5

 

 

 

 

 

LA ENTRADA DE la majestuosa casa de color blanco estaba sitiada por coches de policía; habían cortado la calle con cinta azul y blanca, y los policías iban y venían. Los vecinos y los curiosos miraban desde los bordes de la propiedad y desde la acera. Intentaban tirarle de la lengua a los policías que pasaban sin parecer muy fisgones. Aún no había aparecido ningún periodista, pero no tardarían.

Sara aparcó en un sitio un poco alejado y se acercó andando a la casa. Ya desde la distancia sentía como si hubiera retrocedido en el tiempo y por poco tuvo que detenerse a comprobar que no volvía a ser una niña.

Enseñó la placa y pasó por encima del cordón policial.

—¡Sara! —gritó alguien a su espalda, y esta se giró. Un hombre de cabello blanco que llevaba un mono de trabajo y unos guantes la miraba.

—Soy yo. Joachim.

Dios santo. Jocke. El jardinero.

—¿Qué es lo que ha pasado? —preguntó con voz preocupada. Sara se fijó en que la gente a su alrededor aguzaba el oído con curiosidad. En balde.

—No puedo contar nada —dijo ella.

—Pero si soy de la familia.

—Lo sé. Pero ni por esas. Lo siento.

Sara prosiguió hacia la casa. Jocke había surgido como un fantasma del pasado. Mucho mayor, aunque igual que siempre. Y pensar que seguía trabajando en casa de los Broman.

De camino a la puerta de entrada, echó un vistazo al jardín y dirigió sus pasos hacia allí. Quizá fuera la cercanía con el pasado la que la llevó a hacerlo.

También sentía que aún estaba repleta de adrenalina después del arresto y pensó que probablemente debería calmarse antes de la conversación con Malin y Lotta, sus amigas de la infancia, sobre la muerte de su padre. Pero aquello era más bien una excusa.

Siempre recordaría el jardín de los Broman como un emblema del paraíso perdido, un símbolo de los inocentes juegos de la infancia. Tal vez sería mejor que primero se diera una vuelta, que tratara de recuperar un poco de alegría después de toda la basura a la que se tenía que enfrentar en el trabajo. Tal vez eso fuera lo que necesitaba justo en ese momento. Bueno, si es que lograba obviar el motivo por el que se encontraba allí, claro.

El jardín que daba al agua era tan maravilloso como recordaba. Pasó por delante de la casita de invitados y salió al muelle. Llevaba sin estar allí desde que era pequeña. Se imaginó a tres niñas sentadas y riéndose mientras lanzaban bocatas de queso al agua en lugar de piedras. Felices y sin preocupaciones. Lotta, la morena; Malin, la rubia, y Sara, la pelirroja.

Se complementaban entre sí. Formaban una unidad.

Puede que allí fuera donde oyeron por primera vez la expresión sueca para hacer la rana con piedras sobre el agua, «lanzar bocatas», y les pareció muy divertido, sobre todo si usaban bocadillos de queso de verdad en lugar de piedras. Aquel día fue soleado, igual que hoy. Pero infinitamente lejano. Como de otro mundo.

«¿En qué quedó todo aquello? —pensó Sara—. ¿Por qué las cosas no siguieron siendo así?»

El muelle donde se pasaban los días enteros durante los cálidos meses de verano.

¿Llegaron a bañarse alguna vez?

Sara no lo recordaba bien, pero seguro que sí. Claro, podía evocar los bañadores y la fragancia del protector solar. Nunca había soportado ese olor. ¿Por qué? ¿Quizá porque se pasaban allí los veranos enteros untadas en protector, pero sin bañarse?

Ya no estaba tan segura, probablemente porque recordó el motivo de su visita. Se dio la vuelta y subió hacia la casa.

Amplia, blanca y elegante. Ya era cara cuando los Broman la compraron, y seguro que ahora costaba una fortuna.

Se sentía rara al no llamar a la puerta y esperar a que Agneta abriera, o a que las hermanas salieran a trompicones y se colgaran del picaporte mientras escudriñaban a la compañera de juego que habían convocado. Cuando se encontraba en los escalones de la entrada siempre sentía que estaba pasando un examen de ingreso. Después, todo volvía a la normalidad.

Pero Sara no llamó a la puerta. La abrió y entró en la casa.

