De pie en la plaza del Feddan, conocida en la actualidad como plaza Hassan II y tan distinta en su arquitectura a como fuera cuando se denominaba plaza España, Emily sintió que una emoción profunda le inundaba el pecho. Estaba en Tetuán, estaba en el mismo sitio en el que sus abuelos, Malak y Ricardo, se vieron por primera vez tantas décadas atrás.
Giró despacio sobre sus pies, viendo con sus ojos el diseño actual de esa parte de la ciudad, pero tratando de fusionarlo en su mente con las descripciones que había hecho su abuela y con las fotografías que ella había tenido oportunidad de ver.
Esa plaza había sido diseñada en 1928 por un arquitecto español siguiendo las líneas del estilo andalusí. Había contado con ricos jardines, palmeras, un templete y un decorado original en el pavimento, que emulaba alfombras orientales. De ese lugar, más bien un oasis que había sido un sitio de esparcimiento y de reunión para los habitantes de Tetuán y también para quienes estuvieran de paso, solo quedaba el recuerdo. Si Emily tuviera que describir la plaza actual, una explanada de diseño modernista, diría que para su gusto le faltaba sombra y le sobraba cemento. En cambio, ahora había tomado relevancia el Palacio Real. Imponente y majestuoso, igual que una inmensa perla, capturaba la atención de los paseantes. Ubicado donde habían estado las residencias del Jalifa, representante del sultán, y del Alto Comisario, autoridad colonial española en tiempos del Protectorado, el edificio era un símbolo claro de quien ostentaba el poder.
Emily miró hacia ese lado de la ciudad donde se encontraba el barrio el Ensanche, fundado por españoles; del otro lado de las siete puertas, aparecía la medina puramente marroquí. Era allí, en esa franja de Tetuán, la paloma blanca, donde quedaban de manifiesto las dos culturas en un contraste impresionante y al mismo tiempo en una muestra de la capacidad de convivencia de esa gente.
Ella sabía que el Protectorado español en Marruecos se había extendido desde 1912 hasta 1956, año en el cual se formó el Reino de Marruecos. No obstante, la huella española podía rastrearse por todo el norte de África, pero principalmente en Tetuán, que había sido la capital del Protectorado. Edificios, nombres de calles en castellano y el uso del idioma español por parte de la gente mayor de la ciudad, eran claras muestras del legado ibérico.
Caminó hacia Bab Rouah, la puerta de los vientos, la cual limita con el Palacio Real, y por allí cruzó hacia la medina. Al hacerlo, creyó estar traspasando un portal hacia la edad media; tal era el contraste de un lado y del otro del muro.
Las calles simétricas y ordenadas del Ensanche, en un abrir y cerrar de ojos se transformaron en callecitas angostas y caóticas. Abarrotadas de puestos de venta de los productos más variados, de olores, y de gente yendo y viniendo, lograron apabullarla. Cada tendedero quería acercarla a su negocio y otras personas, niños y adultos, se ofrecían para hacerle de guía.
–Pase, señorita. Mire, aquí encontrará las mejores babuchas. De la mejor calidad de todo Tetuán –le aseguró un vendedor frente a una exhibición de zapatos bajos de cuero típicos, con punta fina algunos, redondeados otros, pero todos muy coloridos. El hombre hablaba en español.
Conque estas son las babuchas, pensó Milly.
–No, gracias. Ahora no deseo comprar zapatos –aclaró ella en el mismo idioma.
Emily había creído que le resultaría difícil poder comunicarse al ser el inglés su lengua madre. El idioma oficial de Marruecos era el árabe, también se hablaba algo de francés según en qué zonas y un poco de español en el norte, aunque en las ciudades turísticas y comerciales, había personas que hablaban entre tres y cuatro idiomas. Por su parte, su abuela le había enseñado a hablar en español y en árabe. Si bien no se sentía con la confianza necesaria como para entablar una conversación fluida, advirtió que sus conocimientos resultaban suficientes como para comprender qué querían decir esas personas y para hacerse entender.
