Capítulo 2

 

 

 

 

 

VERONICA volvió a su departamento con la mente llena de pensamientos contradictorios. Le gustaría tener tiempo para ordenarlos mínimamente y poder seguir adelante con su vida.

La conversación con Jeremy Grant la había desestabilizado y quería olvidarse de que él estaba trabajando en algún lugar de aquel gran hospital y podía aparecer en cualquier momento. De cualquier modo, el tiempo apremiaba y lo que tenía que hacer era volver a sus deberes.

La sala de espera estaba tan llena como por la mañana. Habían ocurrido una serie de accidentes de coche en cadena, casi a la puerta del hospital. Algo que no era extraño, ya que la carretera principal de la ciudad pasaba a pocos metros de allí.

La mayoría de los accidentes no habían revestido gravedad. La lluvia había hecho que el tráfico se desarrollara lentamente, evitando así accidentes graves. Tuvieron que curar cortes y abrasiones. A los que tenían alguna herida les pusieron la vacuna del tétanos, cosa que llevaba su tiempo. Y otra cosa que llevaba mucho tiempo era tranquilizar a los que habían sufrido impresiones fuertes, cosa que, en mayor o menor medida, le ocurría a todos los accidentados.

–Las impresiones pueden ser mortales –recordaba constantemente Alec Masterson.

Tuvieron que hacer radiografías a tres personas para ver si tenían dañada la columna, y también hubo fracturas de huesos a las que hubo que dar prioridad. Pero nadie sufrió hemorragias fuertes ni se quedó inconsciente. La enfermera jefe, cuyo cometido era separar los heridos graves de aquellos menos graves, no tuvo dificultad en aplicar los consejos que Alec Masterson continuamente les repetía y que insistía en que todos aprendieran de memoria: problemas respiratorios, hemorragias, huesos rotos y niños.

Era, pensaba Veronica, una manera sencilla y simpática de establecer prioridades cuando estabas rodeada de heridos.

Además de los heridos en accidentes de tráfico, la constante procesión de ambulancias llevaban las habituales llamadas domésticas, ninguna de las cuales había puesto en peligro la vida de nadie.

En otras palabras, pensó Veronica mientras daba una vuelta por las camas para ver que todo marchaba bien, era un día típico en la sección de urgencias. Eso sí, había que trabajar bajo la presión habitual. «Pero nos las arreglaremos, siempre lo hacemos. Aunque eso sí, nos vendría bien más personal». Sin embargo, con las restricciones económicas que se estaban aplicando, era probablemente una fantasía el pensar que iba a contratarse a más personal.

Sin dejar de dar vueltas a aquellos pensamientos, Veronica fue a la sala de espera, donde se oían gritos, voces, llantos infantiles, toses, estornudos y sonidos de móviles. Se detuvo un momento para rescatar a un bebé que trataba de escaparse y se lo devolvió a la agotada madre, que parecía estar de nuevo en estado.

–Gracias –la mujer se volvió a sentar y luchó por acomodar al chico en su regazo–. No me creería si le digo que ha estado la mitad de la noche y la mayor parte del día tosiendo, ¿a que no? –le preguntó a Veronica.

–Oh, claro que me lo creo –contestó la enfermera con una sonrisa.

Había estado trabajando un tiempo en pediatría, antes de entrar en urgencias.

–¿Por qué no le ha pedido a su médico que vaya a su casa? Estoy seguro de que habría ido, dadas sus circunstancias –se fijó en su abultado vientre–. ¿Para cuándo lo espera?

–Para dentro de seis semanas –contestó la mujer–. Acabamos de mudarnos aquí y todavía no tengo médico. Lo arreglaré todo en cuanto salga de aquí, si sigue abierto el ambulatorio.

Veronica miró la tarjeta naranja del bebé. Tenía el número veinte y según el indicador que brillaba sobre la puerta, no lo atenderían hasta las diez.

–Veré si puedo hacer que la atiendan antes –le dijo a la mujer–. ¿Cómo se llama el pequeño?

–Kenny, Kenny Waldron.

Veronica fue a recepción.

Rebeca, la recepcionista, estaba limpiándose el rostro con una toallita de papel.