Miró a su alrededor.

No había cambiado nada.

Era casi literalmente como adentrarse en el pasado.

El vestíbulo estaba igual, con el mismo estante para los sombreros, el mismo taburete y la misma mesita de teléfono. Las mismas fotos de Stellan con famosos y políticos en las paredes. Todo lo que había visto hasta ahora del interior de la casa era idéntico a hacía treinta años. Todo se encontraba en el mismo lugar, incluso el olor era el mismo.

¿Se podía detener el tiempo?

Sara recordaba con claridad cómo era atravesar el umbral de aquella vivienda, que Agneta siempre acudía a su encuentro, aunque una de las hijas ya hubiera abierto. Era bastante más hospitalaria con los invitados que el resto de la familia.

En el salón, los técnicos criminalistas estaban ocupados con la víctima. El sillón miraba hacia la dirección contraria, pero Sara reparó en un brazo que colgaba sin vida a un lado. No quería ver más. Ahora no. Así que le preguntó a uno de los técnicos dónde se encontraba Anna y le respondieron con un gesto que señaló hacia la cocina.

Cuando Sara se estaba acercando, oyó la voz aguda de Malin:

—¡Tenéis que encontrarla!

—Estamos en ello —respondió Anna con un rastro de resignación en la voz.

Malin estaba conmocionada y se quedó muy sorprendida cuando Sara entró en la cocina. En cuanto vio a su amiga de la infancia se levantó y se acercó corriendo a ella mientras hacía un gesto con las manos, como para que se marchara.

—Sara, no debes estar aquí —dijo negando con la cabeza—. Ha ocurrido algo espantoso.

—Tranquila. Soy policía —respondió mientras le enseñaba la placa.

Malin se detuvo.

—Ah, claro, es verdad. Perdona, es que… ¿Estás aquí de servicio?

Parecía asustada, como si el hecho de que Sara se encontrara allí como policía y no como una amistad de la infancia volviera aún más desagradable aquella situación de pesadilla.

—No hacía falta que vinieras —dijo Anna.

Sara la miró. Bajita, en forma y de movimientos rápidos. Imponía respeto a pesar de su reducido tamaño. Tenía una voluminosa melena negra, los ojos castaños y la piel oscura. Irradiaba determinación. Discrepaban a menudo, pero hasta ahora ninguna de las dos había interferido en el trabajo de la otra.

—Sí —dijo Sara—. Claro que hacía falta. Es Stellan.

Malin dejó escapar un sollozo al oír el nombre de su padre y Sara se giró hacia ella. ¿En quién se había convertido su amiga de la infancia?

Para empezar, vio que Malin ya no seguía conservando su rubio natural. Tenía las raíces color gris ratón, mientras que el resto del pelo era de un rubio platino. Como cabía esperar, llevaba ropa cara. Sara supuso que pasaría mucho por la calle Birger Jarlsgatan. Schuterman, Gucci, Prada, incluso puede que Chanel. Vaya, el bolso era de Louis Vuitton. Un tanto soso para su gusto. Recordaba a las hermanas como unas esnobs de las marcas y juezas implacables del buen gusto. Se acordó de lo contenta que se ponía las pocas veces que lograba su aprobación.

—Sara, tienen que encontrar a mi madre —dijo Malin con un hilo de voz.

—¿Agneta no está?

—No. Y mi padre…

—Lo sé. No tiene ningún sentido. Un tiro, a Stellan.

—¿Dónde se habrá metido? —preguntó Malin mirándola.

—No lo sé. Pero seguro que la encuentran.

—¿Cómo? —El miedo de Malin se estaba transformando en nerviosismo—. Igual también le han disparado. O la han secuestrado. O está herida en cualquier sitio y se va a desangrar si nadie la encuentra.

Anna la interrumpió, tal vez más por el bien de Sara que por el de Malin.

—Como ya te hemos dicho, tenemos patrullas examinando la zona —dijo—. Están preguntando a la gente y buscando pistas. Ha salido un barco al mar. Y estamos tratando de poner en marcha un helicóptero. Si no la encontramos, traeremos a los perros.

—¡Es mi madre! —dijo Malin.

—Lo sé. Haremos nuestro trabajo, confía en nosotros.

