14
La lluvia caía sobre Glayino mientras cruzaba el claro. El joven llevaba en la boca un fardo de hierbabuena y de bayas de enebro, cuyo intenso olor le colmaba la nariz.
Mili caminaba a su lado.
—¡Le dije que no se comiera otro gorrión!
La guerrera se detuvo debajo de la Cornisa Alta, donde estaba Látigo Gris, gimiendo.
—¿Y cómo iba a resistirme? —maulló Látigo Gris con voz estrangulada, y soltó otro gemido—. Hace muchas lunas que no había tantísimas presas.
Glayino soltó el fardo de hierbas y puso una pata sobre la redonda barriga del guerrero, que no paraba de retorcerse de dolor.
—Estate quieto. —Glayino notó la dureza que hinchaba el costado de Látigo Gris—. Tienes gases.
—Te lo dije —maulló Mili.
El aprendiz acercó las bayas de enebro al hocico del gato.
—Esto te ayudará. Luego cómete la hierbabuena.
—Yo creía que un guerrero sabría ir poco a poco después de la estación sin hojas —continuó Mili—. Todas esas lunas con el estómago vacío... No puedes atiborrarte en cuanto las presas comienzan a abundar. Tienes que ir acostumbrándote poco a poco.
—No sigas —le suplicó Látigo Gris.
Mili le dio un lametazo. Glayino notó el afecto que irradiaba la gata por su compañero; era como una bocanada de aire caliente. Apenas podía contener la risa. Resultaba de lo más divertido oír cómo una minina casera sermoneaba a todo un guerrero. «Aunque ahora ella también es guerrera», se recordó a sí mismo enseguida.
Unas pisadas apresuradas sonaron en la entrada del campamento. Glayino saboreó el aire. Ratolino y Rosellera. Por el aroma musgoso de su pelo, supo que habían estado en la hondonada de entrenamiento.
—¿Has visto a Carrasquera? —preguntó Rosellera, dirigiéndose hacia la Cornisa Alta.
Glayino notó en la piel la ansiosa mirada de la aprendiza, que de pronto se sintió incómoda.
—No quería decir «visto» —se corrigió deprisa—. Me refería a si la has oído u olido...
—Se refiere a si sabes dónde está —la interrumpió Ratolino con impaciencia.
Glayino notó un hormigueo en las zarpas. No había visto a su hermana desde aquella mañana. Dejó que su sexto sentido se extendiera por el campamento, buscando su presencia del mismo modo que buscaría a tientas semillas de adormidera entre las provisiones de hierbas. Nada. No percibió a Carrasquera ni en la hondonada ni cerca del campamento. Negó con la cabeza.
Látigo Gris se puso en pie penosamente.
—¿Cuándo la habéis visto por última vez? —preguntó a los aprendices.
—Se suponía que tenía que entrenar con nosotros, pero no ha aparecido —contestó Rosellera.
—Fronde Dorado ha supuesto que se había quedado en el campamento por alguna razón —añadió Ratolino—, así que hemos entrenado sin ella. Pensábamos que la encontraríamos aquí a nuestro regreso.
—Pero ¡no está! —chilló Rosellera, y su voz resonó por todo el campamento.
Fronde Dorado apareció por el túnel de espinos.
—¿Carrasquera no está aquí?
Zancudo y Cenizo entraron pisándole los talones.
—Su olor está en el túnel, pero no es reciente —informó Cenizo.
—Debe de haber salido del campamento poco después de que le dijera que íbamos a entrenar —supuso Fronde Dorado.
—Pero no ha llegado a la hondonada de entrenamiento —concluyó Zancudo.
Glayino notó el creciente interés de sus compañeros de clan alrededor del claro.
Centella se acercó corriendo.
—¡Tal vez esté herida!
—¿Quién está herida? —quiso saber Acedera.
—¡Nadie! —exclamó Látigo Gris—. Pero Carrasquera parece haber desaparecido.
Glayino empezó a sentirse aplastado por los guerreros que se apretujaban a su alrededor. Espinardo y Candeal se les habían unido.