–Hemos tenido una emergencia –le contó a Veronica–, una anciana casi ciega ha sido atropellada en un paso de peatones. Le han dado cerca del marcapasos que llevaba, así que está en estado crítico y tiene múltiples heridas. Y el conductor del coche que la ha atropellado ha sufrido un fuerte shock y está recuperándose en estos momentos. ¿Te imaginas que haya gente que se salte un paso de peatones? –la mujer volvió a pasarse la toallita por la cara.

Veronica se acercó a la mujer y le dio un apretón en el brazo.

–Siento tus sofocos. Debe ser un infierno estar aquí con esta temperatura. ¿Has empezado ya el tratamiento?

–Sí, hace dos días. Gracias por aconsejarme que fuera a ver a mi médico, fue muy amable.

–Normalmente lo son –respondió Veronica–. Y ahora me voy antes de que me vea el gran jefe perdiendo el tiempo mientras la sala de espera está llena. Voy a ver si puedo traer a alguna enfermera de otro departamento. A propósito –añadió, volviéndose hacia la recepcionista–, hay un bebé esperando a ser atendido, Kenny Waldron. Tiene el número veinte, pero, ¿no podrías llamarlo antes? No está muy grave, pero su madre está de casi ocho meses y el niño está muy inquieto.

 

 

El gran jefe, Alec Masterson, estaba esperando a Veronica en el despacho. En esos momentos, estaba examinando la lista del personal. En realidad, no era tan grande, no era mucho más alto que ella y no era muy fuerte… En cualquier caso no era un mal jefe. Era serio, duro, sombrío, casi nunca sonreía y no toleraba las estupideces en el trabajo, pero colaboraba mucho con su equipo de médicos, especialmente con los que estaban empezando.

Así que todos le perdonaban su carácter, porque, como decía uno de los internos jóvenes: «puedes confiar en él, a pesar de que parece que no tiene corazón. Y, además, es un cirujano brillante».

Después de trabajar con el formidable Alec durante seis semanas, Veronica pensaba que aquello no era del todo cierto. Lo de brillante cirujano y buen médico sí, pero no lo que se decía de él como persona. El señor Masterson tenía un buen corazón, solo que lo tenía bien escondido. Veronica recordó la expresión de su rostro al examinar al motorista por la mañana. Sí, era evidente que tenía un gran corazón.

A ella, personalmente, le gustaba trabajar con él. Nunca se entrometía en el modo en que organizaba a las enfermeras y solo intervenía si creía que algo estaba mal hecho.

El hombre levantó la vista hacia ella.

–¿Has ido a ver a Rebecca? –le preguntó con su modo seco de hablar.

–Sí –respondió ella con su habitual frialdad–. Sé, además, que ha entrado una anciana a la que han atropellado, golpeándola en el marcapasos y también ha sido ingresado el conductor responsable. Iba a llamar ahora mismo a administración para pedir algunas enfermeras de refuerzo. Necesitamos ayuda –la mujer hizo una señal hacia la sala de espera y las habitaciones–. Nuestras enfermeras apenas pueden con su trabajo y dentro de una hora será el cambio de turno. En cuanto a los médicos, también tienen mucho trabajo.

–Están Dick Shepherd y esa nueva doctora, Diana Ferguson, ¿no es así?

Veronica asintió.

–Está trabajando bien, a pesar de la presión.

–Esta mañana parecía que iba a desmayarse al atender al motorista.

–Sí, es verdad. Al principio le ha costado. Pero atender a tantos pacientes seguidos requiere mucha calma y, como lleva trabajando dieciocho horas, me imagino que le quedan pocas reservas.

En ese momento, sonó el teléfono. Masterson tuvo una pequeña conversación y se quedó muy serio.

–Hay otra urgencia… un accidente en el muelle. Será mejor que nos demos prisa, enfermera.

Dicho lo cual, salió de la habitación.

 

 

Eran casi las once cuando Veronica terminó su trabajo y salía por la puerta con aspecto agotado. La adrenalina que la había mantenido en pie las últimas horas había desaparecido de repente y, al ir hacia el aparcamiento, sentía que las piernas no le respondían.

