VERONICA se despertó a la mañana siguiente muy animada. No tenía intención de perder el tiempo, lamentándose de lo que había sucedido la noche anterior, sino que trataría de solucionar el problema, asumiendo la relación que había entre ella y Jeremy.
No había duda de que se sentía atraída por él, incluso estaba enamorada de él… su cuerpo se lo decía. Pero, ¿casarse? Jeremy la había conmovido la noche anterior con su proposición, pero ella hacía mucho tiempo que se había resignado a estar sola.
No podría nunca enfrentarse a la idea de que alguien viera su cicatriz cada mañana. Y eso sería lo que sucedería si compartía su cama con alguien de una manera estable.
–Un poco extremista, ¿no? –le había dicho su mejor amiga el día en que ella le había confesado su intención de no casarse jamás–. Sinceramente, Vee, tu cicatriz no es tan fea como imaginas. Le das demasiada importancia porque siempre has tenido una piel perfecta. De todos modos –Liz se había encogido de hombros–… cuando te enamores de alguien, no te importará que te vea o no la cicatriz.
Veronica se había mostrado escéptica al principio, pero, con el paso de los años, había aceptado que podía haber algo de cierto en las palabras de su amiga. Pero, ¿sería Jeremy el amor de su vida?, se preguntó mientras salía de la ducha y se ponía unos vaqueros viejos y un jersey.
Era una mañana de marzo perfecta. El cielo era de un azul limpio y el sol lucía en lo alto. El rocío brillaba sobre la yerba y los pájaros cantaban.
A lo lejos, el mar era una superficie con miles de puntitos plateados y los barcos del muelle parecían juguetes. Veronica miró hacia la ciudad que se extendía a lo largo de la costa, y se preguntó qué tal estarían los últimos pacientes que habían ingresado. ¿Estaría Jeremy operando al hombre que se había destrozado la cara? Dio un suspiro y sonrió con ironía. Estaba claro que no podía dejar de pensar en él.
El sol era bastante fuerte ya. Parecía que se avecinaba un abril cálido… incluso los pronósticos del tiempo hablaban de un abril veraniego.
Caminó vigorosamente y aspiró el olor de la yerba húmeda y del tomillo que había en algunas zonas. Su cabello largo relucía al sol. Se sentía libre y relajada.
Continuó caminando y, de repente, le apeteció tumbarse en una ladera donde daba de pleno el sol. No le importó la humedad de la yerba, cerró los ojos y sintió cómo el sol acariciaba sus mejillas y sus párpados.
De repente, oyó un ruido. Abrió los ojos y se giró para ver que se acercaba un hombre alto sobre un caballo negro. No se dio cuenta de que era Jeremy hasta que estuvo muy cerca.
–¡Veronica!
–¡Jeremy!
Ella se puso en pie y Jeremy bajó del caballo. El maravilloso animal se quedó quieto, aunque temblaba ligeramente después de haber galopado. Veronica se acercó y lo acarició.
–Qué bonito eres –el caballo levantó la cabeza e hizo un ruido de satisfacción–. ¿Cómo se llama? –le preguntó a Jeremy.
–Su nombre oficial es Campeón, pero yo lo llamo Bella.
Jeremy se puso al otro lado de Bella y se sacó una zanahoria del bolsillo. El animal la olisqueó y rápidamente le dio un bocado. Luego él consultó su reloj y se subió al caballo.
–Tengo que ir a trabajar –se inclinó hacia Veronica y le tocó la cicatriz–. Déjame que un día le eche un vistazo, Veronica, por favor. Quizá pueda hacer que tengas de nuevo una vida plena.
Y después de decir aquello, se fue al galope sin mirar atrás.
Veronica llegó al hospital a las diez. Estaba muy enfadada. ¿Cómo se atrevía Jeremy a decirle ese tipo de cosas? ¿Una vida plena? ¿Qué demonios quería decir con ello? Veronica vivía una vida perfectamente satisfactoria y, afortunadamente, sin su ayuda.
Pero al poco de ponerse a trabajar, se le pasó el enfado. Ese día tenía que hacer un turno ininterrumpido desde las diez de la mañana hasta las doce de la noche.
Veronica hizo su ronda habitual, comprobando que, tal y como había esperado, estaba todo lleno. Al terminar, se encontró con Alec.
–Has dormido hoy bien, ¿o me equivoco? La verdad es que te lo merecías después de los últimos días.
