51

 

 

 

 

 

EL APARTAMENTO ESTABA a oscuras. Sumido en un silencio ensordecedor.

Sara había permanecido varias horas completamente inmóvil.

La verdad había sacudido los cimientos de su vida. Había cambiado todo. Era otra persona.

¿Por qué había tenido que hurgar en el tema?

¿Por qué siempre debía averiguar la verdad?

¿Qué iba a hacer ahora?

¿Quién era?

Stellan Broman era su padre.

Stellan Broman, el violador.

El regocijo que había sentido porque el adorado y querido padre de Lotta y Malin hubiera resultado ser un monstruo y un traidor ahora se volvía en su contra. Las tres compartían la misma herencia perversa.

Sabía que no podía hacer nada al respecto, pero tampoco podía evitar sentirse culpable. ¿Por qué?

¿Sería esa la razón por la que tantos depredadores sexuales se salían con la suya? Todos los empresarios, políticos, personalidades del cine, famosos de la televisión, directores y artistas. Todos los que durante tantos años habían abusado de tantas chicas sin pagar las consecuencias. ¿Sería porque ellas se culpaban a sí mismas?

¿Porque sabían que nadie escucharía al más débil?

A Jane le asustaba que la deportaran a la Polonia comunista. Si la hubieran extraditado allí, habría acabado en la cárcel y le habrían quitado a su hija. Al permanecer en la casa del hombre que la había violado, podía quedarse con ella. Lo único que tenía que hacer era mentir sobre que su padre era otro.

Pero ¿cómo había podido soportar todo aquello Janina Nowak? Se había limitado a guardar silencio y a aguantar el chaparrón cuando Sara descargaba su ira por la mudanza. Sin decir ni una palabra.

Sara agradeció que la habitación estuviera en penumbra, sentía que le ayudaba a esconderse. No quería ser vista en ese momento, casi no quería existir.

No sabía dónde meterse, no tenía fuerzas para afrontar lo que acababa de averiguar. Ahora comprendía lo egocéntrica que había sido todos esos años, lo desagradecida. Y después había tenido el valor de enfadarse con su madre por ser un poco borde. Es cierto que Sara no lo sabía, pero tampoco se había preguntado nunca si habría una razón que justificara el carácter desabrido de su madre. Dios, era un milagro que no se hubiera venido abajo, que no se hundiera. Sara sentía que la única razón por la que Jane no se permitió derrumbarse, el único motivo por el que se mantuvo firme y trabajó tantos años, era proteger a su hija.

Si Sara creía que estaba haciendo un esfuerzo por sus hijos, no era nada comparado con lo que su madre había vivido.

Y nunca le había dicho nada. Ni cuando Sara se unía a Lotta y Malin para vejarla, ni cuando Sara volcaba toda su rabia en ella porque no vivían como los Broman, ni cuando Sara la detestaba por marcharse de Bromma.

Ni una sola palabra sobre lo desagradecida que era su hija ni sobre lo que le había pasado ni de lo que salvó a Sara.

Nunca contó que Stellan casi había conseguido abusar de Sara.

De su propia hija.

Debía de saberlo. Pero le daba igual.

No entonces, cuando trató de engañarla para que se fuera al cobertizo con él.

Hasta ese momento quizá la hubiera mirado con cierta ternura. Pero un día ya no era una niña a sus ojos. Tal vez nunca la hubiera considerado su hija, sino más bien como un recuerdo irritante de sus abusos.

Sara se dio cuenta de que ella misma era una prueba. Podía demostrar la paternidad y, teniendo en cuenta lo joven que era la madre y lo vulnerable de su situación en el momento de la concepción, lo que había hecho Stellan era un crimen. Jane le había dicho que paró cuando se quedó embarazada. O sea que debía de haber estado abusando de ella durante mucho tiempo.

Todas estas bestias primitivas, que veían a las mujeres jóvenes como meros artículos de consumo. Machos alfa autoproclamados, completamente gobernados por su impulso sexual. Escondidos tras una delgada pátina de civilización y éxito. Le destrozaban la vida a una persona por unos minutos de placer. Lo veían como un derecho. Carentes por completo de empatía. ¿Habría heredado Sara algo de eso?

La intransigencia, su deseo inquebrantable de ganar, la convicción de que hacía lo correcto. ¿Venía de Stellan?

Ya lo estaba haciendo otra vez, se dio cuenta. Buscándose fallos.

Solo había un culpable aquí. Stellan.

¿Cómo era posible que una persona se preocupara tan poco del resto, de sus seres queridos? ¿Quién era Sara ahora? Todo lo que creía de su vida era falso.

Lloró por primera vez en varios años.

Permaneció sentada en la oscuridad y dejó que brotaran las lágrimas.

Una tristeza que desconocía, que había estado enterrada en su interior, en lo más profundo, comenzó a aflorar.

El móvil le vibró.

En aquel estado tan frágil, lo primero que pensó es que les habría pasado algo a sus hijos. Después recordó que estaban en casa, seguramente dormidos. Entonces se preocupó por Martin. Estaba fuera haciendo de representante y había muchos imbéciles que se dejaban llevar por la testosterona buscando pelea.

Sara contestó.

—¿Diga?

—¡Me va a matar a golpes! —La voz apenas era un susurro, pero aguda, desesperada. Sonaba como si a la persona le costara emitir cualquier sonido. Sara miró la pantalla del móvil.

Jennifer.

Vale.

De repente, Stellan no era importante. Se esfumó de su cabeza.

—¿Quién? —dijo Sara—. ¿Quién te está pegando? ¿Sigue ahí?

Sara supuso que sería su chulo, pero no lo conocía. Necesitaría un nombre y que la mujer testificara contra él. Y eso no solía ocurrir.

Pero no era el chulo.

—El que pillasteis —dijo Jennifer.

—¿Quién?

—El putero del garaje —soltó entre sollozos antes de gemir de dolor. Sara trató de no pensar en lo que le podía haber hecho.

—¿Dónde estás? ¿Él está contigo?

—Estoy en casa. Se ha ido. Creo.

—Voy para allá. ¿Dónde vives?

—¡No! ¡Sigue aquí!

Sara nunca había oído nada parecido a la angustia en la voz de Jennifer. Verdadero miedo a morir.

Se dirigió corriendo al armario con las armas y sacó su pistola. La que no le había dado tiempo a devolver. Y que en realidad no podía utilizar. Pero en ese momento le daba igual.

—¿Dónde vives? —le gritó Sara al teléfono.

—No, ¡NOOO…! —chilló Jennifer antes de que se cortara la llamada.

Sara trató de llamarla, pero no respondía.

¿Dónde narices vivía Jennifer?

¿No habían estado allí en busca de puteros varias veces?

En Tanto.

Se enganchó la funda de la pistola a la cintura del pantalón y salió corriendo.