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—¡Cuidado! —Leonino sacudió la cola—. ¡Hay guerreros del Clan de la Sombra detrás de nosotros!

Carrasquera giró en redondo, con el negro pelo de punta.

—¡Yo iré a por ellos!

Leonino miró a su hermano.

—¿Hueles algo, Glayino?

—¡Vienen más guerreros! —avisó el joven, alarmado y con sus ciegos ojos azules muy abiertos—. ¡Preparaos para atacar!

—¡Les tenderemos una emboscada cuando traspasen el muro de espinos del campamento! —gritó Leonino, antes de volverse hacia Carrasquera—. ¿Puedes ocuparte de esos tres tú sola?

—¡Sin problema! —La aprendiza rodó por el suelo y se levantó de un salto; sus garras relucían bajo el sol de la tarde.

Leonino salió corriendo y se agazapó detrás del muro espinoso.

—¡Rápido, Glayino! ¡A mi lado!

Su compañero llegó corriendo y adoptó la postura de ataque.

—¡Ya vienen!

Un guerrero atigrado cruzó la entrada.

—¡Ahora! —chilló Leonino.

El pequeño se abalanzó sobre el gato mientras Glayino se metía entre las patas del enemigo. Con un gruñido de sorpresa, el invasor trastabilló y cayó de costado. Leonino se arrojó sobre él al instante.

—¡Ya basta!

El maullido cortante de Esquiruela resonó en el pequeño claro.

Leonino dejó de aporrear el lomo de Zarzoso con las patas traseras y se quedó mirando a su madre, que cruzó a toda prisa la abertura en el muro de zarzas.

—Pero ¡estamos jugando a que nos ataca el Clan de la Sombra! —se quejó el aprendiz.

Glayino frenó en seco a su lado.

—¡Y estábamos a punto de ganar!

Zarzoso se puso en pie para quitarse de encima a Leonino.

—Buena emboscada —ronroneó—. Pero ya sabéis que no deberíais estar jugando aquí.

Leonino resbaló hasta el suelo.

—Es el único sitio donde podemos practicar un buen ataque por sorpresa —replicó, enfurruñado.

Miró la nueva guarida, ya casi terminada; sus paredes de zarza salían de un lateral del dormitorio de los guerreros. En cuanto colocaran ramas encima para formar un techo, harían un hueco para unir la vieja guarida y la ampliación.

Carrasquera dejó atrás a sus enemigos imaginarios y se acercó a sus hermanos.

—No estamos estorbando a nadie —señaló.

Ahuecó el pelaje para protegerse del viento. El sol de la estación de la hoja nueva se había llevado el frío de la hondonada, pero la tarde había llegado con una brisa de las montañas que les recordó que sólo había pasado media luna desde el fin de la estación sin hojas.

—¿Y si todos los aprendices decidieran practicar aquí sus movimientos de combate? —preguntó Esquiruela—. Los muros de espino acabarían maltrechos en un abrir y cerrar de ojos, y todo el esfuerzo de Betulón y Látigo Gris no habría servido de nada.

—Necesitamos acabar la ampliación de la guarida de los guerreros antes de que vosotros y los demás aprendices os convirtáis en guerreros —añadió Zarzoso—. Ya está demasiado abarrotada.

—¡Vale, lo hemos captado! —Glayino levantó la barbilla. Tenía el pelo alborotado y lleno de trocitos de hoja.

—¡Miraos! —Esquiruela le dio un lametazo entre las orejas—. Estáis hechos un desastre —los riñó—, y dentro de poco tenemos que ir a la Asamblea.

Leonino empezó a quitarse hojas secas del pecho antes de que su madre la emprendiera con él.

Glayino, por su parte, se zafó enseguida de la lengua de la guerrera.

—Puedo lavarme solo, ¿sabes? —protestó.

—Déjalos —le dijo Zarzoso a su pareja—. Estoy seguro de que se habrán aseado adecuadamente antes de que salgamos.

—Por supuesto que nos asearemos —prometió Leonino. No iba a permitir que los demás clanes lo vieran con aspecto de erizo. Aquélla era la primera Asamblea a la que iban a asistir los tres hermanos juntos—. Llevamos siglos esperando este día, ¿verdad que sí, Glayino?

