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POR FIN LA Agneta adulta tenía su oportunidad de vengar al padre de la pequeña Lidiya.

Después de haberse pasado décadas esperando y observando, había ido encontrando grietas en la estructura del mal. Grietas que podía explotar, reforzar y ampliar. Y para entonces ya se había convertido en una fuente de confianza desde hacía mucho tiempo. Después de treinta y cinco años de fiel servicio al socialismo internacional. Una generación.

En Alemania del Este habían derribado el Muro de Berlín, y en la Unión Soviética el nuevo secretario general Mijaíl Gorbachov había comenzado a abrir el sistema soviético para que pudiera sobrevivir.

Los cambios y las adaptaciones equivalían siempre a cierta vulnerabilidad, eso lo sabía Agneta, que empezó a buscar los puntos débiles.

Gracias a su controlador, Yuri, Agneta supo que la oposición a Gorbachov estaba muy extendida dentro del KGB, incluso entre los altos cargos. El gigantesco aparato de poder estaba lleno de opiniones contradictorias. Y esas contradicciones eran algo que podía explotar.

No tardó mucho en identificar a las piezas clave. Había dos facciones, una a cada lado del secretario general. A un lado, Vladímir Kriuchkov, el jefe del KGB, y las fuerzas reaccionarias que lo rodeaban. Al otro, Borís Yeltsin, miembro del Sóviet Supremo y anterior líder del partido en Moscú, al que destituyó Gorbachov y al que obligaron a abandonar el Politburó porque pensaba que la perestroika avanzaba con demasiada lentitud. Yuri se dio cuenta de que Yeltsin estaba resentido y albergaba mucha sed de venganza. Aspiraba al puesto de presidente de la Federación de Rusia y en ese cargo podría resultar muy útil.

Cuando les llegó la noticia de que Mijaíl Gorbachov iba a visitar Suecia en junio de 1991, Agneta comprendió que por fin había llegado su oportunidad. Pidió comunicación directa con alguien del círculo de Yeltsin y Yuri la puso en contacto con Guennadi Burbulis, uno de los asesores más cercanos. Cuando quedó establecido el contacto, Agneta pudo concentrarse en su plan.

No le resultó difícil convencer a su vanidoso marido para que invitara al líder soviético a casa, a través de su viejo compañero de copas, el primer ministro. Vaya regreso triunfal a los focos. Una vez sembrada aquella semilla, Stellan se encargó de todo él solo.

Lo más conveniente era ofrecer a los distinguidos visitantes un ambiente relajado en un entorno privado. Pero como el palacio Sager aún no se había convertido en la vivienda del primer ministro e Ingvar Carlsson vivía en un sencillo adosado en Tyresö, la propuesta de cenar en casa de Stellan Broman tuvo muy buena acogida. Stellan vivía en una casa muy bonita y Moscú siempre había apreciado su compromiso con el movimiento pacifista, así que los asesores soviéticos aceptaron la propuesta.

Agneta se llevó a Lotta y Malin en un crucero a Leningrado y al Museo del Hermitage y, una vez allí, se quejó de que le dolían los pies y se sentó a descansar delante de la Madonna Litta de da Vinci. Mientras las hijas seguían recorriendo el enorme museo, Agneta pudo reunirse tranquilamente con Yuri, que le entregó el equipo que había pedido. Un equipo que no tendría problemas para introducir en el país, puesto que por aquel entonces aún la reconocían como la mujer de Tío Stellan por todas partes. Ningún agente de aduanas registraría las maletas de Agneta Broman.

Le dio tiempo de sobra de ocultar los micrófonos antes de la célebre visita. En el comedor, en la terraza y en el salón. Incluso en la sauna, por si acaso. Y durante la velada fue haciendo preguntas con tono desenfadado al presidente soviético hasta que sintió que tenía las respuestas que necesitaba. Todo perfectamente enmascarado por el discurso entusiasta de Stellan sobre el desarme y las zonas libres de armas nucleares.

Al día siguiente escuchó las grabaciones, seleccionó las partes que servían y escribió nuevas preguntas. Después llamó a Gunnar Granberg, un imitador que había triunfado en el programa de Stellan con parodias de políticos y famosos. Agneta le confió que estaba preparando en secreto una sorpresa para el cumpleaños de Stellan y le preguntó si podía echarle una mano con una imitación. ¿Sería posible grabarlo mientras imitaba a Ingvar Carlsson, el primer ministro, hablando en inglés? Por supuesto que sí. Lo que sea por Tío Stellan. Cuando Carlsson perdió las elecciones un tiempo después, Agneta pudo comunicarle a Granberg que ese era el motivo por el que no había utilizado la grabación.

En realidad, había recortado las preguntas de la imitación de Ingvar Carlsson que había hecho Granberg con ayuda del equipo que le había dado Yuri y les había añadido las respuestas reales de Gorbachov. Al principió incluyó algunas frases introductorias pronunciadas por el verdadero Carlsson, por si los receptores quisieran hacer algún tipo de prueba de reconocimiento de voz. Pero después construyó su propia historia.