Malin miró a Sara, que asintió para tranquilizarla. De niñas, siempre mandaban las hermanas, pero ahora le tocaba a Malin quedarse quietecita y confiar en que su amiga y la colega de esta eran las que sabían lo que había que hacer.

—¿Estará muerta? —preguntó Malin mirando a Sara a los ojos.

—¿No crees que se ha podido esconder en algún sitio? Teniendo en cuenta lo que le ha pasado a tu padre.

—Sí, claro. Pero en ese caso ya podría salir de donde esté.

—Quizá no sabe que estamos aquí. ¿Dónde crees que podría haber ido si quisiera ponerse a salvo?

—Ni idea. A mi casa.

—¿Podría estar allí?

—No. O, bueno, sí. Nosotras estamos aquí. Lo mismo está allí esperándonos. —Malin abrió los ojos de par en par—. ¿Estará allí, Sara? ¿Preguntándose dónde nos hemos metido?

—¿Crees que se habrá llevado el móvil?

—No, se lo ha dejado en la cocina. La hemos llamado.

—¿Christian está aquí?

—Ha sido él el que ha llamado a la policía. Yo… no era capaz.

—¿Podríamos pedirle que fuera a vuestra casa para comprobar si Agneta está allí?

Malin no se opuso a la idea y Sara se dirigió a Anna.

—¿Qué te parece?

—Perfecto. Voy a pedir que vayan en su busca.

—Está con los niños en casa de CM —dijo Malin—. El vecino.

Anna asintió brevemente y se marchó.

Sara recordaba a CM. Carl Magnus no sé qué, un viejo amigo de la familia. Había vivido en la casa de al lado durante toda la infancia de Sara y, al parecer, allí seguía. Un antiguo director ejecutivo que ya en sus años de trabajo había pasado mucho tiempo jugando al tenis, al golf y yendo de caza con el rey. Era célebre por tener el rifle más caro de su grupo de cazadores. Más caro que el del rey, lo que según Stellan iba contra la etiqueta. Fabbri, recordó que se llamaba el rifle: de niña le sonaba parecido a «fábrica».

Recordó también la torpeza de CM aquellas veces que Stellan y Agneta le pidieron que cuidara de las niñas porque ellos estarían fuera. Aunque ahora también estaba Christian, y los nietos seguro que eran conscientes de la gravedad de la situación. Si hay algo que se les da bien a los niños es percatarse del estado de ánimo de los adultos. Ya no necesitaban que CM hiciera de niñero, lo importante era que le aportara un poco de tranquilidad a la familia en medio de todo aquello.

Sara observó a Malin, que estaba sentada en una silla con la mirada perdida. Bajo el maquillaje, tenía el rostro pálido. ¿Qué le haría sentir a uno encontrarse a su padre muerto? En su casa de toda la vida. Sara pensó que era mejor que Malin recibiera ayuda profesional para recuperarse del golpe mientras ella intentaba que se concentrara en cosas concretas para calmarla.

—¿Por qué habéis venido? —preguntó Sara—. ¿Estabais de visita?

—Ya habíamos estado aquí. Con Lotta y su familia. Mis padres se han quedado con los niños mientras estábamos en Francia, y hoy hemos venido a por ellos. Nos hemos despedido y nos hemos marchado, pero Molly se había olvidado el muñeco, así que hemos dado media vuelta.

—¿Dónde os habéis dado la vuelta?

—En Brommaplan.

—Y cuando habéis llegado Stellan ya…

—Sí.

—Es que todo ha debido de ocurrir en apenas diez o quince minutos.

—Sí. No tiene sentido. No tiene sentido…

—¿Cómo ha reaccionado Lotta?

Malin se quedó en silencio mientras las palabras iban calando en ella.

—No lo sé. Ella… No sé si Christian la ha llamado.

—Va de camino, lo hablo con él… ¿Malin?

—¿Qué?

—Tengo que entrar y echarle un vistazo. ¿Estarás bien?

—Sí, claro.

Malin sonaba distraída, como si hubiera respondido por puro reflejo.

Sara pasó al vestíbulo y entró al salón.

Y allí, en el viejo sillón Brumo Mathsson, estaba sentado.

Tío Stellan.

En el suelo descansaba un libro salpicado de sangre. Goethe.

Y junto al equipo de música se veía la cubierta de un disco: La Pasión según San Mateo.