Su hermano sacudió la cola.

—Sí, claro.

Leonino flexionó las patas. ¿Por qué Glayino tenía que ser siempre tan gruñón? Aquélla iba a ser la primera Asamblea para él, y debería estar deseando que llegase el momento de ir. Se había perdido las dos anteriores: una, como castigo, y la otra, porque sus obligaciones como aprendiz de curandero lo habían retenido en el campamento. Leonino conocía muy bien a su hermano y sabía lo importante que era para él hacer lo mismo que los demás, a pesar de su ceguera... y eso incluía asistir a las Asambleas.

—¡Pues daos prisa! ¡Fuera de aquí, antes de que os vea Estrella de Fuego! —ordenó Esquiruela, empujando a sus hijos hacia la abertura en la pared—. Será mejor que vayáis a coger algo del montón de la carne fresca. Os espera una noche larga.

Leonino sintió un cosquilleo de emoción en la cola al pensar en la Asamblea. Ya casi podía oler el aroma de los pinos de la isla.

Los ojos de Carrasquera, sin embargo, centellearon levemente. Parecía preocupada.

—Espero que los demás clanes no se metan con nosotros de nuevo. ¿Sabéis si viene Mili? Esta vez quizá debería quedarse en el campamento.

Dos lunas atrás, Látigo Gris había regresado al clan acompañado de su nueva pareja, Mili, una minina doméstica a la que había conocido cuando los Dos Patas lo tenían prisionero. Él la había entrenado como guerrera y, a cambio, la gata lo había ayudado a hacer el largo y peligroso viaje hasta el lago, en busca de su clan perdido. Debido a sus orígenes como mascota, Mili era un blanco fácil para las burlas de los otros clanes, y no era el único miembro del Clan del Trueno del que se mofaban por no haber nacido en un clan.

—Mili puede cuidar de sí misma —maulló Esquiruela.

—Además, la competición parece haber limado un poco las asperezas —añadió Zarzoso.

—Pero ¿hasta cuándo será así? —replicó Carrasquera.

Leonino sabía que su hermana nunca había estado muy convencida de que la Asamblea diurna solucionara las divisiones entre los clanes. Los cuatro clanes habían competido enfrentando a sus aprendices en duelos amistosos para poner a prueba sus habilidades, en un esfuerzo por dejar a un lado la creciente desconfianza y las tensiones fronterizas. Pero Leonino recordaba aquel día por distintas razones. Él y Ventolino, un aprendiz del Clan del Viento, se habían caído dentro de una vieja madriguera de tejones y habían estado a punto de ahogarse bajo la tierra antes de que Glayino los encontrara.

—Tú siempre estás inquieta por algo —le dijo Glayino a Carrasquera en tono burlón—. Es como vivir con un búho angustiado.

—La estación de la hoja nueva ya ha llegado —señaló Esquiruela—. Hay muchas más presas, así que los clanes estarán menos quisquillosos.

Carrasquera le lanzó una mirada a Glayino.

—¡Algunos gatos no dejan de ser quisquillosos ni con la barriga llena!

—Chitón. —Esquiruela la empujó con el hocico—. Ve a comer algo.

—¡Sólo he dicho la verdad!

Carrasquera echó a andar, pero Glayino la adelantó a toda prisa. La aprendiza soltó un chillido y miró, ceñuda, a su hermano, que siguió corriendo hasta la guarida de la curandera.

—¡Me ha mordido!

Leonino agitó los bigotes.

—Puedes pelear con tres guerreros del Clan de la Sombra con una sola pata —replicó, divertido—, pero por un mordisquito de tu hermano chillas como una cachorrita.

Ella le golpeó el hocico con la cola.

—¡Tú también habrías chillado!

—¡Yo no he chillado desde que salí de la maternidad!

Carrasquera entornó los ojos con malicia.

—¿Qué te parece si te muerdo, a ver lo valiente que eres?

—¡Primero tendrás que atraparme! —El joven aprendiz salió disparado y Carrasquera fue tras él. Leonino se detuvo de golpe junto al montón de la carne fresca y le lanzó un ratón a su hermana cuando ella lo alcanzó—. ¡Toma! Mejor muerde esto.