–Venga conmigo, señorita, yo la llevo a ver las curtidurías –le ofreció un niño de unos once años en cuanto ella pudo evadir al vendedor de las babuchas. La impactó la cantidad de niños en la calle, ofreciendo sus servicios de “guías” en lugar de estar en la escuela.
–No, gracias –le respondió de manera tajante. A su entender, aceptar los servicios de esos niños, fomentaba que ellos siguieran prefiriendo hacer dinero en las calles en lugar de estudiar, que era donde les correspondía estar. Además, no pensaba ir a ver las curtidurías. Las explicaciones que recordaba de su abuela ya eran suficientes para tener pesadillas. Se estremecía con solo imaginar esas cantidades increíbles de pieles de animales, sabiendo que pertenecían a seres a los que se les había arrebatado la vida; seres que habían respirado, caminado y que sus corazones habían latido. Estaba segura de que, si presenciaba semejante espectáculo, el alma se le agujerearía sin piedad.
De hecho, habían sido los relatos acerca de las curtidurías y otros acerca de los sacrificios de corderos realizados por las familias musulmanas para Eid al-Adha, la Celebración del sacrificio, conocida también como Aid el Kebir, Fiesta Grande, las que sumadas a sus conocimientos de la crueldad que en occidente se emplea en la manipulación de animales para consumo, habían contribuido a que ella decidiera adoptar una alimentación vegetariana y evitar el uso de artículos en los que para su confección se hubiese recurrido a la matanza de algún animal. Comprendía y respetaba los motivos religiosos de estas personas y los argumentos que todas las culturas esgrimían con respecto a la alimentación y el uso de pieles. Sin embargo, para ella esos argumentos no eran suficientes y tampoco le traían paz. Para Emily, nadie tenía derecho a quitarle la vida a otro, ya fuera para consumo o no; pero era su punto de vista y no por eso podía pretender que las demás personas pensaran igual.
Unos pasos calle adentro, le salió al encuentro otro vendedor. Este le hizo probar una crema elaborada con aceite de argán y pretendió invitarla un vaso de té de menta a su tienda. Sabía que los marroquíes eran hospitalarios y que tenían por costumbre invitar a beber té, pero también, que lo usaban como estrategia para atraer potenciales clientes a sus negocios. En ese momento, Emily recordó las palabras de su madre advirtiéndole que algunos vendedores bajaban las cortinas metálicas una vez que “atrapaban” a las presas dentro de sus tiendas, y sintió bastante miedo. Se negó en rotundo y siguió caminando.
–Alfombras, alfombras de la mejor calidad –le ofrecieron mientras le ponían un tapete cerca del rostro.
–Verduras y frutas frescas cosechadas en el Rif –le ofreció una mujer vestida con ropas holgadas color tierra y un sombrero de paja adornado con lanas coloridas.
–Señorita, ¿no quiere hacerse un tatuaje de henna en manos y pies? Le sentará muy bonito.
Más se adentraba en la medina, mayor el flujo de gente y también la insistencia de los vendedores y de las personas que ofrecían sus servicios. De repente, Emily empezó a sentir que se quedaba sin aire. Le costaba respirar con normalidad y la fusión de olores, intensificados por las altas temperaturas, la abrumó. Durante un tramo de la calle habían abundado los productos comestibles: carnes, frutas, verduras, hasta gallinas que se vendían al peso vivo, uno debía elegir cuál quería y la mataban en el momento. Milly casi vomita el desayuno sobre ese puesto atendido por dos mujeres de pieles curtidas por el sol.
Le empezaron a transpirar las manos y la nuca. Sintió que se mareaba. Caminó otro poco, pero se detuvo en un recodo de la calle cuando creyó que se desmayaría, y atinó a sostenerse de una pared. Practicó sus ejercicios de relajación y respiración que tanto había puesto en práctica en otros ataques de pánico, en general relacionados con su miedo a las alturas cuando lo padecía. Debía reconocer que los tumultos de gente tampoco le sentaban nada bien.
–Señorita, ¿se siente mal? ¿Puedo hacer algo por usted? –le preguntó un joven en lengua árabe.
–Estoy bien, estoy bien –mintió ella para que él la dejara tranquila–. No compraré nada, no hoy –aclaró para que él no perdiera su tiempo con ella.
