Prólogo

El cielo de color añil se extendía sobre el páramo y contenía el frío de la noche.

El viento agitaba el brezo de la ladera ondulante. Entre los arbustos, unas figuras felinas, con el pelo pegado al cuerpo por la ventisca, descendían por la pendiente.

Entre ellos, una reina atigrada caminaba al lado de un joven gato.

—¿Seguro que estás preparado para esto? —preguntó la gata.

—Estoy preparado —respondió él, y sus ojos verdes brillaron a la luz de la luna.

—Eres el mayor de la camada, Hojas Caídas —susurró la reina—. El primero de mis hijos en enfrentarse a la prueba.

—No me pasará nada.

—¡Ha entrenado bien! —exclamó una voz a sus espaldas.

—¡Ni siquiera el entrenamiento puede preparar a un zarpa blanda para la lluvia! —gruñó otra voz.

Hojas Caídas levantó la mirada hacia el cielo.

—Pero... está despejado.

—Os digo que huelo a lluvia en el viento.

Entre los demás gatos se extendieron murmullos de preocupación.

—¡El cielo está despejado! —insistió Hojas Caídas, que salió entre el brezo y se detuvo.

La luna iluminó su pelaje blanco y canela. Sus compañeros de clan se apelotonaron detrás de él, sacudiendo la cola. Bajo sus patas, la ladera descendía abruptamente. Allí, lunas y lunas de viento y lluvia habían azotado el páramo y se habían llevado la tierra hasta dejar la roca desnuda, un muro de piedra desigual en mitad del ondulante brezo.

—¡Buena suerte, zarpa blanda!

Hojas Caídas bajó de un salto y aterrizó con agilidad sobre el suelo arenoso que había al pie de la pared rocosa. Su madre saltó tras él.

—¡Ten cuidado, hijo!

Hojas Caídas restregó el hocico contra el de ella.

—Te veré al amanecer —le prometió.

Ante él se abría una grieta negra, como una herida en el muro. Se le erizó el pelo del lomo. Nunca había estado allí dentro. Sólo los gatos elegidos entraban en la cueva.

Echó a andar, notando cómo lo engullía la oscuridad. ¡Debería haber alguna luz que le mostrara el camino! Hizo un esfuerzo por sofocar el miedo, que se agitaba en su pecho como un pez en tierra firme.

«El túnel te llevará hasta la cueva —repitió en su mente la voz de su tutor—. Deja que tus bigotes te guíen.»

Sus bigotes se estremecieron, atentos al más mínimo contacto, guiándolo a lo largo del angosto pasaje.

De pronto, una pálida luz brilló a lo lejos. El túnel desembocó en una gruta, cuyas paredes arqueadas centelleaban bajo la débil luz de la luna que se colaba por un agujero del techo. El sonido de una corriente de agua resonaba alrededor de las rocas.

¿Un río? ¿Bajo tierra?

Hojas Caídas se quedó mirando el ancho arroyo que dividía en dos el suelo arenoso de la caverna. Sus aguas negras brillaban levemente bajo la luz tenue.

—¿Hojas Caídas?

El ronco maullido hizo que el joven diera un respingo. Levantó su hocico blanco para tratar de distinguir quién había hablado, y entornó los ojos al descubrir a una criatura agazapada en un repecho alto, alumbrada por la luz de la luna que bañaba la cueva.

¿Se trataba de Pedrusco?

El pelaje de aquella criatura se parecía al de un topo; apenas le quedaba pelo, excepto por unos pocos mechones en el lomo, y sus ojos ciegos sobresalían como huevos. Sus largas y retorcidas garras se aferraban a una rama lisa que descansaba a sus pies. La rama carecía de corteza y, a pesar de la escasa luz, Hojas Caídas pudo ver que tenía algunas marcas grabadas en la superficie: una serie apretada de líneas rectas hendidas en la madera pálida.

Sí, tenía que ser Pedrusco.

—Puedo notar tu sorpresa —dijo la criatura ciega con voz ronca—. Me araña la piel como la aulaga.

—Lo siento —se disculpó Hojas Caídas—. Es sólo que no me esperaba...

—No esperabas que un gato pudiera convertirse en algo tan feo.

El joven se quedó petrificado por la vergüenza. ¿Es que Pedrusco le había leído el pensamiento?

—Un gato necesita el viento y el sol para que le lustren el pelaje, y buena caza para mantener las garras afiladas —continuó Pedrusco, y su voz sonó tan áspera como el roce de una piedra contra otra—. Pero yo debo quedarme cerca de nuestros antepasados guerreros, aquellos que han ocupado su lugar debajo de la tierra.

—Y te damos las gracias por eso —murmuró el joven gato con respeto.

—No me las deis —gruñó Pedrusco—. Era el destino que yo estaba obligado a seguir. Además, quizá no te sientas tan agradecido una vez que comience tu iniciación.

Mientras hablaba, deslizó una de sus largas garras sobre las líneas grabadas en la rama lisa. Algunas de las líneas estaban cruzadas por una segunda raya, pero no todas.

—Las líneas sin marcar son las de los gatos que entraron en los túneles pero no salieron.

Hojas Caídas se quedó mirando los oscuros agujeros, negros como bocas que acechaban al borde de la cueva. Si no conducían al aire libre y a la seguridad del exterior, ¿dónde terminaban?

—¿En qué túneles entraron?

Pedrusco negó con la cabeza.

—No puedo ayudarte. Para convertirte en un garra afilada, debes encontrar tú mismo la forma de salir. Yo sólo puedo enviarte a tu cometido con la bendición de nuestros antepasados.

—¿No puedes darme ningún consejo?

—Sin luz, sólo contarás con tus instintos. Síguelos, y si son auténticos, estarás a salvo.

—¿Y si no son auténticos?

—Entonces morirás en la oscuridad.

Hojas Caídas se cuadró.

—No voy a morir.

—Espero que no —maulló Pedrusco—. Ya sabes que no te está permitido regresar a esta gruta, ¿no? Debes encontrar un túnel que lleve directamente al páramo... ¿Está lloviendo? —preguntó de repente.

Hojas Caídas se puso tenso. ¿Debería mencionarle esa vibración en el aire que sugería que podía llover? No. Pedrusco podría decirle que se fuera por donde había venido y que esperara a otro día. No podía retrasar más tiempo convertirse en garra afilada. Quería hacerlo ya.

—El cielo está despejado —aseguró.

Pedrusco volvió a pasar la zarpa por las líneas grabadas en la rama.

—En ese caso, puedes empezar.

Hojas Caídas examinó el túnel que había debajo de la cornisa donde estaba Pedrusco. Parecía más ancho que el resto, y daba la impresión de que iba hacia arriba. ¿Ascendería hasta el páramo que quedaba por encima de ellos? Aquél era el camino que debía escoger.

Con el corazón desbocado, cruzó el riachuelo de un salto y se internó en aquella oscuridad que helaba los huesos.

«Cuando amanezca, seré un garra afilada. —Se le erizó el pelaje—. Espero.»