Cuentos chinos (3)
Folsom, California, 1908
Y vino el siglo XX, con su luz eléctrica que arrancó a las tinieblas el dominio de la noche para ahuyentar a fantasmas y monstruos; con sus aeroplanos que le arrebataron a las aves el derecho exclusivo de volar por los cielos; con sus gramófonos capaces de aprisionar las voces y los sonidos en discos de vinil para poder reproducirlas un número infinito de veces; con sus automóviles, bestias metálicas sobre cuatro patas de goma movidas por motores de combustión interna que acortaron las distancias aun a costa de vomitar vapores venenosos en el aire; con su cinematógrafo que no conforme con capturar sobre gelatina un instante como las cámaras Eastman era capaz de arrancárselo después a la eternidad para repetirlo una y otra vez; con su teléfono que podía llevar la voz de una persona a través de kilómetros y kilómetros de cable para mantener una conversación con alguien aunque estuviera al otro lado del océano; con sus estaciones radiofónicas que llevaban el sonido de la música y las noticias a muchos kilómetros de distancia.
Con todos esos portentos, dime Amos Ott, ¿qué lugar esperabas que hubiera en este siglo para un anciano como tú, viejo leñador del Yukon, veterano de la fiebre del oro, constructor del ferrocarril? ¿Dónde esperabas que podrías caber en una era donde bastaba apretar unos cuantos botones para derribar en instantes un árbol que a ti te tomaba varias horas echar abajo? ¿Cuál suponías que era el lugar para un anciano semisalvaje como tú, que sólo sabía ir a cazar cuando deseaba comer venado, y de pesca cuando apetecía salmón? ¿Qué tenía esta era de prodigios tecnológicos para un viejo que ignoraba cómo pedir un kilo de alubias en un mercado, así como prefería destilar en alambique su propio licor de maíz que comprarlo embotellado, y quien jamás había utilizado una navaja de afeitar?
Lo mismo te preguntabas aquella tarde en que ibas caminando por las calles de Folsom, cuando te encontraste al chino.
¿Qué hacías ahí, Amos Ott? ¿Cómo es que decidiste terminar tus días en un pueblecito perdido de California, cercano a Sacramento? ¿Acaso lo conociste en tus tiempos de gambusino? ¿Te gustó el clima? ¿La nostalgia te hizo regresar?
Venías del norte. Sólo tú sabes de dónde. Tu pasado era un misterio el día que bajaste del tren en la estación de Roseville. Se sabe que tuviste una juventud agitada en los aserraderos canadienses. Pero desde que llegaste a California cuarenta años atrás para trabajar en la construcción del ferrocarril eras un cristiano renacido. ¿Qué te hizo volver al rebaño del Señor, Amos? ¿Algo que viste en los helados bosques del Yukon? ¿O fue en las minas de California durante la fiebre del oro?
En cualquier caso eras hombre de trabajo. Un tipo rudo al que sin embargo jamás se le escapó una maldición por los labios.
Tampoco se te conoció mujer alguna. Nadie de tus compañeros mineros o de la construcción te vio visitar los prostíbulos. A cambio de ello, asistías todos los domingos al servicio en la iglesia luterana más próxima. Todos los que no estuviste alejado de la civilización.
¿Cuántos años tenías en 1908, Amos? ¿Setenta y cinco? ¿Ochenta? Difícil de saber. No existe registro de tu nacimiento en ningún lado. La edad es casi imposible de calcular en alguien como tú.
Eras un sobreviviente, Amos. ¿A cuántos viste morir? ¿A cuántos de tus compañeros se los tragó la mina? ¿Cuántos cayeron construyendo las vías?
Lo cierto es que aquel domingo llegaste a Folsom para vivir tus últimos años en una modesta pensión recomendada por algún amigo. Dos dólares semanales. Con alimentos incluidos. No mucho más.
Fuiste el único en descender en la estación. El tren, aquel cuyas vías ayudaste a construir, esperó indiferente unos minutos sin que nadie subiera. Luego partió.
Te quedaste en la estación viendo el convoy alejarse hasta que se perdió en la distancia. Después tomaste tu equipaje para iniciar el camino.
Cargabas poco. Apenas los recuerdos que pudiste empacar en un pequeño veliz tan gastado, que era imposible adivinar a qué animal pertenecía la piel con que lo habían fabricado.
Caminaste sobre Douglas Boulevard bajo el sol californiano. Por mucho tiempo. Demasiado para un viejo cansado.
Hiciste una parada en la iglesia luterana de la esquina de Douglas con Ashton. Rezaste durante unos minutos. Agradeciste al Señor la oportunidad de poder vivir un día más. Aún faltaba mucho tiempo para el próximo servicio. Querías llegar a la pensión. Seguiste sobre Douglas Boulevard hasta Auburn Folsom Road, donde torciste hacia el sur.
Conque esto era la civilización. No podías dejar de pensar en la ironía de estar solo en medio de una ciudad pequeña. A nadie le importabas, Amos. Tan sólo eras un viejo más en las calles de un pueblito alejado de todo.
