En el capítulo anterior, en la B del Método BRAVO, te conté cómo darle la Bienvenida a tu temática, a ti como ponente y a tu audiencia. Ahora nos adentramos en la fase de R de Reconocimiento y los tres vértices protagonistas de este método. Prepárate para Reconocer como nunca tu materia, Reconocerte (volver a conocerte) a ti mismo, y hacer lo propio con los que te escuchan: Reconocer (honrar) a tu audiencia.
Sitia tu materia como si de una fortaleza se tratara. Lee, mira, busca, comparte y hasta respírala. Enamórate de ella y pon el foco en todo lo que pudiera estar relacionado. Quizás te sorprendas porque, como dice Tony Robbins, «donde pones tu atención fluye la información», y seguramente empieces a ver artículos relacionados con tu temática por doquier.
Es como ese efecto que se produce cuando tienes un esguince y ves escayolas por todas partes, o cuando eliges un coche, quizás tu favorito, y la ciudad se plaga de ese modelo. ¿Todo el mundo tiene el mismo? Lo cierto es que no, pero es donde tú pones el foco. Debería ser más famosa que la ley de la atracción, la ley de la atención: allí donde pones tu atención surge más información.
Ejercicio
Robert de Niro es un actor extraordinario. Si te gusta mucho, podrías decirme que tiene dos premios Oscar y ha sido nominado en cinco ocasiones. Y si eres fan, seguro que conoces que la famosa escena de «Are you talking to me?» frente al espejo en Taxi Driver fue totalmente improvisada, o que los tatuajes que luce en El cabo del Miedo eran reales porque no quería deslucir su actuación preocupándose de que se borrarían en el agua. Pero solo te considerarías un experto si sabes que en esta última película pagó 5.000 dólares para adaptar su dentadura al personaje y tras la película tuvo que invertir 20.000 en dejarla como antes. O que abrió un restaurante llamado Rubicón junto con Coppola y Robin Williams. O que de pequeño le llamaban Bobby Milk por su aspecto blanquecino y juvenil. Esta es una forma de «ser experto» en algo. Saber mucho sobre un tema y poder demostrarlo.
Elige un tema que te guste e investiga durante cuarenta y ocho horas. Investiga cual detective todos los datos, curiosidades y elementos, desde los más conocidos hasta los más extraordinarios. Internet es tu aliado. Después pon a prueba tu nuevo conocimiento y compártelo con alguien cercano, a ver qué opinión te da al respecto. Te aseguro que a la gente le suele encantar un: ¿sabías que…?
Por ejemplo, ¿sabías que el caracterísitico ruido de la espada láser de Star Wars se debe a que George Lucas utilizó un ventilador estropeado para grabarlo?
La audiencia perdona que les cuenten un tema conocido siempre que el acercamiento al mismo sea original, ¡sorpréndeles con algo que desconozcan y les tendrás de tu lado toda la conferencia!
De una forma sana «obsesiónate» y reconoce tu temática. No te estoy diciendo que inviertas 10.00022 horas en ella, bajo la teoría de que ese es el tiempo que se tarda en convertirte en un experto. Existe un deseo de cuantificarlo todo y no siempre es posible, pero sí te propongo que, para hablar con criterio sobre algo, te «empapes» todo lo que puedas: antecedentes, consecuencias, soluciones alternativas, etc. Cuanto más sepas, más sencillo será seleccionar y elegir los argumentos para exponer tu punto de vista único e irrepetible.
Los motivos por los que eliges esa temática, y no otra, solo los sabes tú: tal vez tengas una necesidad específica (tu trabajo lo requiere) o sea por gusto personal; ambas son válidas. En el siguiente apartado te contaré cómo legitimarte en esa temática (si es que no lo estás ahora mismo) para que puedas convertirte en toda una «autoridad» en la materia. Pero para ir «reconociéndola» deja que te pregunte: ¿quién es hoy un referente en ella? ¿Qué persona te viene a la cabeza cuando piensas en ese tema? Como diría mi editor, Roger Domingo (@RogerDomingo): «¿Quién es el top of mind de esa materia?».
Casi siempre hay alguien que sabe (mucho) sobre algo antes que tú y eso es… ¡ideal! Aprende lo máximo sobre ellos, exprime toda la información que encuentres y recuerda algo importante: no se trata de ser el primero o el único, se trata de ser el indicado. ¿Por qué no podrías aportar tú algo original a esa materia?
Vamos a adentrarnos, precisamente, en ese apartado:
Nosce te ipsum significa «conócete a ti mismo». A este reto en forma de aforismo se debían enfrentar todos aquellos que quisieran traspasar el umbral del templo de Apolo en Delfos antes de comenzar una aventura.
Un reto tan complicado como justo. Pues, si existe un requisito indispensable para iniciar un diálogo trascendental (dirigirnos a otros oralmente), esa es la necesidad de analizar, comprender y aceptar nuestra esencia. En esta otra aventura, la de hablar en público, necesitarás conocer tus virtudes y defectos, saber cómo proyectarlos de manera eficaz.
