19
—Yo iré primero.
Glayino casi no se dio cuenta de que había dicho esas palabras en voz alta, hasta que Ventolino resopló con desdén:
—Pero ¡tú eres ciego!
—¡Y supongo que tú puedes ver perfectamente en la oscuridad! —espetó Carrasquera.
Ventolino erizó el pelo, pero no dijo nada más. Glayino se alegró, porque estaba a punto de girar en redondo y salir disparado por el túnel, de regreso al bosque, donde la lluvia caía sobre las hojas y la tierra y no se acumulaba en fríos túneles de piedra, arrastrando todo lo que había en su interior... Desde que había pisado el primer túnel, apenas podía pensar en nada más que en el sueño en que corría aterrorizado para salvar la vida, siguiendo a Hojas Caídas. En su mente se agolpaban las imágenes de aquel momento: el oscuro túnel, el rugido del agua, la impresión cuando la ola lo golpeó y se lo llevó como a una hoja atrapada en una tormenta, boqueando y descubriendo que lo único que había para respirar era agua. «¡No pienses en eso!» Por lo menos, esta vez no había destellos de luz que lo distrajeran; así podría concentrarse en sus instintos.
Leonino se apartó para dejarlo pasar. Al rozarlo, Glayino notó un gran alivio en su hermano. «Cree que yo lo haré mejor que él en la oscuridad. Espero que tenga razón.» Una fría ráfaga de aire le dio de lleno en el hocico, haciendo que le temblaran los bigotes, pero la brisa arrastraba algo más, susurros que sentía, más que oía, fluyendo desde lo más profundo del túnel como la sangre por sus venas. El joven entró en el túnel, notando cómo la oscuridad lo engullía. Aquélla no era la oscuridad a la que estaba acostumbrado. A pesar de su ceguera, en el bosque podía percibir la calidez del sol en la piel, los frescos aromas que perfumaban el aire, el viento que susurraba entre las hojas... Pero aquella oscuridad era sofocante, mohosa y fría, le presionaba el cuerpo y le llenaba la nariz y la boca. No había otra cosa que oscuridad, tan espesa como un pelaje, blanda como el agua. Una oscuridad que parecía querer engullirlo.
La roca que pisaba estaba cubierta de un fino lodo, y los muros eran tan estrechos que le rozaban el pelo mientras avanzaba lentamente.
—¿No puedes ir más deprisa? —La voz de Ventolino era tan áspera como los muros.
—¡Chis!
Glayino intentó levantar una barrera entre él y el miedo que irradiaban los demás, y siguió adelante. Notó que la senda comenzaba a descender y que el pasaje se ensanchaba. Un aire frío le atravesó la piel cuando pasaron por debajo de una grieta en el techo. ¿De verdad era aquél el camino correcto? La corriente que barría el túnel como si fuera agua no llevaba ningún olor a felinos; sólo olió el aire del bosque que se colaba por las fisuras del techo.
De pronto, alguien le rozó el costado.
Glayino se sulfuró.
—¡Soy yo quien va en cabeza, Ventolino! —Y le dio un empujón para apartarlo.
—¿De qué estás hablando? ¡Soy el último de la fila! —le espetó Ventolino desde el final de la cola.
Carrasquera tocó con la nariz la punta de la cola de su hermano.
—Aquí no hay nadie, Glayino —maulló.
Sorprendido, el aprendiz de curandero olfateó el aire. Un olor nuevo le llenó la lengua; no pertenecía a ningún clan, pero le resultó vagamente familiar. Volvió a saborear el aire y se le erizó el pelo de inquietud cuando el otro gato se apretó de nuevo contra él, acompasando sus pasos con los suyos.
—Caminaré contigo, amigo mío, como tú caminaste conmigo una vez —susurró una voz a su oído.
«¡Hojas Caídas!» A Glayino le dio un vuelco el corazón. El recuerdo de una enorme ola negra engulléndolo lo hizo frenar de golpe. Contuvo sus deseos de dar media vuelta y echar a correr, de regresar disparado a la cueva y al bosque, a la seguridad del cielo abierto.
—No podía dejar que caminaras solo por aquí, cuando tú caminaste a mi lado como un hermano.
Glayino parpadeó, intentando ver.
—¿Estoy soñando?
—No —susurró Hojas Caídas—. He venido a ayudarte. Sé dónde están las gatitas.
—¿Por qué nos hemos parado? —preguntó un malhumorado Ventolino desde su último puesto.