Sintió que el muchacho sonreía.
–No quiero venderle nada, solo me preocupo por usted.
Emily alzó el rostro hacia él. Reparó en que tenía unos bellos ojos pardos bordeados por espesas pestañas oscuras que le profundizaban la mirada, y una cálida sonrisa dibujada en el rostro. Vestía una chilaba colorida en tonos azules y borgoña cuya capucha en punta caía a su espalda, dejando al descubierto su cabello oscuro ondulado que brillaba bajo el sol. La miraba con bondad y se le notaba una paciencia que a ella logró transmitirle sensación de tranquilidad. En las manos no llevaba ningún objeto que pudiera vender.
–Lo siento –se disculpó Emily–. Es que… –señaló la locura del mercadillo–. No he podido lidiar con tanto.
Él volvió a reír.
–Por cierto, Salam –la saludó él, deseándole la paz en una abreviación del saludo que ella respondió de igual manera.
–Salam.
–Siéntese aquí –le señaló el escalón perteneciente a la entrada de una casa–. Volveré en un momento con un vaso de té de menta que la hará sentir como nueva.
–Pero… –quiso protestar ella.
Él alzó las manos para detenerla.
–Ya lo sé: no comprará nada y yo no quiero venderle nada. Solo aguarde aquí. No puede seguir andando en esas condiciones.
–De acuerdo –aceptó Milly, todavía reacia. Sin embargo, rodeada de tanta gente, no creyó que pudiera pasarle algo malo–. Gracias.
El joven regresó a los pocos minutos con un vaso de vidrio que contenía un té de menta demasiado dulce para su gusto pero que ella tuvo que beber sin rechistar. Aunque seguía desconfiando, al poco tiempo notó que ya se sentía mejor. Resultaba curioso que la infusión, que había estado bastante caliente, hubiera ejercido en ella un efecto refrescante inmediato.
–El azúcar y la menta hacen milagros –señaló él–. Al menos, ya ha recuperado el color en el rostro.
–Gracias. La verdad es que me siento mejor. Usted ha sido muy amable –reconoció, avergonzada de haber desconfiado. Acababa de comprobar que la hospitalidad y amabilidad marroquíes no era solo un mito. De todos modos, siempre debía ir con cuidado y atenta; personas con malas intenciones había en todas partes del planeta.
Él agradeció sus palabras llevándose la mano derecha al corazón y se presentó, siempre manteniendo las distancias dado que no estaban bien vistas las demostraciones de afecto o el contacto físico entre hombres y mujeres en público. Quienes transgredieran estas reglas, podían ser multados o sancionados.
–Mi nombre es Ahmed. ¿Puedo saber el suyo?
–Emily.
–Mucho gusto, Emily –dijo Ahmed llevando una vez más su mano derecha al corazón–. Si ya se encuentra bien, debo irme; pero si me necesita, sepa que me encontrará en ese café –señaló el lugar al que había ido en busca de la infusión–. Allí es donde trabajo.
–Ya estoy mejor, gracias –le aseguró en tanto le devolvía el vasito de vidrio–. Pero permítame pagar por el té.
–¡Nada de eso! Es una invitación de la casa y puede volver cuando guste –le ofreció el joven, que tendría unos veintisiete o veintiocho años–. Bislama –le dijo “adiós” antes de alejarse hacia el café.
–Bislama –repitió Emily, todavía sorprendida por el acto generoso del joven. Puesto que se sentía mejor, se puso de pie dispuesta a regresar al hotel. Por ese día, para ella ya había sido suficiente.
Si bien en un principio había creído que la mejor experiencia podría lograrla estando sola, esa jornada en Tetuán le había demostrado que no estaba preparada para tanto. Así que una vez en la habitación, tras hablarlo con su madre primero y después meditarlo bastante en soledad, decidió que lo más sensato sería acudir a su tía Fadila. Justin se regocijará en cuanto lo sepa, pensó Milly mientras entre los contactos de su móvil buscaba el número de su tía para establecer la llamada.
–Diga –habló una mujer al otro lado de la línea; por la voz, se trataba de alguien joven.
