2

Carrasquera estaba soñando. Iba corriendo por el bosque, mientras una intensa lluvia caía sobre la tierra cubierta de hojas. Podía entrever el pelaje atigrado de Blimosa a través de los árboles. La aprendiza de curandera del Clan del Río corría muy deprisa, siempre unos pasos por delante.

—¡Espérame! —la llamó Carrasquera—. Quiero preguntarte una cosa.

—¡Te lo diré si me alcanzas! —le contestó Blimosa a gritos.

Carrasquera apretó el paso al máximo, patinando sobre el barro, pero Blimosa seguía estando a una cola de distancia.

—¡En el Clan del Río ocurre algo, ¿verdad?! —gritó Carrasquera.

—No te oigo. La lluvia hace mucho ruido.

—¡Cuéntame qué es lo que pasa!

La lluvia empezó a caer con más fuerza, repiqueteando contra las hojas y rebotando en el suelo.

—¡Blimosa!

—¡No puedo decírtelo si no me alcanzas!

—¡No corras tanto! —Carrasquera entornó los ojos para protegerlos de la lluvia—. ¿Blimosa?

La joven aprendiza había desaparecido.

Carrasquera estaba sola en el bosque encharcado.

Abrió los ojos de golpe. La lluvia tamborileaba sobre el techo de la guarida, abriéndose paso entre el espeso follaje de las ramas del tejo y goteando en los lechos. La joven gata se estremeció y se ovilló aún más en el musgo, pero algo mojado se apretaba contra ella.

Leonino.

Carrasquera lo apartó de un empujón.

—Quita de ahí, estás muy mojado.

El aprendiz rodó de nuevo hacia ella.

—¡Leonino!

Carrasquera se puso en pie y miró a su hermano. La luz del alba se filtraba entre las ramas, lo suficiente para distinguir el color del pelaje de los gatos que dormían en la guarida. Leonino estaba empapado, como si hubiera pasado la noche bajo la lluvia, aunque ahora dormía como un tronco. La aprendiza lo olfateó con recelo. Tal vez sólo había salido a hacer sus necesidades y había regresado a la guarida para dormir un poco más.

Carrasquera bostezó mientras se desperezaba, y la cola le tembló por el esfuerzo. Se sentía helada hasta los huesos. Ratolino, Bayino y Melosa seguían durmiendo a pesar de la lluvia. Los lechos de Rosellera y Zarpa Pinta estaban vacíos, pero su olor era fresco; las dos debían de haber salido en la patrulla del alba.

—¿Carrasquera? —Carboncilla levantó la cabeza y abrió los ojos parpadeando—. ¿Te ha despertado la lluvia?

La joven negó con la cabeza.

—Me ha despertado Leonino. Está empapado.

—¿Ha salido con este tiempo? —Carboncilla se frotó los ojos con una pata.

—Eso parece.

Carrasquera empezaba a sentir un hormigueo de curiosidad. Aquélla no era la primera vez que Leonino hacía cosas raras. Sólo unos días atrás, la había despertado antes del alba al entrar sigilosamente en la guarida. En aquella ocasión, le dijo que había salido a hacer sus necesidades, pero su pelo olía a hojas, como si hubiera estado deambulando por el bosque. Además, le respondió de mala manera, como si ella estuviera metiéndose donde no la llamaban.

A Carboncilla le rugió el estómago.

—Me pregunto si ya habrá algo en el montón de la carne fresca.

—Quizá quede algo de anoche —contestó Carrasquera—. Vayamos a ver.

Zigzagueó entre los cálidos cuerpos dormidos de sus compañeros y se asomó a la entrada. Apenas podía distinguir el montón de la carne fresca. El cielo del amanecer estaba oscurecido por las nubes y llovía con tal intensidad que el barro brincaba en el claro.

Carboncilla se apretujó a su lado.

—¿Qué tal si vamos corriendo?

—Vale. —Carrasquera entrecerró los ojos y salió disparada de la guarida.