Sustituyó su pregunta a Gorbachov que decía «¿Has abandonado a Lenin y Stalin?» por una frase de Carlsson: «Kriuchkov y el KGB se oponen con fuerza a vosotros». Y la combinó con la respuesta de Gorbachov sobre los antiguos líderes: «Ya han hecho lo que tenían que hacer, pertenecen a otra era. Tenemos que avanzar. Construir la nueva Unión Soviética. Sin ellos».

Al cabo de un par de días, Agneta tenía una conversación sensacional entre el primer ministro sueco y el presidente de la Unión Soviética. Con el pretexto de visitar a familiares inexistentes en Norrland, Agneta voló a Helsinki. Allí vio a Yuri, al que le entregó la cinta con el diálogo falso para que se lo pasara a los altos mandos de la organización, con la máxima prioridad. Yuri era un tradicionalista y, al igual que sus jefes, llevaba mucho tiempo queriendo que derrocaran al reformista de Gorbachov, así que aceptó agradecido la oportunidad.

Tal y como había previsto, la grabación causó un revuelo entre los opositores del gobierno y del KGB. Oyeron por sí mismos que los iban a eliminar, y en la Unión Soviética los que estaban en el poder conocían perfectamente lo que significaba la palabra purga.

Cuando a Agneta le contaron las reacciones, volvió a contactar con Burbulis, el asesor de Yeltsin, a espaldas de Yuri, y le contó que a Gorbachov lo habían amenazado opositores dentro del KGB y el partido. Era una oportunidad perfecta para apoyar al presidente y sacar adelante más reformas como las que quería Yeltsin.

En julio, Gorbachov y Yeltsin habían firmado un acuerdo para aumentar las reformas.

Lo que, a ojos de los opositores, era la prueba definitiva de que Gorbachov estaba vendiendo la Unión Soviética y de que sus días en la cúspide estaban contados.

Tenía que actuar pronto, y en agosto llegó la oportunidad.

Satisfecho por contar a Yeltsin entre sus aliados, Gorbachov viajó a su dacha en Crimea para descansar. Los conspiradores aprovecharon para ponerlo bajo arresto domiciliario e informar a la gente que lo habían depuesto. Una junta de nueve personas se hizo con el poder, dirigida por Valentín Pávlov, primer ministro, Dimitri Yázov, ministro de Defensa, y el jefe del KGB, Vladímir Kriuchkov.

El grupo actuó presa del pánico, basándose en la información de la ilegal Desirée y de la impía alianza entre Yeltsin y Gorbachov, antiguos enemigos.

El golpe demostró claramente quién pertenecía al lado opositor y quería preservar la antigua Unión Soviética. Algo que a Desirée le vino muy bien.

Mientras que Yuri estaba ocupado con los golpistas, Agneta retomó el contacto con Burbulis. Le desveló que la grabación con Gorbachov era falsa y con esa baza Burbulis accedió a persuadir a Yeltsin para que reaccionara.

Y el vengativo Yeltsin vio enseguida las oportunidades que se le presentaban. También los riesgos, pero hizo caso omiso de ellos.

Al salir a la calle durante el golpe, subirse a un tanque e instar a los soldados a que dejaran las armas, Yeltsin se convirtió en un hombre del pueblo. Una vez tuvo a los militares de su lado y luego pudo demostrar que la grabación de Gorbachov era falsa, consiguió que los golpistas dieran marcha atrás. Y así tenía ya media batalla ganada.

Con el arresto de Gorbachov, Bush, el presidente de Estados Unidos, no tuvo más remedio que apoyar a Yeltsin para evitar un regreso a la Guerra Fría. Para no arriesgarse a, según dijo, «el caos yugoslavo» en una superpotencia con armas nucleares.

Yuri también fue muy rápido en cambiar de bando y le mostró a Yeltsin todo su apoyo, pero se dio cuenta de que Desirée lo había engañado y pronto le quedó claro a todo el mundo que el golpe había fracasado.

Gorbachov, al que habían liberado y le habían cortado las alas, era incapaz de plantarle cara a Yeltsin, el nuevo hombre en el poder.

Como la información de Desirée había sido hasta el momento provechosa, Burbulis le aconsejó a Yeltsin que siguiera escuchándola. Y como Agneta sabía gracias a Yuri que Ucrania y Bielorrusia querían independizarse, propuso un encuentro secreto con los presidentes de los dos países, Leonid Kravchuk y Stanislav Shushkiévich, y Yeltsin, de modo que después solo tendrían que presentarle a Gorbachov y a la Unión Soviética un hecho consumado.

Los tres se reunieron en absoluto secreto en una cabaña de caza en el parque nacional Belovézhskaya Pushcha, en Bielorrusia, donde firmaron un documento que proclamaba la disolución de la Unión Soviética y su sustitución por la Comunidad de Estados Independientes. Gorbachov declaró que aquello era un golpe de Estado ilegal, pero no pudo detenerlo y al cabo de unas semanas dimitió.

Yuri estaba furioso por la caída de la Unión Soviética y consideraba a Agneta responsable. Pero como nuevo partidario de Yeltsin, no podía hacer nada. Ni siquiera protestó cuando Yeltsin creó la medalla al Héroe de la Federación de Rusia como el mayor reconocimiento del país y se la concedió a Desirée en agradecimiento por su ayuda.