–Buenas tardes. Necesitaría hablar con mi tía Fadila, si es tan amable de pasarme con ella.
–¿Quién le digo que la llama? –preguntó la mujer. Emily supuso que ella podía ser esposa de alguno de sus primos.
–Su sobrina Emily, hija de Cristina.
–Aguarde un momento, por favor. Veré si la señora puede atenderla –indicó la joven mujer.
Hubo algunos instantes de silencio rotos solo por el sonido de pasos cerca del teléfono.
–Emy, cariño, ¿en verdad eres tú? –quiso saber Fadila. Se la notaba alegre.
–¡Sí, tía, soy yo! ¿Cómo estás?
–Muy bien, cariño, con ganas de verte. Tu madre me dijo que vendrías a Marruecos. ¿Qué me dices, cuándo podremos recibirte en casa?
–Ahora mismo estoy en Tetuán, tía.
–¡Mi niña, y no me has dicho nada! ¡Alguien podría haber ido a recibirte a la estación de autobuses!
–Estoy hospedada en un hotel del Ensanche, pero si tú no tienes inconvenientes, mañana me gustaría pasar a verte.
–¿A verme? ¡Será mejor que suspendas tu estadía en ese hotel pues te quedarás en casa! –impuso la mujer–. Y si la gerencia se niega a acceder a tus deseos, Abdul o Tarik pueden ir a negociar por ti.
Milly suspiró pero prefirió no negarse.
–No quisiera ser una molestia.
–¿Pero qué dices? Dime en qué hotel estás para que mañana a primera hora pase mi hijo Abdul a recogerte.
Emily le dio la dirección a su tía y conversaron un rato más. Fadila le contó que residía dentro de la medina, en un riad construido en una ladera del Rif. Cuando se despidieron, la mujer le hizo saber a su sobrina que estaba loca de contenta ante la idea de recibirla en su casa. Y, a decir verdad, Emily también lo estaba ante el repentino cambio de planes.
Emily salió al balcón y tomó asiento en un cómodo sillón de ratán. Desde allí tenía unas vistas espectaculares. Tomó una fotografía con el teléfono y se la envió a Kyle con el texto:
Emily:
Ciudad de Tetuán, la paloma blanca, donde se conocieron mis abuelos. En la imagen se ven la medina, las montañas del Rif y la playa de Martil.
Después se tomó otra en la que se la veía de perfil, mirando hacia el paisaje. Llevaba el cabello suelto y algunos mechones flotaban hacia un lado con la brisa. Cuando envió esa imagen, el texto que la acompañaba, decía:
Emily:
Casual.
Al recibir los mensajes, Kyle murió de ternura. Milly se veía bellísima, aunque lo inquietó algo que notó en la energía que ella transmitía. Se apresuró a escribir:
Kyle:
Preciosa.
¡Y decías que no servías para tomarte fotos! Pero ahora me mal acostumbraste y voy a esperar una foto tuya cada día.
Milly sonrió al leer lo escrito por Kyle. En lugar de seguirle el juego, le preguntó:
Emily:
¿Estás ocupado? ¿Puedo llamarte?
Kyle:
No a la primera pregunta. Sí a la segunda.
–¡Hola! –saludó Kyle al atender el llamado que Milly efectuó de inmediato en cuanto recibió su aprobación.
–¡Hola! –respondió ella con dulzura, feliz de oír la voz masculina.
–Por la foto que me enviaste, veo que estás en un balcón admirando la geografía de Marruecos. Pero cuéntame, Milly, ¿cómo va hasta ahora tu viaje? ¿Encontraste lo que esperabas o te sorprendiste? –indagó Kyle con intenciones de averiguar si ella estaba a gusto o si algo en ese viaje la incomodaba.
–Antes que nada debo decirte que los paisajes y contrastes son fascinantes. El colorido y la variedad increíble de objetos que veo aquí en Marruecos, no recuerdo haberlos visto antes.
–¿Ni siquiera en los mercadillos de Londres? –bromeó él.
