcados habían sido fuente de cientos de comentarios burdos sobre que parecía una modelo. Tantos que Sara al final probó suerte en esa profesión, aunque ella misma se veía un poco rara.

Le fue relativamente bien como modelo, pero le desagradaba recordar el tiempo que pasaba sentada a la espera de trabajos. La ofrecían como un artículo más de un catálogo de chicas inseguras del que los clientes escogían. Una percha con la longitud de piernas adecuada.

Convertirse en alguien dependiente de la opinión y la apreciación de otros acerca de su aspecto no iba con ella. De modo que rescindió el contrato con la agencia y comenzó a practicar artes marciales para liberar la rabia que había acumulado después de todos los procesos de selección y los fotógrafos de manos largas.

Ahora estaba orgullosa de su estatura y su color de pelo, pero seguía tiñéndoselo de castaño para que fuera más difícil reconocerla durante tareas de vigilancia. No le gustaba nada que la gente la mirara. Sobre todo los hombres, ya que, desde que trabajaba en la Unidad de Prostitución, asociaba las miradas ávidas con personas muy desagradables.

—Vaya calor que hace —dijo Sara cerrando los ojos en dirección al diminuto ventilador de mano que habían comprado para no agotar la batería del coche con el aire acondicionado.

—Vamos a ver lo que tarda la gente en empezar a quejarse del calor —dijo David—. El primer verano cálido de las últimas décadas.

Dirigió la vista de la puerta al reloj y del reloj a la puerta.

—¿Cuánto tiempo lleva dentro ya?

—No lo sé. Más de la cuenta. Seguro que ya ha terminado. Para la próxima entramos.

—Vale.

—Pero quizá podríamos asustar un poco a este cuando salga. Intentar intimidarlo, aunque no podamos llevárnoslo.

David miró a Sara.

—¿Acosarlo?

—No, solo para demostrarle que lo tenemos controlado. Le pedimos que se identifique, dejamos caer que su mujer podría saberlo. Se creen que pueden hacerlo sin sufrir consecuencias.

—O los pillamos con las manos en la masa o los dejamos en paz.

—Míranos. Podemos pillar a un tío, pero la chica esta tiene otros diez clientes hoy. Y en el resto de la ciudad están los miles de clientes de otros cientos de chicas. Eso solo hoy. Y pillamos a unos cuantos. A los que les cae una multa. Y después todo sigue como siempre. Es una locura.

—Las cosas son así.

—¡Son una mierda!

—¿Qué te pasa? ¿Por qué estás tan enfadada?

—¿Te parece raro? ¿No es más raro que tú no lo estés?

—No creo que se trabaje bien enfadado.

—Enfadarse está genial. Te da energía para continuar. ¿Cómo me siento si no? ¿Contenta? «¡Qué bien, cuánta gente asquerosa hay en el mundo!»

—Me parece que es una tontería. Trabajas peor y te acabas quemando. No aguantas en este trabajo si te enfadas con todo lo que ves.

—Ya va siendo hora de que alguien se enfade por todo esto. Nada de intentar comprenderlo y razonar, sino ponerse hecho una furia. Con un cabreo de narices.

—Tenemos que trabajar a largo plazo.

—No quiero trabajar a largo plazo, quiero trabajar a corto. Así: «¡Para! ¡Ahora!».

David negó con la cabeza.

—Hay que hacerles ver que se han equivocado. La rabia no es una buena manera de establecer contacto. Crea distancia, genera conflicto. No te escuchan si les estás gritando, se ponen a la defensiva.

—Pero ¿crees que sirve de algo lo que hacemos? Si todo sigue igual.

—¿Qué prefieres? —dijo David— ¿Salvar a las chicas o pillar a los puteros?

—Las dos cosas.

—¿Qué es más importante?

Sara se encogió de hombros.

—Si tuvieras que escoger.

Se quedó pensativa. Aunque ya sabía la respuesta.

—Pillar a los puteros —dijo—. Sin villanos no hay víctimas.

—Yo quiero salvar a las chicas.

—Pero si ellas no quieren que les ayudemos. Se niegan a testificar. Se niegan a mudarse a un lugar seguro. Se niegan hasta a hablar con nosotros.

—Tenemos que ganarnos su confianza —objetó David—. Y eso lleva tiempo.

—¡¿Confianza?! ¿No debería ser sencillísimo decidirse entre nosotros y una panda de proxenetas violentos? ¿Entre nosotros y que las violen diez veces al día puteros nauseabundos? ¿Y que te puedan matar en cualquier momento?

