8
—¡Te doy el nombre de Garra de León, guerrero del Clan Oscuro!
Leonino flexionó las garras mientras Zarpa Brecina se dirigía a él desde la cornisa más alta de la cueva. La luz de la luna, colándose por la abertura del techo, bañaba de plata su pelo.
La gata bajó de un salto y restregó la nariz contra la suya.
—Felicidades.
Leonino sintió un cosquilleo en la piel.
—Pero primero... —continuó Zarpa Brecina, y sus ojos azules centellearon en la tenue luz— tendrás que demostrar tu valía como guerrero ganándome en una carrera.
—¡Eso no es justo! —Leonino sacudió la cola—. Los miembros del Clan del Viento sois los más veloces; todo el mundo lo sabe.
—Si quieres ser guerrero del Clan Oscuro, tendrás que ser tan rápido como yo.
—En ese caso... —Leonino se abalanzó sobre ella, estirando las patas a su alrededor para amortiguar la caída, pero también para inmovilizarla contra el suelo—. ¡Tú tendrás que demostrar que eres tan fuerte como yo!
—¡Eh! ¡Eso es trampa! ¡No me has avisado! —protestó la aprendiza.
—La líder del Clan Oscuro debe estar preparada para cualquier cosa.
—¿Como ésta?
Zarpa Brecina se liberó de su cepo, se colocó tras él en apenas un abrir y cerrar de ojos, y le agarró la cola con los dientes, delicada pero firmemente.
—¡Eh! —chilló Leonino, tratando de revolverse para quitársela de encima.
Zarpa Brecina lo esquivó y él se encontró dando mandobles al aire, mientras su cola continuaba presa. Se revolvió hacia el otro lado, intentando alcanzar a la joven, pero ella lo esquivó de nuevo. La oyó ronronear y vio cómo se le movían los bigotes mientras se tronchaba de risa.
Al final, la aprendiza lo soltó.
—¡Qué gracioso estabas manoteando en el aire! ¡Parecías un polluelo recién salido del nido!
Leonino se quedó mirándola, con una sensación de felicidad en el pecho. La sola visión de sus ojos azules y su suave pelaje le causaba una agradable sensación de calidez por toda la piel.
—Ojalá estuvieras en el Clan del Trueno.
Zarpa Brecina se estremeció.
—¿Debajo de todos esos árboles y rodeada de muros de piedra? ¡No, gracias! Además —continuó—, no necesitamos vivir en el mismo clan cuando tenemos toda esta cueva para nosotros solos... —Alargó una pata para quitarle a Leonino algo que tenía detrás de la oreja—. Sólo es un abrojo. —Y lo tiró al suelo.
—Gracias.
Zarpa Brecina tenía razón sobre la cueva. Leonino sabía que él quería vivir en el páramo tan poco como ella quería vivir en el bosque. Aquella gruta era la solución perfecta. Ya llevaban media luna encontrándose allí, y ninguno de sus compañeros de clan había sospechado nada. Ni siquiera la entrometida de su hermana.
—Me pregunto adónde llevarán algunos de estos túneles. —Zarpa Brecina cruzó el río de un salto y se puso a olfatear una de las aberturas.
Leonino saltó tras ella. Del túnel salía un aire frío, húmedo y rancio, y el joven se estremeció.
—¿Crees que alguno llevará hasta el territorio del Clan de la Sombra? —preguntó la aprendiza.
A Leonino se le erizó el pelo del lomo.
—Espero que no.
—Podríamos explorar.
El joven retrocedió.
—No hay prisa. Aquí ya nos divertimos bastante —maulló mirando a su alrededor.
Llegar hasta allí atravesando los túneles aún hacía que le temblaran las patas. Había algo escalofriante en aquellos angostos pasajes, y siempre sentía una ola de alivio al encontrar a Zarpa Brecina esperándolo en la gruta iluminada por la luna.
A la gata le centellearon los ojos.
—¡Ahí abajo podría haber toda clase de criaturas espantosas, con grandes colmillos y garras afiladas...!
Leonino le dio un empujón.
—¡Cierra el pico!
Ella se lanzó a la carrera.
—¡Venga! —exclamó—. ¡Todavía tienes que demostrar que eres un guerrero!
Y volvió a cruzar el río con un elegante salto.
Leonino la siguió. Al aterrizar, sus patas traseras resbalaron en las negras aguas, y el chapoteo resonó por toda la cueva. Al gato le dio un vuelco el corazón al notar la fuerte potencia de la corriente, y clavó las garras en el suelo para salir, sacudiéndose el agua de las patas.