–No, ni siquiera allí. Los colores aquí son vibrantes, intensos, pareciera que laten. Rojos, tonalidades de naranja y arena, como si fuesen una extensión del desierto; verdes, azules, morados… Donde quiera que mire, hay tanto colorido: en las construcciones, en los muebles, en los objetos de decoración; en las típicas babuchas y en las chilabas, ¡hasta en las especias!
–Entonces, ¿eso te sorprendió?
–Mmm, en realidad, sabía a medias con qué podía encontrarme, sin embargo, la realidad es distinta… mucho más intensa, podría decirse.
–Sí, creo que entiendo a qué te refieres.
–Seguro que alguna vez te habrá pasado a ti también. Deja que te cuente… Mientras trazaba mi plan de viaje, a partir de fotografías pude admirar los paisajes y hacerme una idea de lo que vería y deducir otros detalles: si el día que se tomó la foto había sol, por ejemplo. En cambio ahora que soy parte de esos paisajes, para mí toma otra dimensión, adquiere características que en las imágenes no pudieron incorporarse: aromas, temperaturas, sensaciones, sonidos… adquiere vida.
–Exacto, Milly, adquiere vida, y es solo entonces cuando el cuadro está completo. En la fotografía que me enviaste puedo ver que el lugar es hermoso, que sopla una brisa suave, apenas, porque tu pelo flota pero no está revuelto. Luces preciosa –la voz de Kyle se volvía cada vez más profunda–, y puedo imaginar la suavidad de la piel de tu cuello, revelada bajo el cabello y acariciada por el borde de tu blusa; pero no puedo sentirla en mis dedos, ni el aroma de tu perfume, que intuyo es dulce y aterciopelado. Tampoco puedo sentir los latidos de tu corazón junto a mi pecho, la calidez de tu aliento, el sabor de tus labios. Mi imaginación es muy florida, pero seguro el cuadro se volvería más intenso para mí si estuviera allí, junto a ti.
–Has captado la idea de lo que quise explicarte –pronunció ella, procurando no pensar en las sensaciones que Kyle había logrado movilizar en su cuerpo y, sobre todo, evitando quedar en evidencia. Ella también tenía una gran imaginación que se había disparado como loca con las palabras de él. Se aclaró la voz y prosiguió–: Bueno, ya ves entonces cómo me sorprendió Marruecos.
–Lo veo –pronunció él con intención. Milly seguía recurriendo a la técnica de cambiar de tema cuando algo la afectaba. Si hubiesen estado en videollamada, ella podría haber visto la sonrisa que él esbozó… y su imaginación hubiese enloquecido.
–En fin, pero así como en vivo y en directo la belleza del lugar se intensifica, también lo hacen el caótico ir y venir, el abarrotamiento de gente y objetos, los olores… Admiro a quienes logran adaptarse; para mí ha sido un shock del que todavía no me recupero. Pero es lo que quería vivenciar y no me arrepiento de haber iniciado este viaje.
–Lo nuevo, en mayor o menor medida, generalmente requiere de adaptación. Seguro que con el correr de los días te encontrarás recorriendo esas callejuelas como pez en el agua.
–Sí, tienes razón. Olvida todas las tonterías que te dije, seguro estoy exagerando –conjeturó. Antes de permitir que su interlocutor protestara, le preguntó–: ¿Qué hacías antes de mi llamado?
–Escucha… –le dijo él. Subió el volumen con el control remoto y acercó el teléfono al televisor. Oyó que Emily reía al otro lado de la línea.
–Miras al Chelsea. De haber sabido que jugaban hoy, hubiese llamado más tarde.
–¡Qué dices! –clamó Kyle, que había vuelto a silenciar el aparato–. Para mí es más importante hablar contigo que mirar el partido –le aseguró.
–Ah, pero si el Chelsea te apasiona solo la mitad de lo que recuerdo, entonces me tienes en alta estima –bromeó ella. Él, en cambio, adoptó un tono serio.
–¿Lo dudas, Emily? –la voz de Kyle, profunda al formular la pregunta y tan cerca que a ella le pareció que él le hablaba al oído, le provocó un estremecimiento a lo largo de la espina. Sin poder replicar, recostó la espalda en la silla, cerró los ojos y dejó que él siguiera hablando–. Deja que te demuestre lo importante que eres para mí.