Había aplastado al partido que había matado a su padre, el país que le había destrozado la vida ya no existía. El mal había sido derrotado.

Era como de cuento. Una niña sola había derrotado al monstruo.

Después de la victoria, Agneta se había asignado una nueva misión. Una para toda la vida y que asumió con la mayor de las entregas. Pero cuando el teléfono sonó aquel lunes, vio peligrar todo.

Su última batalla sería asegurarle el futuro a los que más quería.

Y ya había llegado la hora.

Estaba lista.

Tenía delante pastillas de todos los colores del arcoíris. Quizá fueran las últimas. La warfarina anticoagulante de color azul, el lercanidipino de color amarillo para la tensión, el betabloqueante atenolol y la atorvastatina para el corazón. Si sucumbía, que al menos no fuera su propio cuerpo el que la aniquilara.

Se las tragó todas con un vaso de agua y luego se dirigió a la puerta. Se detuvo a pensar qué pasaría con CM si ella no regresaba.

Buscó rápidamente papel y bolígrafo y escribió «Ayuda». Lo pegó en la puerta de entrada, que dejó abierta. Para cuando el repartidor de periódicos, el basurero o un testigo de Jehová viera aquello, los acontecimientos de la noche ya habrían terminado.

Agneta se sorprendió de lo blanda que se había vuelto. ¿Sería la edad?

Se dirigió a su casa. Si es que alguna vez fue realmente suya.

Allí estaba.

Lotta.

Tal y como Agneta se temía. La lealtad de su hija superaba incluso la suya.

Lotta levantó la vista, pero no parecía sorprendida.

—Mamá —fue todo lo que dijo.

—Tienes que irte —dijo Agneta.

—¿Dónde has estado? —preguntó Lotta.

Hizo un gesto en dirección a la casa del vecino.

—¿En casa de CM? —dijo Lotta—. ¿Todo el tiempo?

—Unos días.

Miró a su alrededor. No contaba con mucho tiempo.

—Tienes que marcharte —ordenó Agneta—. Piensa en los niños.

—Necesito saber una cosa.

—¿Qué?

—¿Quién le disparó a papá?

—Yo.

—¿Por qué?

—Para protegeros a ti y a tu hermana. Y a vuestros hijos.

—¿De qué?

—De esto. De Geiger.

—¿Qué quieres decir?

—Deja que papá sea Geiger.

—¿Qué sabes de Geiger? ¿Y cómo lo sabes?

—Siempre lo he sabido. Mi misión era vigilarte. La Stasi nunca llegó a darse cuenta de que Ober mentía sobre a quién había reclutado, pero nosotros sí lo sabíamos. Lo permitimos mientras obtuvieras resultados.

—¿«Nosotros»? ¿Eres del KGB?

Lotta se resistía a lo que todo eso significaba para su visión del mundo, pero en el fondo sabía que era cierto.

—Ya no. Ahora solo soy abuela. Y quiero que tú seas una madre y nada más. Vete de aquí. Ahora. Antes de que sea demasiado tarde.

—¿Sabes por qué estoy aquí?

—Sí. Sé con quién vas a reunirte. Y sé por qué. Pero si sigues con esto, no hay vuelta atrás.

—Esa es la intención. Ayúdame. Si también estás comprometida con la causa, debes de creer en las mismas cosas que yo.

—Siempre he tenido mis propias convicciones.

—Tenemos la oportunidad de arreglar las cosas. De corregir el curso de la historia. —Como Agneta no contestaba, Lotta prosiguió—: Mira cómo está el mundo. Las grietas, las injusticias. El dinero lo mueve todo. Hombres perversos que se autoproclaman dictadores en Hungría, Turquía, Polonia, Estados Unidos. Podemos detenerlo. Crear un nuevo mundo. Demoler las ruinas y expulsar a los depredadores, hacerle sitio a algo fantástico que ocupe su lugar.

 

 

SARA SE BAJÓ del taxi a unas cuantas casas de distancia de la de los Broman, entró a hurtadillas en la parcela más cercana y avanzó atajando por los jardines. Pronto apareció la casa blanca delante de ella. La noche estival era clara, con lo que la oscuridad no la protegería mucho, así que esperaba que nadie la viera justo cuando estaba pasando.

Llegó a la parte trasera de la casa de los Broman, recorrió la fachada y el jardín con la mirada.

Vacía.

Se aproximó sigilosamente a la casa describiendo un amplio círculo. Cuando se acercaba a la parte delantera, vio a Lotta con una mujer mayor de pelo cano y muy corto.

Continuó observándolas, y al cabo de un minuto se dio cuenta de que estaba mirando a Agneta. Con el pelo corto, sin maquillaje y un lenguaje corporal totalmente distinto.

Pero era ella.

Le llevó un rato asimilarlo.

Agneta, viva.

Y junto a Lotta.

Dos de sus ídolos de la infancia que ahora se desvelaban como espías para países extranjeros.

Sara esperó, sin saber qué hacer, pero se dio cuenta de que no podía dejar que se escaparan. Tenía que retenerlas de alguna forma. Salió de la penumbra y fue directa hacia las dos mujeres.

—Agneta —fue lo primero que dijo.