Había muerto rodeado de belleza.

A Stellan Broman le habían disparado por detrás, le contó un técnico criminalista mientras el sudor le surcaba la frente con aquel calor. La bala había entrado en la parte trasera izquierda de la cabeza, no muy lejos de la oreja, y había salido por el otro lado de la frente, por encima del final de la ceja derecha. Había atravesado todo el cerebro. La sangre y la materia cerebral habían salpicado la camisa, la rebeca, el reposabrazos, el libro y el suelo.

Le habían disparado mientras estaba sentado leyendo. ¿No había oído al asesino?

¿Se habría quedado sordo Stellan? No, no encontró ningún audífono.

¿Y Agneta? ¿Dónde estaba?

Si se había escondido, debería de haberse atrevido a salir ya. Habrían pasado un par de horas desde que dispararon a Stellan, y la policía había registrado la casa varias veces, según le había contado Anna.

Así que, ¿dónde se había metido?

Una opción era que el asesino se la hubiera llevado, una idea cuando menos desagradable.

Un caso de secuestro con la madre septuagenaria de sus amigas como víctima. Pero ¿por qué? Sara sabía que el secuestro era uno de los delitos más complicados. Casi nunca salía bien.

Miró a su alrededor. La habitación le parecía mucho más pequeña que cuando eran niñas. Desde la última vez que estuvo allí, había pasado el suficiente tiempo para que nacieran nuevas personas, crecieran y tuvieran sus propios hijos.

El sillón Mathsson, las estanterías repletas de libros, el sofá y la mesita de Svenskt Tenn con sillas de Josef Frank. ¿Las habrían vuelto a tapizar o es que las habían mantenido con sumo cuidado?

Todo en perfecto orden.

En casa de los Broman no se podía jugar en cualquier sitio, recordaba, no era como en su propia casa, donde no había ningún límite real entre su mundo y el de su madre. Quizá porque estaba atestada de juguetes mezclados con pertenencias de adultos. A pesar de que Sara pasaba la mayor parte del día con los Broman. Ahora le costaba entender cómo su madre había podido soportarlo, pero le agradecía que lo hubiera tolerado, que le hubiera mostrado un mundo más libre, un hogar en el que ella también participaba y establecía las condiciones.

Pero en casa de los Broman se jugaba fuera o en el cuarto de las niñas. Si por motivos de tiempo o espacio usaban el salón, después debían recogerlo todo meticulosamente.

Recordaba que jugar en el resto de la casa nunca le resultó tan divertido como jugar en el cuarto de las niñas o en el jardín. Pero las hermanas insistían en que se fueran allí a veces, como en una especie de rebelión contra el orden establecido. Con juegos faltos de imaginación cuyas reglas se inventaban sobre la marcha. Juegos que no se volvían a jugar.

Si hubiera sabido entonces que hoy estaría allí, con Stellan asesinado en el sillón. La misma casa, la misma gente, pero por lo demás nada era igual.

Se había encontrado a Agneta y a Stellan alguna vez, en los grandes almacenes NK y en los puestos de la plaza de Brommaplan, y en todas esas ocasiones había visto a Agneta más feliz de lo que la recordaba en su infancia. Cuando las chicas eran pequeñas, su madre le parecía seria, casi severa, con aquellas gafas enormes de los setenta, el cabello cuidadosamente peinado y vestidos elegantes de París. En presencia de adultos florecía y se convertía en la anfitriona perfecta. Stellan era divertido y ocurrente de una forma pedagógica, pero solo durante poco tiempo, después prefería leer o conversar con un adulto. Sara pensaba que con toda probabilidad él había seguido siendo así. Un hombre que en realidad solo se preocupaba por su trabajo y sus libros. Salvo que el tema en cuestión fuera él mismo, entonces podía pasarse hablando todo el tiempo que hiciera falta.

Tío Stellan. Cuando las niñas eran pequeñas era la persona más conocida del país junto con Palme y el rey. Todo el mundo veía los programas de Stellan, todo el mundo hablaba de ellos al día siguiente, todo el mundo los citaba y se divertía con ellos. El país feliz, Buenos vecinos, Pura locura. Entretenimiento televisivo con un montón de bromas disparatadas como El día de los gorros con pompón, cuando todo el mundo tenía que llevar un gorro con pompón en una fecha concreta. O Seamos amables, cuando había que saludar a extraños y preguntar si se podía ayudar en algo. Y quién no recordaba Fallo eléctrico, cuando todos los espectadores tenían que encender y apagar la luz de sus casas al unísono.