–¿Y a dónde nos llevaría eso? –indagó, todavía con los ojos cerrados y arropada por las sensaciones que él le transmitía.
–Solo hasta donde tú lo desees. ¿Qué quisieras ahora, Emily?
–Que estuvieras aquí –se le escapó a ella. No bien las palabras abandonaron su boca, alzó los párpados y se enderezó en la silla, alterada por lo que acababa de decir. Se apresuró a enmendar el desliz–: Para que vieras con tus propios ojos y me dijeras si acaso exagero.
–Ah, para eso… ¿Solo para eso?
–Bueno, podríamos recorrerlo juntos –sugirió ella intentando un tono casual.
–¿Y a dónde me llevarías? –luego de la pregunta de Kyle hubo un breve silencio.
–A la medina, porque quisiera volver y sé que si tú estuvieras conmigo no me asustaría tanto –empezó a enumerar en esa especie de juego que ya no lo era tanto–. También podríamos ir a algún mirador, desde donde se vea el mar y los acantilados. Y, por supuesto, luego de una jornada tan activa, iríamos a cenar bajo las estrellas. Para ello se me ocurre un riad, rodeados de palmeras y plantas exóticas.
–¿Un riad? ¿Qué es eso?
–Riad en árabe significa jardín, por lo que aquí se les llama riad a las casonas construida con un jardín interno. Estos jardines suelen ser el atractivo principal, con decoración exquisita de mosaicos y plantas exóticas, también pueden contar con alguna fuente o piscina. Desde mi punto de vista, son lugares mágicos. Anoche me hospedé en un riad en Tánger y te puedo asegurar, Kyle, que el rato que pasé esta mañana escribiendo en ese jardín mientras desayunaba, fue de lo más productivo; mi cuaderno puede dar fe de ello.
–Me agrada tu plan. No me tientes, Milly, a ver si compro los pasajes y me aparezco por allí –le advirtió con voz alegre.
–No estaría mal –en cuanto lo dijo, se reprochó el padecer ese día de incontinencia verbal. ¿Acaso hoy no voy a ser capaz de ocultar mis pensamientos?–. ¿Y tú, a dónde quisieras ir?
–¿En Marruecos y contigo?
–Sí.
–Me gustaría que algún día pudiéramos cocinar juntos algún plato típico, de esos que te enseñó tu abuela Malak. También ir en una excursión al desierto. Dicen que las noches del Sahara son incomparables.
–Me gustan tus planes… Tal vez vaya al Sahara después de pasar por Chefchaouen.
–Deberíamos planificarlo –acotó Kyle. En ese momento, se oyeron golpes a la puerta de su dormitorio.
–Papá, ¿puedo pasar?
–Sí, Beth, ya te abro –se apresuró a responder. Durante su estadía en Brighton, ahora que Bethany ya no era una niña, necesitaban sus espacios privados. Por eso habían decidido pagar por dos habitaciones: ella se encontraba en el dormitorio contiguo al de Kyle. En tanto se ponía de pie y se acercaba a la puerta, le explicó a Emily–: Lo siento, es Bethany que ya debe de estar lista. Le prometí que saldríamos a comer una hamburguesa…
–No te preocupes, Kyle. Seguiremos otro día. Adiós –saludó y cortó la comunicación de manera un poco brusca.
Kyle lo advirtió, aunque con la irrupción de su hija no tuvo tiempo de pensar mucho en los motivos que Milly podría haber tenido para reaccionar así. Concluyó que ella lo había hecho por temor a demorarlo.
Sin embargo, la verdad era que Emily, de pronto, había caído en la cuenta de que para Kyle siempre lo más importante en la vida sería su hija. No es que se lo reprochara, pues para ella lo primero era su carrera; pero de alguna manera ese pensamiento la había inquietado.
No planeaba tener una relación con Kyle, pero de haberla, supo que nunca serían solo ellos dos, pues Bethany siempre estaría en el medio y sería la prioridad para él. Se preguntó si acaso estaba preparada para afrontar semejante desafío y no supo responder con certeza.