Carrasquera tocó la cola de Glayino con la nariz.
—¿Te encuentras bien?
—Sí —contestó él, y luego bajó mucho la voz, musitando las palabras para que sólo Hojas Caídas pudiera oírlo—: ¿Las has visto?
—Sé dónde están. —Hojas Caídas empujó a Glayino para que siguiera adelante—. Pero tenemos que darnos prisa.
Glayino se resistió.
—¿Por qué tendría que fiarme de ti, si no pudiste salir de estos túneles?
—No he dejado de recorrerlos desde entonces —murmuró Hojas Caídas con tristeza—. Ahora los conozco mejor que el páramo que se extiende sobre nosotros.
—¿De verdad has visto a las cachorritas?
—Están vivas, pero tienen frío. Debemos apresurarnos.
Allí abajo quizá no bastara sólo con el instinto. Tocando el costado de Hojas Caídas con la cola, Glayino dejó que el gato lo guiara por un túnel que se desviaba hacia un lado y descendía abruptamente. El suelo rocoso estaba resbaladizo por la lluvia.
—¿Seguro que sabes adónde vas? —exclamó Ventolino.
—¿Todavía captas su rastro? —preguntó Leonino, nervioso.
—Han pasado por aquí —contestó Glayino.
Hojas Caídas viró de nuevo, empujando a su amigo hacia otro pasaje.
—¡Agáchate! —lo avisó.
Glayino bajó la cabeza justo a tiempo, colándose a través de una estrecha abertura.
—¡Agachaos! —advirtió a sus compañeros mientras se retorcía por debajo de la roca. El espacio se volvió cada vez más pequeño, hasta que el joven aprendiz terminó arrastrándose con la barriga pegada al suelo.
—¡Esto parece una vía sin salida! —resolló Carrasquera tras él.
—Se ensancha dentro de poco —le prometió Hojas Caídas a Glayino.
El aprendiz de curandero captó el dulce aroma del brezo y notó lluvia en la cara. Debía de haber un agujero en el techo cerca de allí. Se deslizó por el pasaje y se sintió aliviado al notar más espacio a su alrededor.
—¿Y ahora por dónde? —Zarpa Brecina salió detrás de los hermanos.
—Aquí hay tres túneles —señaló Leonino.
Glayino saboreó el aire, pero no había ni rastro de las cachorritas.
—Por aquí —susurró Hojas Caídas.
Al seguir a su amigo por uno de los túneles, Glayino notó que sus bigotes rozaban ambas paredes.
—¿Cómo sabes que vamos por el buen camino? —le preguntó Ventolino secamente, pero Glayino percibió el pánico que latía bajo su piel.
En realidad, todos los gatos irradiaban miedo, llenando la oscuridad con un pavor asfixiante que Glayino intentó bloquear.
—Puedo captar el olor de las pequeñas —mintió. No podía permitir que el miedo de los demás lo desbordara a él. «¡Escucha a Hojas Caídas!», se dijo.
El túnel serpenteó, giró hacia arriba y luego se ensanchó. A través de una grieta en lo alto, se filtraba aire. Todos se detuvieron detrás de Glayino.
—Ya sabía yo que esto era una vía sin salida —suspiró Zarpa Brecina.
Un peñasco bloqueaba el túnel más adelante. Glayino percibió su implacable presencia.
—Nunca podremos pasar al otro lado —maulló Ventolino.
La lluvia golpeaba en lo alto, goteando en el túnel por la grieta y resonando contra las rocas mientras Glayino olisqueaba la piedra mojada. La recorrió con la nariz, siguiendo su liso contorno hasta que tocó la pared del túnel. Entre ésta y la roca había un estrecho espacio, demasiado pequeño para colarse a través de él.
—¿Y ahora qué? —espetó Ventolino—. ¿Crees que podrás guiarnos de vuelta? —le preguntó a Glayino, con un tono poco convencido—. ¿O es que nos has traído hasta aquí sólo para enseñarnos este pedrusco? Déjame adivinar: es una piedra especial del Clan Estelar y va a decirnos dónde están las pequeñas...
—¡Cierra el pico! —le bufó Zarpa Brecina.
—¿Por qué? —gruñó Ventolino—. ¡Estamos perdidos bajo tierra! ¿Quieres que le dé las gracias a Glayino por eso?
—¡Chis! —ordenó Carrasquera de repente.