–¿Dormir en un día así? Lo que he hecho ha sido darme un buen paseo.
Y había sido un paseo maravilloso. Cuando Jeremy había aparecido a caballo, su corazón había comenzado a palpitar a toda velocidad, pero Jeremy lo había estropeado todo con sus comentarios sobre su vida.
Y allí estaba también Alec Masterson, formándose su propia opinión y con aquella sonrisa dominante. ¿Por qué la mayoría de los hombres pensaban que tenían derecho a dominar a las mujeres? Veronica se sintió, de repente, agobiada. No era una mujer del siglo diecinueve, prisionera de la autoridad masculina, así que sería ella quien decidiera cuándo necesitaba ayuda.
Era difícil no sentirse halagada por las atenciones de Jeremy y Alec, pero no quería que le dijeran lo que debía hacer. Solo buscaba su amistad. Aunque quizá, en el caso de Jeremy, deseara algo más que su amistad. Pero en cualquier caso, no quería comprometerse tampoco con él, al menos de momento.
De pronto, se le ocurrió una idea. ¿Por qué no quedar con los dos hombres para explicarles cómo se sentía? Sí, podría decirles que era perfectamente capaz de cuidar de sí misma.
–Me gustaría hablar contigo a solas, ¿me llamarás cuando tengas un minutos?
–Puedes venir dentro de diez minutos a mi despacho –contestó él.
–De acuerdo.
Veronica se fue a recepción para hablar con Rebecca. Esta tenía un problema con un hombre de mediana edad, que llevaba la ropa muy sucia. Al parecer, se estaba poniendo agresivo y quería saltarse su turno en la cola.
–Mire esto –le decía a Rebeca, mostrándole la mano vendada–. Me duele mucho y llevo esperando horas mientras que ha dejado entrar a una mujer que acababa de llegar.
–Llevaba un niño enfermo y tenemos por norma dejar pasar a los niños primero.
–Malditos niños. ¿Por qué tienen prioridad? Me estoy muriendo de dolor.
Veronica se puso a su lado y le agarró por la muñeca. El hombre se giró y la miró sorprendido.
–Puedo llamar a los de seguridad para que lo echen –dijo con voz firme–, o puede sentarse allí y esperar a que lo llamen.
El hombre estuvo a punto de protestar, pero pareció pensárselo mejor.
–Es solo que me duele mucho y tengo que volver al trabajo. Si tardo demasiado, me descontarán el sueldo de hoy.
–¿Se ha herido en el trabajo?
–Sí.
–¿Cómo?
–Al agarrar una botella rota que estaba entre la basura. Trabajo en el equipo de demolición que está en la esquina de Elm Street.
–¿No tiene que llevar guantes?
El hombre negó con la cabeza.
–Entonces no pueden descontarle la paga. De hecho, tendrán que darle una compensación. Le firmaremos un certificado de que ha estado aquí para curarse y, si necesita hacer algún trámite, nosotros lo apoyaremos.
–No puedo arriesgarme a perder el trabajo –dijo el hombre asustado–. Acabo de empezar.
–Bueno, eso es cosa suya, pero ya sabe dónde estamos si lo necesita.
–Muchas gracias.
Rebecca también le dio las gracias a Veronica.
–Deberías haber sido diplomática.
Veronica hizo un gesto con los ojos.
–No digas eso. Ahora mismo estoy nerviosa, porque voy a hablar con el señor Masterson. Estaré en su despacho si me necesitas.
–Muy bien.
Veronica llamó con energía a la puerta del despacho de Alec. Este la invitó a entrar desde su mesa, aunque hizo ademán de levantarse al verla.
–No, por favor, no te levantes. ¿Puedo? –añadió, señalando una silla que había frente a él.
Alec asintió.
–Alec, me gustaría invitarte a cenar una noche, para devolverte tu invitación.
–Mi querida Veronica, no tienes por qué devolverme nada, pero me encantaría pasar otra noche en tu compañía. Me gustaría seguir hablando contigo.
Sus palabras educadas y un poco anticuadas, pusieron nerviosa a Veronica.
–Pero necesito que me digas cuándo estás libre –sacó una pequeña agenda de su uniforme–, porque quiero invitar a otra persona y será difícil coincidir.
–¿No estaremos solos?
–No, pero espero que te lo pases igual de bien, Alec.
–Estoy seguro de que sí. Gracias por invitarme.