—¡Ten cuidado! —maulló Zarpa Brecina—. No quiero perderte.
La sola idea de que el río lo arrastrara por los túneles hizo que Leonino tragara saliva. Buscando consuelo en el Manto Plateado, miró hacia el agujero del techo. En el exterior, el cielo estaba aclarándose.
—Debemos irnos... —susurró.
Zarpa Brecina suspiró.
—¿Nos vemos mañana por la noche? —añadió, esperanzado.
—No puedo —la aprendiza se restregó contra él—. Pasado mañana tengo una evaluación. No quiero estar demasiado cansada.
—De acuerdo. —Leonino se encogió de hombros. Lo entendía. Zarpa Brecina debía poner a su clan por delante de todo, pero la echaría de menos—. Adiós.
Se separaron, cada uno hacia un túnel distinto. El aprendiz del Clan del Trueno ya conocía la ruta de memoria, lo que era todo un alivio, porque podía hacerla corriendo. A Glayino le sorprendería saber lo deprisa que podía correr a través de la oscuridad, usando sólo los bigotes para guiarse. Salió disparado por la entrada, encantado de volver a oler el aire fresco del exterior.
«¡Ésta es mi parte del bosque!», pensó mientras se retorcía alegremente entre las zarzas y salía por el otro lado. Los guerreros de más edad actuaban como si hubieran creado el territorio del Clan del Trueno sólo porque ellos habían llevado a los clanes hasta el lago, pero Leonino sabía que aún no lo habían explorado de cabo a rabo. El hecho de que él conociera la cueva demostraba que todavía quedaban muchos lugares por descubrir. Serían los jóvenes quienes hicieran eso, quienes convertirían aquella tierra en la suya propia.
A través de las hojas, vio que el cielo tachonado de estrellas estaba volviéndose más claro. Comenzó a correr por el bosque; tenía que llegar a casa antes de que el campamento despertara.
—Hola, Leonino. —Un profundo maullido sonó en su oído, y un cuerpo rozó su costado.
Al joven se le erizó el pelo, alarmado. Miró de reojo y vio la tenue silueta de un gato que caminaba pegado a él. «¿Estoy soñando?»
—Hemos estado observándote. —La silueta resplandeció a su lado: era un enorme atigrado de ojos ámbar, que destellaban a la media luz de la mañana.
Sus poderosos omoplatos le resultaron extrañamente familiares.
Algo lo rozó por el otro costado. Leonino se volvió con el corazón desbocado. Otro gato desdibujado corría junto a él: un segundo atigrado de ojos azules como el hielo, y tan corpulento como el primero.
—¿Qui... quiénes sois? —tartamudeó.
—Somos parientes tuyos —respondió el gato de ojos ámbar.
Leonino miró nervioso a uno y otro.
—¿Sois del Clan Estelar?
—Fuimos guerreros una vez —gruñó el gato de ojos azules.
Leonino notó un hormigueo en la cola.
—¿E... Estrella de Tigre? ¿Alcotán? ¿Por qué habéis venido a verme?
Alcotán se puso tenso y giró la cabeza de golpe hacia el bosque.
—Viene alguien —avisó.
Leonino se agachó detrás de un avellano.
Resonaron pasos en el suelo forestal, pasos reales y potentes. Mientras Leonino permanecía agazapado, casi sin atreverse a respirar, Zancudo pasó corriendo, dejando tras él una corriente de aire que le alborotó el pelo al aprendiz. El guerrero patilargo se alejó a saltos, desapareciendo en una franja de helechos.
Leonino salió con sigilo de detrás del avellano.
—¿Estrella de Tigre? —El aprendiz miró a su alrededor—. ¿Alcotán?
Los guerreros fantasmales se habían esfumado.
—¡Esperad! —exclamó el joven sin levantar mucho la voz—. Volved.
Tenía que saber por qué habían decidido aparecérsele.
Los helechos por donde había desaparecido Zancudo susurraron levemente. Luego, el bosque se quedó en silencio, excepto por los trinos de los pájaros que anunciaban el alba.
