9. La vida desnuda

Entrevista realizada por Ivar Ekman en la radio pública sueca, 19 de abril de 2020

¿Pueden considerarse las restricciones aplicadas a la vida social como el estado de excepción definitivo? ¿Puede esperarse que se prolonguen más allá de la fase aguda de esta crisis?

La historia del siglo XX muestra a las claras, en particular en lo que concierne al ascenso al poder del nazismo en Alemania, que el estado de excepción constituye el mecanismo que permite la transformación de las democracias en estados totalitarios. Desde hace muchos años en mi país, aunque no exclusivamente en él, el estado de emergencia se ha convertido en la técnica normal de gobierno y por medio de decretos de urgencia el poder ejecutivo sustituye al poder legislativo, aboliendo de facto el principio de la separación de los poderes que define a la democracia. Sin embargo, nunca como ahora, ni siquiera durante el fascismo y las dos guerras mundiales, las limitaciones a la libertad habían sido llevadas hasta este punto: no sólo las personas se encuentran confinadas en sus viviendas y, privadas de toda relación social, reducidas a una condición de supervivencia biológica, sino que la barbarie no perdona tampoco a los muertos: las personas fallecidas en este período no tienen derecho a un funeral y sus cuerpos son quemados. Soy consciente de que algunos se apresurarán a responder que se trata de una condición que durará sólo un tiempo, tras lo cual todo volverá a ser como antes. Es de veras singular que esto no pueda repetirse más que de mala fe, desde el momento en que las mismas autoridades que proclamaron la emergencia no dejan de recordarnos que, una vez superada, deberán seguir observándose las mismas directrices y que el “distanciamiento social”, como ha sido llamado con un significativo eufemismo, será el nuevo principio de organización de la sociedad.

¿Puede, por favor, explicar el concepto de “vida desnuda” y cómo se relaciona con lo que sucede hoy?

Usted me pregunta por la vida desnuda. El hecho es que lo que he descrito ha podido ocurrir porque hemos escindido la unidad de nuestra experiencia vital, que siempre es inseparablemente corporal y espiritual, en una entidad puramente biológica (la vida desnuda), por una parte, y en una vida afectiva y cultural, por la otra. Iván Illich mostró las responsabilidades de la medicina moderna en esta escisión, que se da por descontada y que, en cambio, es la mayor de las abstracciones. Bien sé que esta abstracción ha sido realizada por la ciencia moderna a través de los dispositivos de reanimación, que pueden mantener un cuerpo en un estado de pura vida vegetativa. Pero si esta condición se extiende más allá de los confines espaciales y temporales que le son propios, como se intenta hacer hoy, y se convierte en una suerte de principio de comportamiento social, se cae en contradicciones de las cuales no hay salida. ¿Hace falta recordar que el único otro sitio donde los seres humanos fueron mantenidos en un estado de pura vida vegetativa es el lager nazi?

Usted pertenece a una categoría de la población cuya tasa de mortalidad del virus parece no tener una sola cifra, sino que está entre el 10% y el 20%. ¿Se atemoriza cuando se encuentra con otras personas? ¿Este miedo debería guiar el comportamiento de la gente, más allá de las reglas impuestas por las autoridades?

El riesgo de contagio, en cuyo nombre se restringen las libertades, nunca ha sido precisado, porque las cifras que se comunican son intencionalmente vagas, no se analizan, como sería de rigor si lo que estuviese en juego fuera de veras la ciencia, en relación con la mortalidad anual y con las causas de fallecimiento. Le responderé de todos modos con una frase de Michel de Montaigne: “No sabemos dónde nos espera la muerte, esperémosla en todas partes. Meditar sobre la muerte es meditar sobre la libertad. Quien ha aprendido a morir, ha desaprendido a servir. Saber morir nos libera de toda sumisión y de toda coerción”.

La reacción de la política al virus –los diversos estados de excepción– no es monolítica. Existen distintos modelos de restricciones a la vida y a los desplazamientos de las personas en varias partes del mundo, o incluso dentro de una misma nación. En Suecia, la mayoría de las limitaciones son voluntarias: nuestro primer ministro ha declarado que las personas deben guiarse por el sentido común (la palabra que usó es, para ser preciso, folkvett, que se traduce aproximadamente como “sentido del pueblo”). Y las personas se limitan a sí mismas; no obstante muchos aquí –y son muchos más en los estados confinadores, donde las reglas son más restrictivas todavía– han reaccionado con fuerza, llamando irresponsables a los líderes suecos, como si el único modo de mantenerlas controladas fuese a través de decretos y movilizando a la policía. Este es sólo un ejemplo, pero ¿cree usted que exista un modo sensato de arrostrar esta amenaza, más allá del blanco y negro de “muerte o dictadura”?

Sólo pueden hacerse hipótesis acerca de las formas que adoptará el gobierno de las personas en los años por venir, pero aquello que sí puedo deducir de la experimentación en curso es todo menos tranquilizador. Italia, como se vio durante los años del terrorismo, es una suerte de laboratorio político donde se experimentan las nuevas tecnologías de gobierno. No me asombra que ahora esté a la vanguardia en la elaboración de una tecnología de gobierno que en nombre de la salud pública hace aceptar condiciones de vida que eliminan lisa y llanamente toda posibilidad de actividad política. Italia siempre se halla a punto de recaer en el fascismo y muchos signos muestran que hoy se trata de algo más que un riesgo: alcanza con decir que el gobierno ha instituido una comisión que tiene el poder de decidir qué informaciones son verdaderas y cuáles deben ser consideradas falsas. Por lo que a mí respecta, los grandes periódicos en Italia rechazan de plano publicar mis opiniones.