No sabía qué tipo de reacción esperaba, pero cuando las dos mujeres se dieron la vuelta, no parecían nada sorprendidas. Agneta tenía la cara totalmente inexpresiva, y a Lotta se la veía sobre todo irritada.

—Sara, querida —dijo Agneta—. No puedes estar aquí.

Sara se alegró de que estuviera viva, se dio cuenta en ese momento. Agneta había sido de alguna forma una figura materna para ella. Pero también creía lo que Breuer y Kozlov le habían contado. De modo que le resultaba difícil saber cómo actuar.

Así que se dirigió a Lotta.

—Lo sé. Lo sé todo.

Por primera vez en su vida estaba en una posición ventajosa con respecto a su antigua amiga.

Lotta miró a Sara sin decir nada.

—Tú eres Geiger —prosiguió—. Todas las chicas que violaron en el cuarto de invitados, todas las grabaciones para chantajear. Te aprovechabas de las niñas de las que abusaba Stellan para presionar a la gente. Tú lo organizabas todo. Y Joachim fue el que te enseñó.

—Sí —respondió Lotta, que no parecía sorprendida en absoluto—. Él empezó y yo me hice cargo después.

—Sara, vete de aquí —dijo Agneta—. No sabes nada de cómo funciona esto.

—Stay put —dijo Sara mirándola a los ojos—. El equivalente soviético. Sigue activo. Pero no sé si estás tratando de detenerlo o de llevarlo a cabo. Eres una ilegal.

—No, ya no. Desde que cayó el Muro. Ahora solo soy una abuela.

—¿Qué quieres decir?

—Sara, voy a terminar con todo esto. Voy a enterrar el secreto de mi hija. Sus hijos no tienen que ver cómo les destrozan la vida por las decisiones que han tomado otros, como Lotta y yo.

Sara intentó decidir si Agneta decía la verdad. ¿Había abandonado sus antiguas convicciones? Pero ¿por qué había ejecutado a cuatro personas?

—Mis nietos no van a tener que crecer y enterarse de que son hijos de una espía —dijo Agneta.

—¿Por eso le disparaste a Stellan? ¿Para que todo el mundo pensara que él era Geiger?

—Sí. Y por todas las cosas horribles que hizo. Me prohibieron que interviniera. Y aunque no pudiera deshacer todos los horrores que cometió, al menos sí que podía vengar a las chicas con aquel disparo.

Sara apenas la reconocía. La Agneta dócil y complaciente de su infancia había desaparecido. La mujer que tenía delante era otra persona.

Desirée.

—Si no hubieran activado la red, no habría necesitado hacer limpieza, pero ahora me he visto obligada —prosiguió Agneta—. Cuando pasó lo peor que podía pasar y se produjo la llamada, no dudé ni un segundo. Lo único que me importa son mis nietos. El resto de cosas son insignificantes. Y me temo que te has interpuesto en mi camino, querida Sara.

Sin que Sara se hubiera percatado, Agneta había sacado una pistola con la que le apuntaba.

Se llevó la mano a la funda instintivamente, pero recordó que no la llevaba. Tampoco la pistola, puesto que ahora formaba parte de una investigación de intento de asesinato contra ella misma.

Sara miró a Agneta y a Lotta.

—¿Sabéis de verdad lo que estáis haciendo?

—No deberías haber venido —dijo Agneta.

—¿Entendéis lo que va a pasar? ¿Sabéis cuántas personas van a morir?

—Nunca has sido capaz de ver las cosas con más perspectiva —dijo Lotta.

—Han pasado treinta años desde que cayó el Muro. Tienes una vida diferente. Tienes hijos.

—Y en ellos es en quienes pienso. No tendrán que crecer bajo la tiranía del comercialismo. No se puede salvar un edificio podrido. A veces hay que derribar las cosas para poder construir otras mejores.

—Somos hermanas.

Qué raro le parecía pronunciar aquellas palabras.

Sara miró a Agneta.

—Tú debías de saberlo. Verías a mi madre con la barriga cada vez más grande y seguro que te diste cuenta de quién era el padre. ¿Dijiste algo? ¿Hiciste algo?

Sin respuesta.

—¡Mi madre tenía dieciséis años!

—Hay quien acabó mucho peor durante esa época —contestó Agneta.

—No puedes hacer esto. Eres como mi segunda madre. No puedes dispararme —dijo Sara implorante.

—Fui capaz de dispararle a mi marido —respondió Agneta sin emoción en la voz—. Hay valores más importantes.

Sara miró a Lotta.

—¡Lotta, tenemos el mismo padre!

—¿Por qué crees que siempre te he detestado? —respondió ella con asco.

Aquello le sentó como una patada en el estómago y Sara supo automáticamente que era cierto. Se volvió hacia Agneta.

—¡No puedes permitir que detone las bombas!

—Ya veremos. Pero me temo que de todas formas tú tienes que desaparecer.

Agneta se acercó más y alzó la mano de modo que el cañón de la pistola le apuntara directamente a la frente. Solo necesitó una fracción de segundo para darse cuenta de que iba en serio. Pero le pareció una eternidad.

Y después una oleada de imágenes le vino a la cabeza.

Ebba. Olle. Martin. Sus colegas. Anna. Jane.