Leonino cruzó con sigilo, y bostezando, el túnel que llevaba al lugar donde hacían sus necesidades. El campamento estaba en silencio. Sintió que lo invadía el alivio... Y luego la culpabilidad. Lejos de Zarpa Brecina, de repente se dio cuenta de lo furtivo que era su comportamiento. En el campamento aún no se había levantado nadie. Ni siquiera la patrulla del alba estaba preparándose para partir. No debería sentirse tan contento de poder regresar sigilosamente a su lecho y disfrutar del descanso que tanto necesitaba. Bordeó el claro, pegándose a las sombras, y luego se coló en la guarida de los aprendices. Entró sin hacer ruido y se encaminó hacia su lecho de puntillas.
—¿Leonino? —Carrasquera levantó la cabeza—. ¿Eres tú?
El joven sintió un fogonazo de pánico y luego de irritación.
—Sí —bufó.
—¿Adónde vas? —le preguntó su hermana, bostezando.
Leonino vaciló. No podía volver a usar la excusa de que iba a hacer sus necesidades. Carrasquera pensaría que estaba enfermo.
—A la patrulla del alba —respondió a toda prisa.
Zarpa Pinta se incorporó adormilada y pestañeó.
—Pensaba que iba a salir yo con Melosa.
—Yo también voy... —respondió el joven—, por la experiencia.
Parecía que le ardiera la piel. «¡Cuántas mentiras!»
Carrasquera se tapó el hocico con una zarpa.
—Mejor tú que yo —murmuró.
—Será mejor que nos pongamos en marcha. —Zarpa Pinta pinchó a Melosa con una garra—. Despierta, marmota. Es hora de salir a cazar.
El aprendiz miró hacia su lecho con añoranza. Le pesaban las patas como si fueran de piedra, pero Zarpa Pinta ya estaba pasando ante él para salir de la guarida. Leonino la siguió, dejando a Melosa desperezándose en su lecho.
—Hoy has madrugado, Leonino. —Tormenta de Arena, sentada con Manto Polvoroso junto a la entrada, pareció sorprendida al verlo.
—Quería unirme a la patrulla del alba —respondió él.
—Bien por ti. —Manto Polvoroso miró hacia el despejado cielo del amanecer—. Va a ser un magnífico día para cazar. Creo que volveré a salir con Zarpa Pinta en cuanto hayamos inspeccionado las fronteras.
Los pájaros gorjeaban ruidosamente en lo alto de la hondonada. Leonino contuvo un bostezo y se desperezó.
—¿Estás lista, Melosa? —le preguntó Tormenta de Arena a su aprendiza.
Melosa salió de la guarida trastabillando y bizqueando, adormilada. Miró a su mentora y asintió.
—En ese caso, vamos. —La guerrera de color melado se dirigió hacia el túnel.
Una vez en el bosque, Leonino se dedicó a mirar con anhelo cada extensión de musgo con la que se encontraba, deseando poder tumbarse a descansar. Ocupó el último puesto de la patrulla, procurando no quedarse demasiado rezagado mientras seguían la frontera del Clan de la Sombra, renovando las marcas olorosas.
—Aquí está todo en orden —maulló Manto Polvoroso al cabo.
«¡Genial! —pensó Leonino—. Ahora podemos irnos a casa.»
Tormenta de Arena olfateó el aire.
—Examinemos la frontera del Clan del Viento.
A Leonino se le cayó el alma a los pies.
La patrulla dio media vuelta y se dirigió de nuevo hacia el bosque. Leonino notó que se le cerraban los ojos del cansancio. De pronto, un movimiento atrajo su atención. En la lejanía, a través de los árboles, se movía algo.
«¡¿Sería Estrella de Tigre?!» Escudriñó el bosque con atención, sólo para cerciorarse de que no era más que un helecho estremeciéndose bajo la leve brisa. ¿Por qué se le habrían aparecido precisamente aquella mañana? Estrella de Tigre había dicho que habían estado observándolo. «Deben de saber que he estado viéndome con Zarpa Brecina.» Sintió un hormigueo en las zarpas. ¿Acaso ellos pensaban que estaba haciendo algo malo? Sin embargo, le habían avisado de la aparición de Zancudo... A lo mejor sólo querían ayudarlo. Pero ¿por qué?
La patrulla se acercó al territorio del Clan del Viento. Un pequeño barranco conformaba la frontera; por el fondo, un arroyuelo discurría entre helechos enredados y zarzales, y al otro lado el bosque se extendía un poco más, antes de dar paso al páramo. Manto Polvoroso se detuvo para marcar un árbol. Melosa bajó por el barranco para beber y desapareció debajo de los frondosos helechos.
Zarpa Pinta se quedó inmóvil.
