SUSPENDIDA.
El castigo en sí no le sentó muy bien a Sara. Nunca había buscado hacer carrera dentro del Cuerpo y no le interesaba lo que sus jefes pensaran de ella. Pero le parecía una idiotez sacar de la calle a una policía con experiencia solo porque Lotta quería fastidiarla. Y lo que más la irritaba era haberse quedado fuera de la investigación. Igual que cuando eran niñas. De repente ya no podía participar.
La investigación de asesinato había resultado tener muchos puntos en común con su vida y su infancia, pero en realidad afectaba a la vida de todos los ciudadanos suecos. Todos habían crecido con Tío Stellan como una figura unificadora, como la única fuerza indivisible del país. Los políticos los engañaban y los deportistas podían defraudarlos cuando llegaba la hora de la verdad, pero siempre podían confiar en Tío Stellan.
Sara le mandó un mensaje a Anna: «Suspendida. Avísame si pasa algo». Y recibió un emoticono de un pulgar hacia arriba como respuesta.
Estaba segura de que Anna no le había dicho nada ni a Hall ni a Lindblad sobre que se hubiera entrometido en la investigación. Ni siquiera a Bielke. Sara estaba tan enfadada con Hall, Lindblad y Lotta Broman como contenta de que Anna fuera su amiga.
Pero ahora estaba libre, muy a su pesar. Sara les había mandado un mensaje a sus hijos diciéndoles que estaba en casa y que quería echar un rato con ellos. Por el momento, ninguno de los dos había respondido.
Mientras esperaba, repasó la situación. Geiger había muerto, Kellner había muerto, Ober había muerto. ¿Qué sería lo próximo?
¿Qué estaba haciendo Abu Rasil?
¿Existiría siquiera?
¿Qué estaba haciendo Agneta?
No, pensó Sara después. No podía pasarse toda la noche dándole vueltas a los Broman. Ya habían ocupado demasiado espacio en su vida.
¿Dónde estaban sus hijos?
Al final, le envió un mensaje a Ebba y a Olle: «¡A casa! ¡Ahora!». Y recibió un mensaje irónico y un emoticono enfadado.
Lo cierto es que no tenía de qué quejarse. Quedarse sentada sin hacer nada estaba muy bien. Si las noches estivales no fueran tan luminosas, habría podido haberse sentado a disfrutar del atardecer. Dejar que la oscuridad fuera envolviendo el piso sin encender la luz. Someterse a la naturaleza. Presenciar el atardecer seguía siendo una de las cosas que más calma infunden, pensaba Sara. Pero ahora tendría que disfrutar de la noche iluminada.
No dejaba de darle vueltas a los pensamientos.
¿Qué habría pasado si Jane no la hubiera salvado de Stellan? ¿Si Stellan también hubiera abusado de ella? Entonces difícilmente se habría convertido en policía. Más bien habría terminado como una de las chicas que tanto ella como sus colegas trataban de ayudar.
¿O habría logrado enterrarlo dentro de sí misma? El movimiento Me Too demostró que había muchísimas mujeres que arrastraban historias de abuso que nunca habían contado. Sara podía dar testimonio del sexismo y comentarios desagradables durante su adolescencia, y de compañeros de juego manipuladores en su infancia. Pero se había librado del abuso propiamente dicho. Nunca comprendió lo cerca que estuvo, lo que su madre hizo por ella.
¿De dónde procedía la furia que sentía hacia todos los puteros que se encontraba en el trabajo?
Tal vez fuera una reacción saludable y muy normal a la compra del cuerpo de otras personas, al uso de los demás a su antojo, a menudo incluso siendo violentos con ellos. Una reacción a la misantropía que era tan tangible para Sara y sus colegas. Seguramente esa furia se había ido acumulando a lo largo de los años.
Hacía mucho tiempo trató de mostrar cierta compasión. Se creyó el mito de los hombres solitarios e indeseados que pagaban por mantener relaciones que nunca conseguirían de otra forma. Antes de convertirse en policía, lo veía más bien como un acuerdo entre dos individuos adultos. Pero no había excusas que valieran. Lo aprendió a los pocos días de empezar a trabajar.
