8

 

 

 

 

 

BOSQUE.

Bosque, bosque, bosque.

¿Cómo era posible que aquel rincón dejado de la mano de Dios les gustara tanto a sus compatriotas?

¿Por qué querría alguien comprarse una cabaña de verano en medio de un bosque virgen, que se extendía kilómetros y kilómetros en cualquier dirección? Sin vista, sin espacio, sin aire. Árboles, bosque, oscuridad.

Y por lo visto en Suecia solo hacía calor de verdad alguna que otra semana al año. Se parecía demasiado a su versión personal del infierno.

En vacaciones había que ir al sur, no al norte. A la luz y el calor, no a la oscuridad y el frío. Los suecos eran lentos, asociales y se les daban mal los idiomas. Solo hablaban inglés. Ni una palabra de alemán. No había razón alguna para viajar aquí.

El oscuro paisaje pasaba silbando al otro lado de la ventana del coche. Kilómetro tras kilómetro tras kilómetro sin casas y sin gente.

«Jönköping.» ¿Qué clase de nombres les ponían a las ciudades? Si es que no se podía ni pronunciar. Yoenshoepink.

A Karla Breuer no le gustaba viajar de servicio; no le gustaba viajar en coche y no le gustaba Jakob Strauss, el gordo de su colega. Como era de esperar, había cuestionado la misión al completo y había preguntado qué daño podían hacer una panda de espías seniles.

Ella no se molestó en contestar.

Casi a doscientos. Ya podía ir relajándose. Su trabajo consistía en no llamar la atención. Habían dejado el centro de operaciones móviles muy, muy atrás. ¿Qué iban a hacer en Estocolmo sin él? ¿Quedarse sentados mano sobre mano esperando a que llegara?

Y tampoco era capaz de callarse. Entraba en detalles acerca de todo, desde las cruzadas medievales hasta la baja forma del Borussia Mönchengladbach. Cosas sobre las que ella o sabía más que él o no le interesaban en absoluto.

Y encima la dichosa música que tenía que poner a todo volumen. Papa won’t leave you, Henry. No me digas.

Por fin, una vista despejada.

Un lago enorme con una isla enorme y las ruinas de un castillo.

Y después más bosque.

Si hubiera estado en sus manos, les habría prohibido a los alemanes comprar cabañas en Suecia. Habría prohibido Suecia.

Y le habría prohibido a la gente conducir coches, puede que con la excepción de los coches eléctricos de menor tamaño que no podían desplazarse a más de cincuenta kilómetros por hora.

Qué necesidad de despertar la sensación de estar vivos a base de exagerarlo todo. El sexo, el alcohol, el deporte, el trabajo, la velocidad. Todo en dosis elevadas. Demasiada cantidad, demasiado rápido, sin interrupción.

Sin parar.

Sin pensar.

Sin aceptar que la vida carece de sentido.

Solo seguir. Competir, llegar al límite y gritar para tus adentros presa del pánico.

Nunca llegó a entender los motivos de la reunificación. Aquello fue lo que sentó las bases para ese tipo de gente. Una infancia marcada por la disciplina y la tristeza, por la envidia al oeste y que anhelaba los atributos del capitalismo. Y ahora que todo eso estaba a disposición de los «rusos alemanes», como llamaban a los alemanes del antiguo este, no podían gestionar la libertad: todo tenía que ser lo más caro, lo más ostentoso, lo más llamativo posible. Ropa de marca con logos bien visibles, coches de lujo con motores descomunales, relojes enormes para alardear, restaurantes exclusivos. Solo para demostrarle al mundo que no eran ningún mediocre del este con corte a tazón y vaqueros falsos. O, al menos, ya no.

Volver a unir dos países, reunificar dos culturas tan distintas, lleva tiempo. Si es que es posible.

Cuando diez años atrás le dijeron que al final tendrían que incorporar a cierto número de colegas del este también en su departamento, esperaba una manada de tristes burócratas, una manada de ratas de oficina. Como peces abisales, apenas viables sin presión externa.

Pero no, lo que les tocó fue una rebelión adolescente tardía. Un montón de dóberman revanchistas cargados de adrenalina que ponían todo su empeño en ser más occidentales que los propios occidentales. Ahora que por fin les habían dejado entrar en el verdadero servicio de inteligencia pretendían ser más duros y más eficaces que sus nuevos colegas. Se convirtieron en estereotipos y, a sus ojos, no aportaban nada de valor.

Esperaba que Strauss no le estropeara nada. Era su última oportunidad de demostrar que la leyenda de Abu Rasil era cierta, y de enterrarlo. De demostrarles a todos que su teoría era correcta. Que un solo hombre con un único propósito se encontraba tras la mayoría de actos terroristas de los años setenta y ochenta. Quería demostrarle al mundo que no estaba loca y quería salvar su reputación. Todo estaba relacionado.

Su carrera había estado marcada por el misterioso terrorista. Había muchos testimonios de su existencia, y aun así sus colegas no querían creérselos.

Pero Breuer sí.

Había escrito un informe tras otro, había conectado testimonios con evidencias técnicas y fotos granuladas a firmas en las facturas de hoteles y de alquileres de coches. En vano.

Alguien señaló que la propia Breuer estaba contribuyendo a la creación del mito en torno al terrorista, pero cuanto más aterrador pareciera Abu Rasil, mejor, pensaba ella. Si la amenaza se volvía lo bastante grave, quizá sus colegas abrieran los ojos.

Pese al desinterés de sus superiores, rastreó su sombra esquiva a lo largo de varios continentes; había pisado sus huellas, había intentado pensar como él. Pero Karla Breuer siempre había llegado demasiado tarde. Siempre se le escapaba. Ahora sabía que esta sería la última vez que estuviera en el mismo lugar que Abu Rasil. Pronto terminaría su carrera profesional, pero antes el mundo iba a darse cuenta de que Abu Rasil era un terrorista implacable, y Breuer debía cumplir si quería tener la oportunidad de salir de aquello con su honor intacto.

Deseaba envejecer en la playa de un país cálido, pero ese sueño se desvaneció cuando se enteró de la llamada a Estocolmo. Ahora comprendía que la aversión instintiva que sentía por jubilarse estaba relacionada con la visión que sus colegas tenían de ella como una obsesionada con un fantasma de su imaginación. Un adversario que, según ellos, había muerto hacía mucho, si es que había existido. Un actor latente que aguardaba en las sombras para ejecutar un último ataque, peor que cualquier cosa que hubieran vivido. O de eso quería convencerlos Breuer.

Al igual que ella, Abu Rasil pensaba en su legado. Naturalmente, no quería que su trabajo cayera en el olvido. El mundo debía recordarlo. Como el mayor terrorista de la historia.