—¡Quizá la ha capturado el Clan del Viento! —maulló Espinardo.
La alarma recorrió a los guerreros y los aprendices.
Nimbo Blanco se abrió paso hasta la primera fila.
—¿Por qué iban a hacer eso?
—¿El Clan del Viento ha tomado rehenes en alguna otra ocasión? —preguntó Rivera, y Glayino captó su olor montañés.
—No. Pero ¡tampoco habían cazado ardillas hasta ahora! —señaló Manto Polvoroso.
Acedera soltó un grito ahogado.
—¡Espero que no le hagan daño!
Glayino se sintió dividido entre la alarma y la irritación. Todo el mundo estaba dejándose llevar por el pánico demasiado deprisa. Pero ¿y si de verdad hubieran capturado a Carrasquera?
Sólo Rivera conservó la calma.
—No tendría sentido que el Clan del Viento se buscara una boca más que alimentar.
—Pero, ahora que han empezado a cazar en el bosque, tienen presas de sobra —maulló Centella.
—Quizá piensen que vale la pena —dijo Acedera con preocupación.
—¡Deberíamos enviar una patrulla a rescatarla! —propuso Espinardo.
Zarzoso se unió a sus compañeros de clan.
—¿Rescatar a quién?
Glayino se sintió aliviado al percibir a Esquiruela al lado de su padre. La gata le dio un lametazo entre las orejas.
—¿Qué está pasando, hijo?
—Carrasquera ha desaparecido.
Esquiruela se quedó paralizada.
—¿Desde cuándo?
—Yo he hablado con ella a mediodía —respondió Fronde Dorado—. Se suponía que iba a acudir a la hondonada de entrenamiento, pero no ha aparecido por allí.
—¡El Clan del Viento debe de haberla capturado! —exclamó Centella.
—¿Lo sabemos con seguridad? —preguntó Zarzoso.
Nadie contestó.
—Bueno, en ese caso, no demos por sentado lo peor —pidió el lugarteniente del Clan del Trueno.
—Conociendo a Carrasquera, quizá se haya ido a dar una vuelta ella sola —maulló Esquiruela.
Glayino asintió. Su hermana solía salir a pasear sola cuando necesitaba tiempo para pensar.
—Pero ¿creéis que se perdería un entrenamiento a propósito? —se angustió Acedera.
—Jamás se ha perdido ninguno. —La voz de Estrella de Fuego sonó desde lo alto.
El líder estaba en la Cornisa Alta. Los gatos retrocedieron para mirarlo. Glayino se sintió aliviado por tener un poco más de espacio, pero percibió que Estrella de Fuego emanaba angustia y culpabilidad.
—No podemos dar por hecho que el Clan del Viento se la haya llevado —continuó el líder.
—Pero sabemos que quieren atacarnos —exclamó Espinardo—. Ésta podría ser su forma de provocar una batalla.
Maullidos de inquietud recorrieron el claro.
—No sabemos con certeza que quieran atacarnos —razonó Estrella de Fuego—. Como bien ha apuntado Esquiruela, Carrasquera es perfectamente capaz de haberse ido a dar una vuelta sola. Siempre ha sido muy independiente. ¡No os olvidéis de que se fue a cazar zorros cuando todavía era una cachorrita!
El líder habló en tono despreocupado, pero Glayino percibía la agitación de sus pensamientos. Mientras tanto, el pelaje erizado de los miembros del clan comenzó a alisarse. Por supuesto que Carrasquera estaba bien. Desaparecer durante todo el día era algo muy propio de ella. Glayino, sin embargo, no estaba tan convencido. Estrella de Fuego sabía más de lo que decía. Intentó colarse en la mente del líder, pero una nube de angustia le oscurecía los pensamientos. ¿Debería atreverse a preguntarle directamente? El joven desechó aquella idea. Era evidente que Estrella de Fuego quería guardarse sus miedos para sí mismo.
