El primer día que Nakajima se quedó en casa soñé con mi madre muerta.

¿Sería porque compartía habitación con alguien por primera vez en mucho tiempo?

La última vez había sido en el hospital, había dormido con papá y mamá en el cuarto de mamá.

Yo abría los ojos a cada instante y, tras comprobar con alivio que mamá aún respiraba, volvía a cerrarlos de nuevo. En la clínica, el suelo estaba sorprendentemente polvoriento y yo me quedaba mirando la borra que se depositaba siempre en el mismo sitio. Tenía el sueño poco profundo y al despertar oía de forma invariable los pasos de las enfermeras que recorrían el pasillo. Entonces me asaltaba una sensación extraña: «Aquí, en la clínica, rodeada de moribundos, estoy más segura que fuera».

Cuando estás en el fondo del abismo, encuentras en él un consuelo especial que no se halla en ninguna otra parte.

Soñé con mamá por primera vez tras su muerte.

Antes se me había aparecido en alguna ocasión, a retazos, en duermevela, pero su presencia jamás había sido tan larga y tan clara, así que tuve la impresión de haberme reencontrado con ella, de verdad, tras una larga ausencia.

Tal vez resulte extraño referirme de este modo a una persona muerta, pero fue así como lo sentí.

Podría decirse que mamá tenía dos caras. Daba la impresión de que ambas iban y venían en su interior como si fueran dos personalidades distintas.

Por una de sus caras, mamá era una alegre y extravertida mujer de mundo, hedonista, sofisticada; por la otra, era delicada y sensible como una flor que se mece al menor soplo de brisa, siempre a punto de perder sus pétalos.

La faceta en la cual se mostraba parecida a una flor no era fácil de comprender, y mamá, siempre pendiente de los demás, sólo cultivaba su imagen más resuelta y animosa. La regaba con mucho amor y la abonaba con la aprobación de quienes la rodeaban.

Mamá me tuvo a mí sin haberse casado con papá.

Papá era el presidente de una pequeña compañía de comercio exterior de una ciudad, también pequeña, de las afueras de Tokio, y mamá era la razonablemente guapa propietaria de un club de lujo en los barrios de ocio de esa pequeña ciudad de las afueras de Tokio.

Cierta noche, papá acabó en el club con unos clientes de la compañía y se enamoró de mamá nada más verla. A mamá también le gustó mucho papá. Al cierre, fueron juntos a un restaurante de cocina coreana y, entre grandes carcajadas, pidieron un montón de platos y se los comieron en muy buena sintonía. Papá volvió al club la noche siguiente, y la otra, incluso los días que nevaba se convirtió en un cliente asiduo; y dos meses después ya eran novios. Que tardaran dos meses, habiéndose conocido como se conocieron, le confiere al noviazgo visos de autenticidad.

«¿Y por qué os reíais tanto?», les preguntaba yo a veces. Tanto papá como mamá me respondían siempre al unísono: «Allí jamás tenían clientes japoneses. Era el único sitio que encontramos abierto, de madrugada, después de andar vagando por las calles. Como no entendíamos una palabra de la carta, pedimos lo primero que se nos ocurrió y empezaron a traernos platos y más platos que no conocíamos, a cual más picante y en cantidades mucho mayores de lo que imaginábamos. ¡Vamos, que era para troncharse de risa!». Eso era lo que ellos me contaban, pero seguro que aquélla no era la razón.

Yo creo que se reían de puro alborozo, por la felicidad que sentían de hallarse el uno frente al otro. A pesar de que por la presión social debieron de pasar lo suyo, ante mis ojos se mostraron siempre enternecedores. Se peleaban a menudo, pero sus disputas parecían más bien riñas de niños.

Como mamá deseaba hijos, enseguida se quedó embarazada de mí, pero nunca se casaron. Y eso que papá —tampoco esto es lo habitual— no tenía ni esposa ni otros hijos y todavía sigue sin tenerlos.

En realidad, la oposición de su familia hubiera sido tan enconada que papá prefirió, simplemente, mantener a mamá al margen, y así crecí yo, como hija natural a los ojos del mundo.

Una historia corriente. Pero como papá pasaba más tiempo en casa que fuera, jamás me sentí abandonada.

Sólo que yo estaba harta, asqueada en lo más hondo de mi corazón de todo lo que me rodeaba. No puedo negarlo.

Harta de aquellas calles, harta de aquella situación. Harta de todo. Quería olvidar. Aprovechar la muerte de mamá para irme de allí y no volver la vista atrás. Aparte de papá, nada me retenía ya en aquella ciudad. El piso donde mamá y yo habíamos vivido, papá lo vendió enseguida para evitar disputas familiares e ingresó el dinero en mi cuenta. A mí aquello me pareció algo así como una indemnización y no me gustó, aunque, a la postre, ésa acabó siendo la herencia de mamá. Y nada más. No quedó absolutamente ningún vestigio de mi presencia en aquellas calles, pero eso a mí no me causó tristeza alguna.

Por ejemplo, cuando durante el día me acercaba al club de mamá, la penumbra y la suciedad del local, el tenue olor a alcohol y tabaco que flotaba en el ambiente me hacían sentir un vacío inmenso. Cuando trajeron de la tintorería los llamativos vestidos de mamá, me parecieron, a la luz del sol, terriblemente vacuos y frívolos.

Todos esos sentimientos tan enmarañados eran los mismos que albergaba hacia aquella ciudad.

Y ahora, a punto ya de cumplir los treinta años, todo sigue igual.

La última vez que vi a papá se me quedó mirando, a mí, que he acabado pareciéndome a mamá, con lágrimas en los ojos.

—¡Justo ahora íbamos a empezar a vivir! Soñábamos con una vejez tranquila, viajando juntos de aquí para allá. Queríamos dar la vuelta al mundo en barco, ¿sabes? ¡Ojalá lo hubiésemos hecho en vez de estarnos siempre con qué pasará con mi trabajo, o cómo voy a faltar al club!

Papá aguantaba muy bien la bebida y era un hombre muy sociable, así que debió de pasar su juventud de juerga en juerga, o eso es lo que imagino, aunque dudo que mantuviera relaciones serias con ninguna otra mujer después de conocer a mamá.

Papá era un juerguista de pega que había acabado adoptando esa actitud —una simple pose— porque estaba convencido de que era así como debía actuar, pero, hiciera lo que hiciese, no resultaba creíble: es más, lo único que conseguía era parecer un provinciano, calvo, de mediana edad, con nulo atractivo sexual. Sin ninguna clase de estilo. De haberlo visto un auténtico playboy habría prorrumpido en carcajadas.

A pesar de ser, en el fondo, un hombre bastante simple, papá vivía constreñido por su posición social —aunque no parecía querer liberarse de ella—, vivía constreñido por el hecho de haber tenido que suceder a su padre en el negocio, e iba desempeñando sin convicción, mal que bien, el rol de presidente de aquella compañía comercial en aquella ciudad de provincias, el rol de hijo del señor feudal de la comarca. Al menos, ésa era la impresión que me daba a mí.

De toda su vida, mamá fue la única flor que olía a libertad.

El espacio que compartía con mamá jamás quiso mezclarlo con nada. Era como si el yo que estaba con ella fuera el yo que él hubiera querido ser realmente, y cuando volvía a casa, reparaba el tejado, cuidaba el jardín, salía a comer con mamá, me ayudaba con los deberes o me arreglaba la bicicleta.

Pero ellos dos jamás intentaron dejar la ciudad para encontrar su propia vida. Porque su vida consistía, precisamente, en vivirla juntos allí.

Lo que papá ahora más teme es que yo rompa mis lazos con él.

Más que un miedo real, creo que es una idea que roza a veces su mente como un escalofrío.

Piensa que es posible que yo, algún día, le diga: «Tú y yo ni siquiera llevamos el mismo apellido. A partir de ahora no seremos nada el uno para el otro».

De vez en cuando, sin más, me ingresa dinero en la cuenta o me envía comida. Lo llamo para darle las gracias. El miedo que lo atenaza me llega a través del auricular.

Una angustia que dice: «Tú y yo todavía somos padre e hija. ¿Es así? ¿Verdad?».

Yo le doy las gracias, acepto su dinero, pero jamás he pronunciado una sola palabra que asegure que nuestro vínculo como padre e hija vaya a prolongarse en el futuro. Porque no creo que en una relación como la nuestra sea necesario hacer algo semejante. Independientemente de cuáles sean las ideas que nazcan de su vago complejo de culpabilidad, y de cuáles sean mis propósitos —incluido el abandono—, papá seguirá siendo papá.

A mí, todo esto me resulta indiferente.

Llegado el caso, lo ayudaría de buena gana, pero cuando recibo de él algo tangible, lo cierto es que se me acercan personas a curiosear movidas por la envidia o el interés —aunque tengo muy claro que lo único que desean es husmear— y eso al final cansa.

Todo lo que me ligaba a aquella ciudad me producía hastío. Quería reducirlo a la mínima expresión.

No creo que papá y mamá lo vieran así, pero, a mis ojos, tenían una argolla sujeta a los tobillos que los encadenaba a aquella ciudad.

Por eso, para mí, la idea de huir había sido siempre prioritaria. Salir con un chico, formalizar las relaciones y acabar celebrando una gran boda en un hotel de aquella ciudad, o quedarme embarazada..., en todo momento fui consciente de que aquello representaría el fin. De modo que, mientras mis compañeras de clase se enamoraban inocentemente o soñaban con casarse, yo siempre mantuve la cabeza fría. Actué pensando en las consecuencias que podría conllevar cada uno de mis actos. Y, al terminar el instituto, me fui de casa con el pretexto de estudiar en Tokio.

Porque sufría la discriminación en mis propias carnes, una discriminación tibia pero indiscutible.

