11
—¡Por el Clan Estelar! —Cenizo saltó desde los helechos, fulminando con la mirada a Leonino—. ¿Cómo es posible que se te haya escapado?
La lavandera blanca, que se había zafado de las zarpas extendidas del aprendiz apenas unos segundos antes, se posó en una rama sobre la hondonada de entrenamiento y dio la voz de alarma antes de salir volando entre los árboles.
Leonino miró al suelo. Debería haberla atrapado, pero sentía las patas como si fueran de piedra.
—Lo lamento.
El paseo nocturno hasta el lago con Glayino lo había dejado exhausto. Se estremeció de irritación. Esa noche se había separado pronto de Zarpa Brecina para poder recuperar algo de sueño; ¿por qué su hermano lo había arrastrado hasta el lago en vez de dejarlo descansar?
—Hoy te mueves con la torpeza de un tejón —lo riñó Cenizo.
Zancudo y Ratolino salieron entre los helechos, seguidos de Tormenta de Arena y Melosa.
—¡Yo diría más como un erizo en hibernación! —se burló Ratolino.
Leonino le lanzó una mirada torva a su compañero de guarida.
Melosa le dio un toque con la cola a Ratolino.
—No hace mucho que a ti se te escapó una ardilla —le recordó.
A Leonino le ardieron las orejas. No necesitaba que la aprendiza lo defendiera.
—Melosa tiene razón. —Zancudo le dio un empujoncito a su aprendiz con el hocico—. Y a tu técnica de trepar le iría bien un poco de práctica.
Ratolino agachó las orejas.
—Bien, ¡pues vamos a practicar!
—¡Será mejor que no pruebes en el Roble del Cielo! —exclamó Melosa cuando los dos gatos se encaminaron hacia los árboles.
Ratolino sacudió la cola, molesto, al desaparecer en la vegetación.
Tormenta de Arena se volvió hacia su aprendiza.
—Vamos, Melosa, a ver si hay ratones alrededor de la vieja haya.
—¿Podemos ir nosotros también? —Cenizo miró intencionadamente a Leonino—. No creo que ahora encontremos muchos pájaros por aquí.
—Por supuesto —respondió Tormenta de Arena, subiendo ya la ladera de la hondonada hacia los árboles.
Cenizo corrió para alcanzarla.
—No te preocupes —le susurró Melosa a Leonino, colocándose a su lado—. A mí ayer se me escapó un gorrión.
El joven erizó el pelo y soltó un resoplido, y luego apretó el paso para adelantar a la aprendiza.
El suelo que rodeaba el haya estaba cubierto de cáscaras vacías. Aquél era un lugar perfecto para cazar ratones, que merodeaban por la zona atraídos por las provisiones disponibles de hayucos. Leonino cruzó antes que Melosa los helechos que bordeaban el espacio despejado que había debajo del árbol. Cenizo y Tormenta de Arena estaban esperándolos, sentados debajo de las frondas arqueadas.
—Espero que aquí consigamos atrapar algo —maulló Cenizo—. No queremos que el clan pase hambre.
—¡No será así! —replicó Leonino. ¿Por qué su mentor no empezaba a darle consejos en vez de señalar sus errores?
—¡Mirad! —Melosa señaló con la cabeza hacia el claro. Había un ratón sentado entre las serpenteantes raíces del haya, con un hayuco entre las patas delanteras. Estaba entretenido mordisqueando la cáscara—. Será fácil de cazar —añadió, con un guiño de ánimo a Leonino—. Ni siquiera se ha percatado de que estamos aquí.
—Entonces, ¿por qué no lo cazas tú? —bufó el aprendiz.
A la joven se le empañaron los ojos.
—Pensaba que a lo mejor querías aprovechar la oportunidad.
—¡No necesito ayuda! —le espetó Leonino. ¿Es que Melosa creía que era un cachorrito desvalido?
La aprendiza bajó la mirada y él se sintió culpable. Su compañera sólo estaba intentando animarlo, de modo que dio media vuelta y se asomó entre la vegetación. Atraparía a ese pequeño ratón para demostrarle a Melosa cuánto lo lamentaba.
Pero el roedor había desaparecido.
Alguna otra criatura estaba moviendo las hojas a sólo unas pocas colas de distancia. Leonino adoptó la posición de acecho. Combatiendo el cansancio que hacía que las patas le pesaran como si fueran de madera mojada, comenzó a avanzar sigilosamente. Las hojas se movieron de nuevo, y una naricilla apareció entre ellas. Tensando todos sus músculos, el aprendiz se preparó para saltar.