La luna llena flotaba en un despejado cielo de color azul oscuro, y ante ellos la isla emergía del lago, con los árboles elevando sus frágiles ramas hacia las estrellas.

Leonino caminaba al lado de Carrasquera, siguiendo a sus compañeros de clan por la orilla cubierta de guijarros, y miró una vez más a Glayino. Su hermano iba junto a Hojarasca Acuática, moviendo la nariz mientras olfateaba el terreno desconocido. De vez en cuando, la curandera rozaba a su aprendiz con el costado, para que esquivara alguna que otra piedra afilada o una raíz que sobresalía.

¿Debería avisar a Glayino antes de llegar al árbol caído que servía de puente? Aquel tronco era sorprendentemente resbaladizo; él mismo había estado a punto de caer al agua en su primera Asamblea.

—Será genial ver a Blimosa —maulló Carrasquera a su lado.

—¿Blimosa? —repitió el joven, distraído. Él sólo esperaba ver a una aprendiza: Zarpa Brecina, la bonita gata de ojos azul intenso del Clan del Viento. Soltó un pequeño suspiro.

—¿En qué estás pensando? —Carrasquera le dio un empujón—. Estás en la luna.

—Eee... en Glayino —se apresuró a contestar—. Me preguntaba si podrá arreglárselas en el árbol-puente.

—Que él no te oiga decir eso —le aconsejó Carrasquera.

De pronto, Leonino notó el tacto del agua fría en las zarpas. Estrella de Fuego los había conducido hasta la orilla cenagosa que había en un extremo del territorio del Clan del Río. Tormenta de Arena avanzaba detrás del líder. Zarzoso y Esquiruela caminaban junto a Mili y Látigo Gris, y Betulón y Manto Polvoroso los seguían, hablando en voz baja. Zarpa Pinta escuchaba a su mentor, y Bayino corría de un lado a otro olisqueando entre las matas de hierba, como si estuviera siguiendo el rastro de una presa.

—Esto es territorio del Clan del Río —le bufó Carrasquera, recordándole que estaba prohibido cazar en el territorio de otro clan.

—Ya lo sé —replicó Bayino—. Pero no tiene nada de malo echar un vistazo.

—Siempre que no hagas nada más que echar un vistazo...

Látigo Gris soltó un sonoro ronroneo.

—¡Estrella de Fuego! —llamó—. Parece que Carrasquera está preparándose para cuestionar tu liderazgo.

Leonino miró a su hermana de reojo. ¿Estaba diciéndole Látigo Gris de un modo amable que no debía ser tan mandona?

—Carrasquera puede poner en cuestión todo lo que quiera —contestó Estrella de Fuego con un ronroneo—. No creo que deba preocuparme hasta que sea un poco más grande.

—¡Eh! —Carrasquera erizó el pelo, indignada—. ¡Sólo estaba hablando con Bayino!

Estrella de Fuego se detuvo entre las serpenteantes raíces del árbol caído que se extendía entre la orilla y la isla. El olor del Clan del Viento y el del Clan de la Sombra estaban frescos en la corteza; sin duda, ya habían pasado por allí. Leonino plantó las orejas. Débiles maullidos llegaban desde la isla. Tormenta de Arena saltó con agilidad al tronco y zigzagueó entre las ramas y los nudos hasta el otro lado. Uno a uno, todos los demás la siguieron. Leonino se quedó rezagado cuando Carrasquera saltó detrás de Zarpa Pinta.

—¿No vienes, Leonino? —le preguntó su hermana, manteniendo el equilibrio.

—Por supuesto —siseó él.

—Está esperando para asegurarse de que no me caiga al agua —maulló Glayino a su espalda.

—¡Sólo porque yo estuve a punto de caerme la primera vez! —se apresuró a explicar Leonino—. No es nada fácil si uno no sabe dónde poner las patas.

Glayino se plantó entre las enredadas raíces y las palpó con las patas delanteras.

—Aquí —le indicó Hojarasca Acuática, saltando al tronco—. No está demasiado alto.

Glayino levantó el hocico y olfateó el aire para calcular a qué distancia estaba su mentora. Luego se impulsó con las patas traseras y se aferró al tronco, al lado de Hojarasca Acuática, pero sus patas delanteras resbalaron de inmediato.