Borrascoso y Rivera estaban agachados debajo de la Cornisa Alta, compartiendo un empapado petirrojo al abrigo del saliente.

—¡Este tiempo es demasiado húmedo incluso para el Clan del Río! —exclamó Borrascoso al verlas, a modo de saludo.

Carrasquera se detuvo, parpadeando contra la lluvia.

—¡Ahora ya sé cómo se sienten los peces!

Carboncilla pasó corriendo junto a ella.

—¡No te quedes ahí como un conejo pasmado, Carrasquera! —le aconsejó Rivera—. ¡Busca refugio!

La joven gata corrió tras Carboncilla y lanzó por el aire una rociada de agua embarrada al frenar de golpe junto al montón de la carne fresca. Quedaban unas pocas piezas mojadas y llenas de barro. Escogió un ratón de aspecto penoso y se lo llevó hasta las densas zarzas que había en un lateral de la guarida de la curandera.

—¡Puaj!

Carboncilla dejó caer al suelo un pájaro pequeño y goteante y se sacudió. Carrasquera agachó las orejas ante el chaparrón.

—Perdón. —Carboncilla se inclinó a darle un mordisco al pajarito—. ¡Sabe a barro! —exclamó con la boca llena.

En la entrada de la guarida de la curandera, las chorreantes zarzas se estremecieron cuando Hojarasca Acuática salió a toda prisa, con un fardo de hierbas entre los dientes. Cruzó el claro a la carrera y desapareció en la maternidad.

—Espero que Albinilla y Raposillo estén bien —maulló Carrasquera.

—Dalia estuvo estornudando anoche —le explicó Carboncilla—. Creo que se ha resfriado.

Carrasquera estiró el cuello entre las zarzas para observar el cielo gris.

—Todos acabaremos resfriados si esta lluvia no termina pronto. O eso, o terminaremos todos con patas palmeadas.

Ya había pasado casi media luna desde la Asamblea, y parecía como si hubiera llovido sin parar.

El resto del campamento estaba empezando a despertarse. Espinardo bostezó mientras bordeaba el claro, seguido de Manto Polvoroso. Cuando Carrasquera se estaba tragando el último bocado de su ratón helado, Estrella de Fuego apareció en la Cornisa Alta y observó el campamento desde la entrada de su cueva. Zarzoso salió de la guarida de los guerreros y subió por las rocas para reunirse con su líder, y los dos desaparecieron en la madriguera de Estrella de Fuego para protegerse de la lluvia que azotaba la pared rocosa.

Ratolino asomó la cabeza desde el arbusto de madreselva que formaba la guarida de los veteranos, antes de volver a desaparecer con un bufido de asco. Látigo Gris apareció por detrás de la guarida de los guerreros, donde compartía un refugio provisional con Mili. El espeso pelaje gris se le pegaba al cuerpo. Tomó dos pájaros del montón de la carne fresca y regresó corriendo a su refugio.

Fronde Dorado salió de la guarida de los guerreros y se desperezó, arqueando la cola y estirando las patas delanteras hasta que tocó el suelo con el pecho. Luego se irguió y se sacudió, esponjando su pelaje dorado.

—¿Carrasquera? —Miró hacia ella entornando los ojos, mientras la lluvia le chorreaba por los bigotes—. ¿Eres tú?

La joven abandonó la protección de las zarzas y saludó a su mentor.

—Sólo estaba comiendo con Carboncilla.

—Bueno, pues si ya tienes el estómago lleno, puedes venir a cazar conmigo.

Carrasquera se mostró encantada. Cazar la haría entrar en calor.

—¿Puede venir también Carboncilla? —preguntó.

Su amiga negó con la cabeza.

—Nimbo Blanco me ha pedido que limpie los lechos de los veteranos esta mañana.

—Pues si puedo te traeré un ratón calentito —le prometió Carrasquera.

—Uno sin barro, por favor —ronroneó Carboncilla.