—Su padre será todo lo importante que quieras, pero ella no es más que su hija bastarda. La hija que él le hizo a la dueña de un bar.

Esa atmósfera me oprimía y el hecho de que papá sólo fuera conocido en aquella ciudad estrechaba aún más el cerco.

Cuando me fui a Tokio y me convertí en una vulgar estudiante de arte, me sentí tan ligera que me daba la impresión de que podía echar a volar en cualquier momento.

A ver a mi madre dentro de su ataúd sólo vinieron hipócritas movidos por la curiosidad, la fascinación y la envidia. Iban enfundados en sus trajes negros de rigor, investidos de una solemnidad postiza, con rostros falsamente compungidos y ojos acerados clavados en mamá... Mis sentimientos en aquellos instantes, el inmenso deseo de ponerme a bailar desnuda para acabar con aquella farsa, no los olvidaré mientras viva.

Sin que aquellas sucias miradas pudieran grabarse en su piel, el cadáver de mamá fue purificado por el fuego. Jamás hubiera creído que incinerar el cuerpo de mi madre me produciría un alivio tan grande. Las ropas que vestía mamá, su belleza, la magnificencia del funeral que papá organizó sin reparar en gastos: todo contribuyó a satisfacer la curiosidad de aquella gente.

Yo presidía el funeral y, por ello, saludé a los presentes, sonreí, me enjugué alguna que otra lágrima, pero mi corazón ardía presa de un sarcasmo que no podía transmitir a nadie.

Un sentimiento puro y claro que jamás habrían entendido aquellos que se esforzaban denodadamente en dar forma a la vida cuando la vida no tiene forma alguna.

Con todo, algunas vecinas y los contados amigos de mamá me hicieron sentir su cariño, pasé buenos momentos, compartí un té caliente con ellos y eso tuvo para mí un gran valor. En la vida, todo posee su vertiente positiva. Es triste, pero cierto: cuando sucede algo malo, el aspecto bueno destaca, se hace visible. Aunque no lo formularan con palabras, sus ojos me decían: «¡Sabemos muy bien que estás sufriendo!».

Sin embargo..., cuando vi a papá aferrado al ataúd, sollozando, sentí que mi dolor era insignificante frente al suyo. Papá no la veía sino a ella, y yo, en cambio, prestaba una atención infinita a tonterías.

Ante la historia de amor del siglo (aunque sólo ellos la considerasen como tal), yo no era más que una muchachita amedrentada por haber perdido a su madre. Sin embargo, a fin de cuentas, quizá sea ésa la diferencia entre un marido y una hija.

Total, que cuando mamá se me apareció aquel día en sueños, lo hizo como la mujer que semejaba una flor.

Era la mamá que yo tanto añoraba, la que ofrecía tímidamente sus finos pétalos a la caricia del viento.

Mamá me habló. Me habló en la habitación de la clínica donde había pasado sus últimos días. Llevaba tanto tiempo sin incorporarse que, al verla en sueños recostada en el cabezal, me embargó la nostalgia.

El viento entraba por la ventana, la luz vibraba centelleante y, envuelta en esa bella neblina, vestida con un pijama de color rosa, mamá parecía una colegiala en viaje de fin de curso. Las flores que le habían traído las visitas parecía que fueran a fundirse dentro de su luz.

La visión de mamá era tan deslumbrante que yo clavé la vista en el polvo que se acumulaba en los barrotes de la ventana. Mamá me habló.

—¿Sabes, mi pequeña Chihiro? En cuanto te equivocas una vez, te pasas la vida irritada, tal como me ha pasado a mí. Pero el hecho de estar siempre enfadada, gritando a los demás, sólo significa que dependes de ellos.

Lo sé, lo sé. Cuando reprendías a alguien o te inclinabas ante los buenos clientes por el bien del negocio, o cuando gritabas a papá por teléfono porque estaba demasiado ocupado para venir a buscarnos, en esos instantes, jamás se te escapó: «¡Como no soy su esposa! Total, no soy más que su amante». Es verdad. Tú no eras el tipo de persona que pudiera decir algo así, tú no estabas sujeta a las convenciones, lo cierto es que ni siquiera parecías una flor silvestre que crece en los prados: tú eras una flor oculta en lo alto de un precipicio escarpado al que nadie puede llegar, únicamente los pájaros y los ciervos, tú eras una persona dueña de una delicadeza y una transparencia sin límites. Ya lo sé.

Y creo que papá también lo sabía. Papá, a su manera, fue capaz de comprenderlo y cuidaba de ti.

Cuando estabas con papá, relajada, parecías siempre una jovencita. Los dos erais como niños. Sólo que la sociedad, la opinión de la gente, os impedía estar juntos, ¿verdad?

Tampoco teníais la valentía, o el coraje, de conseguir estar juntos los dos, ¿no es así? Y acabaste tus días viviendo una vida provisional en vez de una vida auténtica, ¿verdad?

Aquello yo sólo lo pensaba en mi fuero interno, pero, tratándose de un sueño, todo era muy sencillo y mamá asintió con un movimiento de cabeza. Y me dijo:

—La verdad es que no quería que las cosas fueran así, ¿sabes? En realidad, odio el maquillaje y las operaciones de cirugía estética para parecer más joven. Me da miedo el hospital, incluso me da miedo ver a las personas que quieren embellecerse pasando por el quirófano. Sin embargo, yo siempre sentía dolor y miedo. Me lo aconsejaron, me dio la impresión de que debía hacerlo y lo hice. Fue así, sencillamente. Una vez lo hice, ya estaba hecho y me asustó, y para esconder mi miedo bromeé, pero mi corazón sufría siempre, en todo momento.

»Tampoco quería pasarme el día regañando a tu padre, ¿sabes? Pero me preocupaba tanto que pudiera alejarse de mí que me aferraba a él con todas mis fuerzas. A pesar de que sabía muy bien que enfadarse no era la única manera de expresar mis sentimientos. La vía que escoges, sin más, en un instante acaba convirtiéndose en un camino sin retorno. La inseguridad invita a la inseguridad, la simulación tiene siempre un efecto mayor y, a la postre, acaba siendo la que triunfa. Llegó un punto en que ya no podía parar. Y, al final, continué así hasta la muerte.

»¿Sabes? Al mirarlo todo, en su globalidad, desde donde ahora estoy, lo comprendo todo muy bien. Desde aquí se perciben con claridad muchas cosas. Muchas cosas, no cosas de las que me arrepienta, sino cosas sobre las que, en realidad, no valía la pena preocuparse tanto.

Eso dijo mamá. Yo pensé: «Ese “donde ahora estoy”, ¿es el cielo? ¿El cielo existe?», pero ella se limitó a esbozar una sonrisa ambigua. Y dijo:

—Yo era tan vanidosa, eran tantas las cosas que me daban miedo, que no podía actuar de otro modo a fin de protegerme a mí misma. Pero a ti no debe sucederte lo mismo, ¿me oyes? Tú tienes que procurar mantener siempre el ombligo calentito, tener el cuerpo y la mente relajados para no perder jamás la serenidad. Vive como una flor. Tienes todo el derecho. Porque eso es algo que se adquiere, sin falta, viviendo. Y eso es todo lo que necesitas.

Mamá me sonreía alegremente y... ¡ah, sí! «Mantén el ombligo calentito.» Eso es lo que me decía mamá de pequeña cada vez que me tapaba con la colcha, porque yo tenía la costumbre de dormir siempre con el ombligo al aire. Al recordarlo, se me saltaron las lágrimas incluso en sueños.

De niña, por la noche, cada vez que entreabría los ojos veía la misma escena. Cómo mamá me daba cariñosas palmaditas en el ombligo desnudo mientras me componía el pijama y me tapaba con la colcha.

En definitiva, ser querido es eso: que deseen tocarte, ser cariñosos contigo. Mi cuerpo lo aprendió, todavía lo recuerda. Está bien preparado para no responder ante el amor falso. ¿Se podría decir, tal vez, que «ha sido educado» en este sentido?

«Mamá, quiero verte otra vez, tocarte, olerte», me dije.

Al pensar que ya no existe, echo de menos incluso aquel local, sucio durante el día.

Aunque no fuera un lugar hermoso, yo vengo de allí. Era el mundo que tenía el olor de mamá. Era, sin duda, opresivo y cálido en la misma medida. Y yo, siendo todavía una niña, cuando aún necesitaba a mis padres, a partir de cierto instante me encontré andando sola.

En el sueño aumenta mi tristeza, crece la sensación de desamparo. Tanto que parece que vayan a aplastarme.

Al despertar, las lágrimas todavía corrían por mis mejillas.

Con un sobresalto miré a un lado y vi a Nakajima profundamente dormido. Su brazo desnudo caía sobre el tatami, me dio la impresión de que tenía frío. Tiré de la colcha y lo tapé.

Ahora que había vuelto a la realidad, el sueño no me pareció tan triste. La presencia de mamá permanecía, serena y llena de ternura, en mi pecho, pero la ciudad donde yo había nacido y crecido —tal como cabía esperar— no despertaba ningún afecto en mi corazón.

«¿Por qué, de repente, habré vuelto en sueños a la niñez?», me pregunté con extrañeza. «Será porque, en el fondo, aún siento un poco de apego por el pasado», concluí, tan anclada ya en el presente que me sentía capaz de analizar mis sentimientos.

«Sólo añoro aquel piso, que ya no es nuestro. De vez en cuando siento deseos de regresar allí, de volver a mi infancia...», pensé, volviendo la vista atrás.