A Leonino le dio un vuelco el corazón cuando Glayino salió disparado hacia un lado. Hojarasca Acuática se abalanzó hacia su aprendiz, pero el joven ya había clavado las garras en la corteza y recuperó el equilibrio sacudiendo la cola. Debajo de él, las oscuras aguas lamían la orilla. Leonino tuvo que contenerse para no saltar a ayudar a su hermano cuando éste pasó ante su mentora y comenzó a recorrer el árbol. Tensa y en silencio, la curandera lo siguió, preparada para saltar si Glayino volvía a perder el equilibrio. Poco a poco, dando un paso tras otro, el aprendiz ciego fue tanteando el camino a lo largo del puente vegetal.

—¡Salta por aquí, Glayino! —lo llamó Carrasquera desde la orilla opuesta—. La arena está un poco blanda, pero no hay piedras.

Glayino saltó, pero aterrizó de una forma un tanto patosa, aunque se enderezó al instante.

Leonino sintió una oleada de alivio.

—¡Vamos, Leonino, date prisa!

Bayino estaba intentando adelantarlo, pero Leonino saltó al tronco para impedirle el paso, y el árbol tembló cuando su amigo se lanzó justo detrás de él.

—¡Venga! —lo instó Bayino.

Leonino notó el aliento de su compañero en las patas traseras y se vio obligado a correr. Aferrándose con las garras, fue avanzando con rapidez.

—No hay por qué ir con prisas...

La advertencia de Fronde Dorado sonó a sus espaldas a apenas una cola de distancia, pero Bayino no dejó de presionar a su amigo.

—¡No seas tan len...! ¡Oh!

Leonino miró atrás y vio que Bayino había resbalado y estaba cayendo al agua.

Fronde Dorado se abalanzó hacia él para agarrarlo por el pescuezo. Bayino se sacudió en el aire, agitando las patas, mientras el muñón de su cola rozaba la superficie del lago.

—¡No te muevas! —gruñó Fronde Dorado con la mandíbula apretada. Tensó los músculos y consiguió izar al aprendiz hasta el tronco—. ¡Te he dicho que no había que ir con prisas!

Leonino parpadeó. «¡Gracias al Clan Estelar que no he sido yo!» Y recorrió lentamente lo que le quedaba, contento de que Bayino no siguiera presionándolo. Ya en la orilla opuesta, percibió el olor fresco del Clan del Río; sin duda, su patrulla debía de estar llegando al lago. El pequeño aprendiz inspeccionó la ribera, pero no vio ni rastro de ellos.

—¿Estáis todos listos? —preguntó Estrella de Fuego mientras él, Bayino, Fronde Dorado y, finalmente, Zarzoso saltaban a la orilla.

Los gatos asintieron. Estrella de Fuego hizo una señal con la cola y el grupo se dirigió hacia la arboleda.

Leonino vio cómo el pelaje negro de Carrasquera desaparecía entre los helechos y sintió un cosquilleo de emoción cuando ya se disponía a seguirla. Pero Glayino, que estaba a su lado, no se movió; su rostro miraba fijamente hacia los árboles. «¿Estará nervioso?», se preguntó Leonino.

—No son más que helechos —susurró para tranquilizarlo—. Sólo tienes que atravesarlos. El claro no queda lejos.

Posó la cola en el costado de Glayino y notó sus músculos, fuertes y fibrosos bajo el pelaje.

—¡Eh, vosotros dos, venga! —maulló Carrasquera, que había vuelto a aparecer entre los helechos con mucho alboroto—. ¿Por qué estáis remoloneando?

—Sólo estamos planeando nuestra entrada —respondió Glayino, que sacudió la cola y se internó en los matorrales.

Las resecas hojas de los helechos rozaron la nariz de Leonino cuando siguió a sus hermanos hasta el claro, pero también notó algunos brotes recién nacidos debajo de las patas. «Hojas nuevas para la estación de la hoja nueva.»

—El Clan de la Sombra y el Clan del Viento ya están esperando en el claro —les dijo Carrasquera por encima del lomo—. Pero el Clan del Río no ha llegado todavía.

