Me gusta esa idea hindú según la cual podemos confiar nuestra salvación a otra persona, a un «santo» de preferencia, y permitirle rezar en lugar nuestro, hacer cualquier cosa por salvarnos. Es venderle el alma a Dios…
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«¿Acaso tiene el talento necesidad de pasiones? Sí, de muchas pasiones reprimidas» (Joubert).
No hay un solo moralista francés al que no se pueda convertir en precursor de Freud.
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Siempre sorprende ver que los grandes místicos hayan producido tanto, que hayan dejado un número tan importante de tratados. Sin duda pretendían celebrar a Dios y nada más. Esto, en parte, es verdad, pero solo en parte.
No se crea una obra sin apegarse a ella, sin convertirse en su esclavo. Escribir es el acto menos ascético que existe.
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Cuando velo hasta muy entrada la noche, me visita mi genio malo, igual que le ocurrió a Bruto antes de la batalla de Filipos.
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«¿Acaso tengo el aspecto de alguien que tiene algo que hacer aquí abajo?». Eso es lo que quisiera responder a aquellos que me preguntan sobre mis actividades.
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Se ha dicho que una metáfora «debe poder ser dibujada». Todo lo original y vivo que se ha hecho en literatura desde hace un siglo desmiente esta observación. Pues si algo ha persistido es la metáfora de contornos definidos, la metáfora «coherente». Y la poesía no ha dejado de rebelarse contra ella, hasta el punto de que una poesía muerta es una poesía atacada de coherencia.
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Oyendo el boletín meteorológico, gran emoción a causa de las «lluvias dispersas». Lo cual demuestra que la poesía está en nosotros y no en la expresión, por más que disperso sea un adjetivo capaz de suscitar cierta vibración.
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En cuanto formulo una duda, o mejor dicho, en cuanto siento la necesidad de formular una, experimento un bienestar curioso, inquietante. Me sería mucho más cómodo vivir sin el rastro de una creencia que sin el de la duda. ¡Duda devastadora, duda nutritiva!
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No hay sensación falsa.
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Volverse hacia uno mismo y descubrir un silencio tan antiguo como el ser, más antiguo incluso.
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Solo se desea la muerte durante los malestares imprecisos: ante el menor malestar concreto, se huye de ella.
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Si bien detesto al hombre, no puedo, en cambio, decir con la misma facilidad: detesto al ser humano, por la razón de que hay, a pesar de todo, en esa palabra, ser, un algo pleno, enigmático, cautivante: cualidades ajenas a la idea de hombre.
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En el Dhammapada se recomienda, para obtener la liberación, sacudir el doble yugo del Bien y del Mal. Pero estamos demasiado atrasados espiritualmente para admitir que el Bien sea un obstáculo. Así, no nos liberaremos.
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Todo gira alrededor del dolor; lo demás es accesorio, inexistente, puesto que solo recordamos lo que hace daño. Las sensaciones dolorosas son las únicas reales; es casi inútil experimentar otras.
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Creo, como ese loco de Calvino, que estamos predestinados a la salvación o a la condenación desde el vientre materno. Ya hemos vivido nuestra vida antes de nacer.
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Es libre aquel que ha discernido la inanidad de todos los puntos de vista, y liberado quien ha sacado las consecuencias.
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No hay santidad sin una inclinación hacia el escándalo. Y esto no solo es válido para los santos. Quien se manifieste, de cualquier forma, demuestra tener, más o menos desarrollado, el gusto por la provocación.
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Siento que soy libre, pero sé que no lo soy.
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Suprimía de mi vocabulario palabra tras palabra. Terminada la destrucción, una sola sobrevivía: Soledad.
Me desperté colmado.
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Si hasta ahora he podido resistir es porque a cada abatimiento que me parecía intolerable seguía otro más atroz, luego otro, y así sucesivamente. Si estuviera en el infierno, desearía ver multiplicarse los círculos para poder esperar una nueva prueba, más rica que la anterior. Política provechosa, al menos en materia de tormentos.
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Es difícil saber qué fibra nuestra hiere la música; lo cierto es que toca una zona tan profunda que ni la misma locura sabría llegar a ella.