La atmósfera feliz de los domingos por la mañana: el sonido del televisor discurriendo en un tempo pausado, inconcebible hoy en día; papá, a sus anchas, esperando una combinación de desayuno y almuerzo; mamá, en la cocina, preparando platos de cocina étnicos con un montón de ingredientes de importación... Los dos tenían una ligera resaca y, visto ahora con perspectiva, en el aire flotaba la dulce languidez que sigue al sexo. Y esa languidez les confería a ambos un aire tierno y cansado. Yo, como niña, contemplaba esa atmósfera desde la cama y la encontraba maravillosa.

Si fuera como entonces, no me importaría regresar a aquella ciudad.

Volví a tomar conciencia de que Nakajima dormía a mi lado y aquello me sorprendió. ¿Cómo? ¿Qué estaba haciendo Nakajima en mi casa? Si era un sueño, no quería despertar.

¡Ah, ya! ¡Claro! Nakajima me había dicho que se quedaría en casa..., creo.

Fui recordando poco a poco.

Cuando evoqué el momento, poco antes, en que nos habíamos entregado ambos a un esforzado y concienzudo acto sexual, me sentí un poco avergonzada. Ahora los dos dormíamos vestidos, como si nada hubiese ocurrido. Parecía que Nakajima llevara viviendo aquí muchísimo tiempo, pero, a la vez, me sorprendía su presencia. Me causaba una mezcla de confusión, calma, extrañeza. ¿Sería por eso por lo que había soñado con mamá?

No todos los días tenía en casa a alguien tan peculiar como él.

Además, yo ya había decidido arbitrariamente que Nakajima no era el tipo de persona que pudiera estar durante mucho tiempo con alguien bajo el mismo techo. A veces había visto en su piso a una chica que parecía su novia, pero, no sé por qué, jamás me había dado la impresión de que estuvieran realmente juntos.

La noche anterior, Nakajima me había confesado, entre lágrimas, que tenía la impresión de que, si dejaba pasar aquel instante, jamás sería capaz de realizar el acto sexual en toda su vida, y yo le había dicho que vaya exageración, pero, al mismo tiempo, no sé por qué, sentí compasión por él, compasión porque llegaba al extremo de hablar de aquel modo, y también yo me entristecí y me sentí llena de ternura.

¿Qué pasó entonces? ¿Llegamos hasta el final, o no?

Pese a no haber bebido, mis recuerdos eran muy fragmentarios. «En fin, no importa. Él tampoco es que se haya ido corriendo», pensé.

La vaporosa imagen de mamá volvió a cruzar mi mente.

«¡Qué sueño tan bonito!», pensé. «¡Pero qué triste!»

Allí había estado la mamá que yo deseaba ver, aquella que, sólo en contadas ocasiones, salía a la superficie.

Mamá siempre decía lo que pensaba, se reía de todo, se investía de un aspecto altivo, protector, abierto, franco, por eso también yo había estado a punto de olvidar su verdadera imagen, oculta bajo la otra.

Sin embargo, cuando yo era pequeña, en aquellas contadas ocasiones en que esbozaba una sonrisa dulce y serena, o cuando nos calentábamos la una a la otra los pies fríos dentro del futón, o cuando paseábamos por las mañanas y, entre carcajadas, dejábamos la impronta de nuestros pies en la nieve recién caída..., en esos instantes se manifestaba la verdadera imagen de mamá, como si fuera una niña eterna.

Mientras pensaba en ello, en la habitación a oscuras, contemplando distraídamente cómo el pecho de Nakajima subía y bajaba al compás de la respiración, me fue invadiendo una sensación de sosiego, como si me hubieran hipnotizado.

Nakajima, Nakajima... Nakajima con su aspecto tan peculiar.

Sus fosas nasales alargadas, sus muñecas como palos, sus largos dedos, la boca abierta durante el sueño, la desvalida línea de la nuca, sus mejillas gordezuelas como las de un niño, la manera como le caía sobre los ojos el cabello alborotado, la manera como quedaban escondidos, debajo del cabello, sus ojos rasgados de largas pestañas: todo, absolutamente todo, me gustaba con locura de Nakajima. Creo que seguiré ligada a él incluso después de que, un día, deje de respirar y pase a ser una estrella en el firmamento. Ya sé que esto no es más que una metáfora que oí en alguna parte, pero da la casualidad de que es exacto. Lo de convertirse en una estrella a él le cuadra a la perfección. Porque, ya ahora, a duras penas logra hacer creer que esté vivo. Más que amor, esto es estupor. Así que yo me he quedado observando, sin implicarme de lleno.

«Hoy todavía está aquí», pienso, «hoy todavía no ha desaparecido. ¡Hoy todavía sigo sintiendo lo mismo!»

Nakajima. Desde que me siento irremisiblemente atraída por Nakajima, ese chico tan extraño, mis días rebosan frescura. Desde que estoy con él, mi ritmo vital ha enloquecido. Yo, que solamente pensaba en mí; yo, que sólo veía lo que pasaba a través de mí; yo, que siempre embestía hacia delante con los ojos puestos en un futuro ideal; yo, que reunía todos mis deseos en uno: alejarme de aquella ciudad. Yo, que no estaba atada a nadie ni a nada. Pero Nakajima es tan fuerte que anula mi resistencia y, tirando de los hilos, me atrae hacia él.

Aquí no corre el tiempo. Estamos aislados del resto del mundo. Sólo existimos Nakajima y yo, sin edad, en ninguna época concreta.

¿No consistirá en eso la felicidad? A veces me lo pregunto.

El tiempo se ha detenido y yo estoy mirando a Nakajima. Sin más. Sin esperar nada en particular.

Y siento que la felicidad es esto.

¿Había llevado yo una vida normal y corriente? El hecho de ser hija ilegítima en una pequeña ciudad de provincias donde cualquier bobada desata un río de habladurías puede parecer algo decisivo, pero lo cierto es que yo, como ser humano, no tenía nada de extraño.

Por lo tanto, es innegable que Nakajima, que sí era algo peculiar, me resultaba en ocasiones demasiado intenso y yo siempre mantenía una puerta abierta dispuesta para la huida.

Acerca de su pasado, sólo sé que fue muy desgraciado, pero jamás hemos hablado de ello a fondo.

Nakajima adoraba a su madre y la perdió: cada vez que hablaba de ella se le llenaban los ojos de lágrimas. No conozco los detalles, pero sin duda lo criaron de tal forma que eso le permitió querer de manera abierta y sana, y en su forma de afrontar el amor no había nada tortuoso.

En este mundo, no debía de existir nadie que pudiera rivalizar en amor con su madre muerta.

Yo no me veía con fuerzas para detener algo tan terrible, pero, en contra de lo que cabía esperar, posiblemente eso me permitió relacionarme con él de una forma más relajada.

¿Cuánto tiempo transcurrió antes de que Nakajima pasara una noche en casa por primera vez? Como mínimo, un año.

A partir de cierto día empezó a venir por las noches a mi apartamento, sin más, como si fuera lo más natural del mundo.

Si yo estaba, aparecía por casa, y, cuando le apetecía, se iba de madrugada. Esta relación relajada y sencilla creo que se prolongó, día tras día, durante unos tres meses, aunque no estoy segura.

Sin embargo, era exactamente igual que un compañero de piso: los dos teníamos nuestro propio cuarto, aunque estuviese un poco alejado el uno del otro, y no daba la menor sensación de que cohabitáramos como pareja. No resultaba nada opresivo. Muy al contrario. Su mera presencia me producía, siempre, una cálida sensación en el centro del pecho.

Al principio de todo, yo vivía en este apartamento; y Nakajima, en el primer piso de la casa de enfrente.

Yo tengo la costumbre de mirar por la ventana, y Nakajima igual, de modo que nos habíamos descubierto el uno al otro en el alféizar, y, a partir de cierto día, empezamos a saludarnos. En la gran ciudad, quizá no sea habitual saludar con la cabeza a otra persona cuando los dos estáis asomados a la ventana y vuestros ojos se encuentran. En provincias, de donde yo vengo, es lo más normal del mundo, y Nakajima no era un individuo que pudiera sentirse incómodo por algo así. Tenía carácter. El tipo de carácter de quien vive al fondo del abismo, de quien no le teme a la muerte.

Quizá fuera por eso por lo que supe que íbamos a congeniar.

Su delgada figura en el alféizar componía un cuadro. La imagen que ofrecía a veces, con los delgados brazos colgando a través de los barrotes, era tan hermosa como la de un mono salvaje.

Con el tiempo me acostumbré a abrir la ventana y mirar hacia la de Nakajima en cuanto me despertaba por las mañanas. Sin importarme si ya estaba vestida o no, o cómo llevaba el pelo. Lo sentía muy próximo, como si formara parte del paisaje. Por alguna razón, jamás creí que pudiéramos acercarnos, algún día, el uno al otro.

Aunque no distinguiese la silueta de Nakajima, sí veía su ropa cuidadosamente tendida (su manera de colgar la ropa era tan perfecta que casi podía calificarse de artística; tanto que parecía que, nada más descolgarla, pudiera ponérsela sin planchar; en comparación, mi modo de tender era tan descuidado que daba la impresión de que me limitaba a arrojar la ropa, hecha una bola, hacia fuera), o, muy de vez en cuando, veía a una chica, mayor que Nakajima, aposentada cerca de la ventana, y entonces me decía: «¡Mira por dónde! Hoy su novia se queda a pasar la noche en su casa. ¡Qué bien!».

Y así, milímetro a milímetro, nos fuimos acercando.

Yo seguía junto a la ventana tras llegar el invierno, a pesar del frío, y Nakajima y yo nos saludábamos a menudo agitando la mano.

—¿Cómo va todo? —le decía yo.

—¡Bien! —Su voz no me llegaba, pero podía leerlo en sus labios. Y me sonreía.