Toda Suecia participaba.

Y le encantaba.

Sara siempre había envidiado a sus amigas porque su padre era Stellan, mientras que ella solo tenía a su madre. Al mismo tiempo, agradecía poder jugar en casa del gran hombre. Al menos en parte, él se convirtió en un sustituto del padre que nunca tuvo.

Tío Stellan. El amable Stellan, el divertido Stellan, el Stellan de todos los suecos.

¿Por qué iban a querer matarlo de un tiro?

Cuando Anna entró en el salón, Sara no pudo evitar husmear un poco, pese a que no se trataba de su caso. En realidad, a nivel personal sí que lo era, concluyó.

—Bueno, ¿qué pensáis? —dijo.

—Un robo que ha salido mal.

—¿Y que Stellan sorprendió al ladrón? Pero si le dispararon por detrás y estaba sentado.

—Igual no se dio cuenta de la presencia del ladrón, pero el ladrón sí que lo vio a él y se asustó. Estamos en Bromma, aquí hay robos continuamente. A veces hay dos o tres bandas trabajando al mismo tiempo.

—Pero entonces debieron de entrar cuando la familia se marchó —arguyó Sara.

—Es posible que incluso vieran los coches saliendo y que pensaran que tenían vía libre. Podría tratarse de unos salvajes, como los de las bandas del Este. Quizá entraron en la casa, aunque sabían que había alguien porque la alarma estaría desactivada. Y lo primero que hicieron fue quitar de en medio a un posible testigo.

—¿Y Agneta lo vio y huyó?

—O se la llevaron. ¿Tenían caja de seguridad?

—No lo sé. ¿Te refieres a que se han podido llevar a Agneta para que les ayude a abrir la caja?

—Tal vez hasta sabían si guardaba algo en particular ahí. ¿Habrá salido en algún periódico que poseía algo de valor?

—No que yo sepa. Pero ¿hay indicios de que se trate de un robo?

—Falta la cartera. Y es posible que varios objetos de valor. No nos ha dado tiempo a pedirle a la hija que lo compruebe.

—Vaya manera innecesaria de morir —dijo Sara.

—¿Cómo eran?

—¿Como personas? Stellan era amable, pero estaba muy ocupado con su trabajo y su trayectoria profesional. Le encantaba ser famoso. Agneta era un poco reservada cuando éramos niñas, pero siempre se mostraba muy atenta con los invitados de su marido. Y era una madre muy entregada. Creo que se convirtió en la típica abuela cuando nacieron sus nietos. Supongo que cuando éramos pequeñas tenía más que de sobra con la carrera de Stellan.

—¿Se encargaba del trabajo de campo?

—Y de organizar fiestas y ser la anfitriona. Se paseaba con un cigarro largo y marrón, un Moore, y una copa, y hablaba con todos, los presentaba. Ella se inventaba todas las temáticas y hacía las gestiones necesarias: camareros, músicos, entretenimiento, guardarropa.

—¿Guardarropa?

—Siempre hacían fiestas temáticas. El Imperio romano, los años veinte, Drácula. Con disfraces y la música correspondiente. Y adornaban la casa para la ocasión. Era un trabajo descomunal, podían venir cientos de invitados. Artistas, políticos, empresarios, escritores, famosos, investigadores, diplomáticos extranjeros. Como las fiestas de Bindefeld, el famoso organizador de eventos, pero más divertidas. Siempre ocurría algo. Batallas navales en el lago Mälaren, guerra de bolas de nieve en pleno verano, fuentes de vino. A la gente le encantaban las fiestas. Una vez construyeron un tobogán acuático desde el tejado de la casa hasta el agua. En otra ocasión llenaron la casa entera de globos, todas las habitaciones, del suelo al techo, y después los invitados tenían que abrirse paso a tientas. Y a veces la cosa se descontrolaba. Cuentan que en una ocasión una de las asistentes hizo esquí acuático desnuda delante de todos los invitados.

—¿Y allí estabas tú, en una esquina?