—Estás irreconocible, Sara. ¿Ha ocurrido algo?

—No, no ha pasado una mierda. Ese es el problema. Da igual cuántos clientes atrapemos, hay miles más haciendo cola con la polla en la mano. De todas las edades, de todos los tipos, todos. Y nada ayuda. ¿Merece la pena? Y las chicas ni siquiera quieren testificar, ni contra los chulos ni contra los puteros.

—Les asusta lo que pueda ocurrir después, cuando los perpetradores estén en la cárcel y nosotros estemos a otras cosas. Les asusta la venganza, que les pueda pasar algo a sus familias.

—Ya lo sé. Y por eso no podemos ayudarles. No podemos atrapar a los culpables. ¿Por qué no lo mandamos a la mierda, si de todos modos no tenemos ninguna posibilidad? Quizá no deberíamos preocuparnos más.

—Si no lo hacemos nosotros, ¿quién lo hará entonces?

—¿Por qué no hace nada Dios?

David soltó un suspiro.

—Otra vez no…

—Pues sí, otra vez. Me saca de mis casillas que hables de Dios el mismo día que atiendes a una chica adolescente que está destrozada después de una violación múltiple. ¿Cómo lo haces?

David no respondió. No era la primera vez que Sara se metía con su fe. Más bien la septuagésima. Multiplicado por siete. No parecía que tan siquiera buscara entender en qué consistían sus creencias. Él comprendía que no era fácil con el trabajo que tenían, pero sin su fe no habría sido capaz de desempeñarlo.

—¡Una fe en Dios que ni te permite salir del armario con tu familia! —dijo Sara—. ¿Qué clase de Dios es ese?

—No se trata de mi familia, ¡ya te lo he dicho! A ellos les puedo contar todo. Es por el resto.

—A eso me refiero. Gente de una iglesia libre en un agujero acosando a una familia si tienen un hijo homosexual. ¡En Suecia, ahora! Y mejor no hablemos de otros países. América del Sur, Arabia Saudí, Polonia, Rusia. La cuestión no es la religión, sino legitimar el odio, controlar al prójimo. Atacar con impunidad a gais y mujeres y…

Sara se sobresaltó y se quedó en silencio.

—¡Ve tú por la chica! —gritó al tiempo que salía del coche de un salto.

David vio a Sara corriendo por Artillerigatan hacia Karlavägen. Después él entró a toda prisa en el portal que estaban vigilando. Sabía que el piso quedaba una planta más arriba, y que daba al patio. No era la primera vez que iban allí.

Tanteó la puerta. Cerrada.

—¡Abre! ¡Policía!

Su única esperanza era que allí dentro hubiera alguien capaz de abrir. Aporreó la puerta con todas sus fuerzas y volvió a gritar, y al cabo de un minuto oyó al otro lado pasos seguidos de un clic de la cerradura.

La puerta se abrió despacio.

David sabía que la chica que vivía y trabajaba allí usaba el nombre de Becky, así que supuso que fue ella la que le abrió. Pero no era fácil saberlo, porque se cubría la cara con la mano. Y lo poco que veía del rostro de Becky estaba completamente ensangrentado.

—¿Estás herida? —dijo David—. De gravedad, quiero decir —añadió al ver la mirada de la chica. Era evidente que estaba herida—. ¿Te encuentras bien? ¿Me dejas que eche un vistazo?

David agarró con cuidado la mano de Becky y ella le permitió que la bajara. Parecía que tenía la nariz rota y una ceja partida. Y le habían arrancado dos dientes. Tal vez tuviera flojos algunos más.

—Voy a llamar a una ambulancia.

Pero Becky hizo un gesto disuasorio con la mano.

Haxi —masculló mientras bajaba su bolso del perchero. Sacó el móvil, metió el código y se lo dio a David.

—¿Cómo? Ah, ¿quieres que llame?

—Mmm.

—Un taxi para el número 65 de la calle Artillerigatan. Becky. Al hospital de Danderyd. —David miró inquisitivamente a la chica para asegurarse de que le parecía bien la elección de hospital. La mujer asintió con la cabeza—. A urgencias.

Después volvió a salir corriendo a la calle.

¿Cómo lo había sabido Sara?

 

 

YA EN LA CALLE Tyskbagargatan el putero se había dado cuenta de que Sara corría tras él, así que aceleró hacia el cruce siguiente mientras apartaba a empujones a todas las familias con los carteles de los estudiantes. Paró los coches, que seguían sin poder avanzar más de unos pocos kilómetros cada hora en medio de la aglomeración.