—Vamos, Carrasquera. —Fronde Dorado ya estaba dirigiéndose hacia la entrada del muro de espinos.

Fuera del campamento, la hierba y las hojas muertas estaban empapadas, llenas de barro y resbaladizas, pero Carrasquera no tardó en entrar en calor mientras perseguía a Fronde Dorado colina arriba, en dirección al bosque. La lluvia estaba empezando a amainar y, por primera vez aquella mañana, Carrasquera abrió los ojos del todo. Más allá, el número de árboles aumentaba y el bosque se oscurecía allí donde los pinos crecían entre los árboles sin hojas. El territorio del Clan de la Sombra estaba en aquella dirección. Carrasquera pensó en los nuevos cachorros —sus parientes— que vivían en el campamento del otro lado de la frontera. Si compartía sangre con ellos, ¿compartirían también el mismo olor? ¿Era la sangre o era el clan lo que influía en el olor? ¿Cómo sabrían qué marca olorosa era de quién?

—Fronde Dorado...

El guerrero patinó en las hojas mojadas y se volvió hacia su aprendiza, mirándola con ojos brillantes.

—¿Has captado olor a presas? —le preguntó, esperanzado.

Carrasquera negó con la cabeza.

—No, pero me preguntaba... —Buscó las palabras para explicar la inquietud que sentía.

—¿Sí?

—Bueno, me preguntaba...

Fronde Dorado se sacudió la lluvia de los bigotes.

—¿Qué, por el amor del Clan Estelar?

—Si los nuevos cachorros del Clan de la Sombra son parientes míos, ¿tengo que luchar igualmente contra ellos en una batalla?

—Por supuesto, siempre que amenacen a nuestro clan.

Fronde Dorado se dio la vuelta y siguió andando a través del bosque, moviendo el hocico mientras buscaba rastros olorosos entre la vegetación mojada.

Carrasquera corrió para alcanzarlo.

—Pero ¿y si nuestro clan los amenaza y yo creo que no es justo?

—¿Por qué íbamos a hacer algo así? —Fronde Dorado levantó las orejas y adoptó la postura de acecho.

—Supongamos que lo hacemos... ¿Yo no debería sentir cierta lealtad hacia mis parientes?

—Un auténtico guerrero es leal a su clan por encima de cualquier cosa...

Fronde Dorado empezó a amasar el suelo con las patas traseras; había visto algo y estaba preparándose para saltar. Pero la mente de Carrasquera estaba más ávida que su estómago.

—Pero no puedes herir a gatos que comparten tu sangre —protestó la aprendiza—. ¿Significa eso que hay cosas más importantes que el código guerrero? —parpadeó, alarmada—. Y si eso es cierto, entonces, ¿cómo sabemos qué es lo correcto...?

—¡Chitón!

El bufido de su mentor la hizo callar, mientras una hoja temblaba a un zorro de distancia y una pequeña figura marrón corría disparada a la seguridad de su escondrijo.

Fronde Dorado se incorporó y miró ceñudo a su aprendiza.

—¿Por qué no dejas de pensar en el código guerrero y empiezas a seguirlo? Tu clan tiene hambre y frío. ¡Deberías estar concentrada en alimentarlo, no en decidir qué está bien y qué está mal!

Carrasquera dejó caer la cola al suelo. Su mentor tenía razón. Había ahuyentado a una presa que podría haber dado de comer a sus compañeros de clan.

—Lo siento —murmuró.

—¡Pues ahora deja de hacer preguntas y busca algo que llevar al campamento!

Carrasquera cazó con más ahínco que nunca y regresó al campamento cargada con tres ratones. Fronde Dorado la precedió por el túnel de espinos con un cuervo entre los dientes. Depositaron sus presas en el montón de la carne fresca, que ya había reabastecido otra patrulla de caza.