Parecía fruto del destino que viviéramos allí, él y yo, de aquella forma, que nadie más pudiera compartir aquel sentimiento. A fuerza de estar mirando, día tras día, nuestras ventanas, empezó a darnos la sensación de que vivíamos juntos. Cuando él apagaba la luz, yo pensaba: «¡Ah! Ya se ha ido a la cama. Ya va siendo hora de que me acueste»; y siempre que yo regresaba al pueblo, en cuanto abría la ventana, Nakajima se asomaba a la ventana de enfrente y me decía: «¡Hola! ¿Ya has vuelto?».

El hecho de que estuviéramos siempre tan pendientes de nuestros movimientos sin reparar siquiera en ello, y la sensibilidad de nuestro oído al distinguir enseguida que era la ventana de enfrente la que se abría y no cualquier otra, indicaban que estábamos empezando a enamorarnos, pero nosotros ni siquiera nos dábamos cuenta de ello.

Poco después, durante el largo, larguísimo camino que recorrí con mamá hasta que murió, estuve yendo y viniendo de mi pueblo sin cesar, y cada vez que regresaba a mi apartamento sentía un gran consuelo al ver iluminada la ventana de Nakajima. Fueron unos días tan duros que ésa era mi única alegría.

Las horas que compartía con mi moribunda madre y con mi padre me llenaban de hermosos recuerdos, pero en el andén oscuro, cuando cogía el tren de vuelta a mi casa, yo estaba sola; también era, yo sola, la única hija de mamá.

Aquél era un recorrido que no podía compartir con nadie.

De pie en el andén oscuro, la realidad de que mamá estuviera muriéndose, junto con los recuerdos que había almacenado hasta entonces y el aire aburrido que exhalaba la gente de mi alrededor que vivía con normalidad, todo se mezclaba y confundía hasta el punto de que era incapaz de discernir una cosa de otra. ¿A qué lugar pertenecía yo? ¿Era una mujer adulta o era una niña? ¿Y dónde vivía, dónde estaban mis raíces? La cabeza acababa dándome vueltas.

No me hallaba en situación de pensar: «¿Y por qué no te enamoras de Nakajima? ¿Y si dejaras que él te consolara? ¿Y si te apoyas en él? ¿No te gustaría que la silueta que se recorta en la ventana se acercase un poco más a ti?».

En aquella época, Nakajima se encontraba, ni más ni menos, en el lugar preciso. Estoy convencida de que jamás hubiera funcionado de haberse encontrado más cerca de lo que estaba, o más lejos.

La distancia que separaba nuestras ventanas —calle de por medio— era grande, pero a mí no me lo parecía en absoluto. Era como si las dos ventanas estuviesen pegadas la una a la otra. Con el ruido del tráfico, apenas se distinguían nuestras voces, pero a mí me daba la extraña sensación de oírlo perfectamente. Nada me consolaba tanto como ver su pálida faz y su despreocupada sonrisa recortándose en la oscuridad.

Cuando dejó de hacer falta cuidar a mamá, yo seguí sin decirle nada especial a Nakajima.

Alguna que otra vez me había topado con él por casualidad en la calle y habíamos ido a tomar un té juntos, y fue eso precisamente lo que ocurrió el día que volví a casa después del funeral, cuando, tras haber limpiado el apartamento, que llevaba cerrado alrededor de tres semanas, me dirigía al supermercado a comprar comida. Nos encontramos por casualidad, fuimos a un Starbucks y nos sentamos, el uno junto al otro, a un mostrador frente a la ventana.

Llevaba tanto tiempo apartada de todo que el bullicio del ambiente, el olor del café y las voces de los jóvenes me marearon un poco. Pensé que, cuando me convirtiera en espíritu, lo que recordaría con más cariño sería, posiblemente, la vida cotidiana de la gente. Una cosa tan vulgar e insignificante como ésa sería, tal vez, lo que más añoraría.

—A partir de ahora, los fines de semana ya no tendré que ir a mi pueblo. Allí ya no me queda casi ningún pariente y conque vaya de vez en cuando será suficiente —dije.

Al oírme, mientras sorbía el café con una mueca por lo caliente que estaba, Nakajima me preguntó:

—¿Ha muerto tu madre?

Aquello me sorprendió.

—¿Cómo lo sabes?

—Últimamente ibas mucho por allí, y, no sé, pues...

Ésas fueron sus palabras, pero no aclaraban nada. Me dije que se lo habría imaginado al ver lo desfallecida que me sentía, y que era una persona muy sensible a los detalles. Fijé los ojos en la ventana y me vi más pequeña que de costumbre. Tuve la sensación de que me había marchitado, de que mis contornos se veían borrosos. Sí, es posible que la persona que te está mirando sea capaz de comprender, al primer golpe de vista, que has perdido a tus padres.

—Bueno, así ya no estaré solo los fines de semana. Está mal que lo diga, pero me alegro. ¡Me aburría tanto! La semana pasada, y la otra..., tu ventana a oscuras. Es que tu ventana es la mejor, ¿sabes? Nada que ver con las otras. No es ruidosa, ni zafia, la luz es plácida, serena.

—¿De verdad?

Que se alegrara de que mamá hubiera muerto me chocó un poco, pero estaba tan harta de oír frases de pésame vacías de sentimiento que su franqueza me conmovió.

—Sí. Es que, ¿sabes, Chihiro?, si no hay luz en tu ventana me siento solo, lo paso mal.

Cuando pronunció la palabra «Chihiro», me dio la impresión de que mi nombre brillaba, sílaba a sílaba, como si fuera un tesoro. Eso me sorprendió. «¿Cómo? ¡Pero si ha brillado! ¡Dilo otra vez!»

No podía confesárselo, así que me quedé pronunciándolo para mis adentros. Allí no sólo estaba presente el estremecimiento sexual que él me hacía sentir por primera vez, sino una especie de orgullo.

—Bueno, pues qué bien que haya vuelto, ¿no?

Al decirlo, no pude contener las lágrimas y lloré un poco.

—Es muy duro perder a una madre. Yo también sufrí mucho.

Eso dijo. Y yo, que sabía muy poco de la vida de Nakajima, me limité a pensar: «Vaya. Él tampoco tiene madre».

—Sí, pero es un camino que todos debemos recorrer.

Lo dije llorando. Como si abrazara el té con leche del tazón que sostenía entre las manos. Entonces, no sé por qué, la multitud de cosas a las que me había enfrentado en tan poco tiempo, el miedo a haber perdido una familia y un hogar al que poder regresar, disminuyeron un poco y de pronto me sentí más libre, reconfortada.

Un par de fines de semana después, Nakajima empezó a aparecer por casa habitualmente. Daba la impresión de que, de pronto, se había trasladado de una ventana a la otra sin que se produjese ningún cambio sustancial en nuestra relación.

Un día, al toparnos en la calle, me preguntó:

—Por cierto, Chihiro, ¿tienes novio?

—Ahora, no. Salía con un editor, pero estaba tan ocupado que sólo tenía libres los fines de semana, y cuando empecé a cuidar a mamá, ya no pudimos vernos y me dejó —le respondí.

—Vamos, que te importaba más tu madre que el tipo ese.

«El tipo ese.» La expresión me hizo gracia.

A mis ojos, todo, absolutamente todo lo que hacía Nakajima tenía encanto. Mi mirada rebosaba de benevolencia. Las pequeñas vivencias acumuladas a lo largo del tiempo que habíamos pasado los dos en nuestras respectivas ventanas, frente a frente, habían creado un vínculo tan hondo en nuestros corazones que la superficie permanecía inalterada.

—Eso parece —respondí—. Por eso no me afectó demasiado. Habría sido mucho peor tener que encontrar tiempo para vernos. Al fin y al cabo, supuso un alivio dejar de verlo. Yo también necesitaba tiempo para mí misma. Para dormir, por ejemplo.

—Ya.

Nakajima hizo un movimiento de cabeza afirmativo. Al asentir, tenía la costumbre de fruncir ligeramente el ceño.

A partir de aquella noche empezó a aparecer por casa.

Cenábamos juntos, íbamos a comprar yakitori (a ninguno de los dos, particularmente a él, nos gustaba comer fuera de casa, así que nunca salíamos a tomar nada), nos bañábamos por turno y, después del baño, nos bebíamos unas cervezas mientras charlábamos o permanecíamos en silencio.

Cuando Nakajima estaba presente, la habitación se iluminaba de un modo extraño, y por primera vez en mi vida sentí que tenía un amigo, que no estaba sola.

Yo había decidido arbitrariamente que Nakajima era homosexual, que la chica que a veces se alojaba en su piso era sólo una amiga y que, en ese terreno, él se las apañaba exclusivamente fuera de casa.

No podía explicar por qué, pero me daba la sensación de que su deseo sexual era poco intenso, estaba delgadísimo y parecía tener muy pocas energías —aunque muy de vez en cuando se atiborrara, lo habitual era que apenas probase bocado—. Existía aquella chica, sí, pero su relación parecía superficial... Todo ello me había llevado a pensar que, cuando se iba de madrugada, quizá se reuniera con chicos como él en alguna parte de la ciudad.

Tal vez fuese mi orgullo el que me indujera a pensar de ese modo. Porque él no mostraba el menor interés por mí. Hubiera podido cambiarme de ropa delante de él y ni siquiera le habría dado vergüenza estar allí mirando.

Anoche, ya tarde, Nakajima no parecía tener ganas de regresar a su casa.

Buscaba una excusa tras otra para quedarse y yo le espeté:

—¿Es que te espera en casa algún acreedor, alguna antigua novia, o qué?

—Por lo visto, hace tiempo, en tal día como hoy me pasó algo malo y no consigo tranquilizarme. Es extraño, pero mi cabeza y mi cuerpo tienen muy buena memoria y cuando llega el aniversario de ese desagradable suceso me siento muy raro —me dijo Nakajima—. Me perdonas, ¿verdad?, es que ahora no puedo contarte qué pasó. Si me pusiera a recordar los detalles, aún me sentiría más inquieto.