—¡Voy a seguir diciendo lo que me apetezca! —replicó el aprendiz del Clan del Viento—. Sólo porque él sea tu hermano...
—¡Oigo algo! —exclamó Carrasquera.
—¿Qué es? —Leonino sintió un cosquilleo de emoción.
Glayino aguzó el oído.
Un gritito, apenas más sonoro que la lluvia.
«¿Las cachorritas?»
—¿Hay alguien ahí? —llamó.
El gritito se transformó en un maullido de alegría.
¡Estaban detrás del peñasco!
Hojas Caídas susurró al lado de Glayino:
—Te he dicho que te ayudaría a encontrarlas.
—¡Creo que puedo trepar hasta lo alto! —maulló Leonino.
Glayino oyó sus zarpas arañando la piedra mientras subía por la roca y un leve chapoteo cuando bajó por el otro lado.
—¡Están aquí! —El alegre maullido de Leonino resonó por todo el túnel.
Carrasquera, Zarpa Brecina y Ventolino corrieron a reunirse con él.
—¡Gracias al Clan Estelar que os hemos encontrado! —ronroneó Zarpa Brecina.
—¡No hemos podido subir otra vez a la piedra para volver! —le respondió una vocecilla asustada.
—¡Pensábamos que íbamos a quedarnos atrapadas aquí para siempre!
—Os llevaremos a casa —las tranquilizó Ventolino.
—Venga, Fosquilla —la animó Zarpa Brecina.
Unas diminutas zarpas arañaron la roca y un empapado bulto de pelo cayó resbalando patosamente a los pies de Glayino.
—¿Estás bien? —le preguntó el aprendiz. Cada vez llovía con mayor intensidad. Tenían que salir de allí cuanto antes.
—Estoy bien, pero...
La voz de Zarpa Brecina la interrumpió:
—Ahora te toca a ti, Cañeta.
Y otra gatita aterrizó blandamente junto a ellos. Glayino acercó la nariz a la recién llegada.
—¿Estás herida?
—No.
El joven atrajo a las dos con la cola, apretándose contra ellas para darles calor.
Ventolino saltó a su lado, sujetando a la tercera cachorrita por el pescuezo, y Glayino se puso tenso. La pequeña apenas respiraba y no se movió cuando Ventolino la depositó en el suelo.
—¡Cardina se ha quedado dormida y ahora no se despierta! —gimió Fosquilla.
Glayino empujó a las temblorosas hermanas hacia Ventolino y se agachó al lado del cuerpecillo mojado e inerte que yacía a sus pies. La gatita estaba fría y se estremecía con pequeñas convulsiones. El aprendiz de curandero comenzó a masajearle el cuerpo, frotándola para intentar que entrara en calor.
Zarpa Brecina volvió de detrás del peñasco.
—¿Cómo se encuentra Cardina?
—¡Ayuda a Ventolino a calentar a las otras dos! —le ordenó Glayino.
—¡Tenemos hambre! —exclamó Cañeta, apretujándose contra Zarpa Brecina.
—¡Os está bien empleado, por escaparos! —las riñó la aprendiza.
Sonó enfadada, pero Glayino notó cómo se le clavaba en la piel la temerosa mirada de la joven mientras él se encargaba de Cardina. La lluvia se colaba cada vez con más fuerza por el agujero del techo, y el limo se había transformado en un barro resbaladizo bajo sus zarpas. Frotó a Cardina con más ahínco. Tenía que sacarlos a todos de allí.
Leonino y Carrasquera saltaron de detrás de la roca.
—¿Sabéis salir de aquí? —preguntó Fosquilla temblando.
—Por supuesto que sí —aseguró Ventolino—. Hemos encontrado la forma de entrar, ¿no? Salir será más fácil todavía.
«No se cree lo que dice», pensó Glayino.
—Saldremos —maulló en voz baja, esperando que Hojas Caídas le diera ánimos, pero sólo notó el temblor de la cola de su amigo contra el costado.
Cardina empezó a toser y a retorcerse bajo las zarpas del joven. Su cuerpo estaba entrando en calor. Intentó ponerse en pie.
—¡Nos habéis encontrado! —exclamó con voz estrangulada.
Carrasquera envolvió con su cuerpo a la temblorosa cachorrita.
—¿Pensabais que íbamos a dejaros en este lugar tan espantoso?
La pequeña se sorprendió.
—¡Tú eres del Clan del Trueno!