Buscó las llaves del coche en el bolso que llevaba al hombro y se acercó a su pequeño Fiat. En ese momento, se abrió la puerta del coche de al lado y salió un hombre alto.

–¡Oh! –exclamó.

Veronica se detuvo y se llevó la mano a la garganta.

–¡Ah, eres tú! ¿Por qué has aparcado aquí? Me has dado un susto de muerte.

–Lo siento –contestó Jeremy–. No quería asustarte. Después de todo, hay suficiente iluminación –hizo un gesto con la mano que abarcó el vacío aparcamiento–. Y en cuanto a por qué estoy aquí, es evidente, porque te estoy esperando.

¿Estaba esperándola? No lo entendía, no era evidente para nada. Se habían encontrado aquel día… o mejor dicho, se habían reencontrado, y él no había intentado quedar con ella al despedirse. Veronica ordenó a sus piernas que se acercaran al Fiat con las llaves ya preparadas.

Pero Jeremy salió entonces de su coche.

–Te voy a hacer una propuesta. ¿Por qué no dejas aquí el coche y lo recoges mañana? Yo te llevaré a casa, Veronica, estás demasiado cansada para conducir.

–No seas tonto. Siempre me voy a casa en coche, y hoy no tiene por qué ser diferente.

Jeremy dio un suspiro profundo, que quizá era de exasperación… o quizá no. Porque aunque estaban muy cerca y había bastante luz, ella no puedo ver ninguna expresión en sus ojos de color azul oscuro.

–No, el trabajo siempre es igual –admitió él–, pero hoy ha habido mayor tensión emocional. Añade eso a tu cansancio físico y comprobarás que tu capacidad para conducir un coche se habrá visto probablemente alterada. Vamos, Veronica, por favor, no seas orgullosa.

–No entiendo qué quieres decir.

Pero en realidad sí lo entendía. Había sido un día traumático, desde que por la mañana habían atendido a Trevor, tan joven y tan guapo, pero que corría el riesgo de que le quedaran cicatrices mucho peores que la suya. Luego la impresión de encontrarse con Jeremy y tener que asumir el cambio de roles. Y por supuesto, la muerte del conductor del autobús, con el consecuente silencio del equipo que había estado intentado reanimarlo.

Efectivamente, estaba agotada y le costaba hasta conservar el equilibrio.

Jeremy la agarró por los hombros.

–Déjame que te lleve a casa, Veronica. Sin compromisos. Solo te llevaré hasta la puerta.

Ella asintió en silencio.

Jeremy la llevó a su Range Rover, que parecía enorme al lado de su Fiat, y la ayudó a subirse.

–Vivo… –empezó a decir.

–Sé dónde vives –replicó él–. En Heatherington House, una de las casas que el hospital tiene reservadas para sus empleados. Está al norte de la ciudad, en Porthampton Hill. Y ahora deja de hablar y cierra los ojos hasta que lleguemos.

–No seas tan domi…

Pero no pudo evitar quedarse dormida de inmediato y no despertó hasta que se detuvieron frente a la entrada de Heatherington House, en lo alto de una colina que daba a Porthampton. Jeremy la miró con expresión enigmática. No había encendido la luz del coche y solo estaban iluminados por la que llegaba desde el porche del edificio.

–Gracias –dijo ella, tratando de no sentir aquella desorientación ni aquel deseo de besar su sensual boca–. Gracias –repitió mientras él le soltaba el cinturón.

–Quédate aquí –le ordenó, abriendo su puerta y saliendo para abrir la de ella–. Dame tus llaves –añadió cuando llegaron a la puerta.

Algo parecido al orgullo la hizo abrir la boca para protestar, pero él se adelantó, intuyéndolo.

–No discutas, Veronica. Apenas puedes sostenerte en pie.

Le dio las llaves. La del portal y la de su apartamento. Jeremy abrió la puerta.

–Me siento como si tuviera que subir el Everest –aseguró ella mientras subía las escaleras.

–¿Cuándo ha sido la última vez que has tomado algo? –preguntó Jeremy, abriéndole la puerta.

–Esta mañana, creo. Estuve a punto de tomarme un café por la tarde, pero pasó algo y no pude.