—¡Baja la cola! —le bufó Cenizo.
Leonino tensó mucho más las ancas contra el suelo y luego salió disparado.
Pero no fue lo bastante rápido: el campañol tuvo tiempo de esconderse debajo de una raíz. Leonino miró a su mentor, esperando algún comentario, una palabra de consejo o incluso de decepción, pero el guerrero le dio la espalda sin abrir la boca.
Zarzoso levantó la vista al ver a Cenizo entrando en el campamento seguido de Leonino, y entornó los ojos cuando el guerrero dejó dos ratones y un gorrión en el montón de la carne fresca. El joven había llegado con las zarpas vacías.
—¿Sigue habiendo presas en abundancia? —les preguntó el lugarteniente al acercarse a ellos.
—Hay de sobra —respondió Cenizo.
Leonino esperaba que su mentor le dijera a su padre lo inútil que había estado ese día, así que parpadeó sorprendido cuando le dijo:
—La técnica de caza de Leonino va muy bien. Sólo necesita practicar la postura de acecho.
¿Por qué no le decía la verdad a Zarzoso? ¿Es que se había dado por vencido con su aprendiz? ¿O estaba siendo blando con él porque era hijo del lugarteniente?
Zarzoso le dio un manotazo suave en la oreja.
—Pensaba que tenías dominada la postura de caza desde antes de abandonar la maternidad.
¿Acaso no le importaba a nadie? El aprendiz sintió un hormigueo de irritación en las zarpas. Llevaba días sin dar ni una, pero nadie lo había mencionado. ¿Por qué no se tomaban en serio su entrenamiento? Con todos los rumores sobre una batalla, era más importante que nunca que lo hiciera bien, ¿no? Miró de reojo a Zarzoso, pero vio que ya estaba alejándose con un ratón en la boca.
—Tú también deberías comer algo —maulló Cenizo—. Ha sido una mañana muy larga.
—¿Y qué pasa con el entrenamiento?
—Descansa primero. —El guerrero comenzó a cruzar el claro—. Después haremos un poco de entrenamiento de combate.
Parecía como si de verdad se hubiera dado por vencido con él. Quizá su mentor pensaba que entrenarlo era una pérdida de tiempo. Leonino sintió un fogonazo de indignación, que se apagó al volverse hacia el montón de la carne fresca. Estaba demasiado agotado para comer. Lo único que quería era ovillarse y dormir. Se encaminó a la guarida de los aprendices. Con un suspiro de alivio, se enroscó en su lecho y cerró los ojos.
—¡Leonino! —exclamó Bayino, despertando a su compañero—. ¡Es hora del entrenamiento de combate!
El aprendiz luchó por despertarse, como si estuviera ahogándose e intentara salir a la superficie. Bayino estaba plantado junto a él, sacudiéndolo con una zarpa.
—¡Vale, vale! —maulló Leonino—. ¡Aparta esas garras! Estoy despierto.
Se sacudió para librarse de su amigo y se puso en pie trabajosamente. Tenía la cabeza llena de niebla y sentía como si su cuerpo estuviera lastrado con pedruscos. Aquella pequeña siesta sólo le había servido para sentirse más cansado.
—Cenizo y Zarzoso quieren que entrenemos juntos.
Leonino suspiró.
—¿Qué te ocurre? —Bayino se inclinó hacia él—. Normalmente te mueres de ganas por intentar ganarme. —Agitó los bigotes—. ¿Es que tienes miedo?
—¡No! —Por supuesto que no tenía miedo. «¡Sólo quiero dormir!»
Salió de la guarida trastabillando detrás de Bayino y bizqueó bajo el sol de la tarde. Cenizo y Zarzoso ya estaban esperando en la entrada del campamento. Saludaron con la cabeza al joven y salieron por el túnel de espinos.
«¡No tan deprisa!» Leonino aún se sentía aletargado cuando corrió tras los dos guerreros y Bayino. Los siguió a trancas y barrancas por el bosque, sumido en una nebulosa de cansancio, tropezando con las zarzas y reprimiendo un bostezo tras otro. Incluso resbaló por la pendiente que llevaba a la musgosa hondonada de entrenamiento, donde Bayino aguardaba con Cenizo y Zarzoso, y tuvo que sacar las garras para llegar hasta ellos sin caerse. Se dio una sacudida, esperando despabilarse del todo, pero una bruma aturdidora seguía nublándole el cerebro.