—Hemos ayudado a vuestros compañeros de clan a localizaros —le explicó la joven.
—Habéis causado muchos problemas —las riñó Ventolino, gruñendo.
Leonino deslizó la cola por el suelo.
—Podemos preocuparnos de eso cuando estemos fuera.
De pronto, el sonido de una fuerte corriente de aire llenó los túneles.
—Está lloviendo más fuerte —maulló Carrasquera.
—Eso no es la lluvia —murmuró Leonino—. Viene del interior de los túneles.
—¿Del interior? —chilló Cañeta.
—¿Qué es? —quiso saber Ventolino.
A Glayino se le revolvió el estómago. Él sabía perfectamente lo que significaba eso.
—El río se ha desbordado —maulló en un susurro.
Con el pelo erizado por la alarma, Leonino corrió al lado de su hermano.
—¿Cómo lo sabes?
Glayino cerró los ojos.
—He oído ese ruido antes. Los túneles van a inundarse.
—¡Tenemos que salir de aquí! —exclamó Leonino con una explosión de energía.
Fosquilla soltó un gritito cuando el aprendiz del Clan del Trueno la levantó por el pescuezo.
—Ventolino, Zarpa Brecina, agarrad a las otras dos —ordenó el joven por la comisura de la boca.
—Yo os guiaré —maulló Glayino.
Él los había llevado hasta allí; ahora tenía que sacarlos. Echó a correr por el túnel, volviendo sobre sus pasos. Los demás lo siguieron, rozando las paredes de piedra y resbalando tras él.
Hojas Caídas ajustó sus pasos a los de Glayino, siguiendo su ritmo.
—¡Tienes que llevarnos de vuelta a la cueva! —bufó Glayino.
—Lo haré —le prometió Hojas Caídas.
Las zancadas del joven gato no producían ningún sonido al correr sobre el suelo del pasaje, pero su piel ardía de miedo y su mente rememoraba recuerdos que se repetían en la cabeza de Glayino: patas agitándose en aguas cenagosas, luchando contra corrientes demasiado fuertes para dominarlas, su hocico boqueando para respirar y encontrando sólo agua, incredulidad mientras el mundo se terminaba y la vida abandonaba su cuerpo. «¡Hojas Caídas está recordando cómo se ahogó!»
Glayino apretó el paso, agachándose justo a tiempo para pasar retorciéndose por el estrecho pasaje. Avanzó mientras el bajo techo le arañaba la columna, astillándose las garras contra la piedra. Tras conseguir salir penosamente al otro lado, esperó hasta oír que los demás lo seguían. Las cachorritas chillaron de miedo y dolor al ser arrastradas sobre la áspera roca.
—¡Ya casi estamos! —los animó Glayino.
Ahora el túnel iba hacia arriba y el agua le bañaba las patas. Un giro más y otro. Captó el olor del aire fresco. Cuando irrumpió en la cueva, la esperanza creció en su interior.
«¡Lo hemos conseguido!» Notó a Hojas Caídas temblando de alivio a su lado.
Delante de ellos, el río rugía.
Leonino apareció como un rayo a sus espaldas.
—¡Toma a Fosquilla! —le dijo a Glayino, lanzándole a la pequeña.
Glayino la agarró por el pescuezo.
—¿Qué está haciendo Leonino? —Carrasquera acababa de salir disparada del túnel, seguida de Zarpa Brecina y Ventolino.
Glayino oyó un chapoteo cuando su hermano se sumergió en el río; dejó a Fosquilla en el suelo.
—¡Leonino! —aulló. Aguzó el oído por encima del bramido del agua—. ¿Puedes ver algo? —le preguntó a Carrasquera.
—¡Está nadando!
—¡Está loco! —exclamó Ventolino sin aliento.
—¡Estoy bien! —respondió Leonino, escupiendo agua al salir esforzadamente por el extremo más alejado del río.
—¿Cómo vamos a cruzar a las cachorritas hasta ahí? —exclamó Zarpa Brecina.
—¡No serviría de nada! —respondió Leonino a voces—. ¡El túnel está taponado! —añadió con pánico en la voz—. La lluvia ha arrastrado tierra hasta la entrada. Hay demasiado barro para atravesarlo.
—¿Y nuestro túnel? —preguntó Zarpa Brecina.
Ventolino se alejó corriendo hacia la entrada mientras Leonino regresaba a través del río.