¿Por qué es importante reconocerse a la hora de hablar en público? Porque tu comportamiento responde al concepto que tienes de ti, es decir, que tus acciones están condicionadas por la idea inicial que tienes sobre tu persona y, por tanto, las palabras que usas también lo estarán. Puede que ahora pienses que esto no es tan relevante; no obstante, te aseguro que las palabras que eliges tienen un profundo impacto en tu influencia, y afectan de manera significativa el resultado.
William James,23 profesor en la Universidad de Harvard y fundador de la psicología funcional, decía que «toda persona tiene la necesidad de ser reconocida por los demás».
Del mismo modo que el hambre es saciada con comida, para subsanar esta necesidad humana de Reconocimiento es necesario, e incluso imprescindible, que se nos considere, es decir, que se nos otorgue valor.
Según Eric Berne,24 psiquiatra fundador del análisis transaccional, la unidad de contacto para «reconocer» a otra persona, ya sea de forma verbal, táctil, escrita o gestual, se denomina caricia. Con este afectuoso apelativo se refería a cualquier estímulo social, dirigido de un ser vivo a otro. Por sus investigaciones, y las de los psicólogos que le precedieron, las «caricias», en el sentido más amplio de la palabra, son imprescindibles para el ser humano, hasta el punto de poder enfermar si carecemos de ellas. Su ausencia puede provocar incluso la muerte en edades tempranas.25
Podría hacer apología de las «caricias», con menos rigor científico, por puro sentido común. Esas caricias entendidas como muestras de afecto, de amor incondicional en el terreno familiar y romántico, y de reconocimiento y respeto en el campo profesional. Son muy necesarias, ¿No crees?
No obstante, este manual versa sobre oratoria. No se trata de un libro de autoayuda (sin ánimo de ofender, creo en que ya sabemos lo que tenemos que hacer, solo hay que encontrar la motivación para hacerlo: En mi opinión sustituiría ese nombre por autoconvicción). Además, no soy psiquiatra como Berne. Pero entiendo que, como seres gregarios que somos, necesitamos de los demás para sentirnos bien. Así de sencillo. En ese intercambio, a distintos niveles, incluido el comunicativo, entendemos no solo al otro, sino a nosotros mismos. O al menos, lo intentamos.
Si este tema llama tu atención, puedes indagar sobre la teoría del doctor en psicología Claude Steiner, en Los guiones que vivimos.26 Mi aportación, sin embargo, tiene más que ver con la manera en que, a través de nuestra comunicación en público, nos reconocemos mejor a nosotros mismos (lo que podría ser una autocaricia en la teoría de Steiner) y beneficiamos a los demás, pues reconocemos su presencia y su esfuerzo al escucharnos. Hablar es acariciar, escuchar es recibir esa caricia.
No creo que sea cierto y, sin embargo, lo mires por donde lo mires, será a partir de la información con la que cuenten las personas que te escuchen en una presentación, al pronunciar un discurso, al responder una pregunta directa en la oficina, o en la sobremesa del domingo, los retales con los que los demás confeccionarán la imagen que tengan de ti.
Tu audiencia como receptora juzgará en cuanto a lo que perciba de ti, en ese mismo instante, y lo calificará, casi sin querer, etiquetando al emisor a partir de esa experiencia. Si en tu intervención sobre un tema (incluso aquel que domines con maestría) manifiestas un elevado nerviosismo a la hora de transmitirlo oralmente, las personas que te escuchen podrían interpretar que esa inseguridad no es tanto por hablar en público, sino por tu competencia para con esa temática. O incluso con tu capacidad (o incapacidad) en general. Sin ser intencionado, a priori, están juzgando el todo por la parte. Eso es injusto para «la parte» —que tal vez sea tu tema estrella—, y definitivamente injusto con «el todo», que eres tú mismo.
En otro apartado te diré cómo proyectar «hacia fuera», a través del cuerpo y de la voz, una seguridad y aplomo superiores a los que hoy poseas. En este, te propongo que trabajemos «hacia dentro» haciendo un ejercicio básico: vamos a reconocer en qué versión de nosotros mismos estamos operando. Es decir, cómo estamos por dentro, en este preciso momento.
¿Has escuchado la expresión «circulo vicioso»? Esto se da cuando dos circunstancias, que son a la vez causa y efecto, se retroalimentan en sentido negativo. Un ejemplo de círculo vicioso con respecto a la idea de hablar en público sería decir algo así: «Como no hablo en público a menudo, no hago buenas presentaciones. Y, claro, como mis presentaciones no son buenas, procuro hablar en público lo menos posible».
Es como el ciclo sin fin de El Rey León pero en su versión de pesadilla. La «pes(c)adilla que se muerde la cola»: una idea limitante que se establece en tu mente con fuerza. A esto se le denomina «creencia limitante»; es una idea que, pudiendo no ser cierta, se establece en tu cabeza como si lo fuera y condiciona tu comportamiento limitándolo.