Nunca volvería a verlos.

¿Llegarían a saber lo que había ocurrido?

¿Qué harían con su cadáver? ¿Dejaría Agneta a Sara tirada delante de la casa hasta que alguien la encontrara o simplemente haría desaparecer el cadáver?

¿Cómo reaccionaría Martin cuando se enterara de que Sara había buscado a su verdugo y que así había privado a sus hijos de tener una madre? ¿O quizá nunca descubriera lo que le había pasado?

Como a cámara lenta, a Sara le pareció ver que Agneta rodeaba el gatillo con el dedo. No se vislumbraba una sombra de duda en su mirada. Sara no era más que un obstáculo en el camino. Un detalle técnico.

¿Así iba a terminar todo?

Unos pasos rápidos, no oyó otra cosa. Después Agneta se desplomó en el suelo con un grito.

Strauss se puso de pie sorprendentemente rápido y se hizo con el arma. Solo le había hecho un placaje, con una rapidez asombrosa teniendo en cuenta su peso corporal. Y ahora le apuntaba con la pistola mientras Breuer aparecía entre las sombras. Con un chaleco antibalas, una Glock en la mano y un Heckler & Koch MP5 al hombro.

Sara le dio las gracias a su Dios inexistente por haber llamado a los alemanes. Breuer miró primero a Agneta, después a Sara y luego a Lotta.

—Los códigos —fue todo lo que dijo.

Lotta la miró inexpresiva, después se giró y se acercó al principio del jardín. Con ayuda de una palanca que había apoyada en un manzano le dio la vuelta a la primera de las baldosas que conducían al cobertizo.

En el reverso se veía algo grabado en la piedra. «F473B12.»

—Hay un código debajo de cada piedra —dijo Lotta.

Breuer asintió, levantó la pistola y le disparó a Strauss en la nuca. Se derrumbó en el suelo con un golpe sordo, como un bisonte abatido.

Por un instante el mundo se detuvo y Sara trató de comprender lo que había pasado.

Breuer le había disparado a Strauss.

Lotta no parecía nada sorprendida.

Solo había una explicación.

Una explicación imposible que, al mismo tiempo, era la única posible.

—Abu Rasil —fue todo lo que pudo decir Sara.

Breuer sonrió.

—En un mundo dominado por los hombres, el mejor disfraz es ser mujer. Siempre he dicho que sé exactamente cómo piensa Abu Rasil.

—Entonces mi misión va a terminar pronto —dijo Agneta poniéndose de pie. Breuer la miró. Le llevó un momento reconocer a la Agneta transformada.

—Agneta Broman —dijo antes de pararse a buscar entre los recuerdos—. ¿Desirée?

Agneta asintió.

—Nos hemos visto antes —dijo Breuer.

—Un par de veces —respondió Agneta—. Y aunque tengan treinta años, mis instrucciones son que debo ayudarte.

—Bien, mamá —dijo Lotta—. Estamos muy cerca.

Breuer se volvió hacia Sara.

—Bueno, Sara la testaruda. Si no hubieras llamado, podría haber venido sin Strauss. Llevas su vida sobre tu conciencia.

Breuer alzó el arma para dispararle.

—Espera —dijo Agneta haciendo un gesto hacia la casa de los vecinos, donde se había encendido una luz en una de las ventanas—. No dispares ahora.

Breuer bajó el arma. Sara no estaba segura, ¿estaba Agneta intentando ayudarle o estaba siendo cautelosa de verdad?

—Tenemos que enviar los códigos —dijo Lotta.

Genau.

Breuer miró de reojo la luz encendida en la ventana de los vecinos, mantuvo el arma apuntando a Sara y con la otra mano sacó el móvil, le hizo una foto al primer código y envió la imagen.

Le costaba creerlo, después de tantos años.

Los códigos estaban bajo sus pies.

Su plan de pensiones.

Su casa en las Antillas.

Pero, sobre todo, su venganza contra todos los que alguna vez habían aplastado sus sueños de construir un mundo mejor, los poderes victoriosos que habían escupido en su compromiso y la habían humillado a ella y a todos sus camaradas de lucha.

Ahora se alegraba de no haberse rendido nunca y de haber continuado como freelance, o como quisieran llamarlo.

Todos los años de espera habían dado sus frutos.

Agradeció que hubiera más como ella. No solo Geiger, sino también Desirée, aunque no hubiera contado con su ayuda.

Nunca le habían dado acceso a los códigos, puesto que su pagador no quería arriesgarse a que los anotara o se los aprendiera de memoria.

Por eso los habían guardado en Suecia, en un barrio residencial de gente adinerada. Una copia analógica en el entorno más seguro posible. Con dos perros guardianes, Geiger y Desirée. Y había tenido que esperar paciente a la señal de su pagador de que estaban listos para la entrega antes de ponerse en contacto con Geiger. Tuvo que fingir que perseguía a Abu Rasil en Estocolmo para estar preparada, lo que le había vuelto a proporcionar una coartada perfecta. La adversaria más tenaz de Abu Rail, siempre pisándole los talones, pero derrotada una vez más por el legendario terrorista.

Lotta le dio la vuelta a la siguiente. «HX329K1.»