El joven aprendiz se deslizó entre Rivera y Centella para dirigirse a la guarida de la curandera. Al acercarse, oyó cómo susurraban las zarzas de la entrada. Hojarasca Acuática acababa de entrar a toda prisa; sin duda, había estado escuchando a Estrella de Fuego. Glayino entró en la cueva y se sintió un poco desconcertado por la oleada de emociones que irradiaba la curandera.
—¿Eso es verdad? —preguntó Carboncilla desde su lecho, nerviosa—. ¿Carrasquera ha desaparecido?
—Ya la conoces —la tranquilizó Glayino—. Probablemente se haya ido a pensar un rato.
—Puede ser. —Carboncilla volvió a tumbarse, pero el joven percibió la tensión de sus músculos.
Desde el otro extremo de la guarida, Hojarasca Acuática parecía aún más alarmada que antes.
—¿Qué ocurre? —le preguntó Glayino en voz baja tras acercarse a ella. Se centró en la mente de la gata y encontró un caos de preocupación y culpabilidad, exactamente igual que en la de Estrella de Fuego. Los dos sabían algo más.
—He hablado con Carrasquera antes de que saliera del campamento —admitió su mentora en un susurro.
El aprendiz plantó las orejas.
—¿Te ha dicho adónde iba?
—No, pero estaba disgustada —respondió con voz grave—. Acababa de pedirle a Estrella de Fuego que ayudara al Clan del Río.
—Y él le ha contestado que no —dedujo Glayino, recordando cómo el líder había reaccionado ante su sueño.
—¡No es posible que creyera que podía ayudar al Clan del Río ella sola!
—Carrasquera no sería tan descerebrada.
—Pero tal vez haya pensado que, si no podía persuadir a Estrella de Fuego, quizá podría convencer a Estrella de Bigotes de que no luchara —concluyó Hojarasca Acuática a regañadientes.
Glayino sintió que se le abría un agujero negro en el estómago. Carrasquera siempre había creído que el mundo estaba limpiamente dividido entre lo bueno y lo malo. Y si pensaba que Estrella de Fuego estaba cometiendo un error, tal vez fuera lo bastante tozuda como para intentar arreglar las cosas por su cuenta. El joven rechazó aquella idea. Su hermana no sería tan temeraria, ¿verdad?
Notó que la zarpa de Hojarasca Acuática apretaba la suya.
—¡Debes intentar soñar! —exclamó—. ¡Tienes que averiguar dónde está Carrasquera!
Su apremiante súplica le erizó el pelo de indignación. No hacía mucho, ella misma le había pedido que mantuviera en secreto su don; ahora quería que usara sus sueños para encontrar a Carrasquera. ¿Eso era lo único que veía en él? ¿Una forma rápida de obtener respuestas del Clan Estelar cuando las necesitaba, y un peligro para el clan cuando no las necesitaba?
—¡Por favor, Glayino!
—¡No estoy cansado! —protestó el aprendiz—. No puedo ponerme a soñar cuando me apetezca.
—Puedes cerrar los ojos e intentarlo —rogó la curandera.
—¡Soñaré cuando esté preparado! —le espetó él.
Fue hacia la entrada y notó el cuerpo de Hojarasca Acuática contra él. ¡Su mentora estaba bloqueándole el paso!
—¡Tienes que intentarlo ahora! —bufó la gata.
Glayino se sulfuró.
—Pero... ¡si lo más probable es que Carrasquera sólo haya salido a dar una vuelta sola!
¿Qué le ocurría a Hojarasca Acuática? ¡Parecía más preocupada que la propia Esquiruela!
—¿Pasa algo? —preguntó Carboncilla desde su lecho.
La curandera se volvió hacia su paciente.
—No te preocupes —la tranquilizó—. Tú descansa y no muevas esa pata.
Así que era eso lo que inquietaba a Hojarasca Acuática. No era Carrasquera, sino su valiosa paciente. A Glayino le ardieron las orejas de rabia. Apartó a su mentora y salió de la guarida hecho una furia.
El campamento ya estaba más calmado. Estrella de Fuego había bajado de la Cornisa Alta y estaba hablando con Zarzoso y Esquiruela.