—Empecemos —maulló Zarzoso—. Bayino, quiero que simules que estás defendiendo tu territorio. —Hizo una seña con la cola—. Leonino, atácalo.
Bayino se agazapó, sacudiendo la cola con el pelo erizado. Entrecerró los ojos hasta convertirlos en rendijas y deslizó la barbilla por el suelo de un lado a otro, como una serpiente.
—¡Venga, Leoncillo! —se burló.
La ira centelleó en el pelaje de Leonino. Sin pensárselo dos veces, el aprendiz corrió hacia su compañero, dando traspiés con sus entumecidas patas, y saltó estirando las zarpas delanteras. Bayino se alzó sobre las patas traseras y lo golpeó debajo de la barbilla, empujándolo hacia atrás. Antes de que Leonino pudiera ponerse fuera de su alcance, su rival saltó sobre él y lo inmovilizó contra el suelo.
Luego miró triunfal a Zarzoso.
—¡Ha sido fácil!
Al distraerse su oponente, Leonino se zafó y le dio un cabezazo en el costado que no tuvo el menor efecto. Bayino se volvió hacia él para asestarle un manotazo. Leonino apenas consiguió agacharse a tiempo. «¿Y ahora qué?», pensó, con el cerebro embotado por la falta de sueño. Guiándose por el instinto, se coló por debajo de la barriga de Bayino para intentar desequilibrarlo, pero no había contado con que su compañero pesaba mucho más. Bayino se limitó a dejarse caer sobre él para aplastarlo contra el suelo.
Vencido, Leonino se quedó inmóvil. Todos sus movimientos habían estado fatalmente ejecutados. Bayino se apartó de él y fue a sentarse junto a Zarzoso, enroscando la cola alrededor de las patas.
Cenizo miró fijamente a su aprendiz.
—¿Eso es lo mejor que puedes hacer?
Leonino se levantó de un salto, con las orejas ardiendo. Ahora ya estaba completamente despierto, con un hormigueo de rabia por todo el cuerpo.
—¡No es culpa mía que me hayas enseñado todos esos movimientos inútiles!
Los ojos de Zarzoso destellaron escandalizados, pero los de Cenizo permanecieron impasibles.
—¿De verdad piensas que alguien se creería que yo te he enseñado ese despliegue de torpezas?
—¡Bueno, si lo hubieras hecho, habría sido lo primero que me enseñabas hoy!
Eso sí que alteró a Cenizo, que lanzó chispas por los ojos.
Zarzoso dio un paso adelante.
—Un guerrero nunca culpa de sus errores a sus compañeros de clan, Leonino. —Luego se volvió hacia Cenizo—. Creo que tienes que hablar con tu aprendiz. Venga, Bayino, seguiremos con el entrenamiento al otro lado de la hondonada.
A Cenizo se le erizó el pelo del lomo mientras observaba cómo el lugarteniente se dirigía al otro extremo del claro. Leonino sintió frío de repente y su furia se apagó. Había ido demasiado lejos.
—Lo lamento —maulló.
Su mentor se volvió hacia él fulminándolo con la mirada.
—He intentado convertirte en el mejor aprendiz de tu guarida —gruñó—, pero últimamente es como entrenar a una babosa. Sólo pareces oír la mitad de las cosas que te digo, y las que oyes, las olvidas. Tenías instinto para la caza y la lucha, pero ahora ha desaparecido, y no sé dónde está.
A Leonino le temblaron los bigotes. No podía negar que últimamente había estado distraído, pero creía que nadie se había dado cuenta.
—Te prometo que lo intentaré con más firmeza.
—¡Tendrás que hacerlo, si no quieres quedarte rezagado en la guarida de los aprendices y ver cómo Raposillo y Albinilla se convierten en guerreros antes que tú!
—¡Lo haré! —Leonino sintió que se le revolvía el estómago de miedo; no era miedo a su mentor, sino al fracaso. Hasta ahora todo había sido muy fácil. La idea de tener que esforzarse para mantenerse al nivel de los demás lo llenó de temor.
—Bien. —Cenizo asintió secamente—. Empecemos de nuevo.
Leonino se cuadró.
—De acuerdo.