Las creencias pueden modificarse, puedes transformar una idea limitante en una potenciadora. Sería como transformar un círculo vicioso, en uno virtuoso, ¿qué tal así?: «Como disfruto de una autoestima positiva, hablo en público bastante bien, con mucha seguridad. De hecho, hablar en público mantiene alta mi autoestima».
Suena mejor, ¿no crees?
Crea tu propio círculo virtuoso confiando en este primer paso y aprende a reconocerte a ti mismo: aumentar tu autoestima y la calidad de tus presentaciones al mismo tiempo, ¡dos por uno!
«Hay muchas maneras de ponerse fuerte, y a veces hablar es la mejor de ellas.» Esta sencilla reflexión la he extraído del magnífico libro del extenista André Agassi (@AndreAgas si): OPEN: Memorias.27 Tuve la oportunidad de escuchar a este gran profesional en un evento de directivos y personalidades mundiales, organizado por una cadena de televisión, y no puedo estar más de acuerdo con esa afirmación. Hablar en público no solo sirve para persuadir acerca de las bondades de un producto o transmitir una gran idea; cuando lo hacemos bien, sucede algo increíble: nuestra imagen interna sale reforzada.
Si, como suelo defender en conferencias y talleres, hablar bien en público se fundamenta en pensar bien en privado, ha llegado el momento de usar esa reflexión en primera persona:
Ejercicio
— ¿Qué piensas sobre ti mismo?
— ¿Cuál es tu opinión honesta de ti como persona, como profesional?
— ¿Quién eres?
— ¿Qué sabes hacer?
— ¿Por qué deben escucharte?
Laura M. Roberts,28 profesora de conducta empresarial en la Harvard Business School, experta en cómo desarrollamos identidades positivas y auténticas en el trabajo, explica que todos tenemos momentos memorables en los que sacamos nuestro potencial. Pero, del mismo modo, ocurre que, en otras circunstancias, es nuestra peor versión la que toma el control de nuestra vida. Con el paso del tiempo esas experiencias y su «peso específico» en nuestra memoria van conformando nuestra autoimagen.
La imagen que tenemos de nosotros mismos puede ser positiva o negativa, pero no es inmutable. Esta investigadora orienta a las personas en el proceso de crear su propia imagen tras formularse algunas preguntas tan simples, y tan complejas, como las que aquí te ofrezco. Es fundamental reflexionar sobre ellas, ¡no te las saltes! Creo, profundamente, que los resultados que obtenemos nunca podrán superar el concepto que poseemos sobre nosotros mismos. Necesitamos analizarlo y transgredirlo para mejorar dicho resultado.
Vamos a hacer este ejercicio juntos:
Ejercicio
— ¿Cuáles son las tres palabras que mejor te definen como persona?
— ¿Qué es eso tan singular que te hace muy feliz y te permite rendir al máximo?
— Piensa en un momento en concreto, en el trabajo o en el hogar, en el que actuaste de forma natural y adecuada. ¿Cómo puedes actuar hoy del mismo modo?
— ¿Cuáles son las virtudes que te caracterizan y cómo puedes aplicarlas?
Serán muchas las preguntas que debas hacerte en las que el tema central seas tú mismo. Y, como bien sabes, no siempre nos tratamos con justicia. Algo que se percibirá en tu discurso, en tu forma de expresarte e, incluso, en tu comunicación no verbal, algo que trabajaremos en capítulos posteriores.
Por eso es importante que aprendas a reconocerte, aceptarte y esforzarte por exprimir tus verdaderas capacidades. Y subrayo verdaderas, porque es increíble la cantidad de trampas en las que caemos cuando nos analizamos a nosotros mismos. ¿Sabías que la mayoría de los test psicológicos que plantean preguntas sobre el futuro dan resultados adulterados porque las personas respondemos basándonos en cómo nos gustaría ser y no en cómo somos realmente? Es decir, respondemos de manera aspiracional.
Ya conoces mi empeño en enseñarte con ejemplos las teorías que encierra el Método BRAVO. En este caso voy a recomendarte la charla de Brené Brown:29 «El poder de la vulnerabilidad» (puedes encontrarla sin problema en YouTube). En ella, la investigadora Brown desbroza el concepto de «vulnerabilidad» despojándole de su sentido peyorativo, confiriéndole otro más benevolente que se resume en esta idea: sin vulnerabilidad no hay conexión. Así de simple. Vulnerabilidad a modo de caja de Pandora donde se encuentran los sentimientos más dañinos y también los más exquisitos, como el amor, la conexión, la compasión, etc.