Tenía que pensar en otras cosas. Echó mano de la novela que estaba leyendo y se dio cuenta de que llevaba dos meses en la mesita sin que la hubiera tocado. Pero para retomar la lectura tenía que encender una luz y no quería. También creía que le iba a resultar difícil abandonar un mundo inventado cuando en el real estaban ocurriendo cosas tan turbulentas. Sabía que a Anna le encantaba perderse en las novelas solo para poder olvidar la vida cotidiana y sus problemas, pero a Sara no le funcionaba de la misma manera. Necesitaba tener la mente calmada para poder sumergirse en la ficción. Se contentó con tocar el libro. Aquellas tapas duras, la cubierta brillante, tantísimas páginas finas. Pasó las yemas de los dedos por el texto y le pareció notar el débil relieve de las letras impresas, pero puede que solo se lo estuviera imaginando. Se llevó el libro a la nariz y lo olió. Dicen que los sentidos se agudizan cuando uno se apaga, y Sara tenía la sensación de que tanto los dedos como la nariz eran mucho más sensibles que antes. Quizá solo era cuestión de estar atenta.
Pensó que no estaría mal escuchar un poco de música clásica en la oscuridad. Sacó su antiguo violín y colocó el arco sobre las cuerdas, pero no fue capaz de mover la mano.
Tal y como se sentía en ese momento, no podría volver a tocarlo.
¿Por qué? ¿Porque se lo había regalado Stellan? ¿O porque los últimos días habían terminado con los resquicios de alegría y creatividad que le quedaban?
Quería romperlo.
Seguro que no mejoraría nada, pensó para sí. Pero después se dio cuenta de que tampoco empeoraría las cosas.
En todo caso, sería una buena acción. Un recuerdo de Stellan Broman que desaparecería de la faz de la Tierra.
Agarró con fuerza el mástil del violín, alzó la mano y después lo golpeó contra la mesita para que se rompiera en mil pedazos.
Ahora Martin y ella estaban empatados en cuanto a instrumentos. Lo golpeó media docena de veces más contra la mesa para que fuera imposible arreglarlo.
Y después se sentó en el suelo y apoyó la nuca en el borde del sofá.
Se había sentado encima de una astilla del violín que le hizo un corte en el trasero. Pero no tenía fuerzas para moverse.
«Que duela —pensó—. Así sabré que estoy viva.»
Al cabo de media hora sus hijos llegaron a casa. Y se quejaron de que estuviera todo tan oscuro. Olle se sentó en el sofá y encendió la televisión. Sara la apagó. Ebba entró con una bolsa de una tienda veinticuatro horas y sacó un paquete de patatas y una botella grande de refresco de cola. Resacosa, constató Sara, pero se lo pasó por alto a su hija.
—Bueno, ¿qué pasa? —dijo Olle—. ¿Por qué teníamos que venir a casa?
—Para estar juntos un poco. Puede que Ebba se vaya de casa pronto y entonces no podremos estar juntos tan a menudo.
—Genial. ¿Me puedo quedar con su cuarto? Y tú te quedas en tu estudio de Tumba —dijo Olle sonriéndole a su hermana.
—Tumba no tiene nada de malo —respondió Sara sintiéndose demasiado políticamente correcta. Dios santo, sus hijos eran unos críos del centro de la ciudad. Tal vez debería haberlos llevado a ver a Jane a los suburbios con más frecuencia. Ahora los dos tenían una edad en la que sus reprimendas lograban más bien el efecto contrario.
—El apartamento va a estar en Södermalm. Es lo que ha dicho papá.
—¿Eso te ha dicho?
—Ya hemos ido a verlo.
«Pero, por Dios, Martin. Un apartamento…»
—¿Y a mí que me vais a dar? —dijo Olle.
—Pues un teléfono nuevo —le contestó Ebba con una sonrisa socarrona. Y vio que las palabras surtían efecto. Los hermanos siempre sabían qué decir para hacer rabiar al otro. Sara no tenía hermanas, solo a Lotta y Malin, con las que nunca tuvo el valor de ser mala por miedo a que la excluyeran. Había una cierta sensación de seguridad en poder ser malo con alguien sabiendo que siempre permanecería a tu lado.