La puerta de la cocina estaba abierta. Jeremy la empujó suavemente hasta el sillón y, sin decir nada, se metió en la cocina. Ella oyó que abría y cerraba varias puertas. Luego encendió el fuego. «Como si estuvieras en tu casa», dijo ella mentalmente.

Jeremy reapareció momentos después. Llevaba en la mano algo que parecía un vaso de agua mineral.

–Bébetelo.

–¿Qué es?

–Arsénico, ¿qué va a ser? Por favor, bébetelo, Veronica. Es solo agua mineral, miel y un poco de sal. Estás deshidratada y tienes poco azúcar en la sangre. He puesto agua al fuego para tomar un té cuando te termines esto y luego, cielo, tienes que irte a la cama. Te recogeré por la mañana. Entras a las siete, ¿verdad?

Veronica solo pudo asentir. Pensó que Jeremy era como un general, ordenando a sus fuerzas. Un general guapo y joven… un general romano de nariz aguileña. Estaba segura de que tenía buenas piernas. Estaría impresionante con una toga. Era curioso que se hubiera convertido en un hombre tan guapo. Para disimular una risita histérica, bebió otro trago de agua y se estremeció.

–Es muy buena, bébetela como una buena chica –aconsejó Jeremy, dirigiéndose de nuevo a la cocina.

El cirujano se quedó unos veinte minutos más, mientras ella se tomaba el té con algunas galletas. Luego, ante su insistencia, se preparó para acostarse. Ya envuelta en una bata que había conocido tiempos mejores, lo vio salir de su apartamento.

–Te recogeré a las seis y media –dijo él al despedirse.

Veronica cerró la puerta con llave y se apoyó contra ella.

–Oh, Dios mío –exclamó, escuchando los pasos en la escalera–. Me olvidé de darle las gracias por… por todo.

 

 

–¿Has dormido bien? –fue la pregunta que Jeremy le hizo a la mañana siguiente–. Debo decir que, considerando tu estado de anoche, tus ojos ahora parecen mucho más brillantes y tu pelo más bonito.

Y era cierto, a pesar de que tuviera el pelo recogido con una coleta, brillaba con un matiz rojizo en aquella mañana agradable de marzo. Y su maravilloso perfil, con aquella nariz respingona y su color de piel, como de melocotón y crema, le pareció más bello que nunca.

La cicatriz no era nada. Con esa belleza y esas cualidades humanas y profesionales no le extrañaba que hubiera despertado el interés de Alec.

–He dormido estupendamente –contestó Veronica con calma–. Y ha sido gracias a ti, Jeremy. ¿Estás seguro de que no me pusiste algo en el té?

De repente, ella volvió a convertirse en la persona habitual, en la encargada competente y fuerte de un gran departamento. Miró a Jeremy de reojo y le dirigió una sonrisa traviesa.

Jeremy esbozó una sonrisa a su vez y movió la cabeza negativamente.

–Palabra de boy scout –replicó–. Simplemente estabas agotada, tanto física, como psíquicamente.

–Eso es verdad –se volvió para mirarlo–. Jeremy, ¿por qué no sonríes más a menudo?

Jeremy agarró el volante con tanta fuerza, que se le pusieron los nudillos blancos. Luego condujo en silencio durante unos segundos y Veronica deseó no haber dicho nada. Era un comentario demasiado personal para decírselo a alguien que en el hospital era su superior.

Solo por el hecho de que fueran viejos amigos, lo que era una exageración, considerando la antipatía que había existido entre ellos en los años de instituto, no tenía ningún derecho a hacerle ese tipo de comentarios. Especialmente cuando se habían reencontrado hacía tan poco tiempo. Así que era mejor que se disculpara.

–Lo siento. No debería de haberte dicho eso. He sido un poco grosera.

Jeremy dejó de mirar a la carretera y se volvió hacia ella.

–No, no lo has sido. El que seamos viejos amigos te da derecho a hacerme un comentario sincero.

Lo de «viejos amigos» lo dijo sin ningún tipo de sarcasmo.

Habían llegado al centro de la ciudad y tenían que tomar la carretera que conducía al hospital.

Veronica le puso una mano sobre el brazo.

–Jeremy, para aquí y deja que salga, por favor. Creo que es mejor que no nos vean llegar juntos. No quiero que haya rumores.