—Están de camino —maulló Leonino—. He captado su olor desde el árbol-puente.

Glayino levantó su pequeño hocico.

—Tienes razón —confirmó, agitando los bigotes—. Pero hay algo extraño...

Leonino abrió la boca para volver a saborear el olor del Clan del Río. Le pareció el mismo de siempre.

—Quizá hayan estado comiendo demasiados peces...

—Pues asegurémonos de llegar antes que ellos —los instó Carrasquera, que salía ya de los helechos para guiarlos hasta el claro.

Cuando llegaron al espacio abierto, Glayino se puso tenso.

—¿Siempre hay tantos gatos? —susurró.

Leonino miró a los guerreros, aprendices y curanderos que abarrotaban el claro. A él le parecía una Asamblea normal y corriente, y se preguntó una vez más si Zarpa Brecina estaría allí.

—¡Eh! ¡Minina!

Cola Blanca, una gata del Clan del Viento, se acercó trotando hacia Mili. Su aprendiz, Ventolino, iba tras ella con las orejas pegadas a la cabeza. Leonino desenvainó las uñas, listo para defender a su compañera de clan.

—¡Hola, Mili! —Cola Blanca restregó el hocico contra el de Mili y entrelazó la cola con la de ella, como si fueran viejas amigas.

Leonino volvió a guardar las uñas.

—¿Se conocen? —maulló Carrasquera en voz baja.

Su hermano se encogió de hombros.

Ventolino se quedó mirando boquiabierto a su mentora cuando la gata se apartó unos pasos de Mili y le dedicó un guiño afectuoso.

—Gracias por el conejo que nos diste en la competición —ronroneó Cola Blanca—. Compartes como una gata de clan.

Mili inclinó la cabeza.

—Era un día para compartir —maulló.

Carrasquera miró a Leonino.

—Al fin y al cabo, parece que la competición sirvió para algo bueno —le susurró a su hermano.

Pero otro gato del Clan del Viento, Oreja Partida, estaba observando a Mili con los ojos entornados. Era evidente que no le gustaba ver a su compañera de guarida hablando con la minina. Bermeja también estaba mirándolas con el pelo del lomo erizado, y se inclinó para decirle algo al oído a un compañero de clan.

Ventolino no dijo nada; se limitó a alejarse de su mentora para adentrarse en el claro bullicioso. Bayino y Zarpa Pinta estaban charlando con un grupo de aprendices del Clan del Viento y el Clan de la Sombra. Cuando Ventolino se unió a ellos, Leonino sintió un cosquilleo de expectación. ¿Estaba el pelaje atigrado de Zarpa Brecina entre aquel revoltijo de cuerpos?

No consiguió distinguirla.

—¿Por qué estás tan decepcionado? —le preguntó Glayino.

Su hermano se quedó mirándolo.

—¿De... decepcionado? —repitió. Glayino siempre tenía una forma inexplicable de adivinar lo que estaba pensando—. ¡No estoy decepcionado!

—¡Hasta un ratón en el páramo habría oído cómo has dejado caer la cola al suelo!

—Esperaba ver a alguien... —admitió Leonino.

Carrasquera agitó las orejas, inquieta.

—¿A Zarpa Brecina?

—¡Bueno, tú querías ver a Blimosa, ¿no?! —replicó él, erizando el pelo ante el tono acusador de su hermana.

—No es lo mismo.

—¡Sí que lo es! —protestó—. Sólo somos amigos.

Mientras hablaba, captó un olor cálidamente familiar. Zarpa Brecina estaba cruzando el claro a toda prisa en su dirección.

—¡Leonino! ¡Estás aquí!

El joven sintió que se le paraba el corazón, pero luego miró de reojo a Glayino, con nerviosismo. ¿Estaría escuchando su hermano también los latidos de su corazón? Como si enterrara una presa para saborearla más tarde, Leonino intentó ocultar su emoción.

—Hola, Zarpa Brecina —maulló con frialdad.

—No pareces muy contento de verme... —La gata del Clan del Viento agitó las orejas—. Me he portado lo mejor posible durante toda esta luna para que Corvino Plumoso no me dejara hoy en el campamento.