—Que la patrulla del atardecer esté ojo avizor por si hay algún rastro de ella —ordenaba el líder—. Ya veremos qué dicen al volver, entonces decidiremos si enviamos una partida de búsqueda.
—Yo quiero salir en la patrulla del atardecer —se apresuró a decir Esquiruela.
—Y en la de búsqueda —añadió Zarzoso.
—Por supuesto —aceptó Estrella de Fuego—. Vosotros encabezaréis ambas patrullas.
Glayino dejó que se le alisara el pelo. Una patrulla de búsqueda era algo mucho más sensato que la desesperada petición de sueños de Hojarasca Acuática. Últimamente, su mentora estaba tan inquieta como un ciervo. Si Carrasquera no aparecía, entonces por supuesto que intentaría usar su don para encontrarla, pero no iba a pasarse toda la tarde durmiendo sólo porque Hojarasca Acuática se lo ordenara. Quería alejarse de la curandera, del campamento, de todo el mundo. Se dispuso a salir por el túnel de espinos.
—¿Adónde vas? —le preguntó Esquiruela a sus espaldas. Estaba angustiada. ¿Acaso le preocupaba perder a otro de sus hijos, a uno que todos consideraban incapaz de cuidar de sí mismo?
—A dar un paseo.
—No tardes.
«¡Tardaré lo que me dé la gana!», respondió el joven para sus adentros cuando se dirigía ya hacia los árboles. El húmedo aire anunciaba lluvia y el bosque olía a moho. Descubrió que sus patas lo conducían hacia la ladera que llevaba al lago. Aspiró ansiosamente el olor del agua, apretando el paso al llegar al risco para desviarse de la zona arbolada. Aquella ruta lo llevaría directamente a la orilla en la que había dejado el palo. Comenzó a ir más deprisa, agitando los bigotes, siguiendo la familiar senda que descendía a la ribera.
Al llegar a la playa de guijarros, se detuvo. Al contrario que el bosque, que parecía no variar nunca, la orilla que rodeaba el lago siempre era distinta. Los guijarros parecían cambiar de lugar, de modo que nunca se notaban iguales bajo las zarpas, y los desechos iban y venían, arrastrados hasta allí por las olas hasta que el agua del lago volvía a llevárselos. A Glayino le encantaba el desafío que suponía la orilla, siempre que pudiera mantenerse lejos del agua. Avanzó con cautela, moviendo el hocico para captar el olor de los trozos de madera o los desechos con los que pudiera tropezar. Pero su mente seguía concentrada en el palo; esperaba que siguiera a salvo debajo de la raíz del árbol. Zigzagueó por la orilla, con el corazón latiéndole más rápido a medida que se acercaba. Al llegar, tanteó con una pata. ¡Estaba allí, a buen recaudo!
Entusiasmado, lo sacó de su escondrijo y deslizó la zarpa por su superficie, notando la calidez de la madera y deleitándose en las ranuras que recorrían sus almohadillas al pasar sobre las líneas. El susurro de las olas y el murmullo del viento se apagaron. Glayino sólo reparaba en la madera que acariciaba con la pata y en las rayas grabadas en ella. Una voz sonó en sus oídos, demasiado leve para oírla. Era ronca, semejante a la voz de un gato viejo, y parecía estar recitando una lista de nombres, como si hiciera un recuento. Glayino sintió que se le aceleraba el corazón al acercarse al final de la rama. Allí estaban las líneas sin marcar. Sintió un escalofrío. Aguzó el oído. Pero, cuando tocó la primera raya, la voz se estranguló y guardó silencio.
Decepcionado, Glayino dejó el palo en el suelo y posó la mejilla sobre la lisa superficie. Cerró los ojos; el sonido del agua del lago lo calmó y comenzó a soñar.