—¡Mirad! —exclamó, mirando hacia el otro lado de la frontera.
Ventolino y Lebrato iban disparados hacia el barranco. Delante de ellos corría una ardilla, ondeando la cola. Los aprendices del Clan del Viento serpentearon con destreza a través de la espesa vegetación; resultaba bastante extraño verlos cazar en el bosque.
Manto Polvoroso se acercó a Tormenta de Arena.
—¿Por qué están cazando aquí?
—Ese territorio es suyo —le recordó Tormenta de Arena.
—Pero ¡el Clan del Viento no come ardillas! —Melosa había subido desde el arroyo, alertada por el aviso de Zarpa Pinta.
—Sí, yo pensaba que sólo comían conejos —repuso Manto Polvoroso, entornando los ojos.
Entonces aparecieron otros dos miembros del Clan del Viento. Oreja Partida y Cola Blanca observaban a sus aprendices desde el borde del páramo.
—¿Una partida de caza tan cerca de nuestra frontera? —maulló Manto Polvoroso con voz cortante y recelosa.
—Siguen viniendo hacia aquí —señaló Zarpa Pinta.
Ventolino y Lebrato corrían tras la ardilla, con los ojos clavados en su presa.
—No están reduciendo el paso —añadió Manto Polvoroso.
—No cruzarán la frontera a propósito —lo tranquilizó Tormenta de Arena.
—Pero podrían hacerlo sin querer —replicó el guerrero—. El arroyo apenas es visible aquí.
Y, dicho eso, se agazapó y avanzó sigilosamente hasta el borde del barranco, escondiéndose detrás de las zarzas que lo cubrían.
Las pisadas de Ventolino y Lebrato retumbaban contra el suelo a medida que se aproximaban a la carrera. Seguían sin bajar el ritmo.
—¡Alto! —Manto Polvoroso se plantó sobre las patas traseras y bufó a los aprendices del Clan del Viento desde el lado opuesto del arroyo.
Ventolino y Lebrato frenaron en seco, con los ojos desorbitados por la alarma. La ardilla saltó el barranco y desapareció trepando a un alto abedul.
—¿Qué crees que estás haciendo, en el nombre del Clan Estelar? —El furioso bramido de Oreja Partida resonó a través de los árboles. El guerrero del Clan del Viento salió disparado hacia la frontera, con Cola Blanca pisándole los talones—. ¿Cómo te atreves a asustar a nuestros aprendices? —le espetó ceñudo a Manto Polvoroso, tras detenerse junto al barranco.
—Estaban a punto de traspasar la frontera. —Manto Polvoroso arqueó el lomo con agresividad.
—¿Cómo lo sabes?
—¡Ni siquiera habían empezado a reducir la velocidad! —los acusó el guerrero.
—¡Yo habría atrapado a la ardilla con una zancada más!
—¡Ni siquiera estabas cerca de ella! —exclamó Leonino, mostrando los colmillos.
—¡Por supuesto que sí! —replicó Ventolino, sulfurándose.
—¡Todo el mundo sabe que el Clan del Viento sólo come conejos! —bufó el aprendiz—. El Clan del Trueno tiene a los mejores cazadores de ardillas.
—¡Ya no! —Lebrato se colocó al lado de su compañero de clan—. Todos los aprendices del Clan del Viento están recibiendo un entrenamiento especial en el bosque para que ya no tengamos que depender de los conejos.
A Tormenta de Arena se le dilataron los ojos.
—¿En serio? ¿Por qué?
—¡Eso no es asunto vuestro! —le contestó Oreja Partida, dirigiéndole una mirada furibunda.
—¿Es para poder invadir nuestro territorio? —Manto Polvoroso se paseó por delante de la frontera, sacudiendo la cola.
Cola Blanca se adelantó, alisándose el pelo erizado.
—Nosotros también tenemos bosque en nuestro territorio —maulló con voz tranquila—. Es lógico que lo aprovechemos. Y ya no queremos depender de ningún tipo de presas. Los veteranos hablan del hambre que padeció el Clan del Viento cuando los Dos Patas empezaron a envenenar a los conejos antes del Gran Viaje.
Eso tenía sentido. Leonino volvió a envainar las garras, aunque le resultaba muy extraño que el Clan del Viento cazara las mismas presas que el Clan del Trueno.
Lebrato estaba asintiendo.
—Y ahora, además, hay ovejas en el páramo, con los Dos Patas y sus perros...