—Practicaremos la defensa para los tejones.
Leonino parpadeó.
—Pero... es una de las más duras.
—Lo sé. —Cenizo se agazapó—. Observa con atención.
Se plantó sobre las patas traseras y saltó hacia delante, lo bastante alto como para pasar por encima de un tejón. Aterrizó sobre las dos patas traseras y giró sobre sí mismo tan velozmente que a Leonino le maravilló que no perdiera el equilibrio. Luego se agachó, de nuevo a cuatro patas, y se retorció a un lado, mordiendo el aire como si estuviera lanzando una dentellada a la pata trasera de un tejón.
—Ahora hazlo tú —le ordenó a su aprendiz—. Y no olvides que un tejón es el doble de grande que un gato, así que salta todo lo alto que puedas. No querrás terminar encima de su lomo, te lo aseguro. Si rodara por el suelo, podría aplastarte.
Con el corazón desbocado, Leonino se alzó sobre las patas traseras. Intentó saltar hacia delante, pero perdió el equilibrio y aterrizó de costado.
—¡Otra vez! —le exigió Cenizo.
Leonino se puso en pie y lo intentó de nuevo. En esta ocasión logró saltar un poco más alto, pero zigzagueó en el aire y volvió a caer a cuatro patas.
—Pon más impulso en el salto —maulló Cenizo—. La mayor parte de tu fuerza está en las patas traseras: ¡úsala!
—Pero ¡no puedo mantener el equilibrio! —protestó el joven.
—¡Entonces sigue practicando hasta que lo consigas!
—¡Cenizo! —llamó Zarzoso desde el otro extremo del claro—. Quiero probar un ataque doble sobre Bayino. ¿Puedes venir a ayudarme?
¿Bayino estaba preparado para luchar contra dos guerreros? Leonino sintió un hormigueo de celos en las zarpas. «¡A mí nunca me dejarán probar eso!»
Cenizo entornó los ojos.
—Sigue practicando —le ordenó a su aprendiz, y fue a reunirse con el lugarteniente del Clan del Trueno.
Leonino sintió en las patas el peso de la desesperación. ¿Por qué su mentor había escogido algo tan difícil de practicar? ¿Intentaba hacerlo parecer más inútil todavía? Desanimado, se irguió sobre las patas traseras. Su cuerpo se tambaleó incluso antes de intentar saltar; el bosque se balanceaba delante de él. Frustrado, se dejó caer sobre sus cuatro patas. «¡Nunca lo dominaré!»
—¡Por supuesto que sí! —Notó el contacto de un cuerpo, que lo empujó con tanta brusquedad que acabó despatarrado sobre el húmedo musgo.
Leonino se levantó penosamente, malhumorado.
—¿Qué estás...?
Enmudeció. Zarzoso, Cenizo y Bayino seguían en el otro extremo del claro.
«¿Quién me ha empujado?»
—Mantén los ojos fijos en algo que tengas delante —gruñó una voz—. Es la única manera de no perder el equilibrio.
Leonino miró ante él, alarmado. Dos ojos llameaban contra el oscuro fondo del bosque. Un contorno borroso se movía como la bruma contra los helechos.
—¡Estrella de Tigre! —Leonino miró nervioso hacia sus compañeros de clan. ¿Ellos también podían verlo?
—Sólo tú puedes verme. —Estrella de Tigre parecía haberle leído el pensamiento—. En lo que a ellos respecta, yo no soy más que una sombra.
—¿Por qué estás aquí? —Leonino se estremeció.
—He venido a ayudarte. —El atigrado oscuro entornó los ojos—. Da la impresión de que lo necesitas.
El aprendiz sintió que ardía de vergüenza.
—Yo seré el tejón. —Estrella de Tigre se agazapó delante de él.
Leonino frunció el entrecejo. ¿Cómo iba a enfrentarse a aquel guerrero fantasmal? Apenas podía verlo.
—¡Inténtalo! —le ordenó el atigrado—. Y no te olvides de mantener la vista fija en algo sólido.
Leonino respiró hondo y miró fijamente hacia un abedul que crecía en el lindero del claro. Concentrándose con todas sus fuerzas, se alzó sobre las patas traseras. ¡Conservaba el equilibrio! Tensó los músculos de las ancas y saltó sobre Estrella de Tigre; aterrizó detrás de él. Al revolverse, notó que empezaba a caerse hacia un lado. Rápido como una serpiente, el enorme atigrado lo ayudó a recuperar la posición para que pudiera completar el giro. Leonino recuperó el equilibrio y se retorció para lanzar una dentellada a la pata trasera del guerrero.