—¡Si le compráis uno a ella entonces tenéis que comprarme uno a mí! —dijo Olle mirando a su madre.
—No te vamos a comprar un apartamento sin más —respondió Sara.
—¿Y por qué no? —preguntó Ebba—. Papá me lo ha prometido. En algún sitio tendré que vivir.
—Pero es que va a costar varios millones. No puede ser.
—¿Por qué no? Si tenemos dinero. Es igual que si una familia pobre le diera a su hija una tienda de campaña que costara como cien coronas.
—¿Qué dices?
—Proporcionalmente, quiero decir. Para papá, tres millones no son nada.
—Seis millones, porque a mí también me lo tienen que comprar —dijo Olle.
—¿Se puede saber qué os pasa? Pero ¿qué educación os hemos dado?
—Ninguna —dijo Ebba metiéndose un puñado de patatas en la boca.
Aquellas palabras le partieron el corazón.
—Me siento muy culpable por haber trabajado tanto por la tarde y por la noche, pero ¿no podemos intentar recuperar ahora el tiempo perdido? Puedo trabajar menos. Pronto seréis adultos y entonces será demasiado tarde.
—¿Y qué hacemos? ¿Nos vamos al museo para críos de Junibacken?
—Podemos salir a comer —propuso Sara. Ya no eran niños, aunque para ella lo seguían siendo, e ir a un restaurante tenía el grado de adultez apropiado para ellos.
—No merece la pena —dijo Olle —. Si de todas formas nunca va a pasar.
Sara suspiró. Pero no tenía nada que contestarle.
—¿Y no podemos pasar un rato hablando? Sé que he pasado mucho tiempo fuera, pero ¿recordáis lo orgullosos que estabais cuando erais pequeños porque vuestra madre era policía? ¿Ya no lo estáis? —dijo Sara.
—Pero ¿tú crees que es guay tener que oír que tu madre trabaja en Malmskillnadsgatan? —replicó Olle.
—¿Cómo? ¿Quién dice eso? ¿En el instituto?
—Sí.
—Es para hacerse los graciosos —dijo Ebba con cansancio—. Saben que eres policía, pero que trabajas en esa calle. Como las putas.
—¡No digas putas! Es una palabra espantosa. Y diles a los idiotas del instituto que es un trabajo muy importante. Intento ayudar a las chicas de las que nadie más se preocupa. Las someten a cosas horribles.
—Que sí, que sí…
—Seguro que hay más gente que puede ayudarles —dijo Olle—. Gente que no tiene hijos.
—Si, pero justo ahora también estoy intentado echar una mano para encontrar al asesino de Tío Stellan.
—¿Y por qué? Si era un desgraciado.
—¿Quién te ha dicho eso?
—La abuela. Él pensaba que ella era una inútil por ser la mujer de la limpieza.
—¿Eso te ha dicho?
—Sí.
—Pero también cuidaron de ella.
—¿Cómo que cuidaron de ella?
—Mi madre huyó de Polonia. Seguro que os lo he contado, ¿no os acordáis?
—Has empezado a explicárnoslo un montón de veces, pero siempre te salía algo muy importante que tenías que hacer. ¿Por qué huyó?
—Había una dictadura. Y no quería vivir allí. Se había quedado embarazada de mí y mi padre se desentendió de ella. La repudió su propia familia y los comunistas decían que era una indecente. Pretendían quedarse conmigo y meterla en una institución, así que huyó. Y cuando vino aquí puso un anuncio que vio algún trabajador social que quiso ayudarle.
—Ah —murmuró Olle mientras metía la mano en el bolsillo de la sudadera.
—Nada de móviles —dijo Sara, y Olle volvió a guardar el móvil. No podía ser más evidente que la historia no le resultaba muy interesante a un muchacho de catorce años.