Leonino sintió una oleada de culpabilidad por su falta de entusiasmo, y luego un hormigueo de rabia en las zarpas. ¿Por qué debería sentirse culpable? Zarpa Brecina sólo era una amiga.

—Me alegro de que hayas podido venir —maulló.

Carrasquera pasó ante él y restregó levemente el hocico contra el de Zarpa Brecina.

—El Clan Estelar ha vuelto a darnos buen tiempo —maulló con educación.

—¡Oh, y habéis traído a vuestro hermano! —A Zarpa Brecina se le iluminaron los ojos al ver a Glayino.

Leonino notó los celos como agua fría sobre el lomo. Ojalá la aprendiza no hubiera visto cómo Glayino lo había rescatado de la madriguera de tejones hundida.

Casi se alegró cuando su hermano reaccionó acaloradamente ante el comentario de Zarpa Brecina.

—¡No me ha traído nadie! ¡He venido con mi clan!

—Por supuesto —maulló de inmediato la aprendiza—. Lo lamento. Ya sé que puedes viajar sin ayuda de nadie. Es sólo que...

—¡Glayino! —El maullido de Hojarasca Acuática salvó a Zarpa Brecina de su torpe disculpa. La curandera estaba con Cascarón y Cirro—. ¡Ven a sentarte con nosotros!

Leonino se quedó mirando a Glayino mientras éste se dirigía hacia los demás curanderos.

—No le hagas caso a mi hermano —le dijo a Zarpa Brecina—. Es tan gruñón como un tejón.

—¿Quién es el gruñón?

Leonino se volvió para ver quién había hablado. Se le cayó el alma a los pies al descubrir que Ventolino se acercaba de nuevo a ellos.

—No irás a malgastar tu tiempo hablando con estos dos, ¿verdad? —El aprendiz negro del Clan del Viento se sentó al lado de Zarpa Brecina—. Yedrina y Rapacero han desafiado a Bayino a competir para ver quién puede saltar más alto... —Y, dicho eso, se lamió una pata y se la pasó por la oreja.

—Entonces, ¿por qué no vas tú a verlos? —le contestó Zarpa Brecina.

—¿Por qué no vienes conmigo? —Un brillo retador refulgió en los ojos de Ventolino.

Justo en ese momento, Leonino oyó el susurro de los helechos y captó un olor familiar.

—El Clan del Río ha llegado.

Carrasquera se puso de puntillas para ver la entrada de los gatos del Clan del Río en el claro.

Algo iba mal. Todos arrastraban la cola y caminaban con las orejas gachas. Las palabras de Glayino resonaron en los oídos de Leonino: «Hay algo extraño...»

Carrasquera entrecerró los ojos.

—Estrella Leopardina no parece muy contenta.

La gata atigrada de color dorado estaba entrechocando el hocico con Estrella de Fuego, pero agitaba la cola con impaciencia y miraba nerviosa a su alrededor.

—¡Carrasquera! —Blimosa se separó de sus compañeros de clan para correr a saludar a su amiga—. No puedo quedarme contigo —maulló sin aliento—. Tengo que reunirme con Ala de Mariposa, pero quería saludarte.

—¿Va todo bien? —le preguntó Carrasquera—. Me refiero a tu clan. Todos parecéis un poco...

En ese momento se les acercó Corvino Plumoso. Leonino agitó los bigotes con frustración. ¿Es que no iba a tener un momento a solas con su amiga del Clan del Viento?

—Zarpa Brecina —le dijo secamente el guerrero a su aprendiza—, ¿por qué no vas a hablar con algunos aprendices de otros clanes? Ésta es una buena oportunidad de conocer a nuevos gatos —añadió, mirando de reojo a Leonino y Carrasquera.

—Venga —insistió Ventolino—. Vamos a ver si Yedrina gana a Bayino.

Zarpa Brecina le lanzó una mirada a Leonino y se encogió de hombros.

—Está bien, vamos.

El aprendiz del Clan del Trueno sacudió la cola y revolvió la pinaza que cubría el suelo con las zarpas mientras veía cómo Ventolino y Corvino Plumoso se llevaban a Zarpa Brecina.

—¡Que todos los clanes se reúnan bajo la mirada del Clan Estelar!