Oreja Partida hizo callar a su aprendiz dándole un golpecito en la boca con la cola.
—Eso tampoco es asunto del Clan del Trueno —soltó—. Mientras permanezcamos en nuestro lado de la frontera, podemos cazar lo que nos dé la gana.
—Pero las ardillas no saben de fronteras y las cruzan una y otra vez. Estaríais comiéndoos nuestras presas.
—¡Si están en el territorio del Clan del Viento, se convierten en nuestras presas! —replicó Oreja Partida.
—¡Las ardillas siempre han sido presas del Clan del Trueno! —Manto Polvoroso dejó de pasearse y erizó el pelo del cuello.
—¿Eso es parte del código guerrero? —se mofó Oreja Partida, y dio un paso al frente con ojos llameantes.
Manto Polvoroso se agazapó, preparándose para saltar. La sangre latía en los oídos de Leonino, que volvió a desenvainar las garras. El cansancio había desaparecido; ahora estaba más que listo para demostrarles a aquellos prepotentes gatos del Clan del Viento qué les ocurría a quienes se atrevían a invadir los territorios de caza del Clan del Trueno.
—Déjalo —le susurró Cola Blanca a su compañero de clan—. No vale la pena pelearse por esto.
Oreja Partida despegó los ojos de Manto Polvoroso y miró a Cola Blanca. Leonino contuvo el aliento. Finalmente, el guerrero del Clan del Viento asintió.
—De acuerdo... Al menos, por ahora.
Manto Polvoroso se quedó mirando torvamente cómo los gatos del Clan del Viento daban media vuelta y se alejaban de la frontera sin darse ninguna prisa.
—Vamos. —Tormenta de Arena hizo una seña con la cola para volver a casa.
Manto Polvoroso no se movió.
—No hasta que hayan dejado atrás los árboles.
Tormenta de Arena se sentó y se puso a lavarse la cara.
—Mientras nosotros esperamos, vosotros tres también podríais ver si encontráis alguna presa que llevar a casa —les dijo a los aprendices.
De mala gana, Leonino dejó de mirar a los remolones gatos del Clan del Viento y siguió a Melosa y Zarpa Pinta hasta una zona de zarzales.
—¿Creéis que el Clan del Viento está planeando invadirnos? —susurró Zarpa Pinta.
A Melosa se le salieron los ojos de las órbitas.
—¿Por qué piensas eso?
—Cazar ardillas es lo que hacen los gatos forestales. Pero ellos son gatos de páramo —contestó Zarpa Pinta—. Es un poco sospechoso, ¿no crees?
—Bueno, está claro que Manto Polvoroso actúa como si quisieran invadirnos —comentó Leonino.
Melosa miró por encima del hombro.
—Pero ¿por qué querrían quedarse con nuestro territorio?
—A lo mejor, para el Clan del Viento los Dos Patas y sus perros son un problema más grande de lo que creíamos —aventuró Leonino.
—En la última estación de la hoja nueva supieron arreglárselas —señaló Zarpa Pinta.
—Pero esta vez podría ser peor —maulló Leonino, atenazado por un mal presagio.
—¿Alguna novedad? —exclamó Estrella de Fuego desde la Cornisa Alta cuando la patrulla del alba entró en el campamento.
—El Clan del Viento está cazando en el bosque —respondió Manto Polvoroso.
—¿En nuestro bosque? —Estrella de Fuego bajó de la cornisa.
Leonino corrió al montón de la carne fresca, dejó allí el ratón que había cazado y regresó al lado de Manto Polvoroso. Estaba listo para defender a las presas de su clan de los saqueadores del Clan del Viento, pero ¿y si uno de ellos era Zarpa Brecina?
—¡Leonino! —Carrasquera apareció ante él y lo detuvo cuando estaba a medio camino—. ¿Qué pasa?
Glayino estaba con ella y tenía las orejas plantadas con interés.
—El Clan del Viento estaba en la frontera —les explicó el joven, mirando hacia la patrulla.
El líder del Clan del Trueno había llegado junto a Manto Polvoroso y Tormenta de Arena. Estaba sacudiendo la cola, claramente disgustado por las palabras del guerrero.
—No han traspasado la frontera —aclaró Tormenta de Arena.
—Pero han estado a punto de hacerlo —replicó Manto Polvoroso, agitando la punta de la cola.
Zarzoso salió de la guarida de los guerreros.
—¿Qué ocurre?