Pertenecías a una especie en extinción. Un tipo de hombre que iba desapareciendo con el siglo que acababa de terminar. Un fósil viviente, un dinosaurio fuera de lugar.
Caminabas por la calle rumiando tus recuerdos, Amos, las piernas reacias a obedecerte, la espalda llena de pequeños calambres, cuando te cruzaste con el chino.
Al principio el rostro del oriental te resultó lejanamente familiar, como si lo hubieras conocido en sueños.
En otro momento lo hubieras dejado pasar de largo. Pero un viejo tiene poco más que sus recuerdos, y cada día que pasa éstos se vuelven más preciados.
Trabajando en el ferrocarril, hacía tantos años, descubriste que a pesar de lo que dice la gente, no todos los orientales son idénticos. Aprendiste a disitinguir las pequeñas diferencias, aquellas sutilezas que dan individualidad a sus rostros tan parecidos. En este caso se trataba de la cara de alguien que había envejecido mucho desde la última vez que lo viste.
Un recuerdo difuso se formó al fondo de tu cabeza.
Era un chino de aire altivo, con un dejo de aristócrata que, aun humillado en las labores de lavandero, le daba un aire de autoridad.
Lavandero. Claro. Los engranajes herrumbrosos de tu memoria comenzaron a girar con un chirrido. La pátina del olvido comenzó a desdibujarse.
De pronto podías ver el rostro del hombre que caminaba frente a ti en el cuerpo de un muchacho de quince años.
Chop Chop. El lavandero. Aquél que defendiste una vez de un par de borrachos pendencieros. ¿Cómo se llamaban?
¡Chop Chop! Ya no era ningún niño. Claro, tú que ahora eras un viejo, por lo menos le llevabas veinte años. No obstante, siempre lo verías como el muchacho que te lavaba la ropa en los campamentos de construcción del ferrocarril.
Wayne. Uno de los borrachos se llamaba Thomas Wayne.
Podía verse que Chop Chop era un hombre próspero. Vestía una túnica de seda verde con botones dorados. Las manos cuajadas de anillos de oro y jade, con una coleta que le escurría por la espalda. ¿Cómo se llamaba el otro sujeto con el que peleaste para defenderlo?
¡Qué importaba! Si no te movías a prisa, perderías a Chop Chop, quien ya iba muy lejos de ti, sobre esa calle desierta, aquel domingo de agosto.
Corriste. Tan rápido como te dejaron tus piernas de viejo.
—¡Chop Chop! —gritaste—. Soy yo, Amos Ott, tu amigo. ¿Me recuerdas, Chop Chop?
El chino se detuvo en seco. Giró para verte correr en dirección suya. No se movió de su lugar.
Llegaste hasta él, sonriente aunque agitado por correr. Le ofreciste la mano. Pero no respondió tu saludo.
—Disculpe —te dijo sin mostrar ninguna expresión—, mi nombre es Pi Ying. No conozco a nadie con el nombre de Amos Ott. Y menos a alguien que tenga el estúpido apodo de… Chop Chop.
Dio la vuelta y siguió caminando.
Te quedaste ahí, con la mano extendida, viéndolo alejarse.
No supiste qué hacer, ni qué decir.
Si el chino hubiera volteado, habría visto a un viejo leñador derramar una lágrima.
No lo hizo.
—Quizá recuerdes la vez que te defendí de Wayne y Kent —ése era el nombre del otro buscapleitos.
El chino se quedó paralizado. Dio media vuelta, para verte desde lejos. Tendría ahora unos sesenta años. Su rostro, una membrana de piel inexpresiva pegada sobre el cráneo.
Por unos instantes, el oriental y tú cruzaron miradas. Quizá lo sorprendió que se la sostuvieras, porque pasados varios minutos, te sonrió.
Una sonrisa que te hizo pensar en los dientes de un lagarto.
—Amos, viejo sinvergüenza. ¿Sigues yendo a la iglesia como una beata solterona?
Chop Chop te invitó a su casa. Durante el camino te preguntó qué había sido de ti. Dónde habías andado. Qué había sido de los compañeros del ferrocarril.
Todas las preguntas que hiciste sobre él fueron contestadas con vaguedades.
Esperabas ver una modesta vivienda. Casi te vas de espaldas cuando viste la residencia en que vivía sobre Riley Street, en el corazón del barrio chino.
—Veo que eres un hombre muy próspero, Chop Chop.
—No puedo quejarme. Pero si piensas gozar de mi hospitalidad, deberás olvidarte de ese estúpido sobrenombre. Aquí soy el señor Pi Ying.
El interior de la casa era tan silencioso como un sepulcro. Pi Ying parecía caminar deslizándose como un fantasma sobre las alfombras, mientras tus viejas botas rechinaban sobre el piso, dejando un rastro de suciedad.