Iba a decirle que aquélla era mi casa y que, al ser él quien había venido, estaba hablando con muy poca consideración, pero me di cuenta de que realmente tenía mal aspecto; el tema parecía serio y, al final, opté por no insistir.

Al preguntarle si quería quedarse a pasar la noche, él asintió, y decidí dejarlo correr.

Extendí los futones y, antes de apagar la luz, estuve leyendo un rato; él me preguntó si podía ver la televisión y empezó a mirar una película; permanecimos largo tiempo sin hablar. La película terminó y Nakajima apagó el televisor, así que yo me dije que ya iba siendo hora de dormir y cerré el libro; pensaba en lo agradable que era tener a alguien en casa, lo tranquila que me sentía al oírlo moverse por ahí. Fue entonces cuando me lo dijo:

—La verdad es que a mí me cuesta tener relaciones sexuales.

Nakajima me lo dijo mirando hacia el techo.

—¿Ah, sí?

Aquello me sorprendió un poco, como si me hubiese declarado su amor. Porque había estado evitando expresamente tocar ese tema.

Cuando pierdes a alguien querido, desaparece el deseo sexual. Es como si te quedaras seco. En aquella época, yo estaba experimentándolo en mi propia carne, y si Nakajima hubiera ardido de deseo sexual, posiblemente lo hubiese echado de casa. De manera que también yo había estado evitando hablar de ello, intentando que no se diera la ocasión.

Por otra parte, temía deprimirme si, a raíz de aquello, nuestra relación se complicaba y yo acababa perdiendo a Nakajima.

Me sentía tan exhausta por haber cuidado a mamá que me daba la impresión de que no me apetecería hacer el amor durante algún tiempo.

Quizá tuviera que ver con el hecho de haber estado, día tras día, viendo culos, orinales, botellas de orina. En el hospital, mientras le hacían pruebas a mamá, me quedaban tantas horas muertas que, más de una vez, había llegado a cuidar al abuelo de la cama contigua.

Quizás estuviera cansada de experimentar que el ser humano es carne. Carne empapada en agua.

Cuando le cambiaba el pijama a mamá, por su cuello se alzaba un olor que sólo puede describirse como olor a agua. Ahora añoro ese olor, desearía poder aspirarlo de nuevo; daría lo que fuese para volver atrás y quedarme oliéndolo eternamente, pero en esos momentos me decía: «¡Uff! El ser humano está hecho de agua», y me sentía deprimida ante semejante pensamiento.

No se lo había dicho a Nakajima, pero la ruptura con mi novio se debió a que él siempre deseaba tener relaciones sexuales y a mí no me apetecía.

Estaba tan ocupado que sólo podíamos vernos los sábados y los domingos; cuando las cosas se complicaron, empezó a presentarse entre semana, de madrugada, o los domingos por la noche. Y siempre quería acostarse conmigo, pero a mí no me apetecía en absoluto. Él era, además, un hombre lleno de energía, dispuesto al sexo tanto por la mañana como por la noche, en cualquier momento, en cualquier lugar. Cuando estás bien, eso es divertido, pero cuando tienes otras cosas en la cabeza, ya no lo es tanto. Yo, en realidad, no estaba enamorada de él. Era una especie de compañero sexual que había encontrado en una época en que me apetecía hacer el amor. Había confundido el ímpetu de los inicios de la relación con el enamoramiento.

Lo comprendí al darme cuenta de que, inconscientemente, evitaba abrir la ventana cuando él estaba.

No quería que Nakajima lo viera aposentado en mi casa.

Cuando sucede algo así, da igual de quién se trate, creo que es una mala señal.

Sin embargo, últimamente, a pesar de tener a mi adorado Nakajima rondando por casa, me decía que, si uno no está bien, no puede hacer el amor. Me extrañaba. Pese a estar con un chico joven, no sentía ningún deseo. Por eso ni se me había ocurrido pensar en los sentimientos íntimos que pudiera tener Nakajima.

A lo más que había llegado era a contemplar la posibilidad de enamorarme de él algún día.

Puede parecer increíble, pero a Nakajima lo rodeaba una atmósfera tan singular que acababa convenciéndote de lo que fuera; y envueltas en esa atmósfera las cosas más extrañas dejaban de serlo.

Por ejemplo, desde que estaba con él había logrado, por primera vez en mi vida, analizar los pensamientos que había tenido hasta entonces, ver con claridad lo que pensaría en el futuro. Eso se debía a que él era muy consecuente consigo mismo. Cosas sobre las que yo vacilaba o veía de modo distinto según el día, infinidad de realidades tergiversadas por mi vago complejo de culpa, cosas como mi amarga visión sobre la manera de ser de mis padres o sobre la vida de mamá... Logré ser consciente de muchas cosas. Por ejemplo, en alguna parte de mi corazón, siempre me había reprochado ser incapaz de sentir empatía por mamá, que se había pasado toda su vida intentando amoldarse, a medias, a la sociedad, que había muerto intentándolo. Me había repetido mil veces que tenía que comprenderla, que el ser humano es débil. Que en el campo no se puede vivir como uno desea. Que yo me olvidaba de aquello porque estaba soltera y vivía en la gran ciudad, pero que, en provincias, las personas aún dependen mucho unas de otras y que mamá pertenecía a ese mundo. Me reprochaba a mí misma lo arrogante que era, me instaba a cambiar de actitud.

Pero, después de conocer a Nakajima y ver cómo él se limitaba a dejar pasar los días, haciendo lo mínimo para así poder dedicarse exclusivamente a lo que de verdad le gustaba, fui consciente, por primera vez, de que a mí me movía exactamente lo mismo que a mamá: el deseo de intentar amoldarme a los demás, aunque fuera imposible, porque me daba miedo ser diferente.

Cuando me pregunté de qué me serviría saber esto en el futuro, me di cuenta de que, vistas bajo cualquier óptica, la vida de mamá y la mía serían completamente diferentes. La época, la manera de pensar, las cosas que nos importaban: todo era distinto. Pero eso no implicaba que yo no quisiese a mamá, que no la respetase, que no la perdonase.

Y al rascar medrosamente la superficie de la falsa empatía descubrí, debajo, la nueva y aterciopelada piel del perdón.

Ese nuevo sentimiento me vino acompañado de una revelación: «Hacerse adulto consiste en eso». Y comprendí que Nakajima, que había vivido solo, ya era adulto desde hacía mucho tiempo.

Tan adulto que, por más débil que pareciese, ya era un hombre.

—Se trata de eso, ¿sabes? No es que tú no seas atractiva. Lo siento.

Nakajima hablaba con timidez, de cara a mí, en la habitación a oscuras.

—No pasa nada. Qué dices. Además, ¿qué te ha hecho pensar que yo espero eso? ¿Cómo sabes lo que yo quiero? —pregunté.

—¿Qué? Es que creía que las mujeres erais así. Que cuando te hacías muy amigo, si no lo intentabas, se ofendían —respondió Nakajima.

—Pues yo, de momento, no estoy ofendida. Además, si ahora estuviéramos haciéndonos amigos, ¿qué pasaría? Al parecer, eso no lo has tenido en cuenta —dije—. Tranquilízate.

—Sí. Es que, ¿sabes? A mí me pasaron muchas cosas. Hace tiempo. Y ahora tengo miedo, mucho miedo. Tanto que me echo a temblar. Odio eso. Estar desnudo y que me toquen. La gente desnuda. Me da tanto miedo que no puedo ni ir a los baños públicos ni a los baños termales. ¿Te lo puedes creer? —dijo Nakajima.

Ignoraba por completo qué podría haberle pasado, pero debía de haber sido algo muy grave.

—Escuchar las desgracias de la gente es como aceptar dinero. Las cosas jamás acaban ahí. Porque debes asumir la responsabilidad de haber oído lo que has oído.

Eso es lo que mamá solía decir. Yo, al escucharla, pensaba: «¡Qué crueldad!», pero, al mismo tiempo, me decía que probablemente tuviera razón.

Así que adquirí la costumbre de dar un paso hacia atrás cuando alguien se disponía a contarme algo importante.

Cuando tu madre trabaja en un bar, aprendes, desde pequeña, que las desgracias no tienen techo. En el instituto, cuando una amiga se me acercaba con un: «A mí lo que me pasa es que...», la historia triste que me refería a continuación me parecía un cuento infantil. Debía de ser muy madura para mi edad, al menos por todo lo que sabía de oídas.

Además, desde muy joven aprendí también que, a cierto nivel, haberte acostado con alguien o no carece de importancia.

—No hace falta que me lo cuentes. Si tan duro te resulta, mejor que no hables de ello —dije—. Además, si a mí me apeteciera lo que tú dices y tú no me sirvieras, no me lo pensaría dos veces. Me buscaría otro novio, te dejaría a ti y en paz. No tendría ningún reparo, así que no te preocupes. En serio. Ahora yo tampoco estoy por ello, ¿sabes? De verdad.

—Sí.

Nakajima se echó a llorar quedamente.

De pronto, me sentí como si estuviera mirando a un niño pequeño y me entristecí. Porque lloraba como un niño. Con un llanto que no conducía a ninguna parte. Sentí el impulso de abrazarlo, pero pensé que seguro que eso también lo atemorizaría y le dije:

—¡Va! Dame la mano y durmamos.

Le agarré la mano. Entonces, Nakajima, que se cubría los ojos con la otra mano, acrecentó su llanto. Seguí sujetándole con fuerza la mano delgada, seca y fría.