Sara soltó una carcajada. Nunca había llegado a comprender del todo lo inusual que había sido su infancia.

—De niñas casi siempre mirábamos. Hasta que llegaba la hora de irse a la cama. Y cuando me hice mayor perdí el contacto con Malin y Lotta.

—¿Así que nada de fiestas con famosos?

—Con las de mi marido tengo bastante.

—Es verdad. Desde luego, te mueves por las altas esferas.

—Más altas que las del trabajo, pero no son para tanto.

Anna sonrió.

—Está en la cocina.

Una policía de uniforme con el pelo recogido en una cola y nariz de halcón entró y se dirigió a Anna. Sara comprendió que hablaba de Christian.

—Y han venido periodistas —dijo la nariz de halcón mientras iban a la cocina—. Quieren saber si le ha pasado algo a Tío Stellan.

«¿Seguiría vendiendo una noticia sobre Tío Stellan?»

—Sí, claro que quieren saberlo —dijo Anna—. Diles solamente que ha ocurrido algo, que no tenemos más comentarios, pero que haremos una declaración en breve.

Cuando se encontraban ante la puerta de la cocina, la mujer policía se echó a un lado, como un caza que se aleja de la formación para cumplir con una misión propia.

Antes de entrar en la cocina, Anna se detuvo y agarró a Sara del brazo.

—¿Tú no notas nada?

—¿De qué?

—Una presencia. Siento una presencia.

Los misticismos de Anna. A Sara se le había olvidado esa faceta de su amiga. No solo era una policía eficiente y analítica, también era una brujilla un tanto imprecisa.

—No se ha marchado todavía —dijo Anna—. Tú que lo conocías deberías notarlo.

—Me temo que no —respondió Sara—. No noto nada.

—Me está llegando mucho. Esta casa está llena de recuerdos, de energías.

—No es de extrañar teniendo en cuenta todas las fiestas —dijo Sara.

Anna la miró fijamente a los ojos.

—¿Nada?

—No.

—Aquí hay alguien que no quiere hablar conmigo. Creo que quiere hablar contigo.

—Dale mi número de móvil —dijo Sara con una sonrisa socarrona.

—Quizá sea buena idea que te quedes un rato —dijo Anna haciendo caso omiso de la sonrisa de su amiga—. ¿Te parece bien?

—Claro.

Con fantasma o sin él, Sara pensó que podría ser de ayuda.

En la cocina estaba sentado Christian, de la mano de su mujer. Sara había coincidido con él muy pocas veces. En una ocasión en el centro comercial Sickla, cuando se los encontró por casualidad, y más adelante en su boda, por supuesto, que fue una situación peculiar. Un recordatorio de que una parte del pasado de Sara ya no existía, había quedado fuera de su alcance.

Nunca se había sentido tan constreñida, tan poco acogida, al tiempo que le exigían su presencia. Claro, la boda perfecta requería que estuvieran representados todos los periodos de la vida de la novia, pero parecía que a Malin le fastidiaba que Sara fuera una de esas partes. La amiga de la infancia. La amiga que había caído bajo, que habían degradado del idilio de Bromma a la miseria del Vällingby, según Malin. O eso creía Sara.

Christian le tendió la mano, y a Sara le dio la impresión de que el gesto serio que exhibía era una actitud que había decidido adoptar. Se podía decir lo mismo del resto de su exterior: la camisa bien planchada, los pantalones de traje con un cinturón de Hermès y un reloj caro. Uno de tantos miles de tipos de finanzas idénticos. Tenían un BMW o un Audi, entrenaban dos veces a la semana, usaban tantos productos para el cuidado de la piel como sus mujeres. Pero seguro que ganaba muchísimo dinero, y eso era muy importante para Malin. Porque no podía ser que la hubiera enamorado con aquella personalidad. Sara dudó que fuera capaz de identificar a Christian en una rueda de reconocimiento un minuto después de haberlo visto.

—Hola. ¿Has llamado a Lotta? —preguntó Sara.

Christian miró de Sara a su mujer, y luego otra vez a Sara.

—No. Lo siento. No he caído. Yo…

—No pasa nada. Quería pedirte otra cosa: ¿podrías ir a vuestra casa para ver si Agneta estuviera allí?

—Claro… ¿Puedo llevarme a los niños entonces?

Sara miró a Anna.