—Siento que no hayamos hablado del tema antes, pero recordadlo de vez en cuando. Tenéis muchísima suerte: una familia en la que podéis confiar, una casa maravillosa, no hace falta que os preocupéis por el dinero. Pero vuestra abuela huyó de una dictadura sin una corona en el bolsillo. Y se dedicaba a limpiar las veinticuatro horas del día para mantenernos a las dos. Porque quería que yo tuviera una vida mejor.
—¿Y tú no quieres que nosotros también tengamos una vida mejor?
—Claro.
—Pues deja que papá me compre el apartamento.
Gol a puerta.
—No es lo mismo.
—Yo diría que sí.
—¿Te avergüenzas? —dijo Olle.
—¿De qué?
—De que la abuela fuera la mujer de la limpieza.
—Por supuesto que no.
Cleaning woman.
De repente le vino la frase de una película antigua. ¿Por qué?
Cleaning woman! Cleaning woman!
Evocó un recuerdo. Sara, Malin y Lotta sentadas gritando. Cleaning woman! Y después tiraban basura donde Jane acababa de limpiar. Cuando ella lo limpiaba, echaban más cosas en otro sitio que ya hubiera puesto en orden. Y llamaban a Jane.
Cleaning woman! Cleaning woman!
Y su madre venía a limpiar otra vez. Y las niñas se reían.
Sara no había pensado en aquello desde entonces. Ni una sola vez. Una autocensura muy eficaz. Y por lo que podía recordar, Jane nunca había hablado del tema. No se lo había reprochado a su hija. Podría haberle echado un rapapolvo, haberle prohibido que jugara con las hermanas. Sí, debería haberle echado un rapapolvo y haberle prohibido que jugara con ellas.
¿Por qué no dijo nada?
¿Pensaría que Sara se iba a chivar a Stellan y Agneta? ¿Habría empezado a considerar a su hija como a una más de la familia que la había contratado? Se había comportado como uno de ellos, a decir verdad.
Había algo más relacionado con Jane, se dio cuenta en ese momento. ¿Qué era? Algo que no encajaba.
Jane y su infancia…
Ah, sí.
Sara miró a sus hijos. Ebba estaba bostezando y Olle, inmerso en algún juego del teléfono.
—Escuchad, no hace falta que os quedéis aquí sentados conmigo. Voy a trabajar menos, así que tendremos que intentar aprovechar el verano para pasar más tiempo juntos.
Los dos se fueron aliviados a sus cuartos.
Sara vio cómo se marchaban y luego recorrió el salón con la mirada. En esa habitación cabrían varias casitas como en la que su madre y ella habían vivido en la parcela de los Broman. Pudo constatar que sus hijos sí que habían tenido una vida mejor que ella. Al igual que su madre le había dado una vida mejor que la suya.
Sacó el móvil, abrió la lista de llamadas más recientes y marcó el botón de rellamada.
—¡¿Diga?! —contestó Jane con tono irritado, como si Sara la estuviera molestando. Los hábitos telefónicos de su madre eran muy peculiares.
—¿Cómo era él? —dijo Sara.
—¿Quién?
—Stellan. ¿Cómo era?
—¿Qué quieres decir?
—Contigo. Olle me ha dicho que le has contado que se comportaba mal contigo.
—Mal, muy mal…
—¿Sí?
—Estaba siempre muy ocupado. No tendría fuerzas de ser amable con la mujer de la limpieza.
—¿Y todo su discurso sobre la solidaridad con los obreros?
—Nunca oí nada sobre el tema. Probablemente no quisiera molestarme mientras ordenaba, limpiaba y hacía la comida.
—¿Y Agneta?
—Bueno, qué decirte. No creo que tuviera una vida muy fácil. Casada con alguien así.
—¿Te trataba mal?
—No era muy… cariñosa. Un poco dura. A veces parecía que me obligaba a limpiar por las noches para que no pudiera pasar tiempo contigo. No sé por qué. Si ya tenía a sus dos hijas, no entiendo por qué podría estar celosa.
—¿Por qué te quedaste allí?
—Le tenías mucho cariño a las niñas.
—¿Fue por mí?
