Las huellas del Diablo
Yukon, Canadá, 1890
El viento helado soplaba entre las ramas de los árboles como una parvada de navajas.
Trepado en un pino, Henry Tukeman apretó el rifle hasta que sus nudillos aullaron. Lo único que escuchaba eran los latidos de su corazón retumbándole en las sienes.
Al frente, la oscuridad del bosque cerrado le hizo pensar en un abismo.
Pum. Una vibración en el suelo apenas perceptible sacudió ligeramente el árbol en que Tukeman estaba encaramado, esperando a su presa.
Pum. Un nuevo golpe, más fuerte.
Con la frente cubierta de sudor, Tukeman volteó hacia el abeto de al lado, buscando entre sus ramas a Paul, el guía indio que lo había acompañado río adentro desde Fort Yukon en pos del valle de las Huellas del Diablo. Pero Paul mantenía la mirada fija en el frente, las dos manos crispadas alrededor de su rifle Lee-Metford, idéntico al que sostenía Tukeman.
¡Pum!
Frente a los dos cazadores los miles de pinos y abetos semejaban un ejército de titanes dispuesto a avanzar para aplastar a la pareja de hombres que se habían atrevido a penetrar aquel valle virgen.
—Puede ser un buen negocio, se trata de un ejemplar único —le había dicho Tukeman al indio tres meses antes, frente a dos vasos de whisky de maíz allá en una taberna de Fort Yukon. El inglés había llegado ahí en busca de fortuna. La había encontrado envuelta en los delirios de un anciano indio.
—Estás loco, hombre blanco, los demonios no existen —respondió Paul incrédulo mientras vaciaba su bebida de un manotazo.
—No es un demonio. Es un mamut. Un elefante lanudo.
Esta vez Paul levantó las cejas en señal de burla. En las otras mesas, grupos de cazadores y tramperos bebían con la calma de quien se sabe en la orilla del fin del mundo.
—¿Una bestia antediluviana? ¿En el Yukon? —Paul, hijo de una india y un explorador escocés, se preciaba de ser hombre de razón. Repudiaba las supersticiones propias de su gente.
—Me lo juró el indio Joe. Trataba de enseñarle a leer con un libro para niños.
—¿Y entonces?
Y entonces Joe brincó emocionado al ver la estampa de un elefante africano, recordó Tukeman trepado en la rama de un pino de treinta metros, la mirada fija al frente, el estruendo de unas pisadas gigantescas subiendo como palpitaciones por el tronco del árbol.
Aquella vez el anciano Joe contó a Tukeman cómo había llegado años atrás al valle de las Huellas del Diablo acompañado por su hijo. Relató entre lágrimas la manera en que guiados por la curiosidad, él y Soon-thai, su primogénito, siguieron el cauce del río Yukon hacia el norte hasta más allá de los senderos dibujados en los mapas. Y cómo pasados varios días dieron con un valle virginal poblado de coníferas que se elevaban por encima de los veinte metros, mismo que supusieron sería un buen terreno para cazar osos y castores. En ese lugar encontraron pisadas gigantescas que no pertenecían a ningún oso o alce que padre e hijo hubieran visto jamás. Habían descubierto el hogar de Tee-Kai-Koa, la bestia de la que hablaban los ancianos entre susurros cuando Joe era apenas un niño. Asimismo le narró que no tardaron en descubrir al animal bebiendo en la orilla de un estanque de agua cristalina. Era una montaña de carne cubierta de una lana parda en largas hebras que descendían a sus costados. Las cuatro patas que lo sostenían semejaban otros tantos abetos macizos que se mecían con una gracia inusitada en un demonio del bosque. Soon-thai, con la arrogancia propia de los jóvenes, elevó el cañón de su rifle Winchester y disparó al animal. La bala se perdió entre la mole de pelo como una mosca en una paca de heno y, dando un rugido atronador, el monstruo cargó hacia ellos haciendo retumbar el suelo con cada paso. Joe y Soonthai corrieron despavoridos sin jamás voltear hacia atrás aun varias horas después de que el rugido de Tee-Kai-Koa se extinguiera en la lejanía y su galope dejara de sacudir la tierra.
Entonces Joe se perdió en sus ensoñaciones, añorando con melancolía a su difunto Soon-thai. Tukeman no logró arrancarle más información, pero el viejo le advirtió que no fuera en búsqueda de Tee-Kai-Koa. Era tarde, la semilla de la codicia ya estaba sembrada en el corazón del inglés.
Tukeman sabía que sería imposible para él dar caza sólo a un animal como el mamut. Por ello buscó la ayuda de Paul, el guía nativo más reputado de Fort Yukon.
—¿Tú estás loco? —preguntó el indio, aún sin creer la historia del indio Joe.
—¿Alguna vez has oído mentir a Joe?
Era verdad.
—Supongamos que voy contigo —dijo Paul al tiempo que escanciaba más whisky en ambos vasos—, ¿cómo vamos a cazar una bestia así?
¡Pum! ¡Pum! En el suelo, la fogata que habían encendido para atraer al animal ardía indiferente a las sacudidas rítmicas que provocaban las pisadas. No se habían equivocado, tras ver el humo elevarse sobre las copas de los árboles Tee-KaiKoa acudió presuroso, sabedor de que el fuego era lo único que podría destruir su santuario.
Desde que el indio y el blanco habían llegado al valle de las Huellas del Diablo, siguiendo los indicios de la historia de Joe, se habían topado con las pisadas descomunales del mamut. Incluso algunas noches sus bramidos llegaban hasta el campamento que habían levantado en medio del bosque. Sin embargo, no lo habían visto.
Hasta ahora.
¡Pum Pum! A lo lejos, Tukeman pudo ver algunas copas de árboles ceder al paso de algo gigantesco que se aproximaba. Sintió una descarga helada bajar por su espalda. Un miedo primigenio. Casi dejó escapar un alarido de terror.
¡Pum Pum Pum! Las pisadas aumentaban su ritmo PUM PUM PUM e intensidad PUM PUM PUM dos ojillos ambarinos brillaron furiosos entre el follaje PUM PUM PUM Tukeman hubiera deseado salir huyendo PUM PUM PUM sólo el estoicismo de Paul lo mantuvo en su puesto PUM PUM PUM ¡Fuego a la de tres!, gritó el indio desde la rama de su árbol ¡Una! PUM PUM PUM Tukeman no pudo escuchar ni el dos ni el tres PUM PUM PUM cuando asomaron los colmillos entre los árboles, el chasquido de los disparos se confundió con el estruendo de las pisadas PUM PUM PUM y el alarido profundo, sobrecogedor del animal PUM PUM PUM que habría de resonar en las pesadillas de los dos hombres durante el resto de sus días.