—Lo has hecho muy bien —maulló, felicitando a su aprendiza, y ella se sintió aliviada por haberlo compensado tras hacerle perder un ratón—. Ahora vete a tu guarida a secarte —le aconsejó—. Yo les llevaré comida a Musaraña y Rabo Largo.

Había dejado de llover, pero el bosque seguía goteando. Carrasquera se encaminó a la guarida de los aprendices. Dentro, todos los lechos estaban vacíos excepto el de Leonino. Su pelaje dorado subía y bajaba con suavidad mientras dormía. ¿Cómo podía pasarse la mañana durmiendo mientras todos los demás estaban atareados ocupándose del clan?

—¡¿Es que Cenizo no tiene ninguna tarea para ti?! —le gritó Carrasquera, irritada.

—¿Eh? ¿Qué? —Leonino levantó la cabeza de golpe y se quedó mirando a su hermana, guiñando los ojos—. ¿Ya ha amanecido?

—¡Ya ha volado media mañana!

Leonino se puso en pie de un brinco, con los ojos dilatados de culpabilidad.

—¿Cenizo estaba buscándome?

—No lo sé. Yo he estado fuera, cazando —respondió Carrasquera con toda intención. Se puso a tirar del húmedo musgo de su lecho, sujetándolo con los dientes y sacudiéndolo para que se secara y aireara—. Pero ¿por qué estás tan cansado? —preguntó, con la voz ahogada por el musgo.

—No he dormido bien —contestó su hermano.

Carrasquera se quedó mirándolo, pero él bajó la cabeza, evitando que sus ojos se cruzaran.

—¿Ocurre algo, Leonino?

—No —se apresuró a responder.

—¿Estás seguro?

—¡Por supuesto! —exclamó, molesto.

Carrasquera sintió una oleada de tristeza. Antes lo compartían todo, pero, ahora, conseguir que su hermano le diera detalles era como intentar quitarle las pulgas a un erizo. A menos que saltaran por sí solas, resultaba imposible atraparlas.

—¡Vale, vale! ¡No tienes por qué sacarme los ojos! —Y siguió sacudiendo el musgo.

Leonino pasó ante ella.

—No te estaba sacando los ojos —masculló—. Pero ¡a veces a uno le gustaría poder hacer cosas sin que lo acribillen a preguntas!

Y salió a grandes zancadas de la guarida, dejando sola a Carrasquera.

Ella suspiró y dejó caer al suelo el musgo que estaba aireando. Tal vez Glayino supiera qué le pasaba a su hermano. Siempre parecía saber qué estaba pensando ella, y quizá podía hacer lo mismo con Leonino. Se encaminó a la guarida de la curandera y cruzó la cortina de zarzas.

Glayino estaba clasificando hierbas al fondo de la cueva del muro rocoso.

—Estoy ocupado —maulló sin levantar la vista—. Hojarasca Acuática quiere que averigüe qué hierbas necesitamos antes de que regrese de la maternidad.

—¿Los cachorros están enfermos? —preguntó Carrasquera, preocupada.

—Dalia se ha resfriado —contestó Glayino—. Nada grave, pero, con toda esta lluvia, Hojarasca Acuática quiere tratarla antes de que empeore.

—Yo quería hablar contigo sobre Leonino.

—¿Está enfermo?

—No. —Carrasquera se sentó, deseando que Glayino dejara de trastear con las hierbas y hablara con ella como es debido—. Pero últimamente está muy cansado y malhumorado. Cada vez que intento hablar con él, casi me arranca los bigotes.

—¿Y cómo quieres que sepa yo si le pasa algo?

Glayino formó un montón con unas hojas de color verde oscuro, y Carrasquera trató de recordar su nombre... Al fin y al cabo, había sido aprendiza de curandera durante un tiempo... pero no tenía ni idea de qué eran aquellas hojas.

—Es que por lo general sueles saberlo...

—Eres tú quien comparte guarida con él —señaló Glayino—. Yo estoy metido aquí con Hojarasca Acuática la mayor parte del tiempo —añadió con cierto resentimiento.