–Después de nuestro encuentro de ayer en el patio, estoy seguro de que los rumores ya han empezado. Sin embargo, te dije que no me importaba y sigue sin importarme.

–Pero a mí sí –aseguró ella–. Llevo aquí solo unas semanas y estoy construyéndome todavía una reputación. No me importa a nivel privado, pero no dejaré que nada pueda afectar a mi posición profesional… eso para mí es sagrado. Y hay una diferencia bastante grande entre que nos vean juntos en un patio a primeras horas de la tarde y en llegar por la mañana en el mismo coche. La gente pensará que…

–Que hemos pasado la noche juntos… Eso me encantaría –sus labios se curvaron en una sonrisa y sus ojos oscuros brillaron.

Veronica, pensando que se estaba burlando de ella, se tocó la cicatriz y sus mejillas se encendieron.

–Tienes razón en sonreír. Por supuesto, nadie va a sospechar que tú quisieras pasar la noche con una mujer defectuosa.

Jeremy detuvo el coche. Se soltó el cinturón de seguridad y se dio la vuelta con evidente sorpresa.

–No pensarás eso, ¿verdad? ¿No pensarás que yo, precisamente yo, podría hacer un mal chiste de algo así? Sé lo suspicaz que eres acerca de tu cicatriz. Aunque nunca he conocido a nadie con un defecto en la cara que no lo fuera. Las cicatrices nunca son superficiales, sino que penetran dentro del alma. Sin embargo, como es una cicatriz antigua, no sabía que sufrieras tanto. Aunque tengo que decir que ya Alec me avisó de que podía ser así.

–¿Alec? –en ese momento, fue Veronica la que se sorprendió–. ¿Te refieres al señor Masterson?

–Sí, aunque no debería habértelo dicho. He contado un secreto y no es algo que haga por costumbre.

–Pero, ¿por qué te mencionó mi cicatriz Alec Masterson? Es una persona con la que no he tenido ningún trato, salvo en el terreno profesional, y ni siquiera ha dado muestras de haber reparado en mi cicatriz.

Un coche pasó en ese momento y tocó el claxon.

–Tenías razón, es arriesgado que nos vean juntos. Seguiremos hablando luego. ¿Por qué no cenamos juntos esta noche, Veronica?

–¿Cenar contigo?

–Por favor. Hay un restaurante agradable cerca de mi casa, en el que sirven buena comida y podremos hablar tranquilamente.

–Hablar… –repitió ella como una zombi–. Jeremy, ¿qué quisiste decir al mencionar a Alec y mi cicatriz?

–Hablaremos de ello esta noche –su voz, anteriormente agradable y llena de preocupación, se volvió repentinamente seca y fría–. Ahora no son ni el lugar ni el momento adecuados. Te recogeré a las siete.

Jeremy observó el rostro de Veronica, por el que pasaron en un momento toda una serie de expresiones diferentes. ¡Maldita sea, había estropeado la mañana! «Y eso», se dijo para sí, «es porque estás dejando que tus sentimientos te gobiernen. Estás dejando que lo personal gane terreno. Te estás equivocando, amigo».

Además, ella podía negarse y decirle que la dejara en paz. Quizá aquello sería la mejor solución. No debería acercarse a ella, ni personal, ni profesionalmente. «Eso es, déjala. Da igual que tú seas la única persona que pueda ayudarla».

Pero la voz de Veronica interrumpió sus pensamientos.

–Si dejas de darme órdenes y me lo pides con educación, puedes recogerme a las siete y media. Y ahora, por favor, déjame en la entrada de enfermeras para que llegue a tiempo de ver a la del turno de noche.

Jeremy encendió el motor.

–¿En la entrada? Creía que querías evitar rumores.

Veronica lo miró con una sonrisa estilo Mona Lisa. La sonrisa de una persona que tiene todas las respuestas. Eso le hizo sentirse como el adolescente lleno de granos que tanto la había adorado, aunque había conseguido disimularlo.

Pero cuando terminaron los ensayos de Sueño de una noche de verano, ya no le gustaba. El comportamiento infantil de ella había sido decisivo… o casi decisivo, aunque también le había ayudado a recuperar la sensatez el escuchar que uno de los profesores se refería a ella como la «señorita caprichosa y malcriada».