La temperatura de aquella mano proclamaba que algo irreparable le había sucedido, algo que no admitía vuelta atrás. No sabía qué era, pero se me ocurrió la posibilidad de que, en el pasado, hubiera sufrido algún tipo de abuso sexual. Pensé que debían de haberlo destrozado, roto como a un muñeco, y que se encontraba en un punto en que no había posibilidad de arreglo o que, en todo caso, necesitaría tiempo para conseguirlo.

Me sentí culpable por haberle hablado de aquel modo. Es fácil ser insensible con cosas que uno no ha sufrido. No podía ni imaginar hasta qué grado Nakajima estaba herido.

Probablemente, cada uno de los pequeños gestos de afecto que le había dedicado, los gestos propios de una mujer, habían provocado que se sintiese acorralado.

Por otra parte, hacía un rato, durante su confesión, al ver su rostro anegado en lágrimas y aquel miedo, experimenté cierta sensación de opresión. Ahora estaba exhausta, demasiado cansada para empezar algo nuevo, pero dentro de algún tiempo podría enamorarme, ser joven, divertirme. Ir al cine, pelearme, quedar con alguien, salir a comer cosas buenas (aunque a Nakajima no le gustara), en resumen, perder el tiempo de una manera divertida. Sin enfrentarme a nada serio. Eso es lo que había estado deseando, pero, si salía con él, no podría ir siquiera a los baños termales y el sexo me resultaría un calvario. «¡Qué fastidio! ¡Pero si lo que yo quiero es pasármelo bien!», pensé. En aquel instante, aún contemplaba el asunto con ligereza.

Sin embargo, con voz gangosa y con unos ojos que recordaban los de un alumno de primaria, Nakajima me dijo:

—¿Puedo intentarlo? A ver si puedo o no. Me da la sensación de que si no lo consigo ahora, no podré en toda mi vida.

Le respondí que, en ese caso, no había problema.

Me dijo que le daba miedo si estábamos completamente desnudos, así que empezamos a acariciarnos con los pijamas puestos. Nakajima tenía un cuerpo extraño, tampoco parecía disfrutar demasiado. Me sentí como si estuviera teniendo relaciones sexuales con alguien que cree que está haciendo algo malo.

«¿Tendré que estar así, de aquí en adelante, con este chico? ¡Vaya perspectiva!», me dije preocupada. «¡Como no logre verlo de otro modo!», y estar pensando en eso en aquellos momentos hacía que todo fuera aún más extraño.

En nuestros movimientos, a intervalos, había algo que brillaba: no es que no hubiera esperanza.

Éstos son mis recuerdos de nuestra primera noche juntos.

Después de decirle adiós a mamá, el curso de mi vida experimentó un cambio de rumbo en diversos sentidos.

Dejé de tener que regresar a mi pueblo cada dos por tres, Nakajima empezó a venir a casa y, a veces, yo me sorprendía pensando: «¿Desde cuándo son las cosas así?». Tenía la sensación de estar viviendo, día tras día, una extraña fantasía. Como si me hallara dentro del sueño de un desconocido y viviera en él. «¿Sucedió de verdad?», pensaba al recordar. Las cenizas. El crematorio.

Me ofrecieron un trabajo importante.

Yo me había especializado en pintura de murales.

Debido a mi característico uso del color había salido alguna que otra vez por televisión y, como no me importaba ir a cualquier parte sola (a pesar de que, como no conducía, tenía que contratar por horas a alguien para que me llevase), me ofrecían muchos trabajos aquí y allá. No puede decirse que fuera famosa, pero, ciertamente, siempre había demanda para ese tipo de trabajos y yo no paraba de ir a pintar paredes de casas, entradas de jardines, muros medio derruidos de acuarios, fachadas o almacenes de asociaciones vecinales. Mi objetivo era dejar mi pintura en el exterior, y, por lo tanto, no aceptaba encargos sobre lo que debía pintar. Si se trataba de peticiones poco específicas como frutas, animales o el mar, lo discutía y, hasta cierto punto, me avenía a ello. Hasta entonces había realizado veinte pinturas, que se repartían en muros, almacenes o las áreas de juego de algún parque.

Con todo, si me preguntaran si me había propuesto en serio ganarme la vida pintando, les diría que no. Empecé a pintar, mi trabajo tuvo buena acogida y continué. Sólo eso.

A mí, sencillamente, me gustaba el estilo de vida que llevaba como pintora, y no me quitaba el sueño el valor artístico que pudieran tener mis obras. Los murales acabarían derruidos un día u otro, o pintarían encima por cualquier razón administrativa, así que no valía la pena obsesionarse por los detalles. A mí me bastaba con pasármelo bien pintando, conocer y tratar a la gente del mundillo, que mis murales ofrecieran, durante algún tiempo, un poco de calor y alegría a la gente del vecindario.

El último muro que me habían propuesto pintar se encontraba dentro del recinto de la Facultad de Bellas Artes, donde yo había estudiado. Era una tapia de poca altura que separaba los terrenos de la universidad de los de un antiguo jardín de infancia convertido en parvulario privado. En el lado de la universidad ya había un viejo mural, pero la tapia del parvulario sólo estaba pintada de color amarillo, así que me dijeron que podía pintar allí lo que quisiera.

Yo guardaba hermosos recuerdos del barrio y de aquellos edificios, así que en cuanto Sayuri, una antigua condiscípula que daba clases de piano en el parvulario, me propuso el trabajo, acepté encantada.

El parvulario era muy antiguo, pero precioso. Era obra de un arquitecto del barrio que se esforzó en idear para los niños un edificio original, que quedara como legado para las futuras generaciones.

La forma de la tapia, el diseño de la guardería, el jardín a escala infantil con sus pequeños montículos... Cuando yo era estudiante, cuanto más lo miraba, más me gustaba, y solía recostarme en aquella tapia para contemplar a los niños mientras almorzaba. Era un edificio tan acogedor que me hacía pensar que, si hubiera sido niña, me habría gustado ir allí.

Al parecer, el edificio amenazaba ruina y, como restaurarlo costaba mucho dinero, en alguna parte se había contemplado la posibilidad de demolerlo. Incluso acudió la televisión a hacer un reportaje. El tema del reportaje versaba sobre el edificio que los vecinos del barrio querían salvar y sobre el mural que, con este fin, éstos habían encargado; incluso llegaron a hacerme una entrevista a mí.

Pero a mí no me interesaba demasiado la política. Tal como estaba concebido el edificio, los niños tenían que pasar constantemente por delante del muro: yo lo único que quería era jugar con los pequeñajos, mirarlos a los ojos y plasmar en el mural lo que veía reflejado en ellos. Preveía que ese trabajo me iba a ocupar toda la primavera. Me sentía incapaz de pensar en lo que vendría a continuación. Pensar en lo que ha de venir no tiene ningún sentido.

Eso es lo que pasa mientras estás creando algo: parece que estés haciendo girar muchas cosas por tus manos, estás convencido de que la inspiración te ha visitado, pero la verdad es que, tú solo, no puedes hacer nada.

Los niños me ayudarían. Y juntos grabaríamos la eternidad en el muro. Una eternidad que no desaparecería aunque el muro fuera derruido. Con eso bastaba.

En los últimos tiempos, entre cuidar a mamá, el funeral y demás, había hecho muchas cosas a las que no estaba acostumbrada y me daba la impresión de que se me había adherido a la piel una especie de mugre social de la que, ahora, intentaba desprenderme metiéndome de lleno en el trabajo.

En el hospital, cuando llegaba al límite de mis fuerzas, mi cabeza era incapaz de pensar en otra cosa que no fuera en lo mal que me sentía, pero incluso entonces yo esperaba algo maravilloso, tenía los ojos puestos en esa esperanza, de modo que me servía de consuelo. Cuando, de súbito, dejé de poder hablar con ella, sentí algo extrañísimo.

No paraba de pensar en lo que podía hacer por mamá, pero ella estaba inconsciente, o aturdida. Eso era lo único que me entristecía.

La reunión de la tarde fue como una seda.

Los directores del parvulario —un matrimonio que había estado trabajando en Estados Unidos— me hablaron con afabilidad; mi propuesta de pintar un divertido grupo de animales fue aceptada; existía el problema de los agujeros en el muro, pero, como taparlos costaría mucho tiempo y dinero, se optó por abandonar la idea y tratar de disimularlos con una primera mano de pintura; quedó claro que, al haber tierra al pie del muro, no hacía falta extender ningún plástico por el suelo.

Todo ello me iba a facilitar mucho el trabajo, y como al parecer el ayuntamiento del barrio haría una aportación económica, yo podría cobrar unos quinientos mil yenes y eso me permitiría contratar, durante algunos días, a alguien que me ayudara en el transporte, porque yo no sabía conducir. Y si contrataba a un conductor, ellos pondrían el vehículo y, así, me resultaría muy cómodo acarrear la veintena de botes de pintura al agua que necesitaba al día. La escalera de mano me la prestarían en la universidad y, con un poco de suerte, tal vez podría dejar los trastos en un rincón del almacén. Era un buen principio. Cuando trabajas para un organismo semipúblico, en cuanto sufres el primer contratiempo va encadenándose una complicación tras otra. Esta vez parecía que las cosas iban a ir bien.

«A ver si esta noche Nakajima vuelve a quedarse en casa», pensé mientras miraba, ya sola, la superficie del muro que se extendía ante mí.

No sentía excitación, pero sí algo cálido y entrañable.

Como si acabara de echarme novio.

Pero ¿y si más adelante me enamoraba apasionadamente de alguien? ¿Qué haría entonces con Nakajima en casa? Me daba la sensación de que aún era demasiado pronto para asegurar nada. Él ejercía una influencia determinante sobre mí, cierto, pero un gran amor quizá fuera otra cosa.