Carrasquera se quedó callada. Más allá de su preocupación por Leonino, el sueño que había tenido con Blimosa seguía dándole vueltas en la cabeza. Pero, si Glayino no iba a ayudarla a descubrir qué le ocurría a su hermano, aún habría menos esperanzas de que le importase qué inquietaba a la aprendiza del Clan del Río. Además...

Decidió probar de forma indirecta. Era un buen movimiento de caza para acechar a una presa difícil.

—¿Hablaste con Blimosa en la Asamblea? —preguntó como si nada.

—No mucho.

—Creo que le preocupa caerte mal...

—¿Por qué tienen que caerme bien todos los gatos que conozco? —gruñó Glayino.

—¿Por qué tienen que caerte mal todos los gatos que conoces? —replicó ella—. Blimosa es muy agradable. No deberías hacer que se sienta incómoda contigo.

—Yo no hago que sienta nada. —Glayino volvió a centrarse en las hierbas—. Blimosa siente lo que quiere sentir.

—¿A ti no te pareció que en la Asamblea estaba nerviosa? —Carrasquera decidió presionar un poco más—. ¿No te pareció que todo el Clan del Río se comportó de un modo extraño?

Glayino se volvió hacia ella.

—Quizá —respondió con las orejas erguidas, como si su hermana hubiera dicho algo que sí le interesaba.

—Entonces, ¿no me lo imaginé?

—¿El qué?

—¡Pues que algo preocupa al Clan del Río!

—¿Tú crees? —Glayino se inclinó hacia ella.

—No lo sé. —Carrasquera no quería iniciar un rumor que pudiera hacer que el Clan del Río pareciera débil. Se sentía desleal hacia su amiga. Y, además, podría no ser cierto—. ¿Y tú?

—No sabría decirte.

La aprendiza sintió una oleada de frustración. ¡Aquella conversación no estaba llevándolos a ningún lado!

—Pero quizá podría averiguar algo cuando vaya a la Laguna Lunar —continuó Glayino.

«¡Por supuesto!» Cuando llegara la media luna, los curanderos irían juntos hasta la Laguna Lunar. Ya sólo faltaban unos días.

—Si hay algo que preocupe a Blimosa, ¿me lo contarás? —preguntó Carrasquera.

Glayino entornó los ojos.

—Claro. Sé cómo puedo averiguarlo.

La joven sintió un hormigueo de inquietud.

—No te estoy pidiendo que espíes ni nada de eso —maulló—. Sólo dime si tengo razón al preocuparme por...

—Muy bien. —Glayino se encogió de hombros y se concentró en otro montón de hierbas.

—¡Carrasquera! —Fronde Dorado la llamaba desde el claro.

Sintiéndose un poco aliviada, la aprendiza salió corriendo de la guarida de Hojarasca Acuática. Entre las nubes que cubrían la hondonada se había abierto un pequeño retazo azul.

—Si no llueve, podemos entrenar en el bosque —maulló Fronde Dorado—. Nimbo Blanco se lleva a Carboncilla a explorar, y he pensado que podríamos ir con ellos para conocer el territorio un poco mejor.

Carboncilla se les acercó dando saltos, seguida de Nimbo Blanco y Betulón.

—Estrella de Fuego quiere que inspeccionemos la vieja madriguera de zorros —anunció Betulón—. Tenemos que comprobar si las crías de zorro han regresado.

Carrasquera se estremeció. Todavía se acordaba del espantoso día en que Glayino, Leonino y ella quisieron expulsar a los zorros de su madriguera y fueron perseguidos por varios zorros. Llevado por el pánico, Glayino se había caído por el despeñadero a la hondonada, y había estado a punto de morir.

—No te preocupes, Carrasquera —susurró Carboncilla—. Yo te guardaré las espaldas.

Agradecida, la joven se restregó contra su amiga, y juntas salieron del campamento detrás de los tres guerreros.