Déjame aclarar que este capítulo es el más personal, el que más implicaciones emocionales conlleva, ya que estamos trabajando tu parte interna como orador. De nada sirve llenar de florituras una presentación sin este análisis interno. Vas a comprobar cómo con los sencillos ejercicios que voy a proponerte, lejos de ser complicado, se vuelve una tarea reconfortante y sobre todo útil a muchos niveles, especialmente para aprender a hablar en público con eficacia y preparar tu propia exposición oral.
Observa este dibujo. Como ves hay dos pares de variables: autoestima y heteroestima; intimidad y extimidad.
Lo primero que debemos tener en cuenta es que, cuando hablamos de estima, estamos hablando de amor. Así pues, si menciono la autoestima, estaré refiriéndome al amor que sentimos por nosotros mismos, mientras que, si me refiero a la heteroestima, estaré hablando del amor que recibimos del exterior, de otras personas.
Estos dos elementos deberían estar equilibrados. Si en tu caso es así, felicidades y MajQa’ tera’ (no es un error tipográfico: los trekkies saben que es la manera de decir «bienvenido a la Tierra» en el idioma extraterrestre klingon de Star Trek), porque debes de ser de otro planeta. De veras, es raro encontrarnos equilibrados en este aspecto. Lo habitual es que uno de estos elementos tenga más peso específico, lo cual condicionará inevitablemente nuestro comportamiento.
Ahora voy a pedirte que visualices un subibaja, uno de esos típicos columpios de los parques infantiles. Seguro que alguna vez jugaste en ellos. Si lo hiciste, recordarás que lo complicado era quedarse con ambos lados en equilibrio. Y si lo conseguías, era apoyando los pies en el suelo, ¿verdad? La imagen del balancín te ayudará a comprender este concepto de equilibrio tan útil a la hora de hablar en público.
Si el lado de la autoestima está arriba del todo, la heteroestima, por el contrario, estará baja. Esto significará que el amor que nos autoproclamamos desatiende a la opinión de aquellas personas que nos rodean. Y, por lo tanto, tenderemos a intoxicar nuestras palabras con soberbia, prepotencia, falta de escucha o empatía.
Por el contrario, si es el lado de la heteroestima el que está por las nubes, habitualmente caerás en la incoherencia entre lo que sientes y lo que dices, pues tenderás a la búsqueda del agrado exterior o incluso a la sumisión. Créeme cuando te digo que esto se percibe bastante más de lo que parece.
Ejercicio
Haz la prueba y piensa en varias personas de tu entorno. ¿Qué lado de su «columpio» tienen arriba? ¿En qué grado? ¿Podrías pensar en alguien que sea un caso muy pronunciado en cualquiera de los dos extremos? Pues ahora piensa, ¿no es acaso por lo que dicen y por cómo lo dicen por lo que les atribuyes ese comportamiento?
Por ejemplo, piensa en Cristiano Ronaldo y en Rafa Nadal. Los dos deportistas de éxito y con millones de fans por todo el mundo. En una entrevista uno contestó que la gente le envidiaba por que él era «guapo, rico y bueno». El otro, tras conseguir el trofeo más importante de su deporte, dijo: «Es una barbaridad considerarme el mejor deportista de España».
¿Sabrías decir quién dijo qué? Obviamente, esas etiquetas de humildad o prepotencia les acompañarán siempre.
En aquel balancín usábamos nuestro centro de gravedad como herramienta para subir o bajar, moviéndolo hasta encontrar el equilibrio. La forma que te propongo para subir la autoestima consiste también en prestar atención a «tu centro». Hablamos de identificar las cualidades positivas que te hacen ser como eres, las habilidades y recursos especiales que diferencian tu esencia de la de los demás. Identificar estos atributos te ayudará a tomar decisiones sin requerir de la opinión de terceros. Y tu audiencia se percatará, aunque no sepa explicar muy bien por qué, de tu convicción y confianza en ti mismo.
Ejercicio
Escribe tu hoja de Logros. Así, como lo lees. Solo necesitas un bolígrafo, un folio en blanco y no parar de escribir hasta que esté completo por las dos caras. No te preocupes si, al principio, se te ocurren pocos o tan solo se te pasan por la cabeza frases del tipo: «soy muy amigo de mis amigo» o «tengo pillado el punto de la tortilla»…
Es mucho más habitual de lo que parece, sucede porque solemos concebir la modestia de una manera equivocada. Eres mejor que eso: yo lo sé, y tú también. Si superaste tu etapa escolar, aprobaste alguna asignatura en el instituto o te graduaste en aquel curso, piensa en cuántos no consiguieron alcanzar esos mismos objetivos.
Si eres capaz de ayudar a un turista perdido, indicándole cómo llegar a algún lugar concreto, si conduces un coche o alguna vez has montado en bicicleta, si eres buena gente con tus vecinos o puedes cantar una canción, si tienes buena mano para la decoración o tienes habilidad para arreglar algo…, por favor, ESCRÍBELO. Honra tus esfuerzos convertidos en LOGROS y, al menos por una semana, trata de mirarlo cada día. La autoestima, como el bíceps, puede trabajarse, y este es un buen ejercicio para sacar músculo.