—Había dos aprendices del Clan del Viento cerca de nuestra frontera —maulló Tormenta de Arena—. Estaban persiguiendo a una ardilla, y casi cruzan el arroyo por error.
A Carrasquera se le erizó el pelo.
—¡Una ardilla!
—Deberían haber sabido lo que podía pasar —gruñó Manto Polvoroso—. A menos que estén tan acostumbrados a cruzar el arroyo por error que ya no se den cuenta...
—No había olor del Clan del Viento en nuestro territorio —le recordó Tormenta de Arena.
—Pero ¿por qué está cazando ardillas el Clan del Viento? —quiso saber Zarzoso—. Ellos cazan conejos.
—¡Exacto! —le susurró Carrasquera a Leonino.
—Ya no. —Zarpa Pinta amasó el suelo—. Lebrato ha dicho que ahora todos los aprendices del Clan del Viento están entrenando para cazar en el bosque.
Zarzoso se puso tenso.
—¡Debemos volver a marcar las fronteras! —maulló.
—Ya lo hemos hecho —le dijo Manto Polvoroso.
Tormenta de Arena se sentó.
—No hagamos una montaña de esto. No eran más que dos jóvenes...
—¡Cazando nuestras presas! —la cortó Manto Polvoroso.
—Deberíamos estar alerta —aconsejó Zarzoso—. Hay que informar de esto en la próxima Asamblea.
Estrella de Fuego clavó las garras en el suelo.
—¿Algún gato del Clan del Viento ha traspasado la frontera?
—No —contestó Tormenta de Arena.
—¿Y seguro que no había olor a gatos del Clan del Viento en nuestro lado del arroyo? —continuó el líder.
—Seguro.
Manto Polvoroso soltó un resoplido.
—La lluvia puede haber borrado el rastro.
—O quizá no hayan cruzado nunca la frontera —contestó Estrella de Fuego—. No puedo decirle al Clan del Viento qué debe o no debe cazar en su territorio. —Dio media vuelta—. De momento lo dejaremos correr, a ver qué pasa.
Glayino entornó los ojos.
—¡Otra vez no! —masculló.
Leonino miró a su hermano.
—¿Qué quieres decir?
—Estrella de Fuego tampoco quiso ayudar al Clan del Río —le explicó Carrasquera—, aunque Glayino había soñado que tenían problemas.
—¿Cómo van a respetarnos los clanes si nunca hacemos nada? —se lamentó Glayino.
Leonino frunció el entrecejo.
—¿Acaso eso es importante? Mientras ninguno de ellos traspase nuestras fronteras...
—Pero tiene que haber equilibrio —protestó Carrasquera—. Si uno de los clanes es demasiado débil, deberíamos ayudarlo; si uno es demasiado fuerte, debemos reaccionar para volver a parecer fuertes nosotros también.
Glayino resopló.
—Yo no sé nada de equilibrios —maulló—. Sólo digo que Estrella de Fuego ha desperdiciado otra oportunidad de lograr que el Clan del Trueno parezca capaz de cuidar de sí mismo.
Sacudiendo la cola, el aprendiz de curandero se alejó.
Carrasquera se quedó mirándolo.
—¿Tú qué piensas, Leonino?
El joven se quedó paralizado, imaginándose de repente a Zarpa Brecina persiguiendo a una ardilla hacia la frontera del Clan del Trueno. ¿Acaso Carrasquera estaba pensando en lo mismo?
—¿Qué pienso de qué?
—¿Crees que Estrella de Fuego debería desafiar al Clan del Viento en la próxima Asamblea? —le preguntó su hermana ladeando la cabeza, con los ojos verdes llenos de curiosidad.
Leonino cambió el peso del cuerpo, sin saber muy bien qué pensar de la decisión de su líder. Si Estrella de Fuego pasaba por alto todos los problemas, el Clan del Trueno podría parecer débil. Pero la mera idea de combatir contra el Clan del Viento le revolvía el estómago. ¿Cómo podría seguir viéndose con Zarpa Brecina si sus clanes estaban en guerra?
De pronto, una brisa le alborotó el pelo y una voz le susurró al oído: «Sé sincero, Leonino. No tengas miedo de las cosas que deseas. Tú sabes lo que piensas.»
Se le contrajo el estómago por la culpa, pero Estrella de Tigre tenía razón. Él sabía exactamente lo que pensaba. Lo último que quería era una batalla contra el Clan del Viento.
—Deberíamos dejar en paz al Clan del Viento —maulló.