Él sacó también su agenda y le dijo los día que podía de aquella semana y de la siguiente.
Ella estaba a punto de marcharse cuando sonó el teléfono de Alec. Había habido un grave accidente de coche y los necesitaban a ambos inmediatamente.
Fue una mañana agotadora. Habían ingresado dos adultos y dos niños, gravemente heridos. El coche en el que iban había chocado contra un camión que había perdido el control cuando se cruzaba con ellos.
Los pacientes estaban todos inconscientes, pero según los documentos, el conductor del coche era un tal Roger Penn y los otros eran su mujer y sus hijos. Procedían de Shrewsbury y la policía estaba intentado averiguar más detalles a través de los vecinos.
Llamaron a un pediatra para que examinara a los dos niños. Ambos tenían heridas internas y la niña, además, había sufrido daños en la cabeza. Les hicieron a ambos un escáner y los llevaron a la unidad de traumatología.
El conductor del camión tenía una herida en el pecho y se había roto algunas costillas. Algunas se le habían clavado en el pulmón. Mientras que Roger Penn, el conductor del coche, tenía heridas en la zona abdominal y una hemorragia interna.
Una vez consiguieron cortarle la hemorragia, fue trasladado también a traumatología.
La señora Penn, entre otras heridas, tenía fracturada la pelvis y el fémur. Tenía muchos dolores y su estado era de semiconsciencia. Murmuraba todo el rato palabras de manera incoherente. Veronica confiaba en que no se despertara por el momento. Así no se enteraría del grave accidente que había sufrido la familia hasta que estuviera algo más recuperada.
El cirujano al que llamó Alec decidió operarle el fémur cuanto antes. Se había roto en varios trozos y había peligro de infección si no se operaba inmediatamente. Hasta que se quedara el quirófano libre, le harían algunas radiografías de la pelvis para asegurarse de que no se había dañado ningún órgano vital.
Veronica no pudo marcharse de la sala de reanimación hasta las tres y entonces lo hizo rápidamente, para evitar tener que hablar con Alec o con cualquier otra persona. Necesitaba salir y respirar aire fresco. Todavía le quedaban nueve horas de trabajo.
Por la mañana, se había olvidado de prepararse unos sándwiches, así que tuvo que ir a la cafetería a tomar algo. De repente, descubrió que se había puesto detrás de Jeremy en la cola.
Estuvo a punto de darse la vuelta, pero en lugar de ello, le dio una palmada en la espalda.
–¿Qué haces aquí? ¿Por qué no estás en la cafetería de los jefes?
–Por dos razones. Una, porque no quería encontrarme con Alec… sé que habéis tenido mucho trabajo y que había posibilidades de que hubierais tenido que comer tarde; y dos, porque necesitaba respirar un poco de aire fresco.
–Yo también. ¡Cómo lo necesito!
Jeremy puso en la bandeja unos cuantos sándwiches y dos manzanas.
–Esto será suficiente para los dos. Vamos, conozco un atajo para llegar a una playa que está muy cerca de aquí.
Se colocó la bandeja en una mano y con la otra agarró a Veronica, que sorprendida, se dejó llevar por los pasillos hasta la puerta de atrás del hospital.
La puerta estaba cerrada, pero Jeremy tenía llave.
–Hay que tener amigos en todas partes –dijo, guiñándole un ojo.
Se decía que la empresa planeaba agrandar el hospital por aquella zona, pero por el momento, la yerba crecía allí con libertad y había un sendero, rodeado de árboles, que llegaba a una playa, pequeña y acariciada por el mar y el sol.
Fueron hasta una pequeña plataforma que se metía en el mar y a la que se llegaba por un embarcadero de madera.
–Hace mucho tiempo, este muelle estaba en uso. Hasta aquí llegaban las barcazas procedentes del río que atraviesa la ciudad y que a su vez está unido por diversos canales con los aserraderos. Pero lleva abandonado mucho tiempo, como ves.
–¡Gracias a Dios! –exclamó Veronica, mirando al sol–. Aire fresco y soledad.
–¿Es que yo no te hago compañía? –preguntó Jeremy, haciendo un gracioso gesto.
–Claro que sí, y además estoy muy contenta de que me hayas traído aquí –explicó mientras se sentaba en la plataforma de madera, que estaba caliente por el sol.
Jeremy se quitó la chaqueta, se aflojó la corbata y se arremangó la camisa. Veronica se quitó los zapatos.
