EL AIRE SE había escapado durante el trayecto.
El neumático trasero se había vaciado a la altura del Palacio de Drottningholm y el delantero, ya en la isla de Ekerö, de modo que los últimos kilómetros los hizo pedaleando sobre las llantas. Esperaba que nadie se fijara en ella. Aunque una bicicleta rosa con las ruedas desinfladas no es que gritara «asesina a la fuga», así que cruzó los dedos.
Con el cuello de la chaqueta subido y el gorro bien calado, le había puesto difícil a los transeúntes que pudieran dar una descripción acertada de ella. El riesgo era más bien que alguien creyera que padecía demencia senil y que se estaba escapando de la residencia, pedaleando mientras resoplaba con la cara al rojo vivo y abrigada de más en medio del calor. Si pensaban eso, quizá trataran de llevarla otra vez a la residencia contra su voluntad.
Hacía al menos veinte años desde la última vez que montó en bici, si no más. El sudor le corría por la frente y por la espalda, y tuvo que detenerse varias veces. El corazón le latía con tanta fuerza que parecía que le daba puñetazos.
Los demás ciclistas que se desplazaban por la isla de Ekerö iban con bicicletas de competición y ropa deportiva blanca y ajustada. Agneta calzaba unos zapatos Ecco y llevaba una bici de niña con las ruedas pinchadas.
Con suerte pasaría por una mujer de la zona que nunca se había sacado el carné de conducir e iba en bicicleta a todas partes. Una excéntrica, todavía quedaban unas cuantas por las islas del lago Mälaren. Dentro de una década, habrían desaparecido; los precios de la vivienda se habían triplicado y las casas estaban llenas de gente del centro de la ciudad que conducían demasiado rápido por las sinuosas carreteras rurales tan repletas de vida salvaje.
Hasta que no giró hacia el angosto camino de gravilla que conducía al granero del bosque no se preguntó si todo seguiría allí.
¿Cuándo fue la última vez que lo comprobó?
¿Hacía diez años? ¿Doce? Quince no, desde luego. ¿Serían solo cinco? Los años se le entremezclaban y se sucedían como los paisajes que se ven desde la ventana de un tren. Costaba formarse una idea, era imposible parar y no tardabas en olvidarte de los detalles. Todas las casas, los árboles y los vehículos se convertían en una corriente única que hacía que los pensamientos vagaran. Uno estaba en todas partes menos en ese momento, en ese lugar. Te olvidas de que vas de camino a alguna parte. Así había transcurrido su vida.
Hasta ahora. El tren se había detenido y ella se había bajado en un lugar que llevaba mucho tiempo sin ver.
Le temblaban las piernas del esfuerzo cuando apoyó la bicicleta en la pared del granero. La garganta le ardía y sentía que le iban a reventar los pulmones. Tenía una forma física pésima, pero no era de extrañar teniendo en cuenta su edad, ¿no?
En la vida que escogió años atrás no había edad de jubilación, y ahora estaba comprendiendo perfectamente cuáles eran las desventajas.
Del juego de llaves del coche colgaba la llavecita de un candado. No tenía ni idea de qué pensaría el agricultor que le alquilaba el espacio del granero, pero esperaba que se hubiera tragado la historia sobre el nostálgico propietario del coche que estaba ingresado en la Unidad de Enfermedades Crónicas y se negaba a morir, con lo que su coche permanecía allí año tras año. Mientras que el dinero le siguiera llegando a la cuenta, no le importaría mucho, pensaba Agneta.
El candado se atascó un poco, pero terminó cediendo. Lo desenganchó y abrió las puertas. Un viejo Volvo 245 azul claro, modelo familiar. KOA 879. Lo compraron porque era fácil conducirlo, de fiar, y se arreglaba sin muchas complicaciones. Estaba como nuevo, aunque cubierto por una gruesa capa de polvo.
Reparó en lo anticuada que estaba la red de seguridad. Pero es que nadie contaba con que el tiempo pasara volando de aquella forma, ni creyó que volviera a ser necesaria después de tantos años. Sin embargo, eso era lo que había. Y tenía que examinar todos los restos correosos de la en su día bien engrasada maquinaria para ver si había algo que le fuera útil.
