Soy una descreída en cuanto a lo que la formación y los formadores se refiere. Lo reconozco. Siempre he pensado que si, por ejemplo, los cursos de liderazgo funcionasen, todos seríamos «mandelas» o «ghandis». He visto tanto y tan «peculiar» que mi visión de los cursos formativos no es la más favorable en la mayoría de los casos.
Así que, cuando hace unos años me contaron que estábamos formando en Adecco a varias personas que iban a intervenir en nuestra convención anual para hablar en público ante 1.800 personas, reconozco que mi predisposición y mis expectativas no eran lo que se dice muy altas.
Entré en la sala con el curso ya empezado, y después de escudriñar con la mirada las caras de los asistentes (tremendamente atentos, he de decir, detalle que achaqué a lo nerviosos que probablemente se sentirían ante el reto y a la lógica empatía que sentírían por el compañero que, en un escenario improvisado, hacía su ensayo delante de todos) me fijé en la formadora. Una mujer de estatura media, menudita, que, sentada en una esquina, observaba muy fijamente cada detalle.
Y de repente, subió al escenario. Y se hizo inmensa. No podías apartar la vista. El tono de voz, sus gestos, su forma de moverse, de acercarse y alejarse. Le costó menos de tres minutos derribar todos mis prejuicios.
Y sin saber ni por qué ni cómo, me enganchó. Me enganchó su forma de transmitir, de contar, de emocionar. La escuchabas pero la sentías. Me enganchó como formadora. Y con el tiempo (no mucho, diría que horas) me enganchó como persona.
Un par de meses después de ese primer encuentro, me enfrentaba a un reto importante en cuanto a lo que hablar en público se refiere: era maestra de ceremonias de la reunión anual del equipo directivo mundial de la empresa. La audiencia y el idioma (por supuesto, la convención es en inglés) convertían la situación en delicada, por ponerlo suavemente.
Sopesé dos alternativas: salir corriendo y empezar a buscar otro trabajo, o buscar ayuda. Y no valdría con cualquier ayuda. Iba a tener que ser ayuda de la buena, de la mejor. Así que llamé a Mónica Galán Bravo. Y tuve la gran suerte de que me dijera que sí.
Recuerdo que no desperdicié ni un minuto. Intenté aprender de Mónica todo lo que pude. Porque ella no solo sabe cómo hablar en público, cómo comerse el escenario, manejar el lenguaje corporal o mantener la atención en todo momento con el tono de voz o los silencios. Sabe mucho más que eso. Es experta en cómo usar la comicidad, la emoción o la tensión. Es una maestra a la hora de rehacer un discurso para hacerlo más cercano o más científico. Es capaz de enseñarte a encontrar tu espacio y tu forma de ser ahí arriba, en un escenario o detrás de un simple atril, usando sus pautas pero manteniendo tu esencia.
Consiguió hacerme sentir capaz y mucho más segura. Me ayudó a reescribir el guion y a ponerle humor y rigor a partes iguales.
Por eso este año, que por algún misterioso motivo han vuelto a pedirme que repita como maestra de ceremonias en el mismo evento, he vuelto a llamar a la que creo que es la mejor hablando en público, pero sobre todo a la mejor enseñando a sacar al orador que todos deberíamos llevar dentro.
De Mónica se puede aprender mucho, muchísimo. Y que conste que no habla mi cariño. Habla mi profunda admiración y respeto por ella.
No es fácil hablar delante de Mónica. Como no es fácil escribir unas palabras antes de que ella escriba, hacer de telonera.
Pero de la persona más BRAVO que conozco se puede aprender tanto, que quería tan solo decirte, lector, que no te pierdas ni un párrafo, ni una línea, porque estás muy cerca de disfrutar mucho, muchísimo, y de hablar en público como nunca antes lo hayas hecho. Palabra de creyente del Método BRAVO.
Margarita Álvarez
Directora de marketing y comunicación del grupo Adecco Iberia y Latam
CEO del Observatorio de Innovación en Educación y Empleo
«Siempre hay tres discursos
por cada discurso que das:
el que practicaste, el que diste
y el que te hubiese gustado dar.»
Dale Carnegie