Si, por el contrario, sabes que vales tu peso en oro, pero no siempre recibes de fuera las sensaciones positivas que desearías, es el momento de subir la heteroestima y analizar tus áreas de mejora en este aspecto. Pide feedback sincero sobre tu trabajo y comportamiento, puedes aprender mucho de otros y con otros a partir de una pregunta tan sencilla como: «¿Y tú qué opinas?». También de la sincera petición: «Te necesito».
Ejercicio
Antes de preparar tu exposición, haz un repaso a este sencillo ejercicio para balancear los dos elementos. Una entrevista de trabajo, la petición de un aumento de sueldo o una conferencia de tu tema necesitará que el equilibrio reine en tu interior para potenciar tu reconocimiento.
Cuando estamos frente al público, mostramos facetas de nuestra personalidad que deseamos y otras, aunque no lo deseemos, también quedan expuestas. La autoestima y heteroestima que acabamos de analizar son dos de las cuatro variables que sirven para comprobar si la imagen que tienes sobre ti y la que muestres están alineadas y son lo más positivas posibles.
Las otras dos variables del cuadrante son la intimidad y la extimidad. O, dicho de otro modo, cómo respetamos nuestro mundo: emociones, sentimientos, percepciones, opiniones, deseos, anhelos, miedos, etc., y lo que hacemos en consecuencia.
Si nos sentimos más cómodos preservándolo para nosotros mismos, estamos acrecentando nuestra intimidad. Si tenemos la necesidad de compartirlo con los demás, estaremos dando rienda suelta a nuestra extimidad.
El médico y alquimista Paracelso decía que «la dosis diferencia un veneno de un remedio». Si buscamos la justa medida para tu autoimagen, la proporción entre ambos comportamientos, como puedes imaginar, debería estar nivelada.
Un exceso de intimidad, por ejemplo, te hará perder la perspectiva real de tu situación, te impedirá enriquecerte de las vivencias de otras personas y, del mismo modo, reducirá tu capacidad de influencia, alejándote del aprendizaje. En el otro extremo, un exceso de extimidad podría acercarte a una vida frívola y a someterte en exceso a la aprobación de los demás. Consumirá tu tiempo y mermará tu productividad, lo que podría llegar a provocar desconfianza en tus capacidades.
Siempre han existido ambos vértices. Pero ha sido a partir de la aparición de las redes sociales cuando esto se ha potenciado hasta extremos insospechados, hace apenas una década, tanto en personas que rehúyen compartir sus vivencias y/o sentimientos para evitar ser juzgados, como para quienes parecieran precisar la respuesta y aprobación de la comunidad.
Aprovecho para poner el acento en este punto porque, si bien hablar en público es un acto de extimidad, hablar todo el rato y sobre cualquier tema tiene el mismo efecto contraproducente que no decir absolutamente nada a nadie. Es decir, el valor de lo que dices tiende a cero.
Vivimos en la era de la extimidad, lo que, curiosamente, está generando más personas introspectivas que nunca. ¿Por qué? Porque los medios suelen ser controlados por quienes dominan el arte de la comunicación. Mientras que hace una década existían lugares y ámbitos que obligaban al intercambio de ideas y la defensa personal de planteamientos, ahora es muy fácil expresarlo todo a través de la pantalla de un smartphone. Nos escondemos tras correos electrónicos, wasaps y mensajes en redes sociales. Eso merma la capacidad mayoritaria de comunicación otorgando el poder a esos que llaman influencers, que no son sino quienes han comprendido y aprendido cómo dominar la nueva comunicación.
Es hora de transformarte en un influencer (una persona con capacidad de influencia en un grupo social), y no por aparentar (capaces de llevar gorro en verano y shorts en invierno porque la moda lo dicta). Uno real. Alguien que merezca la pena escuchar y que no acalle sus opiniones o las oculte tras un móvil.
Ejercicio
Busquemos el equilibrio. Analiza dónde te sitúas respecto a esta segunda variable de intimidad y extimidad. Examina las últimas veinticuatro horas y explora las acciones que tengan que ver exclusivamente con el tema sobre el que deseas convertirte en influencer.
Suma un punto por aquello que hayas comunicado públicamente. Resta un punto por aquellas ocasiones que, pudiendo haber hablado, te has callado, dejando pasar la ocasión. Elimina los puntos de las situaciones en las que lo que has dicho de tu tema ha estado fuera de lugar o ha sido contraproducente, así como por las frivolidades sin valor real que has publicado en tus redes sociales. ¿Qué nota sacas? ¿Te acercas a la posición neutra? ¿Has tenido que eliminar muchos puntos?
Rubia, metro sesenta y siete, impecablemente vestida. Puestazo, superreconocida y muy preparada académicamente. Madre ejemplar de un par de críos. Fiel esposa y amiga leal.