Como cabía esperar, el coche no arrancó, así que abrió el capó, enganchó el cargador de la batería y lo enchufó a la toma de corriente.
Que hace años escogiera un granero con toma de luz había sido una idea fantástica. Estaba apartado, al dueño le daba igual todo y tenía electricidad. Como tantas veces en el pasado, reflexionó sobre lo hábil que era si se comparaba con otros en su línea de trabajo. Aunque sabía que era competente, ¿no serían aún mejores sus viejos colegas?
¿No habría sido ella solo una mera aficionada? Una tonta útil. El hecho de que tanta gente la hubiera visto había sido algo completamente deliberado y necesario, pero ¿qué pasaría realmente?
Por lo pronto tendría que dar lo mejor de sí para superar lo que le esperaba.
Con toda probabilidad, le quedaba poco tiempo, pero no podía precipitarse. Leyó en el manual que la batería tardaría en cargarse ocho horas, y de todos modos no podía moverse por la artrosis hasta que pasaran unas horas del viaje en bicicleta.
A veces le ayudaba ponerse un linimento antes de que el dolor se manifestara, así que sacó su bote de Siduro y una lata del clásico Sloan, el que siempre le pedía prestado Stellan para no tener que comprarse uno y reconocer que él también se había hecho mayor.
Después sacó el glucómetro, un Mendor Discreet, se pinchó el dedo y se midió el azúcar. La lectura era buena. Quizá debería haber esperado un poquito más antes de comprobarlo. Puede que el esfuerzo no le pasara factura hasta dentro de un rato.
Fue a por la comida que se había llevado a toda prisa. Manzanas, galletas y unas salchichas en conserva, pero ningún abridor. Así que se tuvo que conformar con las manzanas y las galletas. Y con suerte con un poco de sueño.
Ocho horas sola en un granero, con el asiento trasero como único lugar de descanso. Un retraso descomunal, pero no podía hacer nada al respecto.
Estaba cansada, así que recibió de buena gana el sueño. Esperaba que nadie hubiera descubierto a Stellan. No tenían ninguna visita pendiente. Nadie tenía motivos para ir allí.
Eso le daría los días que le hacían falta, y no tenía que preocuparse por que avisaran al resto de sus objetivos.
La única cuestión era cuánto tardaría Suleiman en llegar allí.
Suleiman o Abu Omar o Abu Rasil, el nombre que estuviera utilizando esta vez.
La leyenda que ella misma nunca había conocido, aunque se decía que había supervisado dos de los campamentos de prácticas a los que Agneta había asistido en los setenta. Ya por entonces era un icono, del que se contaban muchas más historias de las que podían ser ciertas. El mito que siempre se adelantaba al Mossad israelí y a los servicios de inteligencia occidentales. El que se había librado de cientos de tentativas de atraparlo o matarlo. ¿Seguiría vivo? ¿Aparecería?
Agneta sabía que la llamada implicaba que él iba de camino.
¿Estaría ya en el país? En ese caso, la cosa tenía mala pinta. Pero ella contaba con que se encontrara muy lejos, probablemente con un nombre falso por Oriente Medio. Aunque tal vez estuviera viviendo su nueva vida en Europa, y, de ser así, tardaría muchísimo menos en llegar allí.
Por lo demás, la gente como Abu Rasil no viajaba demasiado rápido. No podían montarse en el primer vuelo directo a Suecia. Todas las partes seguían vigilándose entre sí.
De modo que quizá contara con varios días a pesar de todo.
Necesitaba todo el tiempo que pudiera conseguir, más a su edad. Tenía que descansar antes de lo que le aguardaba.
Lo que acababa de comenzar.
Su propia misión.
Aun así, le costaba entenderlo, después de tantos años.
Había llegado el momento para lo que hasta ahora solo había sido una vaga amenaza, una hipotética situación catastrófica, una fantasía espantosa.
Después de treinta años de una vida completamente distinta, una vida normal, de repente volvía a ser quien había sido en su juventud. Aquello para lo que llevaba entrenándose desde su infancia.
¿Lo conseguiría?