—Y yo te guardaré las tuyas.

Al llegar al estrecho claro que descendía hasta la madriguera, Carrasquera olfateó el aire. Notó un hormigueo en las zarpas. ¡Zorro!

—Una zorra joven, pero el olor es rancio —informó Carboncilla, moviendo el hocico.

—¿Cómo puedes estar segura de eso? —le preguntó Carrasquera, sorprendida. Hasta donde ella sabía, su amiga nunca se había tropezado con un zorro, así que no podía conocer su olor como para descifrar tantos datos.

Carboncilla se encogió de hombros.

—Lo sé, y ya está.

—Tiene razón en que el olor es rancio —declaró Nimbo Blanco—. Aquí no ha habido ningún zorro desde la estación de la caída de la hoja.

Carrasquera miró a su amiga. En ocasiones, Carboncilla hacía o decía cosas que sugerían que sabía más de lo que parecía. Pero guardarse secretos no era propio de ella. La aprendiza gris acostumbraba a ir tres pasos por delante de sí misma, y antes solía tropezar que pararse a pensar. Tal vez ya había estado allí y no lo recordaba.

Era evidente que Nimbo Blanco estaba preguntándose lo mismo.

—¿Has estado aquí con otra patrulla, Carboncilla?

Ella negó con la cabeza.

—Estoy segurísima de que ésta es la primera vez que vengo —afirmó.

Nimbo Blanco y Fronde Dorado intercambiaron una mirada, y a Carrasquera le pareció que estaban tan desconcertados como ella.

Una lechuza ululó por encima de la hondonada, y Carrasquera rodó en su lecho, despertándose a medias. Estiró las patas delanteras, buscando la tranquilizadora calidez del cuerpo de Leonino, pero sólo encontró un espacio vacío.

Abrió los ojos de golpe.

—¿Leonino? —susurró.

No hubo respuesta.

La aprendiza alargó más las zarpas, preguntándose si su hermano habría rodado hasta el otro extremo de su lecho, pero no, sin duda no estaba allí.

—¿Estás buscando a Leonino? —bostezó Rosellera, que dormía al otro lado del joven—. Ha salido hace un rato.

La aprendiza se incorporó con el corazón acelerado. Su hermano desaparecía demasiado a menudo.

—¿Ocurre algo? —Los ojos de Rosellera centellearon en la oscuridad.

—No... —susurró Carrasquera. No quería levantar sospechas entre los demás aprendices.

—¿Otra vez se ha ido Leonino a hacer sus necesidades? —maulló Carboncilla a sus espaldas—. Debe de ser por ese tordo viejo y rancio que se comió anoche.

Carrasquera sintió una oleada de gratitud hacia su amiga. Era evidente que estaba encubriendo a Leonino para que Rosellera no hiciera más preguntas incómodas. El tordo estaba en perfecto estado, lo habían cazado ese mismo día.

—Iré a ver si se encuentra bien —dijo Carrasquera.

Salió con sigilo de la guarida y corrió tan silenciosamente como pudo por el borde del campamento dormido, pegada a las sombras. El olor de Leonino llevaba hasta la entrada, siguiendo la misma ruta furtiva. «¡Por favor, que lo encuentre en el lugar donde hacemos las necesidades!», suplicó la joven para sus adentros.

Sonaron unos pasos detrás de ella.

Se quedó paralizada y miró por encima del hombro.

—Soy yo —susurró Carboncilla, y su pelaje atigrado surgió de la oscuridad—. He pensado que podrías querer compañía.

—Gracias.

Si de verdad Leonino estaba haciendo sus necesidades, no habría problema en que Carboncilla lo supiera, pero si no estaba allí y, como Carrasquera se temía, había salido al bosque, prefería tener una amiga al lado.

Una detrás de la otra, atravesaron el estrecho y pequeño túnel que llevaba al sitio donde los gatos se aliviaban.

—No parece que Leonino esté aquí —susurró Carboncilla.