—¿Motivo de la consulta?
—Siento que soy un bluf. —¡Palabras textuales!
—Mónica, ¿tú sabes lo que es un bluf? ¿Cuando alguien o algo aparenta ser lo que no es? —replico algo perpleja.
—No, yo soy un bluf —me espeta con una mirada esquiva, repleta de angustia, que denota una terrible sensación de fraude.
Los psicólogos se refieren a esta sensación como el síndrome del impostor y cada año aumenta el porcentaje de personas que lo sufren. Un ensayo publicado en la Revista de psicopatología y psicología clínica30 lo explica como: «La existencia de dudas acerca de la propia habilidad, el miedo al fracaso y el mantenimiento de unas bajas expectativas de resultado, todo ello a pesar de una importante historia de éxitos».
Vivimos en un mundo acelerado en el que parece que el tiempo disminuye, mientras las metas que alcanzar crecen a ritmos desmesurados. ¿Alguna vez te has parado a recordar cómo era la vida en la época en la que se revelaban las fotos? ¿Ha existido siempre esta sensación de autoexigencia? ¿Nos afectaban tanto los ejemplos desproporcionadamente comparativos cuando no existían Facebook o Instagram?
Acepto que los tiempos cambien, pero me estomaga que los gurús del marketing nos sometan a la presión del binomio «adaptarse o morir». ¿Por qué no añadir una tercera opción?
Si, como decía Buda, «todo lo que somos es el resultado de lo que hemos pensado», ¿podríamos aprender a pensar diferente? Después de todo, si la cabeza es redonda, ¡quizás sea así para que las ideas puedan cambiar de dirección!
Consultando esta cuestión con mi talentosa amiga psicóloga Pilar Cebrián (@Pilar_ce brian_O), confirmo la idea de que es posible modificar nuestro patrón de pensamiento a voluntad. Veamos cómo domar ese «enemigo interno» que es, en ocasiones, nuestra mente.
— En esta ocasión he tenido suerte, pero, quizás, en la próxima fracase.
— Ni siquiera tendría que estar aquí.
— Siento angustia en el pecho; aunque me reprocho cuando lo dejo, solo puedo pensar en cúando acabará.
Tal vez, frases como estas te parezcan singulares y aisladas, pero lo cierto es que la sensación de haber engañado a los demás para parecer más competente de lo que uno se considera en realidad es más común de lo que cabría imaginar. Y se acrecienta con el temor a tener que hablar en público sobre un tema que, si bien podemos conocer, nunca dominaremos completamente.
El síndrome del impostor es una sensación punzante que nos hace sentir que no somos aquello que ofrecemos, que estamos vendiendo diariamente una mentira sobre nosotros y que, cualquier día, van a descubrir que, en verdad, somos un fraude. No se trata de miedo escénico, ni de ataques de pánico. Es más bien la profunda, y a veces paralizante, creencia de haber recibido algo que no nos merecemos, de que, en algún momento, nos descubrirán.
El origen puede estar de nuevo en la infancia temprana o la dinámica familiar, las expectativas sociales, los prejuicios, la personalidad o el lugar del trabajo. Muchos de los que sufren este síndrome son personas de éxito incapaces de interiorizarlo. Lo atribuyen a cualquier circunstancia con tal de no contabilizarlo como fruto de su talento: a su don de gentes, a sus contactos, a la perseverancia, al tiempo o a la suerte. Viven con la sensación de que, en cualquier momento, alguien puede encontrar el truco y descorrer las cortinas, como en El Mago de Oz, evidenciando las imperfecciones del ser humano que son.
Estos signos de inseguridad aumentan al recibir elogios, pues, estos, lejos de favorecer la conciliación de la heteroestima y la autoestima, contribuyen a ensanchar el abismo entre el mensaje que reciben del exterior y el concepto que tienen de sí mismos. Y, del mismo modo que quitan importancia a sus logros, exageran sus fracasos. El resultado es que aceptan mejor las críticas que los cumplidos, reconoces ese comportamiento que tienes cuando alguien te dice «¡Qué bien te sienta ese modelito!» y tú contestas con un «¿Esto? Si no vale nada». Si te sientes reflejado en esa situación, lo mejor que puedes hacer es comenzar a dar las gracias la próxima vez que te hagan un cumplido. Sin justificarte, sin excusas, simplemente dar las gracias.
Para los que padecen este síndrome, una sola decepción construye la prueba fehaciente que necesitan para corroborar su concepto de impostores. Se aferran a cualquier hecho que reafirme su idea de ser una nulidad. La ironía es que los errores confirman esta teoría y los éxitos, lejos de disipar los miedos, los acrecientan. Así pues, ¿cómo romper este patrón cognitivo irracional?
El cerebro se rige, básicamente, por las normas de aprendizaje. Es cierto que disponemos de una serie de variables de nuestra personalidad que son heredadas o innatas. Así como con una serie de miedos evolutivos que, con el paso del tiempo y la exposición, terminarán desapareciendo. El miedo al vacío o a los ruidos excesivos son algunos de ellos.