Grabado en la piedra. Breuer no se lo habría podido imaginar.

Sacó otra foto y la mandó.

Doce baldosas, doce códigos, doce pasos hacia el infierno.

—Joa y yo éramos los únicos que lo sabíamos —dijo Lotta.

Orgullosa.

La identidad real de Breuer había dejado a Sara conmocionada, pero ya había vuelto en sí.

Y se había dado cuenta de que no podía quedarse allí mirando. Viendo el principio del fin del mundo.

Cuando Breuer se agachó para sacarle una foto a la tercera baldosa, vio una oportunidad. Pensó en las dos armas de la alemana mientras salía corriendo, pero solo necesitaba escapar.

Pedir ayuda, encontrar algo con lo que defenderse.

Corrió más rápido que nunca.

Alejándose de Breuer y las Broman.

Hacia la calle.

A pesar de que le dolía el cuerpo de la paliza que había recibido. Obvió el dolor.

Pero no le dio tiempo a avanzar muchos pasos antes de oír el sonido de un tiro que alcanzó un árbol, a apenas unos centímetros de ella.

Breuer le habría disparado en cuanto pudo y no le habría dado tiempo a apuntar bien. La próxima vez seguro que no fallaba.

Y no tardaría mucho.

Su única opción era el cobertizo.

Sara abrió la puerta de un tirón, se metió y giró la llave que había por dentro. Y en ese preciso instante se oyó otro tiro y una bala perforó la puerta e impactó en la pared del fondo.

Breuer se acercó y tocó la puerta.

Cerrada.

El cobertizo era robusto. No tenía tiempo de ponerse a forzar la puerta. Debía enviar los códigos. Cuando informó de que se reuniría con Geiger puso todo en marcha, y ahora no tenía tiempo que perder. Había demasiado en juego como para arriesgarse.

Con su manejable pero letal MP5 disparó contra el cobertizo describiendo una cruz, para dejarle a Sara el menor espacio posible para esconderse. Daba igual que la oyeran. Podía sacar su placa policial si aparecía alguien.

Vació el primer cargador, puso rápidamente el segundo y continuó.

Un ángel de la muerte de color blanco.

Dentro del cobertizo, Sara se echó al suelo, levantó la vieja carretilla y se acurrucó tras ella.

El fuego automático no cesaba. Unas balas alcanzaron la carretilla y le hicieron unas abolladuras considerables. A pesar de que las balas ya habían atravesado la gruesa pared de madera.

El metal no aguantaría mucho más, y Sara buscó con la mirada algo con lo que protegerse.

Pero la interrumpió un fragor aterciopelado. Una de las balas había impactado en el bidón de gasolina que había dejado allí antes. Por suerte no estaba lleno, de lo contrario habría explotado.

El bidón empezó a arder y un olor infernal a gasolina y humo se extendió por el cobertizo. La pared frontal se incendió como con un ladrido. Y las laterales. Y la posterior.

Las paredes que Sara había rociado con gasolina.

Estaba atrapada en una trampa de fuego que ella misma había tendido.

El calor era ya muy intenso, como cuando abres la puerta del horno con la cara justo encima de la abertura. Un dolor punzante que hacía que te apartaras instintivamente.

Pero no tenía dónde apartarse.

Los disparos habían cesado y Sara corrió hacia la pared donde estaban colgadas las herramientas. También estaba sumida en llamas, pero con ayuda de un rastrillo logró sacar un hacha de su sitio.

No podía salir por la puerta. Allí la esperaba Breuer.

Empezó a darle hachazos a la pared por donde menos se había extendido el fuego.

Pero las tablas eran robustas y las paredes, gruesas. Stellan quería que mantuvieran el calor incluso en invierno.

Probó con el suelo, pero se encontró con lo mismo. Tablones gruesos, resistentes a los que apenas conseguía hacerle una mella.

Ya no podía respirar. Le rezó a Dios, al diablo, a Buda, a Alá y a todos los fantasmas de Anna para que la salvaran. Se agachó y se cubrió la cabeza con los brazos para protegerse del calor. Presa del pánico se echaba a un lado y al otro, pero el calor era igual en todas partes. Igual de infernal.

Gritó de dolor y de miedo.

La muerte la rodeaba y pronto la derrotaría. La aniquilaría. No tenía dónde huir.

Le ardían los pulmones, el calor le quemaba la piel como si la estuvieran despellejando. El hedor acre a pelo quemado se mezclaba con los vapores de la gasolina y el humo.

No le quedaba esperanza.

Se perdería la graduación de Olle. Nunca daría un discurso en la boda de Ebba. Nunca conocería a sus nietos.

Se arrodilló y miró a su alrededor una última vez.

Puerta, techo, suelo, paredes.

Ventana.

La ventana que habían tapado.

Sara se levantó, volvió a por el hacha y se lanzó contra la pared del fondo. Rugió de dolor al adentrarse en las llamas y clavar la herramienta en los tablones de aglomerado que habían fijado encima de la ventana trasera.

Y los tablones cedieron a la primera.

Arrancó los pedazos resquebrajados, partió el cristal con el hacha y saltó por la abertura mientras gritaba. Un grito primitivo, desesperado.