Carrasquera suspiró, y notó un peso en el corazón.

—No.

—¿Qué crees que se trae entre manos?

La aprendiza no se atrevió a contestar. Podía imaginarse por qué su hermano se escabullía del campamento aprovechando la oscuridad de la noche, pero no quería creer que fuera verdad.

—Su rastro continúa por aquí —anunció Carboncilla, señalando hacia la ladera que daba al lado del lago.

A Carrasquera se le encogió el estómago. El rastro ascendía hasta el risco y luego giraba hacia el páramo: el territorio del Clan del Viento. «A lo mejor sólo está explorando», pensó esperanzada, pero bajo ese sentimiento, como una roca, tenía la oscura sospecha de que su hermano estaba viéndose con Zarpa Brecina.

—Vamos a seguirlo, ¿no? —Carboncilla miró a Carrasquera con los ojos empañados de inquietud.

¿Su amiga también se imaginaba qué estaba pasando? Seguro que no. ¿Cómo iba a saberlo?

—Quizá no sea asunto nuestro... —respondió débilmente.

—¡Por supuesto que es asunto nuestro! Nuestro compañero de clan está ahí fuera, solo. ¿Y si le ha ocurrido algo?

—¿Ésa es la única razón por la que quieres seguirlo...? ¿Porque podría estar en peligro?

—No. —Carboncilla se sentó—. Creo que puede estar haciendo algo de lo que se arrepentirá mientras viva.

A Carrasquera le sorprendió el tono serio de su amiga.

—¿Sabes algo que yo no sé? —le preguntó.

La aprendiza negó con la cabeza.

—Es sólo una sensación... No puedo explicarlo. Creo que Leonino está cometiendo un error que ya se ha cometido antes, que jamás debería haberse cometido; un error que sólo nos traerá problemas... —Se quedó callada, pero sus ojos brillaban emocionados.

—De acuerdo.

Carrasquera no podía desdeñar la sólida intuición de su amiga. Y tampoco sus propias sospechas. Todos sus instintos le decían que Leonino estaba quebrantando el código guerrero, y que ella, como miembro de un clan, tenía la obligación de detenerlo. Echó a correr ladera arriba, olfateando las ramitas y las zarzas en busca del rastro de su hermano, siguiendo la ruta que él había tomado hasta lo alto del risco. Carboncilla la seguía, y no tardaron en alcanzar el lindero de la arboleda. Una vez allí, el terreno descendía ante ellas hasta la orilla, donde el lago centelleaba bajo la luz de la luna. Carrasquera inspeccionó el lejano páramo, medio esperando ver a Leonino y medio esperando no verlo. Si su hermano había salido a deambular de noche, deseaba que fuera por el territorio del Clan del Trueno.

No captó ningún movimiento entre las oscuras matas de brezo. Carrasquera bajó corriendo la pendiente, siguiendo una vieja senda de conejos a través de la áspera hierba. Al acercarse al territorio del Clan del Viento, el suelo se volvió más turboso. A medida que la pendiente se allanaba, había más arbustos de brezo a ambos lados del sendero, y el sonido del agua lamiendo la orilla se volvía más audible.

—¿Has oído eso? —El susurro de Carboncilla sobresaltó a Carrasquera.

Plantó las orejas. Delante de ellas, cubierto de sombras, el suelo formaba una pequeña hoya rodeada de brezo. Allí se oían voces. A Carrasquera se le erizó la cola al distinguir la voz de Leonino. Parecía contento, más contento de lo que lo había oído en días. La aprendiza avanzó sigilosamente, con la barriga pegada al suelo, y se internó en la franja de brezo que protegía la pequeña hondonada. Se retorció entre los arbustos y se asomó desde lo alto.