A medida que avanzamos en la vida, el cerebro observa el exterior y conforma sus propias teorías, más o menos racionales, en función, no de las vivencias a las que se enfrenta, sino de la interpretación que hace de ellas. Muchas veces, cometemos el error de pensar que «soy así, y punto». Pero la neurociencia, como muy bien demuestra el investigador César Tomé31 (@Edocet) en su vídeo titulado «La ilusión del yo», se ha encargado de dilapidar esta excusa para siempre. Ahora sí tenemos pruebas de que, gracias a la plasticidad neuronal, nuestro cerebro dispone de tal capacidad para reestructurarse. Ya no solo sabemos con certeza que podemos cambiar, además sabemos que definitivamente ha dejado de tener sentido la expresión «yo soy así».
Ni tu peor enemigo puede hacerte tanto daño como tus propios pensamientos. La buena noticia es que se puede aprender a pensar (¡hay esperanza para la humanidad!). Y nos iría a todos mucho mejor si practicáramos pensamientos positivos a menudo. No voy a inventar el hilo negro con esta apreciación, pero a pensar se aprende. Y se aprende pensando. Practicar el hábito de generar pensamientos potenciadores, en vez de ideas dañinas y limitadoras, va a modificar significativamente nuestro estado emocional. Y ahí es donde puedo asegurarte que los resultados serán distintos.
Tito Livio, el historiador romano, decía que «cualquier esfuerzo resulta ligero con el hábito». Entonces, ¿podríamos llegar a generar una conducta que nos alejase del síndrome del impostor?
Tu cerebro aprende e instala aquello que repites con frecuencia y, a su vez, envía los neurotransmisores correspondientes a ese pensamiento, generando en nuestro cuerpo emociones y reacciones fisiológicas concretas. Si cuando veo un perro pienso que es peligroso, mi cerebro liberará los neurotransmisores vinculados a la emoción del miedo para que me acelere el pulso, aumente la sudoración y salga corriendo, aunque, dependiendo de la persona, también podríamos reaccionar quedándonos literalmente congelados o incluso atacando al animal. El problema, con total seguridad, no es el perro. ¡El problema es que he aprendido a pensar que podría ser peligroso!
¿Ves claro el origen del síndrome? Si cada vez que consigo algo positivo en mi vida, ya sea en el ámbito laboral o en el personal, lo filtro diciéndome que ha sido fruto del azar o del nepotismo, mi cerebro le restará valor automáticamente, inhibiendo la liberación de los neurotransmisores que, de forma natural, deberían estar asociados a una emoción de alegría y bienestar, tales como las endorfinas o la noradrenalina.
Por el contrario, liberará los neurotransmisores causantes de miedo, decepción e incertidumbre. Es una especie de autoboicot para que cada situación coincida con mi patrón cognitivo, que puede ser irracional pero, a priori, es el único que conozco.
La clave para dejar de sentir ese bluf consiste en romper esta contingencia, esa línea de pensamientos limitadores, y modificar la dirección de las emociones adheridas a ellos. En este sentido, debemos modificar la polaridad de nuestra interpretación y entrenar el acopio de un buen repertorio de pensamientos positivos. Prueba hoy mismo este consejo para lograrlo y repítelo de manera consistente. Ya sabes que la única forma de perpetrar un pensamiento es la repetición del mismo hasta el cambio de patrón mental.
Ejercicio
Piensa esta misma noche, antes de dormir, diez cosas buenas que han sucedido a lo largo del día. Repite este ejercicio durante veintiún días. Al principio te costará un poco, y habrá noches en las que parezca que nada de lo que te hubiera acontecido desde que te despertaste fuese digno de mención. Pero, poco a poco, como quien ejercita un músculo, vas siendo consciente de que existen muchas más cosas buenas en tu día a día de las que, a priori, eras consciente (solo estar vivo podría ser suficiente motivo para estar agradecido) y al rememorarlas trabajarás esa área del cerebro responsable de tus futuras interpretaciones.
Cuando pienses en tu cualidad para hablar delante de una audiencia, procura evitar términos absolutos y tremendistas basados en experiencias pretéritas poco satisfactorias. Si aquel evento de tu pasado no fue todo lo deseable que habría cabido esperar, recuerda ese aforismo que dice: «A veces se gana y a veces se… ¡aprende!».
Si, por el contrario, el resultado fue más que digno, deshazte de la humildad mal entendida y repite interiormente la consigna que me dio un maestro al escucharme desdeñar mis virtudes: «Querida, no seas tan humilde, que no eres tan importante». Me pegó el corte de mi vida y, de paso, me regaló esta lección que hoy comparto contigo. Dale el valor que merece a cada acto y aprende a tratarte como lo harías con un buen amigo. Después de todo, tú serás, con seguridad, la persona con la que más tiempo pases. Como decía Oscar Wilde: «Amarse a uno mismo es el comienzo de una aventura que dura toda la vida».