Sara recorrió a toda velocidad el sendero del suntuoso paseo por el centro de Karlavägen. Había más carrozas de estudiantes en dirección al instituto. Familias y amigos en tropel.

El hombre fue zigzagueando entre la gente que estaba de celebración, y a base de propinar empellones logró atravesar prácticamente toda la muchedumbre.

Sara corría saltando y esquivando gente.

—¡Quitaos de en medio! ¡Imbéciles!

Algunos protestaban a gritos, otros esbozaban muecas de desaprobación. Por allí la gente no estaba acostumbrada a que se chocaran con ella.

En la siguiente calle, delante del quiosco, estaba el coche de unos estudiantes, un Chevrolet Bel Air convertible del 56 decorado para la ocasión, cuyo conductor esperaba impacientemente para girar hacia Karlavägen, y aprovechó la oportunidad cuando se abrió un hueco que era demasiado estrecho. El joven aceleró, pero se detuvo cuando Sara aterrizó en el capó.

—¡Idiota! —gritó Sara, pero siguió adelante sin pararse a comprobar si se había hecho daño.

El tobillo y el hombro, constató mientras pasaba corriendo delante de un supermercado.

El putero estaba aumentando la distancia.

Mierda, no iba a conseguirlo.

Sara le arrancó de las manos una botella de champán a un caballero bajo de mediana edad con perilla y se la lanzó con todas sus fuerzas al fugitivo.

Y le dio.

En toda la espalda.

Con tanta potencia que el hombre dio un traspié con el que terminó en medio de una pandilla de chicos jóvenes y se cayó.

Mientras hacía lo posible por ponerse de pie, a Sara le dio tiempo a alcanzarlo.

Se lanzó al suelo, le rodeó la barriga con las piernas y lo sujetó. Una tijera que tanto había utilizado cuando practicaba sambo, el deporte de combate ruso. Había aprendido que sus robustas piernas eran muy útiles en esa posición, y muchos hombres corpulentos habían tenido que pedirle que parara cuando se vieron atenazados por ella durante el entrenamiento.

—¡Me rindo! —gritó el putero, y Sara relajó un poco el agarre. Notó una sensación ardiente en la pierna y vio que él llevaba un objeto reluciente en la mano. La había herido con una navaja. Por suerte era superficial, apenas un rasguño. Pero la había herido.

Sara se inclinó, le agarró el dedo meñique de la otra mano y se lo dobló hacia atrás. Dio un grito de dolor, y entonces ella le golpeó el dorso de la mano que sostenía la navaja, de forma que el arma salió volando.

Después apretó las piernas con más fuerza aún.

—¡Para! —gritó el putero—. ¡Para! Me estás ahogando.

—Y tú me has cortado con una navaja —dijo Sara sacando las esposas—. ¡Trae la mano!

—¡Zorra de mierda!

Sara apretó todavía más.

—¡Suéltame! —gritó el muy idiota—. ¡Esto es brutalidad policial!

Luego se dirigió a la gente de alrededor y les instó:

—¡Grabadlo, grabadlo!

Al mismo tiempo ocultó con cuidado el rostro.

—Que me des la mano —dijo Sara.

Por fin obedeció.

—Y la otra.

En cuanto le colocó las esposas, Sara relajó las piernas y el putero cogió aire, como si hubiera estado sumergido y necesitara recuperar el aliento.

—¿Creías que podías escaparte de mí? ¿Eh?

Pero el hombre estaba demasiado agotado como para responder, así que ella se echó hacia delante y le gritó al oído.

—¡Idiota!

Luego buscó su cartera, sacó el carné de conducir y le hizo una foto.

Pål Vestlund.

Vaya nombre para un cliente de prostitución. Y encima llevaba alianza.

—No te rindes nunca.

David acababa de llegar corriendo a través del mar de estudiantes que estaban de celebración.

Y era verdad, pensó Sara. No se rendía nunca.

—¿Qué tal está ella? —preguntó aún con la mirada fija en el putero esposado.

—Dos dientes, la nariz, una ceja.

—Vaya cerdo —dijo Sara al tiempo que le tiraba del pelo a Vestlund y le echaba la cabeza hacia atrás.

—Te voy a denunciar —alcanzó a decir él.

—¿Por qué? —preguntó Sara—. ¿Por esto?

Le dio una patada en las costillas.

—¿O por esto?

Le propinó una patada justo en la entrepierna. Vestlund profirió un grito y se encogió.