—Sí. Recuerda lo que te enfadaste cuando nos mudamos.
—Pero entonces no sabía cómo te trataban, ni lo que Stellan les hacía a las chicas. Pero tú sí que lo sabías.
—No lo sabía. Lo imaginaba. Y no quería estropearte tu mundo joven con esas ideas, quería protegerte de que te enteraras siquiera de esas cosas.
Igual que ella había tratado de proteger a sus hijos de lo que veía en el trabajo, pensó Sara. Las similitudes con su madre eran probablemente muchas más de las que quería reconocer.
—Me pasé tantos años enfadada contigo… Me comporté como una cría. Has hecho un montón de cosas por mí y siempre te estaré agradecida, pero es una mierda que el cerdo ese se haya muerto antes de que la verdad saliera a la luz. Deberías haberme dicho algo cuando ya era adulta.
—Que sí, que me he equivocado. Es que no es fácil.
—No quería hacerte sentir culpable. Y entiendo que fuera difícil hablar sobre el tema. Pero, oye, tengo una pregunta. Sobre algo de lo que me avergüenzo.
—No tienes por qué avergonzarte.
—Sí, sí. ¿Te acuerdas de cómo Malin y Lotta volvían a ensuciar cuando acababas de limpiar? Y yo me unía a ellas.
—Bueno, siempre se ensuciaba todo rapidísimo con dos niñas en la casa. Tres contigo.
—Pero lo hacíamos a propósito. En cuanto terminabas con una habitación, entrábamos allí y la ensuciábamos. Y después gritábamos: Cleaning woman! ¿Lo recuerdas?
—No.
—De todas formas, quiero pedirte perdón. Estaba fatal.
—A mí me alegraba verte jugando tan bien con las niñas.
—¿Entonces sí que te acuerdas?
—No lo sé. Qué más da ahora.
—Mamá…
—¿Cómo estáis vosotros?
A Jane no le iba mucho hablar sobre sentimientos.
—Estamos bien. Escucha, acabo de recordar una cosa. He estado mirando un montón de vídeos de la familia en casa de los Broman. No los asquerosos con los abusos, sino de viajes, fiestas y su vida diaria. Y álbumes de fotos. Y he visto uno de cuando ya habías empezado a trabajar en la casa, pero el año no estaba bien. Estabas embarazada cuando huiste de Polonia, ¿no?
—Sí. De un hombre asqueroso. Con el que no quería que te criaras.
—Pero el álbum era de 1972. Y yo nací en el 75.
—Pues estará mal.
—No, creo que no. Se veía al antiguo rey en un periódico. Y él murió en el 73, lo he comprobado. ¿Viniste aquí en 1972?
Al otro lado de la línea se hizo el silencio.
—¿Mamá?
Sin respuesta.
Cuando Sara se acercó más el auricular al oído oyó a su madre llorando.
—¿Mamá? —dijo en voz baja—. ¿Qué pasa?
Jane soltó un sollozo y después susurró:
—Lo siento…
—¿Por qué?
Sin respuesta.
—¿Qué más da en qué año vinieras? Aparte de que no estabas embarazada cuando huiste… —Sara se detuvo—. Sino que te quedaste embarazada en Suecia…
Cuando lo entendió sintió una sacudida, como si un tren de mercancías hubiera chocado contra una caravana. Una desolación absoluta. Irremediable.
Jane se quedó embarazada en Suecia. Si llegó en 1972, tenía solo dieciséis años.
A gusto de Stellan.
—Mamá… —susurró Sara.
—¿Qué iba a hacer? Me daba miedo que me deportaran.
—Solo tenías dieciséis años.
—Paró cuando me quedé embarazada. Dices que te he salvado, pero tú me salvaste a mí antes, Sara. Cuando te concebí, él paró.
—Pero entonces Stellan era mi…
Sara oyó a su madre llorando al teléfono como a través de una niebla espesa que lo amortiguara todo.
—Perdón —le decía con voz débil—. Perdón…
Pero Sara no lo entendía.
Perdón.
Por darle un padre.
No. Por darle ese padre.