Ahora era divertido y por eso no le daba más vueltas, pero si me enamorara de otro después de que nuestra relación se hubiera afianzado, ¡vaya problema!

Además, si eso sucediera y llegara el caso de que tuviera que echarlo, ¿cómo reaccionaría él? ¿No acabaría suicidándose o volviéndose loco?

Como nunca había sufrido en mi propia carne una herida profunda, era incapaz de adivinar los sentimientos de alguien a quien le había sucedido algo grave en el pasado. No podía pretender entenderlo. Reconocer que no comprendía lo que, en verdad, no comprendía era la postura más honesta hacia personas como él.

Claro que quizá no pasara nada si lo quería y él seguía en casa.

Había avanzado con una cautela casi excesiva y ahora me estaba enamorando poco a poco de Nakajima. Hablando con reserva, diría que no podía haber nadie más que él. Porque él poseía algo determinante.

En el caso de construir una casa, por ejemplo, hay quienes buscan el terreno, contratan a un delineante y quieren escoger ellos mismos todos los materiales. Yo no soy así. A mí me gusta ir sobre la marcha, recoger lo que encuentro en el camino, estudiarlo con atención y, a mi manera, aprovecharlo al máximo.

También en pintura mural hay quienes rellenan cuidadosamente las junturas entre los ladrillos y, una vez han conseguido un perfecto lienzo en blanco, eligen un motivo que armonice con los colores del entorno, fraccionan el boceto que tienen a mano en parcelas y las amplían.

Pero yo era del tipo que disfruta pintando sin más, que va pintando con frenesí y que, cuando surge algún problema en el proceso creativo, lo soluciona como puede hasta completar la obra. Mi filosofía es trabajar sobre el terreno, asentarme en el lugar de los hechos, sea en el ámbito que sea; no confío en los planteamientos teóricos. Quiero permanecer al aire libre tanto como me sea posible, mover el cuerpo mientras observo cómo están las cosas, notar el flujo del tiempo.

Al terminar, la obra suele poseer una extraña armonía. Entonces me siento como si hubiera estado bailando con el mundo en tiempo real.

La sensación de haber bailado con mi cuerpo, como poseída, con aquel espacio, con aquella tierra... Entonces digo adiós para siempre y me dirijo al próximo lugar.

Por supuesto, era consciente de que aquélla era una manera algo chapucera de hacer las cosas. Pero para mí, entonces, la pintura mural todavía era más un pasatiempo que un trabajo de verdad. Por eso creía que ya estaba bien. Aún no había decidido si dedicarme profesionalmente a ello; los inconvenientes derivados de mi método irían solventándose, cuadro a cuadro, con una manera de trabajar adecuada a mi forma de ser. Y quizás acabara siendo mi profesión. Creía que, si perfeccionaba mi método y las cosas iban bien, los resultados vendrían solos. En la etapa en la que me encontraba, lo único que tenía que hacer era avanzar en silencio y esperar, y esperar.

Por supuesto, había personas que criticaban mi manera de abordar el trabajo. Y lo hacían con comentarios del tipo que cómo me atrevía a salir en reportajes, yendo de pintora famosa, con la poca técnica que tenía y lo malos que eran mis murales, cosas por el estilo. En todo caso, en mi técnica había un aspecto, aunque sólo fuera uno, que había pulido sin descanso.

Era el hecho de pensar, y pensar, con el fin de conseguir que unos murales que pintaba en el exterior e iban a permanecer allí decenas de años no envejecieran.

Si primero observo con atención el paisaje y el flujo de energía que discurre por la zona, los colores y el motivo adecuados surgen de forma espontánea. Si no me equivoco al interpretarlos, si estoy en armonía con lo que me rodea, si no pierdo la concentración, el mural no parecerá anticuado aunque pasen diez años, veinte años, incluso cien años. Sólo me siento segura de mí misma en este aspecto.

Igual que un maestro carpintero está orgulloso de la casa que ha construido, yo este aspecto, sólo éste, lo tenía muy claro. Lo sabía y era indiscutible. No cabía ambigüedad alguna. Del mismo modo que un perro marca el territorio con su orina, ésa era mi pequeña marca que desafiaba al mundo.

No sé si estas cosas pueden considerarse como parte del amor, pero Nakajima y yo nunca hablamos de hacer preparativos, de compartir proyectos, fantasías. Nos habíamos detenido en el punto donde estábamos ahora.

Así lo sentía, de una manera muy vívida, y no podía ignorarlo.

Que en el mundo no había nadie tan singular como Nakajima.

No había visto a nadie más que, por la noche, se plantara de pronto, como él hacía, junto a la ventana. No confiaba en la sociedad humana, se mantenía al margen. Me producía una sensación de tristeza y a la vez de fuerza, y no podía apartar los ojos de él.

Ahora, al volver la vista atrás y recordar cómo, aquellos días, observaba su silueta de pie en la ventana, pienso que parecía una colegiala enamorada. Hubiese querido grabar su imagen en mis pupilas. ¿Por qué era tan hermosa su figura de pie? No lo sé, a mí, sencillamente, me lo parecía.

«¡Qué triste...!»

Lo pensaba mientras miraba las ramas peladas de los árboles sobre mi cabeza. Parecían manos con los dedos extendidos y, entre aquellas ramas sin hojas, penetraba la débil luz del sol propia de finales de invierno y principios de primavera.

Cada día iba allá, me conocía el lugar al dedillo. Dudo que acabara pintando algo extraño. Con todo, había decidido permanecer un rato más allí, no fuera a ser que se me pasara algo por alto. Haría un cuadro un poco triste, y alegre. Una imagen difusa estaba proyectándose ya sobre el muro como si fuera una hermosa sombra.

—Chihiro, ¿ya te vas?

Era Sayuri, la que me había propuesto pintar el mural. Por lo visto, acababa de terminar las clases de piano. A última hora de la tarde volvían a aparecer los niños en tropel, así que debía de estar tomándose un respiro.

Asomarse a la vida cotidiana de los demás es tan interesante como hacer un viaje.

—Todavía no. ¿Vamos a tomar algo? —propuse.

—Ahora no tengo tiempo para salir —me dijo Sayuri, así que compré en la máquina dos cafés y le ofrecí uno.

—¿Aún piensas tanto en aquel chico? En el bicho raro. El delgaducho. El inteligente, aquel que iba a la universidad —dijo Sayuri.

—¡Ah, sí! Ya te había hablado de él, ¿verdad? Nakajima. Más que pensar en él, diría que ahora estamos saliendo juntos. Vaya, eso creo.

—¿Y qué demonios estudiaba?

—Por lo visto, está investigando algo sobre los cromosomas, pero la verdad es que no tengo ni idea de qué se trata. Creo que está haciendo la tesis sobre el síndrome de Down inducido por el cromosoma veintiuno, o algo así. No sé. Es complicado. Por más que me lo explique, no acabo de entenderlo. Normalmente escribe en inglés. Así que ni siquiera puedo fisgonear en sus papeles.

—Vamos, que es algo tan difícil que no hay quien se lo aprenda. Lo único que entiendes es que no entiendes nada de nada. Genial. Pero, por muy complicado que sea lo que le interesa, veo que estás durando bastante.

—Pues, sí. Aunque preferiría que se dedicara a la antropología cultural, a la etnología, a la literatura francesa, la verdad.

—Ya. En eso, al menos, cazarías algo.

—Sí. Pero, a veces, quizá sea mejor no enterarse. La verdad es que estoy atravesando una época bastante buena. Hasta ahora, nunca me había sentido tan tranquila —dije—. Todo permanece en calma, tranquilo, pero a la vez hay algo intenso... Es como estar dentro del agua. El mundo se va alejando deprisa, no puedes imaginar que lo que viene vaya a ser más excitante que lo que estás viviendo ahora, pero tampoco se te ocurre que puedas separarte...

—¿Hace cuatro días que salís y ya estás con ésas? —rió Sayuri.

—A él no le he preguntado nada, pero sé que hace tiempo le sucedió algo muy grave. Ya sabes, cuando estás con alguien, te das cuenta de si pasa algo. Así que intenté no forzar las cosas y ahora todo permanece muy tranquilo. Pero a veces pienso que quizá tendría que haberle preguntado más sobre lo que le ocurrió.

—¿Por qué? Si estás bien así... Bueno, mientras esa cosa mala no sea algo realmente malo, claro. Un delito, deudas, una bancarrota. De hecho, aun en ese caso, si no supusiera un problema en este momento...

—¡Uff! No creo. Algo así no cuadra con su carácter. Quizás, al fin y al cabo, no sea nada grave. Lo único que me ha dicho es que quería mucho a su madre y que, cuando ella murió, él sufrió muchísimo. Pero a mí me da la sensación de que tiene que haber habido algo más, que eso sólo no puede haberle infligido una herida tan grande.

—En ese caso, espero que no le haya dejado ninguna cicatriz.

—Siento que sí la tiene. Lo único que deseo es que no sea tan grave que le impida seguir viviendo. Porque, hasta ahora, ha vivido, ¿no? Si lleva una vida tranquila, sin sobresaltos, quizá todo vaya bien.

En mi voz había oculta una plegaria. «¡Quiero que vivas!»

Me sentía totalmente incapaz de aliviar el sufrimiento de Nakajima que había descubierto en el tiempo que llevábamos juntos. Había visto cómo se despertaba gritando a medianoche, temblando. Cómo sudaba a mares cuando estaba entre la multitud. Cómo lo acosaban las jaquecas al escuchar una música determinada. Cómo, mucho tiempo después de que su madre hubiera muerto, sólo pensaba en reunirse pronto con ella. Aunque no fueran más que retazos, al vivir juntos iban componiendo, poco a poco, una imagen.