—¡También está bloqueado! —informó Ventolino desde el túnel del Clan del Viento—. ¡Han caído rocas del techo! Esto es como una cascada. ¡Nunca conseguiríamos subir a las pequeñas por aquí!
—¡Tenemos que intentarlo! —gritó Zarpa Brecina.
—No creo que haya bastante espacio en lo alto para pasar al otro lado —protestó Ventolino. El miedo lo volvía iracundo—. ¡Si una de las cachorritas cayera por las rocas, podría morir!
—¡Tiene que haber otra salida! —aulló Carrasquera.
Glayino se pegó a Hojas Caídas, intentando leerle el pensamiento, pero el costado del joven parecía estar desvaneciéndose, y Glayino lo atravesó con un estremecimiento.
—¿Hojas Caídas? —bufó.
—¡Lo lamento!
Culpabilidad y pesar pendieron en el aire como bruma. De repente, Glayino notó sólo frío donde estaba el cuerpo de su amigo. Se sintió aterrorizado y el tiempo pareció detenerse. Por un instante, el aprendiz vislumbró un par de ojos verdes.
—¡Espera! —exclamó—. ¡Ven con nosotros!
Hojas Caídas parpadeó, con los ojos rebosantes de tristeza.
—Aún no ha llegado mi hora de partir —maulló débilmente, y luego desapareció.
«¡Otra vez no!»
—¿Vamos a morir? —La aterrada voz de Cañeta se elevó por encima del torrente.
A Glayino le dio vueltas la cabeza. Intentaba pensar en la forma de escapar de allí. El río seguía creciendo, y burbujeaba y espumeaba contra los muros de la caverna. Las partículas de agua salpicaban la cara del joven. Leonino se apretujó contra los demás, hasta que se quedaron apiñados en una estrecha franja de roca, con el agua lamiéndoles las patas.
«¡Ayúdanos!»
A Glayino le rugió la sangre en los oídos.
¿El Clan Estelar podría oírlo allí abajo?
De pronto, una luz plateada brilló en una esquina de su campo de visión, como la luna desplazándose despacio por un negro cielo forestal. Glayino levantó la cabeza y vio una cornisa rocosa cerca del techo de la gruta. Allí había un gato sentado. Era el gato de su sueño, el de las garras retorcidas, el pelo lleno de calvas y los ojos saltones y ciegos. El gato viejo que había enviado a Hojas Caídas a los túneles a morir.
El gato miró directamente a Glayino.
El joven sintió que la rabia crecía en su pecho. «¿Has venido a vernos morir también a nosotros?»
Una sombra rodó bajo las zarpas del gato. El viejo estaba empujando algo hacia el borde de la cornisa. Algo largo, suave y liso. A Glayino se le erizó el pelo. «¡El palo del lago!»
Sus marcas eran claras bajo la luz de la luna y, mientras Glayino las observaba, confundido, el gato levantó la pata y una garra temblorosa sobre una hilera de rayas. Cinco largas y tres cortas. Glayino soltó un grito estrangulado. «¡Esas rayas no estaban antes ahí!» Las había contado tantas veces que las conocía de memoria.
«¡Cinco guerreros y tres cachorros! ¡Se refieren a nosotros!»
Aturdido por el miedo, se quedó mirando al viejo gato a los ojos. «¿Vamos a morir aquí?»
El gato inclinó la cabeza para mirar el palo y, lentamente, bajó la garra para pasarla a través de las rayas. Con una oleada de esperanza, Glayino lo entendió.
«¡Vamos a sobrevivir!»
El viejo asintió.
Alguien le dio un manotazo en la oreja.
—¡Deja de mirar a la nada y ayúdanos a pensar! —gruñó Ventolino.
La visión desapareció y Glayino se sumió de nuevo en la oscuridad. Se volvió hacia los demás, con el pelo erizado por la emoción.
—¡Hay una forma de salir de aquí! —exclamó—. ¡La conozco!
—¿Y cuál es? —preguntó Leonino.
—No estoy seguro —admitió Glayino—. Dejadme pensar un momento.
—¡Pensar no moverá las rocas! —se angustió Zarpa Brecina—. ¡Estamos atrapados!
—Podríamos esperar a que la cueva se inunde y salir por el agujero del techo —sugirió Carrasquera.
—Es demasiado pequeño para escapar —gruñó Ventolino.
—¡Y las cachorritas podrían ahogarse! —señaló Zarpa Brecina.