El suelo arenoso se movió bajo sus patas. Abrió los ojos. Un muro de rocas escarpadas se alzaba ante él. A sus espaldas, el viento ondulaba el brezo. En lo alto, el cielo estaba negro, tachonado de estrellas. En la cima del muro rocoso vio siluetas de gatos contra el cielo nocturno. Ninguna le resultó familiar, y al olfatear el aire sólo reconoció el olor de lo que había captado en la Laguna Lunar, cuando gatos antiguos se restregaron contra él en la hollada senda que llevaba al borde del agua.
De pronto, un gato se separó de los demás y descendió la escarpada ladera. Era un joven macho de musculosos hombros y lustroso pelaje blanco y canela. Una gata bajó tras él. Los otros se quedaron en lo alto, agitando la cola con nerviosismo.
—¡Ten cuidado! —exclamó la gata al aterrizar ágilmente sobre la arena.
El joven restregó el hocico contra el suyo.
—Te veré al amanecer. Te lo prometo.
Y se colocó frente a la pared del despeñadero. Por primera vez, Glayino reparó en que había una grieta en la roca, justo a sus espaldas.
El gato fue hacia allí. Glayino quiso apartarse de su camino, pero el joven lo atravesó como si no estuviera allí. Cuando sus espíritus se cruzaron, el aprendiz de curandero se estremeció con un presentimiento. Aquel gato nunca había entrado en la gruta y estaba asustado. Cuando su cola desapareció en las sombras, Glayino sintió un cosquilleo de emoción en la barriga. Tenía que saber adónde iba aquel desconocido, así que se apresuró a seguirlo.
La oscuridad lo engulló y, por un momento, el joven aprendiz se preguntó si volvía a estar ciego. Pero entonces oyó los tenues pasos del gato más adelante y percibió que se abría un espacio en el interior de la montaña: un estrecho pasaje que se internaba en la roca.
Había miedo en el aire, pero también determinación. Ambos procedían del joven gato. Los latidos de su corazón parecían estremecer el aire a su alrededor, y se tornaron más sonoros cuando el túnel desembocó en una cueva. En lo alto brillaba una pálida luz que se colaba a través de un pequeño agujero en el techo. Glayino vio que en las paredes arqueadas había más aberturas; los túneles debían de extenderse como raíces por debajo del páramo. Una corriente de agua resonaba entre las rocas. Sorprendido, el aprendiz del Clan del Trueno vio que un río atravesaba la gruta y desaparecía en otro pasaje, con unas aguas tan negras como la noche.
—¿Hojas Caídas?
Glayino levantó la cabeza de golpe. Un viejo gato estaba llamando al joven desde un repecho alto, cerca del agujero iluminado por la luna. «¿Hojas Caídas?»
El joven pegó un salto.
—Puedo notar tu sorpresa —dijo el viejo con voz cascada.
Glayino se quedó mirándolo. De su pelaje no quedaba nada más que unos pocos mechones de pelo, y sus ojos, blancos y saltones, miraban ciegamente hacia abajo.
«¡Espero que mis ojos no se parezcan a los suyos!», pensó el aprendiz.
Hojas Caídas sabía que aquel anciano estaría allí —Glayino captó entendimiento y reconocimiento entre ambos—, pero era evidente que no se esperaba que fuera tan feo.
El viejo deslizó una zarpa por algo liso y claro: una vieja rama sin corteza que había aferrado con sus retorcidos colmillos.
Glayino se quedó de piedra. «¡Mi palo!» Aguzó el oído para enterarse de lo que estaba diciendo el viejo.
—... Debo quedarme cerca de nuestros antepasados guerreros, aquellos que han ocupado su lugar debajo de la tierra.
—Y te damos las gracias por eso —murmuró Hojas Caídas.
—No me las deis —gruñó el anciano—. Era el destino que estaba obligado a seguir. Además, quizá no te sientas tan agradecido una vez que comience tu iniciación. —Y pasó una larga garra por las líneas grabadas en la rama.
Del joven brotó un estremecimiento lleno de miedo que azotó a Glayino como un viento helado. ¿Por qué se había sobresaltado tanto? El aprendiz miró de nuevo hacia el repecho.
El viejo estaba sacudiendo la cabeza.
