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SARA FRENÓ DELANTE del gigantesco edificio de planta semicircular. Un gueto de hormigón en medio de la ciudad. Se bajó corriendo del coche y se dirigió a la puerta, metió el código de la policía y entró a toda prisa.

Se detuvo ante la lista de los residentes del edificio.

¿Qué era lo que ponía en la puerta de Jennifer? Von Otter.

Ahí, en la decimotercera planta.

Sara se preguntó si la familia sabría lo que ocurría en el apartamento que tenían alquilado.

En el ascensor cayó en la cuenta de lo tonta que había sido al marcharse sin pedir refuerzos. Sacó el móvil, pero justo cuando estaba abriendo la lista de números de marcación rápida, el ascensor llegó a la decimotercera planta. Al salir, vio que la puerta del piso de Jennifer estaba abierta. Y dentro reinaba el caos.

Se guardó el teléfono mientras entraba corriendo en el piso.

—¿Jennifer?

Sin respuesta.

Se dio cuenta de que Holmberg podría seguir allí y sacó la pistola.

—¿Jennifer?

Tal y como Sara recordaba, Jennifer vivía en un piso de dos dormitorios. Uno en el que recibía a los puteros, con una decoración un poco más vulgar, sábanas negras y una puerta que daba directamente al vestíbulo. Y otro en el que dormía ella, casi oculto detrás del salón.

En el primer dormitorio, el de los puteros, no había nadie.

Sara miró de reojo la cocina al pasar por delante.

Nadie.

En el salón había muebles volcados, jarrones rotos, cuadros tirados y rastros de sangre fresca en el suelo. Conducían al dormitorio privado, como si alguien que estaba sangrando profusamente se hubiera arrastrado hasta allí. O lo hubieran arrastrado.

—¡Jennifer! —volvió a gritar Sara mientras se acercaba al dormitorio con un mal presentimiento.

Al pasar por la puerta del cuarto de baño, de repente le golpearon la mano con un bate de beisbol. El dolor le recorrió el brazo desde la muñeca hasta el hombro. La pistola salió volando.

Sara se giró y se encontró con los ojos de Holmberg.

Tenía la mirada vidriosa, perdida, y un moreno de solárium.

Estaba furioso, parecía inhumano. Embrutecido.

Como un perro rabioso. Era imposible hablarle.

En ese mismo instante la volvió a golpear. No le dio en la cabeza, pero sí en el hombro.

Fue una suerte que no tuviera espacio para maniobrar bien en aquel pasillo tan estrecho.

Pero, aun así, Sara notó el golpe. Soltó un grito, perdió el equilibrio y se cayó. Le entró el pánico. No quería quedarse tirada en el suelo bajo ningún concepto.

—¡Puta de mierda! —gritó Holmberg—. ¡¿Sabes lo que has hecho?!

Levantó el brazo para volver a golpearla, pero al parecer tenía algo que decirle antes.

—¡Se han ido! ¡Mi mujer me ha dejado! ¡Y mis hijos se niegan a hablarme! ¡Os dije que quería que la carta me llegara al apartado de correos!

Sara vio que en el bate de beisbol estaba escrito «Simon Holmberg» con letra infantil. Trató de ponerse de pie, pero él la volvió a tirar de una patada. Holmberg se había llevado el bate de su hijo, es lo único en lo que podía pensar, y ahora la iba a matar con él.

Cuando se colocó en posición fetal, le asestó un golpe en las costillas. Debió de romperle una de ellas, puesto que el dolor que notó le parecía insoportable.

Buscó a tientas la funda de la pistola, notó que estaba vacía y recordó que se la había quitado de un golpe.

¿Por qué no había pedido refuerzos?

—Soy policía —dijo Sara tratando de protegerse la cabeza con las manos.

—No, ¡eres una puta! —gritó Holmberg antes de apuntar con el bate.

Por puro reflejo, Sara retiró las manos para que no le hiciera daño. Y Holmberg le asestó un golpe en la cabeza.

Pero no le dio tiempo a registrarlo.