4
—Todavía estoy cansado —se quejó Glayino.
Hojarasca Acuática estaba guiándolo hacia el lago.
—Pero el mediodía es el mejor momento para recolectar malva, cuando las hojas están secas —le respondió la gata.
Glayino bostezó. Aún le dolían las zarpas, y tenía la sensación de que apenas había cerrado los ojos cuando su mentora lo despertó. Por lo menos el día era cálido. Ya no había ninguna posibilidad de que las largas garras de la estación sin hojas obligaran a retroceder a la estación de la hoja nueva. La luz del sol que se colaba a través del nuevo follaje de los árboles era lo bastante caliente para que el aprendiz notara un cosquilleo en la piel. Los pájaros se llamaban unos a otros, y a lo lejos se oía chillar y chapotear a los Dos Patas que jugaban en el agua. Glayino se estremeció al recordar su caída al lago, de donde lo había rescatado Corvino Plumoso. Si podía evitarlo, no pensaba volver a mojarse las patas.
El agua borboteaba cerca de allí. Glayino sólo había tomado esa ruta una vez, y le llegó el olor del arroyo que descendía por el bosque hasta el lago. Arrastraba el aroma de las montañas, igual que la torrentera que llevaba hasta la Laguna Lunar. Hojarasca Acuática lo guió a lo largo de la orilla, zigzagueando entre los árboles que bordeaban su recorrido. La hierba era blanda y fresca, y Glayino lamentó que su mentora se apartara de la herbosa ribera para bajar al pedregoso borde del lago.
—El nivel del lago ha subido más de lo que me esperaba —maulló la curandera, deteniéndose—. No podremos recolectar todas las plantas que quería, pero veo una mata por ahí.
Se dirigió hacia una dulce fragancia, y Glayino la siguió.
De pronto, en el bosque que ahora quedaba a sus espaldas revolotearon las hojas, y unas pisadas resonaron rápidas y ligeras sobre el suelo forestal.
¡Una ardilla!
Unas diminutas patas saltaron por la ribera del arroyo y treparon por un árbol, cuyas hojas susurraron. Luego sonó un chapoteo. Una patrulla de caza corría hacia Glayino, vadeando el arroyo.
—¿Sabes por dónde ha ido la ardilla? —le preguntó Betulón desde los árboles.
Glayino indicó con el hocico hacia el lugar en que estaba la criatura, saltando sobre una rama baja.
—¡Yo la atraparé! —exclamó Ratolino.
Los guijarros de la orilla repiquetearon cuando el aprendiz salió del agua chapoteando para trepar por el tronco. Glayino se agachó, parpadeando, cuando le cayó encima una rociada de trocitos de corteza arrancados por las ansiosas garras de Ratolino. La rama que tenía encima crujió, y Glayino oyó un chillido de sorpresa.
Pero no se trataba de la ardilla, sino de Ratolino.
El aprendiz cayó de la rama y aterrizó sobre los guijarros, al lado de Glayino.
—¡Cagarrutas de ratón! —El pequeño se puso en pie con el pelo alborotado y muerto de vergüenza.
—¿La has atrapado? —le preguntó Glayino.
Las hojas susurraron por encima de ellos: la ardilla había conseguido escapar.
—¡Buen intento! —exclamó Zancudo desde el arroyo.
—¡La próxima vez la atraparé! —le respondió Ratolino a su mentor.
El intenso olor del arroyo había confundido a Glayino, pero, cuando la patrulla del Clan del Trueno se acercó sacudiéndose el agua de las patas, reconoció a todos sus integrantes. Cenizo y Leonino estaban con Betulón, Zancudo y Ratolino.
Leonino bajó hasta la orilla del lago.
—Hola —saludó a su hermano.
—Buena mañana para cazar —contestó el aprendiz de curandero, tocándolo levemente con la cola.
—Hum.
Glayino se puso alerta, picado por la curiosidad. Su hermano parecía distraído, no tenía la mente puesta en la caza por completo.
—¿Qué haces aquí abajo, Glayino? —le preguntó Betulón desde el arroyo.
—Estoy ayudando a Hojarasca Acuática a recolectar hierbas —respondió, señalando con la cabeza hacia su mentora, que estaba orilla abajo, hurgando entre los tallos de una mata de malvas.
—¿Qué está haciendo? —quiso saber Leonino.
—Desenterrar malvas. ¿Ves alguna mata más por aquí?
—Acabo de ver una cerca de un viejo palo que hay ahí. —Leonino empujó a su hermano en la dirección correcta—. Pero ten cuidado. Hay muchas ramas y trozos de madera que el agua ha depositado en la orilla. No vayas a tropezar.
—Vamos —llamó Cenizo a Leonino con impaciencia—. ¡Volvamos a la caza!