—No puedo ayudarte. Para convertirte en un garra afilada debes guiarte a ti mismo a través de estos túneles y encontrar el camino de salida. Yo sólo puedo enviarte a tu misión con la bendición de nuestros antepasados.
¿Un «garra afilada»? ¿Se refería a una especie de guerrero? De pronto, Glayino comprendió el miedo del joven y su determinación. No se enfrentaba tan sólo a la oscuridad, sino a su futuro.
—¿Está lloviendo? —preguntó el viejo de pronto.
Glayino vio que Hojas Caídas se ponía tenso.
—El cielo está despejado.
Pero el aprendiz percibió cierto titubeo en la mente del joven gato.
El anciano volvió a deslizar una garra por las líneas dibujadas en la rama.
—En ese caso, puedes empezar.
Hojas Caídas cruzó el río de un salto y se internó en el túnel que se abría debajo del repecho del viejo. Glayino fue tras él, aliviado de poder ver. No le habría gustado nada haber tenido que saltar sobre aquel río a ciegas. Se estremeció al imaginarse cayendo al agua y siendo arrastrado hacia el túnel. Apartando esos pensamientos, siguió a Hojas Caídas a la negrura.
«¡Esta ruta va hacia arriba!»
Glayino sintió el pensamiento de Hojas Caídas tan claramente como si lo hubiera expresado en voz alta, y serpenteó tras él a través de la oscuridad. El pasaje rocoso estaba muy liso. ¿Qué lo volvía tan resbaladizo? Ascendía en espiral, estrechándose y ensanchándose, girando primero en una dirección y luego en otra.
A Glayino se le aceleró la respiración. Apenas podía creerse que estuviera caminando con un gato de un antiguo clan, viéndolo traspasar la frontera de cachorro a adulto. La superficie del páramo ya no podía estar muy lejos, y entonces Hojas Caídas estaría a salvo. A salvo y convertido en un garra afilada, como él quería. Un charco de luz de luna bañaba el suelo delante de ellos. Hojas Caídas lo atravesó a toda prisa, mirando hacia arriba. Al seguirlo, Glayino vio un pequeño agujero en lo alto... Demasiado alto para alcanzarlo.
De repente, el túnel se estrechó de nuevo y comenzó a descender.
¿A descender? Pero ¡si ya casi habían llegado al páramo!
A Hojas Caídas se le erizó el pelo por las dudas, pero Glayino notó que el joven las dejaba a un lado. El túnel se retorcía y estrechaba, y Hojas Caídas lo siguió arrastrándose y rozando las paredes con el cuerpo. Glayino estaba impresionado por la forma en que el joven se enfrentaba a la oscuridad, muchísimo mejor que cualquier gato del Clan del Trueno. Debía de haberse entrenado para encontrar el camino tan sólo con el olfato y el tacto.
El pasaje continuaba descendiendo. Hojas Caídas se detuvo y Glayino notó su vacilación. Más adelante, el túnel se dividía. ¿Por dónde debía ir? El joven entró lentamente en uno, pero luego retrocedió. Glayino sintió cómo la cola de Hojas Caídas atravesaba su cuerpo, y se sobresaltó cuando el contacto le produjo una sacudida llena de dudas como si fuera un rayo. El aprendiz dio unos pasos atrás. El joven estaba empezando a perder la calma.
Hojas Caídas echó a correr de nuevo; había elegido el otro túnel, a pesar de que iba cuesta abajo. Glayino detectó el olor del brezo y se sintió esperanzado: Hojas Caídas estaba siguiendo el olor del aire fresco. Aquél debía de ser el camino correcto. Vio otro charco de luz de luna bañando el túnel delante de ellos. ¿Podrían salir por allí?
Hojas Caídas apretó el paso. Glayino notó que las esperanzas del joven crecían... y que desaparecían de golpe al llegar a la luz. El agujero del techo era ancho, pero estaba muy alto, fuera de su alcance. Además, entre los rayos de luz de luna destellaban gotas de lluvia, que caían en el suelo del túnel.