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Deberíamos haber sido dispensados de arrastrar un cuerpo. Bastaba el peso del yo.
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Para volver a tomar gusto a ciertas cosas, para rehacerme un «alma», me vendría muy bien un sueño de varios períodos cósmicos.
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Nunca he podido comprender a ese amigo que, de regreso de Laponia, me hablaba de la opresión que se siente cuando, durante días y días, no se encuentra la menor huella de hombre.
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Un desollado erigido en teórico del desapego, un convulso que juega al escéptico.
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Entierro en un pueblo normando. Pido detalles a un campesino que miraba de lejos el cortejo. «Todavía era joven, apenas sesenta años. Lo encontraron muerto en el campo. Qué se le va a hacer. Así es… Así es… Así es… ».
Ese estribillo, que en su momento me pareció divertido, me obsesionó después. El buen hombre no sabía que estaba diciendo de la muerte todo lo que se puede decir y todo lo que se sabe de ella.
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Me gusta leer como lee una portera: identificarme con el autor y con el libro. Cualquier otra actitud me hace pensar en un descuartizador de cadáveres.
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En cuanto alguien se convierte a lo que sea, primero provoca envidia, después lástima y, finalmente, desprecio.
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No teníamos nada que decirnos, y, mientras yo profería palabras ociosas, sentía que la tierra se hundía en el espacio, y yo con ella, a una velocidad que me producía vértigo.
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Años y años para despertar de ese sueño en el que se complacen los demás; y después, años y años para huir de ese despertar…
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Cuando tengo que llevar a cabo una tarea que he asumido por necesidad, o por gusto, acabo de empezarla y todo, salvo ella, me parece importante, todo me seduce menos ella.
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Reflexionar sobre aquellos a quienes ya no les queda mucho tiempo, que saben que todo se les ha acabado, salvo el tiempo durante el cual se desarrolla el pensamiento de su fin. Dirigirse a ese tiempo. Escribir para gladiadores…
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Nuestro ser corroído por los achaques: el vacío que resulta está colmado por la presencia de la conciencia, ¿qué digo?, ese vacío es la conciencia misma.
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La disgregación moral cuando se reside en un lugar demasiado bello. El yo se disuelve en contacto con el paraíso.
Sin duda el primer hombre, para evitar ese peligro, hizo la elección que ya conocemos.
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A fin de cuentas han existido más afirmaciones que negaciones; por lo menos hasta ahora. Neguemos pues sin remordimiento. Las creencias pesarán siempre más en la balanza.
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La sustancia de una obra es lo imposible: lo que no hemos podido lograr, lo que no nos podía ser concedido; es la suma de todas las cosas que nos fueron negadas.
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Cuando buscamos fuera lo que solo puede existir en nosotros, a todos nos sucede lo que a Gogol, quien, con la esperanza de una «regeneración», se aburrió en Nazaret lo mismo que en «una estación en Rusia».
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Suicidarse por ser lo que se es, pase; pero no porque la humanidad entera le escupiera a uno a la cara.
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¿Por qué temer el vacío que nos espera si no difiere en nada del que nos precedió? Este argumento de los antiguos contra el miedo a la muerte no puede servir de consuelo. Antes se tenía la suerte de no existir; ahora se existe, y es esa parcela de existencia, o sea de infortunio, la que teme desaparecer. Parcela no es la palabra, puesto que cada cual se prefiere o, por lo menos, se iguala, al universo.
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Cuando discernimos la irrealidad en todo, nosotros mismos nos tornamos irreales, comenzamos a sobrevivirnos, por muy fuerte que sea nuestra vitalidad o imperiosos nuestros instintos. Pero ya no son más que falsos instintos y falsa vitalidad.
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Si estás condenado a atormentarte, nada podrá impedirlo: una tontería te empujará igual que un gran dolor. Resígnate a consumirte bajo cualquier pretexto: así lo quiere tu suerte.
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Vivir es ir perdiendo terreno.
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¡Y pensar que tantos han logrado morir!
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Imposible no guardarles rencor a quienes nos escriben cartas conmovedoras.