El sonoro maullido de Estrella Negra resonó en el claro desde el Gran Roble. Los cuatro líderes estaban alineados en la rama más baja, y sus siluetas se reflejaban contra la luz de la luna. Sus ojos brillaban en la oscuridad. Leonino corrió tras Carrasquera, que se abrió paso hasta sus compañeros de clan y se sentó al lado de Fronde Dorado. Su hermano se apretujó delante de ella y se acomodó junto a Cenizo.

—¡Eh! —le susurró Carrasquera—. Baja la cabeza, que quiero ver.

Leonino se agachó. De pronto se dio cuenta de que ya era mucho más grande que su hermana; en las últimas lunas, había crecido mucho más que ella.

—El Clan de la Sombra tiene buenas noticias —anunció Estrella Negra—: Trigueña ha tenido una camada de tres cachorros.

Sonaron maullidos de felicitación entre los reunidos; el más sonoro fue el de Esquiruela:

—¡Bien hecho, Trigueña!

Estrella Negra continuó:

—Se llaman Rosillo, Canelilla y Pequeño Tigre.

Los guerreros de más edad enmudecieron ante el nombre de Pequeño Tigre. Leonino parpadeó. ¿Cómo podía seguir aterrorizándolos Estrella de Tigre cuando no era más que un recuerdo lejano? Eran tan supersticiosos como las lechuzas.

—Si son hijos de Trigueña —le susurró a Carrasquera—, ¡entonces serán parientes nuestros!

Le resultó raro tener familia en otro clan. Por primera vez, intentó imaginarse cómo se sentiría su padre con respecto a Trigueña. Ella era su hermana, pero había encontrado su destino en otro clan. ¿Alguna vez había tenido que enfrentarse Zarzoso a Trigueña en una batalla?

—¿Alguna noticia más?

La voz de Estrella de Fuego sobresaltó a Leonino y lo devolvió a la realidad.

—¿Me he perdido algo? —le preguntó a Carrasquera.

Ella negó con la cabeza, pero en sus ojos había una sombra de inquietud.

Estrella Negra había enroscado la cola alrededor de las patas y parecía satisfecho. Estrella de Bigotes le hizo una seña con la cabeza al líder del Clan del Trueno, para indicarle que él no tenía nada que decir.

Estrella de Fuego asintió.

—En el Clan del Trueno también está todo en orden. —Y se volvió hacia la líder del Clan del Río—. Estrella Leopardina, no has compartido ninguna novedad.

—No tengo novedades que compartir —maulló ella—. Los peces están regresando a la orilla del lago. La caza es buena. Mi clan está bien.

—Me alegra oírlo —contestó Estrella de Fuego.

—En ese caso, la Asamblea ha terminado —declaró Estrella Leopardina.

Los clanes empezaron a separarse del Gran Roble cuando sus líderes saltaron al suelo. Leonino se desperezó; había estado demasiado rato quieto y tenía frío.

Zarpa Pinta lo empujó con el hocico.

—¡Tres gatos nuevos en el Clan de la Sombra! —exclamó—. ¡Vamos a tener que entrenar más duro que nunca! —Y siguió a sus compañeros de clan por el claro.

Leonino corrió tras ella.

—Pero... sólo son cachorros.

—¡Los cachorros se convierten en guerreros! —le recordó la aprendiza.

Leonino notó que Carrasquera se pegaba a él. Tenía el pelo erizado.

—¿Crees que alguna vez tendremos que luchar contra ellos? —susurró, angustiada.

—No hablemos de luchas ahora —intervino Esquiruela, que los había oído—. Tres cachorros son una gran felicidad para cualquier clan. —Era evidente que le alegraba la noticia sobre Trigueña.

Glayino y Hojarasca Acuática se les unieron.

—La última vez que vi a Trigueña, me di cuenta de que estaba embarazada.

Esquiruela pareció sorprenderse.

—No nos dijiste nada.

—No era yo quien debía decirlo, cuando todavía dependía del Clan Estelar —contestó Hojarasca Acuática.

—Además, ¡no es asunto vuestro!

El maullido bronco los sobresaltó a todos.

Al volverse, Leonino vio a Serbal, un guerrero rojizo del Clan de la Sombra, que los miraba con expresión torva. «Debe de ser el padre», se imaginó.