Pero ya no era una señorita caprichosa y malcriada. Era una mujer hermosa, serena y cariñosa, con una cicatriz que no importaba a nadie más que a ella.

Jeremy la miró de nuevo antes de irse hacia el aparcamiento. La pasión adolescente por ella había muerto casi sin dolor, pero era consciente de que no podría olvidarse tan fácilmente de los sentimientos que lo embargaban en ese momento.

–Como has dicho tú mismo, Jeremy, los rumores habrán comenzado ya. Pero creo que podré ignorarlos.

La sala de urgencias no estaba muy distinta de cómo la había dejado Veronica la noche anterior.

La sala de espera seguía llena y acababa de llegar alguien que había sufrido un accidente doméstico.

–No sabemos si la víctima ha sido empujada o si se ha caído sola por las escaleras –explicó Dick Shepherd, que se cruzó con ella en el pasillo–. Y su marido… novio, o lo que sea, también está en malas condiciones. Steve y Tess, los de la ambulancia, también lo han traído. Está claro que se ha peleado con alguien y tiene lo que parece cortes superficiales de arma blanca. Pero no saben si la pelea era con ella o con otra persona. Y para complicarlo aún más, hay también implicada una niña de un año más o menos.

Veronica miró al hombre con gesto preocupado.

–¿Y la han traído también? Desde luego, las desgracias nunca vienen solas… Supongo que su casa estará siendo examinada por la policía.

El día continuó como todos, con emergencias graves, intercaladas con problemas menores. Otro infarto, similar al del conductor del autobús, hubo de ser atendido a media mañana.

–Parecía que no respiraba al llegar y el pulso era muy bajo, pero ha respondido a una inyección de adrenalina, así como al masaje y al oxígeno –Steve jadeó mientras corrían hacia la habitación donde estaba el paciente en cuestión–. El pulso es bajo y también la presión sanguínea, pero ha habido algún progreso.

Bob Standish, el doctor encargado del equipo de cardiología, se hizo cargo él mismo de la situación. Todos se esforzaron para que no volviera a suceder lo del día anterior.

 

 

La situación pareció relajarse hacia la una, momento en el que Veronica aprovechó para descansar y tomar un tentempié, a pesar de que saldría a las tres. Estaba decidida a no dejar que le bajara el nivel de azúcar, como le había sucedido el día anterior.

No se podía salir fuera, ya que llovía a cántaros, así que comió en el despacho. Había, como siempre, un montón de trabajo burocrático por hacer: informes estadísticos sobre la variedad de heridas que habían tenido que atender aquella semana, completar el informe de una enfermera que iba a marcharse a otro departamento al final de la semana, y efectuar un recuento del material almacenado.

Veronica lo apartó todo a un lado, se sirvió café del termo que había llevado de casa, desenvolvió los sándwiches, se quitó los zapatos y apoyó los pies sobre una silla que había puesto enfrente de ella. Finalmente, dio un suspiro de alivio.

–Las enfermeras tienen que cuidarse los pies –dijo, recordando lo que les decía una profesora cuando empezó a estudiar–. No deben estar de pie si pueden sentarse y nunca deben estar sentadas si pueden tumbarse. Deben aprender el arte de descansar en cualquier momento. De ese modo, quizá resistan todo el año.

¡Qué razón tenía!, pensó Veronica, dando un bocado al sándwich vegetal con huevo.

Durante unos minutos, dejó la mente en blanco, otro consejo de la señorita Halliday. «Vacía tu mente», solía decirle, «antes de afrontar un nuevo problema». Ese también había sido un buen consejo y con los años Veronica se había convertido en una adicta a aquel pequeño ejercicio.

Y así fue como la encontró Alec Masterson pocos minutos después, cuando llamó a la puerta y entró sin esperar contestación. Veronica tenía los ojos cerrados, la boca llena y su mente vacía… tan vacía, que el golpe en la puerta le había pasado inadvertido. El hombre se quedó observando cómo masticaba el sándwich. Luego esbozó una sonrisa y salió de puntillas de la habitación para no hacer ruido.