—Por supuesto —respondió.

—¿No tenéis que preguntarles nada? ¿Se pueden ir?

—Puedes llevártelos sin problemas. ¿Dónde vivís, por cierto?

—Lidingö.

«Pues claro.»

—¿Estarás bien, cariño? —le preguntó Christian a su mujer.

—Sí. Tengo a Sara aquí.

Sara no pudo evitar sorprenderse ante una confianza tan repentina, casi se conmovió. Pero entonces cayó en la cuenta de que quizá Christian representaba el mismo papel en la vida de Malin que ella cuando eran niñas: alguien que hacía lo que Malin decía, alguien que la admirara y le trajera y le llevara las cosas. Tal vez lo que pasaba era sencillamente que Malin se las podía arreglar mientras tuviera a alguien así en su vida, así de simple. Esa idea no le resultó tan conmovedora.

—Llamo luego —le dijo Christian a Sara, y después volvió a mirar a su mujer para demostrarle que aquellas palabras también iban dirigidas a ella. Lo acompañó de un gesto irritante con el pulgar y el meñique.

—¿Quieres que llame a Lotta? —dijo Sara cuando Christian se marchó.

—Yo la llamo. Pero es que no sé qué decirle.

Sara sacó el móvil y Malin le dio el número particular de Lotta. La hermana descolgó después de dos tonos de llamada.

—Hola, soy Sara Nowak.

—Hola.

Dejó unos segundos para darle la oportunidad a Lotta de decir algo, pero se quedó callada, así que Sara prosiguió.

—¿Has hablado con tu madre hace poco?

—Sí, hemos estado hoy con ella.

—Pero ¿nada desde que os fuisteis de aquí?

—No. ¿De aquí? ¿Qué quieres decir? ¿Estás allí?

—Soy policía, quizá lo sepas. Estoy con Malin en casa de vuestros padres. Me temo que tengo muy malas noticias. Vuestro padre, Stellan, ha muerto. Y vuestra madre está desaparecida. —Dejó otra pausa para que Lotta asimilara lo que acababa de oír. Cuando la línea llevaba un rato en silencio, Sara continuó—: Creemos que tu madre está ilesa. Que simplemente se ha escondido en algún sitio. Cuando nos asustamos y estamos exaltados solemos tomar decisiones un tanto irracionales.

—¿Escondida? ¿Por qué?

—Porque han asesinado a Stellan. Y creemos que ella ha podido escapar del asesino.

Hubo un largo silencio antes de que se volviera a oír algo al otro lado de la línea.

—¿Estás de broma?

—Para nada.

—¿Asesinado?

—Sí. No tiene sentido. Tal vez se trate de un robo. No lo sabemos. Estamos preguntando e intentado averiguar si han visto algo.

—Voy para allá.

Sara colgó y un policía de uniforme aprovechó la ocasión para informar a Anna.

—Ya hemos terminado con las viviendas más cercanas, nadie ha visto ni ha oído nada. Vamos a continuar trabajando y a ampliar el círculo. Por desgracia, por aquí no hay ninguna cámara de seguridad pública. El club náutico sí que tiene, pero solo apuntando a los muelles y no creemos que el asesino llegara en barco, o que la desaparecida huyera en aquella dirección. Aun así les vamos a pedir las grabaciones por si acaso. Además, hay muchísimas casas con cámaras de vigilancia, pero dirigidas a las puertas y al interior de las parcelas. Y hasta ahora nadie ha comunicado que le haya saltado la alarma, así que por el momento la hipótesis es que Agneta Broman se ha ido por Grönviksvägen, probablemente en dirección contraria a la de la hija cuando ella estaba volviendo. Ya sea sola o con el autor del delito. Si es que se la han llevado como rehén, claro está.

Anna miró a Malin, como si se preguntara si ese último comentario resultaba demasiado crudo para decirlo delante de la hija de la desaparecida. Sara también miró a su antigua amiga, para ver si algo de lo que había contado el colega de uniforme le provocaba algún tipo de reacción. Pero parecía ausente.

—¿Vamos con la prensa y expedimos una orden de búsqueda? —preguntó el policía de uniforme.

—Aún no —dijo Anna.

Después se quedaron en silencio, hasta que todos dieron un respingo cuando Malin gritó:

—Pero ¿dónde se ha metido?