—No ha estado mal —maulló Estrella de Tigre, separándose—. Pero no siempre me tendrás a mí para sujetarte.
«¡Por lo menos lo he hecho mejor que antes!» Leonino volvió a su sitio mientras Estrella de Tigre se agazapaba de nuevo delante de él. En esta ocasión, tensó todos los músculos del cuerpo antes de impulsarse con las patas traseras y dar un salto. Aterrizó perfectamente y se agachó, al tiempo que se revolvía sobre sí mismo abriendo las fauces para morder al atigrado.
Pero Estrella de Tigre ya se había incorporado y se paseaba alrededor del aprendiz.
—Eso ha estado mejor —gruñó—. Pero deberías dar un zarpazo mientras te revuelves. De ese modo, arañarías al tejón además de morderlo.
Leonino estaba tan emocionado que podía sentir los latidos de su corazón. Hacía días que no se sentía tan despierto.
—¡Vamos a probar otra vez!
En aquel nuevo intento, la maniobra del aprendiz fue impecable.
Estrella de Tigre se apartó para que el joven no lo arañara con su veloz manotazo.
—¡Mucho mejor!
—¿Cómo te va?
La voz de Cenizo sobresaltó al aprendiz. Giró en redondo sintiéndose culpable, y vio que su mentor se encaminaba hacia él. Miró nervioso por encima del hombro.
Estrella de Tigre había desaparecido.
Cenizo entornó los ojos.
—Has estado practicando, ¿verdad?
—Sí —se apresuró a responder el joven.
—Demuéstramelo.
Leonino hizo el movimiento incluso mejor de lo que lo había hecho con Estrella de Tigre. Lo terminó a la perfección, y miró a Cenizo. A su mentor le brillaban los ojos.
—Al final, podrías acabar siendo un buen guerrero. —Le hizo una seña a Zarzoso con la cola—. ¡Ven a ver esto!
El lugarteniente corrió hasta ellos, con Bayino a la zaga.
—Tú serás el tejón, Bayino —ordenó Cenizo.
El joven se agazapó y Leonino se puso a dos patas y saltó sobre él. Al revolverse, dio un zarpazo que separó en dos el pelo de su compañero, y terminó rozándole la pata trasera con los colmillos.
—¡Un tejón no habría tenido ni la menor oportunidad! —exclamó Cenizo, orgulloso.
—Podría haber saltado más alto... —maulló Bayino.
—Eso habría hecho que la maniobra fuera más lenta —replicó Cenizo.
—¿Zarzoso? —Leonino se moría de ganas por saber qué pensaba su padre—. ¿Ha estado bien?
Una sombra de inquietud empañaba la mirada del lugarteniente del Clan del Trueno, que parpadeó.
—Ha estado genial —respondió, y luego se volvió hacia Cenizo—. ¿Le has enseñado tú lo del zarpazo?
—No, ¡se le ha ocurrido a él solo!
—¿En serio?
Leonino sintió que los ojos de Zarzoso lo abrasaban, y asintió con culpabilidad. ¿Habría reconocido su padre la técnica de Estrella de Tigre?
—¿Te... ha gustado?
—Es un recurso excelente. —Le pasó la cola por el costado—. Volvamos al campamento.
El lugarteniente del Clan del Trueno salió del musgoso claro y su cola rayada desapareció entre los helechos. Bayino le hizo una mueca a su amigo antes de seguir a su mentor. Leonino no se movió.
—¿Vienes? —le preguntó Cenizo.
—Enseguida.
Leonino quería ver si Estrella de Tigre regresaba. Quería saber por qué el guerrero oscuro estaba mostrando tanto interés por él. Glayino era el único que podía hablar con sus antepasados. Cuando Cenizo se internó en los helechos, el aprendiz examinó el claro. No había ni rastro de Estrella de Tigre, ni siquiera un ligero olor. El atigrado se había esfumado.
El joven alejó las dudas que lo aguijoneaban. Debería estar agradecido. Estrella de Tigre parecía preocuparse por su entrenamiento más que su propio mentor.
—Gracias, Estrella de Tigre —susurró hacia los árboles, y siguió a sus compañeros hacia el campamento.