Glayino sacudió la cabeza. Había algo rondando sus pensamientos, una idea que percibía levemente, sin poder alcanzarla del todo. «¡El palo!» Había estado en la gruta, pero él lo había encontrado en el lago... ¿Cómo había llegado hasta allí?
El agua chapoteó a sus pies. El aprendiz retrocedió y luego se quedó paralizado. Vio cómo el río subía hasta el palo, levantándolo, arrastrándolo... ¡Por supuesto! El río debía de desembocar en el lago.
—¡Tenemos que nadar! —exclamó.
—¿Nadar? ¿Adónde? —se asombró Leonino.
—El río termina en el lago. ¡Él nos llevará hasta allí!
—Pero ¡desaparece bajo tierra! —bufó Ventolino.
—¡Y desemboca en el lago! —insistió Glayino.
—Nosotros no somos del Clan del Río. ¡No sabemos nadar! —se lamentó Zarpa Brecina.
Leonino se pegó a Glayino.
—¿Eso funcionará de verdad?
—No hay otra salida.
—Si tú dices que debemos hacerlo, entonces tenemos que confiar en ti —maulló Carrasquera.
—¡Confiad vosotros! —gruñó Ventolino.
—Si no hacemos algo, ¡acabaremos ahogándonos todos! —gritó Zarpa Brecina.
Carrasquera amasó el suelo bajo sus zarpas.
—¡Vamos a intentarlo!
Fosquilla gritó de pavor.
—¡Yo no me meto en el agua!
—Nosotros os sujetaremos por la cola —le prometió Leonino—. No vamos a soltaros.
—¿Por la cola? —chilló Cardina.
—Si os agarramos por el pescuezo, tragaremos demasiada agua —les explicó Leonino—. Vosotras tendréis que mantener la cabeza fuera del agua moviendo las patas delanteras una y otra vez: así.
Y salpicó a todo el mundo mientras agitaba las patas en el aire, mostrando a las gatitas lo que tenían que hacer.
—Tengo miedo —susurró Zarpa Brecina.
—Todo irá bien. —Leonino se restregó contra la aprendiza del Clan del Viento. Glayino estaba lo bastante cerca como para oírlo susurrar—: El tiempo que hemos pasado juntos será algo que recordaré incluso cuando me reúna con el Clan Estelar.
Zarpa Brecina se estremeció.
—Allí no habrá fronteras entre nosotros.
Glayino parpadeó, sorprendido por la emoción que fluyó entre ambos jóvenes. Justo en ese momento, una luz centelleó en su visión y volvió a ver al viejo gato.
«¡Marchaos ya!»
Glayino pensó en todos los gatos que se habían aventurado en aquella gruta; su miedo y su esperanza parecieron susurrar a su alrededor. Las rayas en el palo habían marcado su destino. ¿De verdad las líneas predecían que los gatos de clan iban a sobrevivir? Tenía que creer que sí.
—¡Tenemos que irnos ya! —exclamó.
—Alineaos al borde del río —ordenó Carrasquera—. Leonino, tú llevarás a Cañeta, yo llevaré a Cardina, y Ventolino, a Fosquilla.
—¿Qué puedo hacer yo? —preguntó Zarpa Brecina.
—Sujétame la cola —maulló Glayino—. Nos ayudaremos el uno al otro.
—De acuerdo —accedió Zarpa Brecina, y el aprendiz notó cómo ella le agarraba delicadamente la punta de la cola con los dientes.
—¡Yo no voy!
Fosquilla chapoteó en la orilla al intentar salir corriendo y soltó un chillido cuando Ventolino la atrapó y la arrastró de vuelta con los demás.
—No te preocupes —la tranquilizó—. No voy a soltarte. Jamás dejaría que te ahogaras.
Fosquilla gimoteó, pero no intentó escaparse de nuevo.
—Vamos —maulló Leonino.
Glayino avanzó por el suelo cubierto de agua. Las patas le latieron de miedo al notar el empuje de la corriente.
—¿Listos? —preguntó Leonino.
—¡Sí! —respondió Carrasquera.
Glayino tensó el cuerpo.
—¡Saltad!
Y se lanzó al turbulento torrente. Zarpa Brecina le tiró de la cola cuando el agua la arrastró en un remolino río abajo. La corriente arrastró a Glayino al fondo y el joven se perdió en el sueño en el que volvía a ahogarse, asfixiado por las revueltas aguas, con los cuerpos de otros gatos flotando a su alrededor y un rugido en los oídos.