Esquiruela le sostuvo la mirada.

—Felicidades, Serbal. Eres afortunado por tener tres cachorros sanos.

El guerrero frunció el hocico.

—Tres cachorros sanos nacidos en un clan —la corrigió con un gruñido.

—Eso sólo es una suerte si se mantienen leales al clan en el que han nacido —le soltó Esquiruela, cortante, dejándose llevar por la rabia.

Serbal le lanzó un bufido y Hojarasca Acuática se interpuso entre los dos guerreros.

—No hay por qué discutir...

—Serbal sólo estaba diciendo la verdad.

«¿Quién ha dicho eso? —Leonino se volvió en redondo—. ¡Ventolino!»

El aprendiz del Clan del Viento estaba junto a su padre, Corvino Plumoso, que miraba fijamente a Hojarasca Acuática, con ojos centelleantes.

—No lo olvides, Ventolino, el Clan del Trueno celebra la mezcla de sangres —maulló el guerrero oscuro.

Hojarasca Acuática echó la cabeza hacia atrás de golpe, como si Corvino Plumoso le hubiera propinado un zarpazo en el hocico. Luego dio media vuelta y se alejó rápidamente.

—¡Lo dices como si en el Clan del Trueno hubiera algo malo! —exclamó Leonino desenvainando las uñas, pero entonces notó que su madre le pasaba la cola por el lomo.

—Ven, hijo. No te olvides de la tregua.

Y, apretándose contra él, Esquiruela se encaminó hacia el lindero del claro y alejó al joven de Corvino Plumoso, Ventolino y Serbal.

Leonino miró por encima del hombro a los tres gatos, con el deseo de poder saltarse esa estúpida tregua y despellejarlos a todos.

—¡Leonino! —Zarpa Brecina corrió hacia el aprendiz.

—¿Qué...? —Él se paró a esperarla y Esquiruela se detuvo a su lado.

Zarpa Brecina miró a la guerrera.

—¿Puedo hablar con Leonino un momento, por favor?

Esquiruela agitó las orejas, pero finalmente asintió.

—No tardéis mucho. —Y desapareció entre los helechos detrás de Hojarasca Acuática, Carrasquera y Glayino.

—Por favor, no te enfades —suplicó Zarpa Brecina—. Corvino Plumoso siempre está de mal humor. Él es así. Y Ventolino ya se cree un guerrero.

—Pero ¡tú has oído lo que han dicho sobre la sangre mezclada del Clan del Trueno! No pueden dejar el tema, ¿no?

—A lo mejor ellos no pueden, pero ¿podemos olvidarlo nosotros? —Los ojos de Zarpa Brecina brillaban de emoción—. Tengo un plan.

—¿Para vengarte de ellos?

Zarpa Brecina abrió mucho los ojos.

—¡Por supuesto que no! ¡Son mis compañeros de clan! —Sacudió la cola—. Mi plan no tiene absolutamente nada que ver con eso.

Leonino ladeó la cabeza.

—Entonces, ¿de qué se trata?

—En vez de esperar hasta la próxima Asamblea, ¿por qué no nos vemos antes?

—¿Antes? —repitió el aprendiz, sorprendido. ¿No iba en contra del código guerrero reunirse con gatos de otro clan sin permiso?

—Mañana por la noche —susurró la gata.

—Pero ¿cómo? ¿Dónde?

—En la frontera del bosque. Cerca del tejo. Podemos escabullirnos mientras nuestros clanes están durmiendo.

—Pero...

Zarpa Brecina meneó los bigotes.

—¡Venga! Será emocionante. Y no vamos a hacerle nada malo a nadie.

Leonino sintió una mezcla de culpabilidad y preocupación en el estómago, pero los ojos azules de Zarpa Brecina centelleaban ante él, esperanzados. Sonaba divertido. Siempre podría decir que había estado practicando la caza nocturna. Y Zarpa Brecina tenía razón. No iban a hacer nada malo, como robar presas o espiar. Nadie lo sabría siquiera, si tenían cuidado. «Seguiré siendo leal a mi clan, y no me quedaré atrás en mis tareas.»

Le hizo un guiño a Zarpa Brecina.

—De acuerdo.