—¡Sara! —dijo David interponiéndose. Miró alrededor para comprobar que no hubiera nadie grabando, pero parecía que todos estaban pendientes de las carreras de graduación.

—Es que me he resbalado —dijo Sara. Y después añadió—: ¿Por qué él tiene que salir mejor parado que Becky?

—Déjalo ya.

—Me ha hecho un corte —replicó ella mostrándole la herida ensangrentada del muslo.

—Vale, pero no tenemos que comportarnos como ellos —dijo David—. ¿Cómo has sabido que le había pegado?

—La sangre de los nudillos.

—¿Nada más?

—Nada más.

—No, me refiero a que con eso te ha bastado. Que te has dado cuenta. Y que lo has visto desde muy lejos.

—Compruébalo tú mismo.

—Sí, ahora sí que lo veo. Pero no he sido capaz de verlo desde el otro lado de la calle.

—Muy bien. Vamos a levantar al cerdo este para llevárnoslo. Pago por servicios sexuales, agresión grave, resistencia a la autoridad con violencia. Le quité la navaja. Tiene que estar por ahí.

David la encontró y después pusieron de pie a Pål Vestlund.

Sara aún notaba la adrenalina recorriéndole el cuerpo. La teoría de la catarsis no le merecía mucho respeto. Aquello de que la práctica de la violencia fuera un desahogo que tranquilizaba a la gente, algo que muchos entrenadores de artes marciales utilizaban como argumento para permitir que jóvenes criminales practicaran en sus clubs. Sin embargo, Sara estaba convencida de que solo ayudaba a acrecentarla. Cuanto más practicaba, cuanta más rabia dejaba escapar, más agresiva se volvía. Incluso Martin y los niños habían comenzado a decir que cada vez tenía la mecha más corta. No había más que mirar a los hooligans del fútbol; ni por asomo se vuelven menos violentos por pelearse unos con otros. No, a veces se arrepentía de aceptar la violencia, pero por otro lado no estaba mal poder disponer de métodos así. Difícil decisión.

Regresaron al coche, Vestlund llevaba la cabeza gacha para que no se le viera el rostro y que no lo identificara cualquier conocido que pasara por allí.

A la altura de la cafetería Foam, le sonó el teléfono. Por el tono de llamada supo que se trataba de Anna, su antigua compañera de la academia de policía, que ahora trabajaba en la Unidad de Homicidios de Västerort. El tono de llamada personalizado para Anna era Somebody That I Used to Know, de Gotye, aunque en broma más que nada. Lo cierto era que Sara seguía conociéndola muy bien. Anna tal vez no fuera su única amiga, pero sí una de las pocas que tenía.

—Nada malo —dijo Sara al móvil.

—Pues sí, me temo que sí —respondió Anna.

—Lo que yo quería era que me propusieras ir a tomar una cerveza o algo por el estilo.

—Pues lo que te traigo es un homicidio en Bromma.

—Vale. ¿De una prostituta?

—En ese caso, sería solo para clientes muy particulares —dijo Anna—. Un hombre de ochenta y cinco años con una bala en la cabeza.

—De acuerdo… ¿Un putero?

—En realidad no tiene nada que ver con tu línea de trabajo, se trata de un asunto puramente privado. Creo que conoces al hombre. O lo conocías.

Familiares, vecinos, amigos, antiguos colegas: se le arremolinaron los nombres y las caras en la cabeza. Habían matado a un hombre. A alguien que conocía.

—¿Quién…? —fue todo lo que pudo decir.

—Tío Stellan.

—¿Tío Stellan? —respondió Sara tratando de asimilar la información. Se esforzó en colocarla en el lugar apropiado de su cerebro. Pero Tío Stellan no se dejaba colocar. En ninguna parte, de hecho.

—El antiguo presentador —continuó Anna—. ¿No lo conocías?

—Sí. Bueno, a sus hijas. Sí, es verdad, y a él también. De niña me pasaba todo el día en su casa.

—Pues eso. Quizá puedas ser de ayuda.

—Pero espera. ¿Han matado a Tío Stellan?

—De un disparo en la cabeza.

—No puede ser.

—Sí.

—¿Quién?

—Ni idea. ¿Algún viejo telespectador insatisfecho? Habíamos pensado que quizá supieras algo. Una amenaza antigua. Una pelea familiar. Un vecino loco. Un admirador chiflado. Yo qué sé.

—Voy ahora mismo.

Para cuando Anna respondió «No», Sara ya había colgado.