Si hay algo positivo, seguro que habrá algo negativo. Si la luz es brillante, seguro que las tinieblas que se le oponen serán profundas. Me daba la sensación de que él, igual que un ser vivo de leyenda, era incapaz de controlar su fuerza.

Sayuri dijo:

—En mi trabajo he visto a niños con problemas de todo tipo, pero, exceptuando algún caso de crueldad innata, deformación cerebral o algo por el estilo, en la mayoría de los casos la causa son los padres. Cuando un niño es muy pequeño, si los padres tienen algún problema, hay algo en el niño, aunque sólo sea un trozo muy pequeño, que queda paralizado, o roto, y que luego debe ir reconstruyéndose a lo largo de su vida. He visto muchos casos. Es tan grave que resulta imposible arreglarlo del todo. El daño infligido es tan sutil, adopta formas tan diversas, que uno se ve impotente a la hora de ayudarlos. Yo soy profesora de piano y no tengo que lidiar con eso, pero los maestros del jardín de infancia, por ejemplo, que tienen que tratar más a los padres, ¡uff! Me da la impresión de que yo no serviría. Hoy en día hay demasiadas familias rotas, y de las formas más raras que te puedas imaginar. Y muchos padres rotos también.

Asentí. Sólo estando al pie del muro, ya me había dado cuenta. Había todo tipo de padres e hijos, algo inimaginable en el pasado. Pero tenía la sensación de que el caso de Nakajima era distinto.

—Está claro que le pasó algo. También está claro que lo que le sucedió no es algo intrascendente. En el pasado sufrió una experiencia amarga. Eso seguro. Pero, en su caso, aunque sus padres estuvieran divorciados, no me da la impresión de que eso lo afectara demasiado y, por otra parte, me consta que su madre lo quería muchísimo, así que dudo que el asunto vaya por ahí. La relación con sus padres no me da mala espina. A juzgar por lo que he oído, de forma fragmentaria, claro. Y, sobre todo, él es muy buena persona... Ya sé que me repito, ya lo sé, pero lo único que tengo claro es que le ocurrió algo terrible.

—¿Terrible? ¿Como por ejemplo, qué?

—Como, por ejemplo, que lo raptaran, que alguien que no fueran sus padres hubiera abusado sexualmente de él. Ese tipo de cosas.

Al oírlo, algo se esclareció en mi interior.

Alguna vez ocurre. Dices algo y resulta convincente. Supe que en mis palabras se hallaba algo parecido a una respuesta. Con toda seguridad. De todos modos, proseguí la conversación.

—Además, él es muy extraño y, ¿cómo te lo explicaría? Parece que esté apartado del mundo. A la vez, también me da la impresión de que, aunque no le hubiese sucedido nada, ya tenía ese carácter por naturaleza. De momento voy observándolo, sin prisas. Tanto él como yo somos del tipo de personas que necesitan tiempo para hacer las cosas. Para conocernos, para escuchar. Para todo.

Mientras hablaba, en cierto momento, volví los ojos hacia mí, que tanto pensaba en Nakajima.

Hacia mis deseos de saber, y de no saber.

Era porque sentía algo. Quizás estaba tomando ya una decisión.

Quizá lo amaba. Quizá, sin darme cuenta, ya había empezado a amarlo. Por primera vez en mi vida me había enamorado como una mujer se enamora de un hombre, y no era un juego. Mi cautela se parecía a la que mamá había tenido con papá; yo la conocía muy bien.

Cuanto más amaba, mayor era su precaución: ésa era una característica de mamá.

—¿Y dinero? ¿Tiene dinero?

—Sí. Dice que su padre le irá enviando dinero hasta que termine el doctorado, y su madre también le dejó algo. Vivimos en pisos separados, pero, como pasa las noches en casa, me paga su parte de la comida, de la luz y del gas. Cada mes, hace las cuentas al detalle y me paga hasta el último céntimo. Cada hora, cada yen.

—¡Ah! ¿Es escrupuloso con las cuentas?

—Por tus preguntas, veo que tú también eres una mujer adulta, ¿eh?

—Entonces, ¿dónde está el problema? Podéis vivir juntos durante el resto de vuestras vidas. Es rarillo, pero tú también lo eres. Vamos, que te va como anillo al dedo.

—Quizá sí. Me gustaría seguir un tiempo más como ahora.

Lo dije mientras pensaba: «Si es posible, claro».

—Por cierto, cuando me has llamado, querías decirme algo, ¿verdad?

—Sí. Oye, perdona por meterte en lo de la tele, con lo del mural, ¿eh?

—¡Ah! Tranquila. No tiene importancia.

—¡Te has vuelto muy famosa! Incluso han hecho un especial sobre ti en las noticias —dijo Sayuri.

Me reí.

—¿Muy famosa, yo? ¡Qué va!

—En este barrio, eso es más que suficiente para que lo seas. Hay mucha gente que cree que, pintando tú el muro, si se habla del tema, es posible que al final no derriben el edificio.

—Ya veo.

—No quería involucrarte en eso. Lo siento.

—¿Y tú de qué lado estás?

—Yo no quiero que lo tiren. ¡Claro que no! El parvulario es mi razón de vivir. Hay muchos alumnos que vienen aquí desde hace tiempo. Pero no te lo pedí por eso. Yo sólo quería que pintaras un gran mural en el lugar donde trabajo. De verdad. No pretendía utilizarte, ni hacerte crear algo que supiera que iba a desaparecer —dijo Sayuri.

La conocía y sabía que hablaba en serio.

Sayuri mantenía la mirada gacha: al fijarme en la fina pelusilla alrededor de sus orejas y en sus cejas, dibujadas con un trazo grueso, comprendí que decía la verdad. Seguro que mucha gente le pedía que me dijera esto y lo otro, pero ella, en secreto, me protegía.

—No pasa nada. Tratándose del mural, no me importa conceder las entrevistas que hagan falta. Pero de lo demás sé muy poco. Lo siento —dije.

—Gracias. Y si, al final, resulta que tiran el edificio dentro de poco y este muro desaparece, perdóname. De verdad. Mientras siga aquí, haré todo lo que esté en mi mano para protegerlo —dijo Sayuri.

—No te preocupes. No lo pinto con la intención de que perdure. Además, no es culpa tuya —la tranquilicé.

—Ya. De todas formas, pienso hacer muchas fotos. Y quedarán en el Archivo de la ciudad. Eso ya es seguro —dijo Sayuri.

Si dijera que me era completamente indiferente que mi pintura perdurase, mentiría. Pero si dijera que deseaba que quedara para siempre, mentiría mucho más. Me gustaba venir y sentir cosas, y lo único que pretendía era plasmarlas en un gran dibujo. No iba más allá. Pensándolo bien, mi postura era algo frívola.

Al compararme con Sayuri, tan responsable y que tanto se desvivía por sus alumnos, sentí que mi actitud era injustificable para con ella.

A decir verdad, a mí me daba igual. Que destruyeran mis pinturas o que tuvieran buenas críticas. Y, aunque el parvulario desapareciera, si allí había gente buena e inteligente, seguro que su semilla germinaría de nuevo en cualquier otra parte.

«Esto es algo absoluto.»

Quizá me daba miedo pensarlo. Quería estar siempre fluyendo como el agua, seguir mirando como si contemplara el paisaje.

Aunque tenía amigos con quienes podía hablar en confianza, como estaba haciendo en aquel momento, jamás había tenido un amigo de verdad, alguien con quien me sintiera unida hasta el punto de fundir mi corazón con el suyo. Siempre había guardado una especie de distancia respecto a los demás.

El único amigo verdadero que había tenido en toda mi vida era Nakajima... Así lo sentía yo. Él era muy débil, pero poseía algo firme y seguro.

Y ese algo me devolvía, como un espejo, mi propia imagen. Sabía que no se equivocaba. Me sentía tranquila.

Desde hacía tiempo vivía lejos de mamá y me sentía autónoma; pero hasta hoy, cuando me he quedado sola, no he comprendido, al fin, lo mucho que dependía de ella.

No es que se lo consultara todo, pero cada vez que mi vida sufría algún cambio, tal como sucede ahora, la llamaba, regresaba a casa y veía su rostro. Me bastaba con eso, era el eje alrededor del cual pivotaba... Para lo bueno y para lo malo, volvía al punto de partida. Lo veo ahora que ella ya no está. Ese punto de partida, ¿existía ya antes de que yo naciera? No sé ni siquiera eso.

Cuando era niña, me volvía para mirar el rostro de mamá y cerciorarme de que me encontraba en el lugar correcto; ahora debo verificarlo por mí misma. Por más que diga que puedo situar mi figura a través de Nakajima, en cuanto desvíe la mirada sé que la perderé de vista. Los padres son algo absoluto; no es lo mismo.

Pasé demasiado tiempo viendo cómo moría; aún ahora soy incapaz de recordar la brillantez del espíritu de mamá cuando estaba bien. Lo único que recuerdo son sus estertores de muerte, el olor a moribundo que llenaba la habitación del hospital. Mamá estaba agonizando sola y yo no tenía cabida en aquel universo: en mi mente sólo revive la impotencia que sentí entonces.

En algún libro había leído que, si intentabas retener demasiado a un moribundo, no podría reencontrarse con Buda. Esto se me había quedado extrañamente grabado en la memoria, así que refrené el llanto tanto como pude y le di las gracias a mamá una y otra vez. No puedo por menos de pensar que fui una estúpida. Ojalá me hubiera deshecho en lágrimas. Como papá, aferrado al ataúd entre sollozos, armando un alboroto. Ojalá hubiera olvidado las miradas de la gente, sus opiniones, y hubiera sido yo misma.

De haberlo hecho, seguro que mamá, inquieta porque no me entregaba sin reservas a Nakajima, no se me hubiera aparecido en sueños.