El arbusto que había tras el cobertizo no amortiguó demasiado la caída. Aterrizó con fuerza contra el suelo, se golpeó el hombro de tal forma que se le quedó dormido el brazo y se puso a rodar aterrorizada para apagar el fuego que le ardía en la ropa.

Se llenó los pulmones de aire fresco.

De aquella brisa estival que le insuflaba vida.

Desde la parte delantera, Breuer oyó que los gritos de Sara se apagaban a medida que las llamas se tragaban el cobertizo. Se volvió hacia Lotta.

—Los códigos. ¿Cuál es el siguiente?

—Piensa en Leo y Sixten —dijo Agneta en voz baja para que Breuer no la oyera—. Eres su madre.

Lotta se detuvo. Parecía que, más que pensar en sus hijos, estaba haciendo un cálculo matemático.

Las llamas del cobertizo iluminaban la escena con un resplandor vacilante, amarillo cálido, que bailaba sobre el césped y los arbustos.

Agneta miró a su hija. La madre de Leo y Sixten.

Que anteponía una lucha que llevaba mucho tiempo muerta a sus hijos y a los de su hermana. Una venganza descomunal y tardía por la caída de un imperio perverso, en lugar de un futuro inmaculado para sus hijos. Para los nietos de Agneta.

—¡Los códigos! —gritó Breuer, y Lotta volvió a levantar la palanca.

Las súplicas de Agneta no habían surtido efecto.

En algún lugar había alguien metiendo los códigos en un sistema de lanzamiento que pronto se cobraría la vida de decenas de miles de europeos y, a largo plazo, la de cientos de miles.

Hundir toda la Unión Europea.

Para cambiar para siempre el equilibrio de poder en el mundo.

Asegurar la victoria de las fuerzas represivas.

El mismo tipo de sistema que a Lidiya le había arrebatado a su padre, le iba a arrebatar a Agneta sus nietos.

¿Todo lo que había hecho había sido en balde? Tantos años en estado de alerta. Todos los preparativos y todo el trabajo cuando llegó la llamada. Todas las muertes posteriores. ¿Sería para nada?

¿Estaba realmente dispuesta a permitirle a Breuer que consiguiera tener a Lotta de su lado? ¿Si el precio era la familia de Agneta y la infancia de sus nietos?

No.

Le había hecho creer a Breuer que seguía siendo fiel a su misión. Tenía que aprovecharlo y no le quedaba tiempo.

Todo lo sigilosamente que pudo, sacó su Cold Steel y lo mantuvo oculto tras el muslo mientras se acercaba a Breuer.

Al tiempo que la mujer de pelo blanco se volvía hacia ella, Agneta dirigió la punta del cuchillo al diafragma y la apuñaló. La idea era clavárselo profundamente y después desgarrar todo cuanto pudiera, pero Breuer reaccionó rápido a pesar de su edad y se escapó.

—¡No! —gritó Lotta cuando vio lo que estaba ocurriendo.

El cuchillo se hundió en el costado de la alemana, pero no consiguió neutralizarla.

Al llevarse la mano automáticamente a la herida, soltó el arma. Miró a su alrededor y salió corriendo hacia la casa blanca. Agneta recuperó el MP5 y la siguió. Lotta se quedó perpleja unos instantes junto a las baldosas, pero enseguida fue tras ellas.

—¡Mamá! —gritó, suplicando y reprochando a un tiempo.

Breuer rodeó la esquina de la casa y Agneta alzó el arma pensando que la alemana sería una presa fácil en aquel tramo del lateral.

Pero Breuer se había detenido en seco, se había pegado a la pared y había sacado la pistola. Cuando Agneta dobló la esquina, Breuer le dio dos tiros rápidos en el pecho y uno en la cabeza.

Cayó al suelo justo cuando Lotta las alcanzó. Sin articular palabra, la hija presenció la agonía de su madre.

Agneta se palpó el bolsillo en busca del objeto que había traído consigo, el arma secreta que le ayudaría a ganar la batalla.

Al ver que se movía, Breuer volvió a levantar el arma.

Con un último esfuerzo, Agneta sacó lo que había llevado encima desde que se produjo la llamada a Geiger, y se vio obligada a convertirse otra vez en Desirée.

Breuer estaba a punto de apretar el gatillo, pero se detuvo cuando vio lo que Agneta tenía en la mano.

Un muñeco amarillo de trapo en forma de plátano con la boca roja.

Agneta cerró los ojos y el muñeco se le cayó de la mano.

Cuando Breuer confirmó que su adversaria estaba fuera de juego, se dirigió a Lotta.

—Los códigos.

Lotta se quedó inmóvil, mirando a Agneta y a Breuer, como si tratara de procesar el desarrollo de los acontecimientos. Pero entonces comenzó a moverse hacia el sendero que conducía al jardín. Tras unos pasos, Breuer la detuvo con un gesto y se llevó un dedo a los labios para que guardara silencio.

Escucharon atentas.

Y oyeron un ruido que provenía del jardín.

Pasos rápidos en dirección al agua.

Breuer se dirigió enseguida hacia el ruido.

A Lotta le llevó un instante tomar la misma decisión.