Alguien que se caracterice por su heteroestima y extimidad será una persona que tenderá a emplear el lenguaje de quienes le rodean, intentará agradar en exceso a sus contertulios y caerá con frecuencia en incoherencias. Además, abusará de las preguntas aprobatorias en su discurso, sus afirmaciones contendrán dudas y no defenderá de una forma suficientemente razonada ninguna idea. Reflexiona: ¿le comprarías un coche? ¿Le votarías? ¿Le respetarías y valorarías si fuese tu jefe?
A través de un estudio que se llevó a cabo en la Universidad de Berkeley,32 pudimos saber que, en función de cómo procesemos el significado de las palabras, se activan patrones cerebrales, muy complejos pero, asombrosamente, similares. Es decir, que palabras como: madre, esposa, hogar, compañeros, padres... (relacionadas con aspectos de nuestra vida familiar) activan siempre las mismas zonas del cerebro.
Entonces, tiene sentido que reconozcamos cómo nos hablamos, cuál es nuestra autoimagen y cómo influye en lo que decimos y cómo lo decimos. Reflexiona sobre esto porque, si cuando hablas de ti mismo siempre terminas poniéndote un «pero», debes saber que, según este estudio, ese término en el mapa semántico de nuestro cerebro activa las mismas áreas que nos ponen alerta frente a la desconfianza, la duda, el engaño y la incertidumbre. Y tú, ¿confías en ti? ¿Te comprarías un coche a ti mismo?
Necesitas conocer tu verdadera autoimagen, indagar para buscar ese equilibrio que te enriquecerá a muchos niveles. Potencia tu oratoria y tu influencia creciendo en tu reconocimiento, considera que, como dice el gran Agassi: «Hay muchas maneras de ponerse fuerte. Y hablar, si lo hacemos desde nuestra mejor autoimagen, es la mejor de ellas».
Has reconocido el poder de tu temática, has aprendido la importancia de valorarte (Reconocerte) a ti mismo y ahora llega el tercer y último reconocimiento, seguramente el más importante: el Reconocimiento a tu audiencia.
Ponte en su lugar y considera el contexto en el que vivimos: 3.000 impactos publicitarios diarios, 700.000 búsquedas en Google cada 60 segundos, 100.000 palabras al día. En julio de 2017, WhatsApp,33 el servicio de mensajería más popular del mundo, informó que todos los días se envían 55.000 millones de mensajes, se comparten 4.500 millones de fotos y 1.000 millones de vídeos.
Mucho. Una auténtica barbaridad. Por eso cuando mi madre me llama para decirme que se ha leído internet (de pe a pa) me entra la risa floja…
Cuando esperamos que alguien escuche lo que tenemos que decir no estamos compitiendo solo con la avalancha de información que antes describía, estamos compitiendo con otro generador de historias infinitas: su propio cerebro. Pueden estar incluso obligados a escucharnos y, sin embargo, tener su atención en cualquier otra parte (sin que podamos darnos demasiada cuenta como oradores).
Tal vez recuerdas la película Mad Max,34 la escena de cuando los guerreros entraban a combatir en una cúpula, mientras todo el mundo coreaba: «Dos entran, uno sale». Pues algo así, menos sangriento pero igual de reñido. En la cabeza de tu audiencia, a modo de cúpula, puede ganar tu presentación si eres capaz de captar y dirigir su atención o puede que se queden con cualquier idea que tuvieran previamente rondándoles. ¿Adivinas qué pasa entonces? En ese caso, pierdes y las consecuencias son nefastas. Al no haber entendido tu presentación (no pueden comprenderla si no la han atendido), su opinión sobre ella será muy negativa (aunque en esencia la presentación fuera buena).
Si en vez de perderse en sus pensamientos (o en los cientos de mensajes que se reciben por hora) tienes la fortuna de que te atiendan, debes reconocer ese regalo que te hace tu audiencia de manera explícita.
Honra su tiempo, su esfuerzo y el coste de oportunidad de escucharte frente a atender cualquiera de sus asuntos personales (más importantes que cualquier cosa que nadie vaya a contarles). Dedícales unas palabras sinceras y sentidas agradeciendo de forma honesta que van a estar contigo durante un tiempo. Reconoce a tu público su atención y presencia (también si es a distancia o en una grabación) antes incluso de entregar valor y meterte de lleno en el contenido de la propia presentación. No hay nada tan poderoso como agradecer de antemano lo que deseas que suceda para que, precisamente, suceda. Si el tiempo es oro, la atención debe ser diamante. Reconoce a la audiencia el valor de todos los recursos a los que está renunciando para acompañarte en ese mágico viaje que es una presentación oral.
«Si no puedes resumir tu idea en diez palabras no tienes idea.»
Seth Godin