El oriental te condujo a través de grandes salones adornados con ostentosos objetos de arte hasta llegar a un recinto ocupado por una mesa de madera laqueada y dos cojines de seda. Por toda decoración había un biombo con dos dragones dibujados. A una señal de sus manos, varios sirvientes aparecieron de la nada para servirles té verde y un platón rebosante de fruta fresca.
Reiniciaste la plática mientras los criados, silenciosos, servían viandas en platones de porcelana. Pato laqueado, fideos de arroz, huevos cocidos en té de jazmín, panecillos shengjian, trozos de pescado cocidos al vapor y arroz frito. No habías reparado en lo hambriento que estabas.
Cuando estuvieron satisfechos, Pi Ying dio otra señal. Los sirvientes levantaron sus trastos para dejar sólo las tazas sobre la mesa. A una palmada de tu amigo, un joven depositó frente a ti una charola con una pipa de opio.
Tu anfitrión dio un par de caladas antes de ofrecértela. Dudaste unos instantes en aceptarla. Luego te la llevaste a los labios y aspiraste.
Pudiste sentir el humo resinoso descender por tu garganta como una serpiente que se refugia en su madriguera.
¿Qué pasó después, Amos? No hay manera de saberlo. Las brumas te envolvieron como algodones. Un sueño pesado se apoderó de ti.
Lo siguiente que recuerdas es despertar en un galerón lleno de catres. Decenas de chinos fumaban en pipas de agua. El aroma del opio llenaba el lugar como una nube pegajosa. Te levantaste, tambaleándote, buscando una salida. Ninguno de los orientales se molestó en voltear a verte.
La puerta daba a un pasillo que se perdía en la oscuridad hacia izquierda y derecha. En las sombras era imposible distinguir detalles.
Caminaste por el pasillo, iluminado cada tanto por faroles rojos de papel en los que ardía una vela. Te sentías pesado, como en un mal sueño. ¿Seguías bajo los efectos de la goma? Maldito el momento en que fumaste.
Pasó mucho tiempo durante el que caminaste por esos pasillos que se torcían y bifurcaban, con la tenue luminiscencia de los faroles apenas insinuando el camino.
Escuchabas voces a lo lejos, hablando en chino, sin dar con nadie. Cuando sentías que estabas perdido, hallaste otra puerta.
Te apresuraste a abrirla. Del otro lado había un poco más de luz.
Al franquearla, te quedaste paralizado.
No había nada en el mundo, Amos Ott, que te hubiera podido preparar para ver la escena de pesadilla que albergaba ese inmenso galerón.
Al otro lado, aquel a quien conociste como Chop Chop cuando era un muchacho, y que ahora se hacía llamar Pi Ying, jugueteaba con dos lagartos.
Primero pensaste que eran cocodrilos. Sin embargo, sus cuerpos esbeltos y alargados eran más como de serpientes con patas. Los animales se movían ágiles ante las órdenes del chino, que parecía estar entrenándolos. Amo y mascotas estaban tan concentrados que no repararon en ti mientras los observabas paralizado con mudo terror.
A una señal del chino, los animales se lanzaron sobre una pelota de jade. Uno de ellos, el más grande, extendió unas alas escamosas que te hicieron pensar en las de los murciélagos que viste durante tus años de gambusino. No eran menos repugnantes.
El otro, para ahuyentar a su compañero, lanzó un mordisco violento.
Los lagartos se trenzaron en una espiral de carne húmeda que aún en la media penumbra se adivinaba verdosa. Pi Ying los observaba, divertido.
Cuando el pleito por la pelota se puso violento, el chino intentó separarlos. Pero el abrazo de los lagartos era muy apretado. Desde donde estabas podías ver que sus dientes se hundían en la carne del otro con odio.
En un último intento por separarlos, viste a Pi Ying extraer de su túnica un látigo nudoso. Gritó algo en chino. Como no lo obedecieran, tronó el cuero sobre la piel de uno de ellos.
Una llama reventó en la semipenumbra, acompañada de un rugido.
No te quedaste a ver en qué terminaba el juego de Pi Ying y sus demonios. Saliste huyendo por los pasillos interminables, buscando una escapatoria de ese delirio.
Lo siguiente que recuerdas es vagar sin rumbo por las calles de Folsom. ¿Cómo llegaste ahí? ¿Por dónde saliste de la casa de Pi Ying?
Cuando te encontraron, deambulando por las orillas del lago Folsom, balbucías incoherencias sobre unos dragones ocultos en el laberinto subterráneo del barrio chino.
Nadie te creyó. Después de todo, eras sólo un viejo loco que ninguno había visto nunca en Folsom. Te llevaron a un hospitalito en Sacramento. De ahí, al psiquiátrico de San Francisco.
Nadie te escuchó, por más que pedías que te registraran la casona de Chop Chop.
Nunca volviste a verlo. Ni a saber de él.
Habrías de morir poco tiempo después. Semanas antes de que el barrio chino de Folsom ardiera inexplicablemente.
Un poco antes de que Pi Ying, comerciante, desapareciera de California para jamás volver a ser visto.