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En una apartada provincia de la India se explicaba todo a través de los sueños y, lo más importante, se inspiraban en ellos para curar las enfermedades. También a partir de ellos se arreglaban los asuntos cotidianos o capitales. Hasta que llegaron los ingleses. Desde que están aquí, decía un indígena, ya no soñamos.
Es indudable que en lo que se ha convenido en llamar «civilización» reside un principio diabólico, y que el hombre ha tomado conciencia de él demasiado tarde, cuando ya no era posible ponerle remedio.
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La lucidez sin el correctivo de la ambición lleva al marasmo. Una debe apoyarse en la otra, combatirla sin vencerla para que una obra, para que una vida sea posible.
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No podemos perdonar a quienes hemos alabado, estamos impacientes por romper con ellos, por partir la cadena más delicada que existe: la de la admiración… Y no por insolencia, sino por aspiración a ser libre, a ser de nuevo uno mismo. Esto solo se consigue mediante un acto de injusticia.
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El problema de la responsabilidad solo tendría sentido si nos hubiesen consultado antes de nuestro nacimiento y hubiésemos aceptado ser precisamente ese que somos.
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No deja de confundirme la energía y la virulencia de mi taedium vitae. ¡Tanto vigor en un mal tan desfalleciente! A esa paradoja debo la incapacidad para escoger por fin mi última hora.
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Para nuestros actos, o simplemente para nuestra vitalidad, la pretensión de lucidez es tan funesta como la lucidez misma.
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Los hijos se vuelven, deben volverse contra sus padres, y los padres no pueden hacer nada pues están sometidos a una ley que rige las relaciones de los seres vivos en general, a saber: cada cual engendra su propio enemigo.
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Se nos ha enseñado tanto a aferrarnos a las cosas que cuando queremos liberarnos de ellas no sabemos cómo hacerlo. Y si la muerte no viniera a ayudarnos, nuestra terquedad por subsistir nos haría encontrar una fórmula de existencia más allá del desgaste, más allá de la misma senilidad.
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Todo se explica a las mil maravillas si admitimos que el nacimiento es un acontecimiento nefasto, o al menos inoportuno; pero si se piensa de otra manera, debe uno resignarse a lo ininteligible, o bien, hacer trampas como todo el mundo.
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En un libro gnóstico del siglo segundo de nuestra era se dice: «La plegaria del hombre triste no tiene nunca fuerza para subir hasta Dios».
… Como solo se reza en momentos de abatimiento, se deduce que nunca ninguna plegaria ha llegado a su destino.
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Estaba por encima de todos, sin tener por ello mérito alguno: simplemente se había olvidado de desear…
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En la antigua China, las mujeres, cuando eran presa de la cólera o de la pena, subían en pequeños estrados levantados a propósito en las calles y daban libre curso a su furia o a sus lamentos. Ese género de confesión debería ser resucitado y adoptado en todas partes, aunque solo fuera para reemplazar al de la Iglesia, anticuado, y al método inoperante de ciertas terapias.
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Ese filósofo carece de compostura o, para decirlo en la jerga filosófica, de «forma interior». Es demasiado elaborado para estar vivo o ser solamente «real». Es un muñeco siniestro. ¡Qué felicidad saber que nunca más volveré a abrir sus libros!
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Nadie proclama que está sano y que es libre, y sin embargo es lo que deberían hacer los que gozan de esa doble bendición. Nada nos acusa tanto como nuestra incapacidad para gritar a voz en cuello nuestra fortuna.
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¡Haber fracasado siempre en todo, por amor al descorazonamiento!
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El único medio de salvaguardar la soledad es hiriendo a todo el mundo, empezando por aquellos a quienes amamos.
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Un libro es un suicidio diferido.
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De nada vale decir: la muerte es lo mejor que la naturaleza encontró para contentar a todo el mundo. Con cada uno de nosotros todo se desvanece, todo cesa para siempre. ¡Qué ventaja, qué abuso! Sin el menor esfuerzo por nuestra parte disponemos del universo, lo arrastramos en nuestra desaparición. Decididamente morir es inmoral…