–Esto es el Paraíso después del ruido de la sala de urgencias. Gracias por haberme traído, Jeremy. ¿Cómo lo descubriste?
–Me habló del lugar un señor mayor al que traté hace muchos años. Será nuestro secreto, ¿vale? –Veronica asintió–. Solo se lo dirás a alguien que esté a punto de morir o que lo esté pasando mal. Según mis noticias, nadie más ha venido aquí.
–¿Ni siquiera Alec?
–Ni siquiera Alec. No somos tan amigos. Toma –le dio uno de los sándwiches–. Pollo y jamón.
–Gracias –le dio un mordisco–. ¡Está exquisito!
–Tienes unos dientes preciosos –dijo Jeremy, sorprendiéndola–. Pequeños y regulares. Recuerdo que me fijé en ellos cuando hacíamos la obra de teatro.
Jeremy dio un mordisco a su sándwich, cosa que hizo que Veronica también se sumiera en el pasado.
–Y tú también los tienes bonitos. Era lo único bonito que tenías por aquel entonces. Eso y la voz… ¡Oh, perdona!
Jeremy le dio un golpecito en el brazo.
–No te preocupes. Me alegro de que recuerdes cosas mías. Debió ser muy desagradable tener que hacer escenas de amor conmigo, con mi acné.
Comieron sus sándwiches en silencio durante unos minutos.
–¿Cómo conseguiste quitarte todas las marcas? –preguntó finalmente ella–. No te importará que te lo pregunte, ¿verdad?
Jeremy le agarró la mano y la miró fijamente a los ojos.
–Veronica, amor mío… –su voz era ronca–. ¿Todavía no te has dado cuenta de que no me importa que me preguntes nada, absolutamente nada?
Se acercó a ella y la besó en la boca.
–Mmm, sabes muy bien –añadió, pasándole la lengua por los labios.
Era un gesto increíblemente sexy y la hizo temblar desde la punta de los pies hasta el último pelo de la cabeza. Su respiración se alteró como si hubiera estado corriendo. Jeremy apartó la lengua, pero su rostro permaneció a pocos centímetros del de ella. Sus ojos eran del color aterciopelado de la noche y Veronica deseó sumergirse en ellos. Jeremy se tumbó sobre la madera caliente y la atrajo hacia sí.
–Quiero hacerte el amor –susurró–. Llevo muchos años queriendo hacerlo.
–Yo también quiero –murmuró–, pero no podemos. Aquí no, podría venir alguien.
Jeremy la apretó contra su cuerpo y luego la dejó que se apartara despacio. Tenía la respiración entrecortada. Se giró y se levantó.
–Tienes razón, no debería haberlo hecho. Además, como ya te he dicho, quiero casarme contigo y si no, nada.
Veronica se quedó inmóvil. Luego se levantó y rechazó la mano que él le ofrecía.
–¡Tonterías!
Jeremy frunció el ceño.
–¿Qué quieres decir? ¿Te estoy ofreciendo que nos casemos y me rechazas?
–Sí –contestó ella, mirándolo fijamente.
Jeremy la agarró por los hombros.
–¿Por la obsesión que tienes con la cicatriz?
–No. Bueno, no solo por eso. Es por tu obsesión con el matrimonio. No quiero casarme, todavía no, por lo menos. Por amor de Dios, Jeremy, estamos en el siglo veintiuno. Te aseguro que no te aprovecharías de mí.
Jeremy le alcanzó los zapatos y la ayudó a ponérselos. Tenía los pies pequeños y bonitos. Luego rebuscó en la bandeja de comida y sacó la fruta.
–Toma –dijo, dándole una rosada manzana.
La tensión y rabia que Veronica sentía se evaporó como por arte de magia.
–¿No es ese mi papel? –preguntó ella, dándole un mordisco y pasándosela luego a él –. ¿No es Eva la que tiene que tentar a Adán?
Jeremy mordió la manzana y masticó su carne fresca.
–Adán empezó algo importante, cayendo en la tentación.
Jeremy recogió la bandeja y dejó los sándwiches que quedaron sobre la plataforma y el agua. Las gaviotas que habían estado revoloteando se lanzaron sobre ellos y se los llevaron en el pico.
Jeremy se metió el resto de la fruta en el bolsillo de la chaqueta y agarró la bandeja vacía.
–Vamos, amor mío. Hay que volver al trabajo.