El aprendiz percibió el miedo del joven gato. Un miedo que barrió su decepción como un frío viento que alejara la niebla. «¡Le asusta la lluvia!» Hojas Caídas salió disparado de nuevo, más veloz ahora, chocando más a menudo contra las paredes del túnel en su desesperación por encontrar la salida. Glayino patinó al seguirlo por un abrupto recodo. El suelo estaba volviéndose resbaladizo con la lluvia. El aprendiz agitó la cola para recuperar el equilibrio, temiendo perder de vista a Hojas Caídas.
El suelo estaba ahora más mojado. La lluvia se colaba cada vez más rápido a través de los agujeros bajo los que pasaban. Una tormenta debía de estar azotando el páramo.
De pronto, Hojas Caídas frenó derrapando. El túnel terminaba en una lisa pared gris. El gato giró en redondo y echó a correr, atravesando de nuevo a Glayino.
Al aprendiz se le puso el pelo de punta.
Hojas Caídas estaba esforzándose por mantener su pánico bajo control. Se alejó a toda velocidad, virando por una abertura de un lateral del túnel, y Glayino lo siguió a toda prisa, casi volando sobre el suelo. El pasaje descendió abruptamente. El aprendiz del Clan del Trueno soltó un respingo cuando el agua le lamió las patas. Siguió a Hojas Caídas mientras el túnel comenzaba a ascender de nuevo, pero el agua no dejaba de llegar, precipitándose por el pasaje y mojándole la barriga.
¡Los túneles estaban inundándose!
Hojas Caídas se coló a través de una nueva abertura. El espacio era más estrecho que los anteriores, y las paredes los presionaban por ambos lados. Un agujero en el techo dejaba entrar un rayo de luz, pero, como los otros, estaba excesivamente alto para alcanzarlo.
El joven gato frenó en seco. Glayino olió a agua turbosa y más adelante oyó su chapoteo. Aguzó la vista a través de la oscuridad y vio a Hojas Caídas retrocediendo con las patas sumergidas. El túnel descendía de golpe delante de él y desaparecía en unas aguas tan profundas que tocaban el techo. El aprendiz dio media vuelta incluso antes que el joven gato. Ahora era él quien iba en cabeza, deshaciendo el camino que acababan de recorrer. ¡A lo mejor conseguían regresar a la cueva!
Hojas Caídas comenzó a correr más deprisa, recordando claramente la ruta, hasta que adelantó a Glayino y se colocó en cabeza.
«¡Por favor, Clan Estelar, que Hojas Caídas encuentre la cueva!»
La sangre le latía en los oídos. El joven gato irradiaba un terror desenfrenado.
Glayino oyó un rugido. Una ráfaga de viento sopló a sus espaldas, tirándole con violencia del pelo. Miró por encima del hombro y vio que el agua avanzaba hacia ellos, chocando contra las paredes y el techo.
«¡Deprisa!» Glayino corrió para salvar su vida.
Hojas Caídas también volvió la vista atrás, con los ojos relucientes de pavor. Por primera vez, pareció ver al joven aprendiz.
—¡Sálvame!
Mientras Hojas Caídas gritaba, el agua levantó a Glayino, engullendo su cola, su barriga y, al final, todo su cuerpo, de modo que las frías olas lo sacudieron y voltearon. El agua le llenó las orejas, los ojos, la boca, y él luchó contra ella, sin saber hacia dónde subir, perdido en la oscuridad, ahogándose. Se le nubló la vista, le rugieron los oídos y su cuerpo se quedó inerte.
Glayino abrió los ojos de golpe, boqueando, y se separó de la rama de un salto. La lluvia caía con intensidad, empapándole el pelo, y las olas golpeaban la orilla, expulsadas del lago por un viento feroz. Quería irse a casa, regresar a la protección del campamento.
«¡Hojas Caídas!»
Con cautela, alargó una pata hacia la rama, palpando la última marca sin cruzar.
Ahora ya sabía lo que significaba. Hojas Caídas había entrado en los túneles, pero nunca había salido de ellos.