Sara estaba saliendo hacia el muelle cuando oyó pasos a su espalda. Corrió tan rápido como pudo hasta el borde y lanzó la pesada baldosa.

El ruido que hizo la losa al caer al agua sonó como un disparo. Esperaba poder tirarla sin que Breuer y Lotta se dieran cuenta. Para que despareciera sin dejar rastro.

Al menos había conseguido mover otra de las baldosas, así que ahora Breuer no podría saber en qué orden estaban las últimas, aunque a Sara solo le hubiera dado tiempo a hundir una de ellas.

Breuer levantó la mano mientras corría. Como si la estuviera señalando, y Sara se desplomó antes de que le diera tiempo a registrar el disparo amortiguado. No sintió dolor cuando la bala le penetró el cuerpo.

Se dio la vuelta y cayó de espaldas, y vio a Breuer avanzando por el muelle aún con la pistola en alto.

La bala le había impactado en el hombro.

Era un buen tiro para haberlo hecho desde tanta distancia mientras corría. Todavía no le había empezado a doler, pero la herida la había paralizado entera.

Sara estaba tendida en el muelle, irritada porque no podía pensar con claridad. Cerró los ojos y al volver a abrirlos vio a Breuer allí mismo. Inclinada sobre ella.

—Ha tirado una al agua —le dijo a Lotta, que apareció tras la alemana.

—Voy a recuperarla —respondió Lotta antes de saltar al agua.

El sonido del chapoteo cuando saltó le recordó a Sara al lanzamiento de bocatas de su infancia. Qué suerte que le hubiera podido pedir perdón a Jane, pensó. Pero qué lástima que no pudieran hablar más sobre la vida que habían compartido. Pronto terminaría todo. Si no se le ocurría algo rápido.

Lotta se pasó un buen rato buscando en el agua, se fue sumergiendo en varios puntos e iba avanzando a tientas. Luego tuvo que hacer un esfuerzo para que no se le escapara la pesada baldosa y conseguir subirla al muelle.

—¿En qué orden iba?

—Ni idea —respondió Lotta, y Breuer miró a Sara.

—¿Cuál es el orden?

Al ver que Sara no respondía, Breuer le disparó justo al lado. Con la detonación le pitaron los oídos.

Sabía que iba a morir si permanecía en el muelle. Y solo podía escapar en una dirección.

Señaló la baldosa, como si fuera a decir algo. Eso hizo que Breuer mirara en aquella dirección por puro reflejo.

Sara rodó por el borde hacia el agua a toda velocidad.

El agua oscura y cálida.

Era la primera vez que se bañaba en el muelle, le dio tiempo a pensar mientras se hundía hacia el fondo. Desde arriba, Breuer vació el cargador entero en el agua apuntando a las burbujas.

Cuando se le terminaron las balas y dejaron de subir burbujas a la superficie, se volvió hacia Lotta.

—¿Estás segura de que no te sabes el orden?

Lotta asintió y Breuer se paró a pensar.

El tiempo era limitado y no había contado con ese obstáculo. Pero si no enviaba nada entonces la derrota se materializaría.

Sacó el móvil y le hizo una foto a la baldosa que habían recuperado. Después volvió al camino del cobertizo con Lotta detrás. Fotografió el resto de baldosas por turnos y mandó las imágenes.

El fin estaba cada vez más cerca.

La venganza.

El castigo.

Al final solo quedaban las dos baldosas que Sara había cambiado de sitio.

Cincuenta por ciento de probabilidad.

Eligió una al azar y comenzó a escribir el código en el recuadro del mensaje.

Tras ella, el fuego que se acercaba a la casa a través de los árboles y los arbustos formaba un dramático telón de fondo.

El cobertizo estaba sumido en llamas y pronto quedaría carbonizado. El fuego tenía un nuevo objetivo. Tenía que estar en continuo movimiento.

Las llamas lamían la fachada de la casa blanca y desde la distancia se oía el sonido de sirenas. Pronto terminaría todo.

—Ya vienen —dijo Breuer.

Lotta miró hacia el lugar del que provenía el sonido y, cuando se volvió, Breuer le estaba apuntando con la pistola.

—Te puedo ayudar —dijo Lotta con pánico en la voz—. Voy a formar parte del gobierno.

—No necesito ayuda —respondió la alemana—. Estoy jubilada.

—Pero ¿no es este el comienzo? —dijo Lotta—. ¡Vamos a reconstruir el mundo!

—No —dijo Breuer—. Esto no es el comienzo, es el final. No es nada personal.

Después sonrió y apretó el gatillo.

En ese instante, el brazo de Breuer se elevó en el aire y la bala salió disparada hacia el cielo.

Y al mismo tiempo le estalló la cabeza.

El líquido de color rojo oscuro salpicó a varios metros en todas direcciones. El césped, las baldosas, Lotta.

Y cuando el cuerpo de Breuer cayó al suelo, Sara apareció detrás.

Sin aliento y empapada después del baño, y con un rifle Fabbri carísimo en las manos.

Uno que el mismísimo rey Carlos Gustavo había empuñado.

—Me he pasado por casa de CM —dijo.

Y la intermitente luz blanca y azul de media docena de vehículos de emergencia iluminó la parcela y a las viejas amigas de la infancia.