—¿Puedes arreglártelas? —le preguntó el joven a su hermano.
—¡Por supuesto!
—Vale. Nos vemos luego. —Y se alejó con un repiqueteo de guijarros.
Glayino se quedó escuchando cómo la patrulla desaparecía entre los árboles, envidiando un poco a sus hermanos. Con aquel tiempo, cazar sería mucho más divertido que recoger hojas. Suspiró con resignación y se dirigió hacia la mata de malva que Leonino había localizado. Ahora ya podía oler su dulce aroma a rosas, caldeado por el sol. Fue avanzando por la orilla con cuidado, evitando los desechos que la crecida había arrastrado a tierra firme. Alargó el cuello hasta tocar una hoja de malva y aspiró profundamente.
Su pata delantera chocó contra algo duro. ¿Era el tronco que había mencionado Leonino? Se inclinó a olfatearlo y notó su lisura en la nariz. Había perdido toda la corteza y la madera estaba seca como el hueso. No podía haber estado mucho tiempo en el agua, o seguiría empapado a pesar del sol de la estación de la hoja nueva. Glayino deslizó una pata por encima. La madera desnuda parecía pulida bajo su almohadilla.
También percibió algo extraño: marcas arañadas a lo largo de la rama, demasiado nítidas y regulares para ser naturales. Algunas de ellas estaban cruzadas por otras líneas, como dos senderos que fueran en direcciones distintas.
—¿Qué es eso?
La voz de Hojarasca Acuática sonó a sus espaldas y lo sobresaltó. Estaba tan absorto que no la había oído acercarse.
—Un palo. —Haciendo un esfuerzo, lo sacó de debajo de la mata de malva, donde se había quedado enredado—. Mira esas líneas.
La curandera lo olfateó.
—No huele a nada. Supongo que habrá llegado por el lago.
—Pero las líneas son muy extrañas —replicó Glayino—. Son demasiado uniformes.
—Tienes razón —coincidió la curandera—. Me pregunto quién las habrá hecho. ¿Un zorro, quizá, o un tejón?
—Son demasiado delicadas para ser de tejón o de zorro.
—Tal vez sea algo de los Dos Patas —maulló la gata, y sacudió la cola—. Venga, desenterraré unas cuantas raíces de esta planta para añadirlas a las que ya he recolectado.
Glayino captó el hedor a pescado del barro del lago en las patas de su mentora.
—Tú ve arrancando unas cuantas hojas —continuó Hojarasca Acuática—. Si tenemos suerte, se habrán secado antes de que vuelva a llover.
A Glayino le pareció extraño que su mentora no prestara más atención a aquel curioso palo. Nunca se habían tropezado con algo así. De mala gana, el joven despegó las patas de su hallazgo y notó las almohadillas calientes por el contacto con la madera. Mientras Hojarasca Acuática excavaba alrededor de las raíces y tiraba para desenterrarlas de la empapada tierra, el aprendiz arrancó un bocado de hojas de malva.
—Llevemos todo esto al campamento —maulló la gata cuando terminaron—. He dejado las otras raíces allí.
Y se alejó mientras Glayino recogía las hojas.
De camino a la orilla, el aprendiz se detuvo. «¿Y el palo?» No podía dejarlo donde estaba. El agua acabaría llevándoselo de allí. Depositó en el suelo las hojas de malva, volvió hasta lo que quedaba de la mata y empezó a arrastrar el palo orilla arriba, alejándolo de la línea de agua.
—No podemos llevárnoslo a casa —maulló Hojarasca Acuática, regresando a su lado. Las raíces que llevaba en la boca amortiguaban su voz.
—Pero podemos dejarlo en un lugar seguro —contestó Glayino. «Me gustaría volver a echarle un vistazo.»
—De acuerdo, pero date prisa. Quiero extender las hojas al aire libre mientras el sol siga calentando.
Glayino tiró del palo, lo hizo rodar sobre los guijarros y lo pasó entre los desechos que abarrotaban la orilla. Poco después, resollando por el esfuerzo, notó el roce de la hierba en el pelo. Había llegado a la ribera del arroyo. Tanteó a su alrededor hasta encontrar un hueco detrás de una raíz retorcida, y arrastró el palo hasta allí, esperando que quedara bien sujeto si el nivel del agua seguía subiendo. Sintió un fogonazo de angustia ante la idea de que aquel palo acabara hundiéndose en el lago.
—¡Vamos! —maulló Hojarasca Acuática con impaciencia.
Glayino corrió a recoger las hojas que había dejado y siguió a su mentora hacia la línea de árboles. Le pesaban las patas y se sentía desazonado. Dejar aquel palo allí no estaba bien. Pero quería entender por qué.
«Volveré», prometió.