A sus pies, su hermano estaba corriendo tras una bola de musgo voladora, tan entusiasmado como un cachorro. Se abalanzó sobre la bola cuando ésta aterrizó y, con un tremendo manotazo, la mandó volando de nuevo en dirección contraria. Una ágil figura saltó entre la hierba para atraparla. Su pelaje plateado resplandeció bajo la luz de la luna. A Carrasquera se le cayó el alma a los pies. ¡Zarpa Brecina!

—No pareces sorprendida... —Carboncilla se había deslizado junto a ella y estaba contemplando la herbosa hondonada.

—No lo estoy. —De mala gana, Carrasquera salió entre el brezo y exclamó—: ¡Leonino!

El joven gato y Zarpa Brecina se quedaron de piedra y se miraron alarmados. La bola de musgo cayó al suelo.

—¿Qué haces aquí? —quiso saber Carrasquera.

Poco a poco, Leonino despegó sus ojos de los de Zarpa Brecina y se volvió hacia su hermana. Sus ojos refulgieron, desafiantes.

—¿Qué haces tú aquí?

—¡Buscarte!

—¡Espiarme!

Carrasquera se estremeció.

—¡No deberías estar aquí, jugando con ella! —Y fulminó con la mirada a Zarpa Brecina.

—¿Por qué no? Es amiga mía.

—¡Una amiga de otro clan!

—¡Tú eres amiga de Blimosa!

—Pero yo no me escabullo por las noches para ir a verla.

Leonino abrió la boca para protestar, pero no fue capaz de pronunciar palabra alguna. Carrasquera sabía que había ganado la discusión, aunque los ojos de su hermano no parecieron reconocerlo. Centelleaban de rabia. El joven se volvió hacia Zarpa Brecina.

—Será mejor que me vaya.

La aprendiza del Clan del Viento bajó la cabeza.

—Lo sé —suspiró.

Carrasquera apretó los dientes mientras Leonino restregaba el hocico contra el de la gata del Clan del Viento. ¿De verdad creía que lo único que lo llevaba hasta allí era la amistad?

El aprendiz subió la cuesta y miró enfurruñado a Carboncilla.

—¿Tenías que contárselo a todo el clan? —le bufó a su hermana.

Carboncilla agitó la cola.

—Yo sólo he venido para asegurarme de que Carrasquera estuviera a salvo —le explicó—. No lo sabe nadie más.

—Y nadie más lo sabrá —añadió su hermana—, siempre que, a partir de ahora, te mantengas alejado de Zarpa Brecina.

Leonino le lanzó una mirada asesina.

—¿Es una amenaza?

Carrasquera retrocedió. Jamás había visto a su hermano tan furioso. Incluso cuando peleaban de cachorros, siempre había un brillo alegre en su mirada. Pero ahora no; sus ojos eran tan fríos como estrellas.

—Si sigues viéndote con Zarpa Brecina, tendré que contárselo a Zarzoso —declaró, intentando que no le temblara la voz.

Leonino erizó el pelo.

—Hay una buena razón para que el código guerrero prohíba las relaciones entre gatos de distintos clanes —continuó la joven—. ¿Cómo vas a ser leal a tu clan, si tu corazón pertenece a otro?

—¿Estás acusándome de deslealtad? —Leonino pegó las orejas a la cabeza.

—Sé que jamás serías desleal —maulló Carrasquera—, pero estás poniéndote las cosas muy difíciles. Por eso debes terminar con esto.

Ya era bastante duro tener parientes en otro clan, como para hacer amigos deliberadamente fuera del territorio del Clan del Trueno. ¿Es que los compañeros de Leonino no eran suficientes para él?

Su hermano soltó un gruñido quedo. Luego caminó ante Carrasquera y se dirigió hacia los árboles. La joven notó cómo Carboncilla le pasaba la cola por el lomo, alisando su pelo encrespado.

—Se le pasará —aseguró su amiga.

—Eso espero.

Carrasquera suspiró. Sabía que había hecho lo correcto, pero no se esperaba que Leonino reaccionase con tanta rabia, como si creyera que no había hecho nada malo. ¿La perdonaría alguna vez?