Antes, para celebrar el Día del Barrio, King Cuz y su banda del momento, la Colosseum Blvd et Tu, Brute Gangster Munificent Neighborhood Crips ’n’ Shit, se adentraban en busca de acción por el territorio de sus archienemigos, los Venice Seaside Boys, montando por Broadway Street una caravana de cuatro coches y veinte bravucones con el sol a la espalda. A menos que los metieran entre rejas, aquella era la única vez en todo el año en que la mayoría se aventuraba fuera del barrio. Pero desde el advenimiento del préstamo hipotecario de interés variable, muchos de los Venice Seaside Boys han sido expulsados de sus dominios por enotecas, talleres de medicina holística y estrellas de cine nerviosas que han levantado tapias de madera de cerezo de casi tres metros de altura alrededor de bungalós, en terrenos de mil metros cuadrados ahora convertidos en residencias de dos millones de dólares. Ahora, cuando los Venice Seaside Boys tienen que «ir al tajo» para defender el territorio, la gran mayoría debe venir desde lugares lejanos como Palmdale o Moreno Valley. Y ya no tiene gracia que el enemigo se niegue a luchar. No porque carezca de valor ni munición, sino por cansancio. Tras pelearse durante tres horas con el tráfico de la autovía y las carreteras cerradas, están demasiado cansados para apretar el gatillo. De modo que los dos vecindarios antes rivales ahora celebran juntos el Día del Barrio escenificando su propia reconstrucción de la Guerra Civil. Se reúnen en los sitios de las grandes batallas del pasado y se disparan balas de fogueo, petardos y bengalas, mientras los inocentes civiles de los cafés se agachan en las aceras o corren para ponerse a cubierto. Y ellos se montan en sus deportivos y sus bugas y, como miembros de una fraternidad universitaria que juegan al rugby en el barro, los descabellados hijos del Westside se persiguen los unos a los otros arriba y abajo por el paseo marítimo de Venice Beach, rindiendo homenaje a las disputas de antaño con «reyertas»: dándose golpes en el hombro mientras escenifican y reviven las peleas de bandas que cambiaron la historia: la batalla de Shenandoah Street, la reyerta de Lincoln Boulevard y la infame masacre de Los Amigos Park. Después se juntan con sus amigos y familiares en el centro recreativo, un campo de softball desmilitarizado que está en medio de la ciudad, y ratifican la paz con una barbacoa y cerveza.
A diferencia de todos los departamentos de policía que achacan cualquier disminución de la tasa de criminalidad a las políticas de «tolerancia cero», yo no quiero dar por sentado que mi campaña local de seis meses de apartheid tuviera algo que ver con la relativa calma que experimentó Dickens aquella primavera. Ese año, el Día del Barrio fue diferente. Marpessa, Hominy, Stevie y yo estábamos en el banquillo del equipo visitante despachando a los asistentes y veíamos que nos estábamos quedando sin fruta mucho más rápido de lo habitual. La gente pagaba lo que fuera por una ración. Por lo general, cada banda usa el parque el día designado para celebrar su barrio. Así, los Six-Trey Street Sniper City Killers reservan el parque el 3 de junio, porque junio es el sexto mes del año y trey significa «tres». Los Osos Negros Doce y Ocho no se reúnen el 8 de diciembre, sino el 12 de agosto, porque, al contrario de lo que cree la gente, en California hace un frío de cojones en invierno. Y yo estaba en aquel centro recreativo un cálido 15 de marzo, porque la Colosseum Blvd et Tu, Brute Crips celebra el Día del Barrio el día de los idus de marzo. ¿Cómo podría ser de otro modo?
A finales de los ochenta, antes de que la palabra «barrio» sirviera para denominar desde enclaves de lujo como Calabasas Hills, Shaker Heights o el Upper East Side hasta el zoo estudiantil de la universidad estatal, cuando un angelino mencionaba el barrio era solo en contextos como este:
—Yo que tú tendría cuidadito con ese hijoputa. ¡Es del barrio!
O este otro:
—Sí, sé que no visité a la abuela Silvia en su lecho de muerte, pero ¿qué querías que hiciera? ¡Vivía en el barrio!
Porque en aquellos días «barrio» solo designaba un lugar: Dickens. Y allí, en el campo de béisbol del centro recreativo, congregados bajo la bandera del Día del Barrio, que colgaba en lo alto de la caseta del equipo local, había familias y miembros de bandas de todos los colores y denominaciones. Dickens, el barrio antiguamente unido que, desde los disturbios raciales, se había balcanizado dividiéndose en innumerables cantones, se reformaba como Yugoslavia pero a la inversa. Mientras tanto, King Cuz y Panache, los antiguos Tito y Slobodan Milošević de Dickens, celebraban la reunificación brincando sobre un escenario improvisado con sus gafas de sol Oakley y sus melenas rizadas a lo Doris Day, moviendo los anchos hombros mientras rapeaban diabólicamente.
No había visto a Panache en años. No sabía si estaba al corriente de que Marpessa y yo nos acostábamos. Nunca le pedí permiso. Pero al verlo hacer sus truquitos habituales sobre el escenario con Lulu Belle —su escopeta del doce y el equivalente a Lucille, la guitarra de BB King—, que, como un malabarista criminal, lanzaba al aire, recogía y recargaba, para luego abatir un tapacubos de un disparo como si aquello fuera tiro al plato, y para colmo con una sola mano, se me ocurrió que tal vez debería haberlo hecho.
King Cuz gritó al micro:
—¡Sé que al menos uno de vosotros, negratas, tenía que haber traído algo de comida china!
Dos tipos, que la policía y cualquiera con un cociente intelectual de 50 en instinto callejero podrían haber denominado como «varones hispanos sospechosos», se pararon en la línea de la primera base, justo a un paso de la fiesta, con los brazos cruzados a la altura del pecho. Aunque tenían más o menos la misma pinta que todos los del parque, nos miraban con tanto desdén que era difícil saber si eran de Dickens. Como nazis en un acto del Ku Klux Klan, se sentían cómodos ideológicamente, pero no en términos de cultura corporativa. Corrió el rumor de que eran de Polynesian Gardens. Sin embargo, el olor irresistible de la barbacoa de nogal americano y la nube de hierba húmeda de primera que pendía sobre ellos los atraía más y más. Cuando llegaron a la zona de bateo, Stevie, que estaba cortando piñas con un machete, preguntó: «¿Conocéis a esos negratas?», sin apartar en ningún momento los ojos de los dos pavos que bajaban por los escalones de la caseta. Ambos iban vestidos con chinos holgados que les caían sobre dos pares de zapatillas Nike Cortez tan nuevas que, si se hubiesen quitado una y se la hubieran colocado en la oreja como una concha, habrían escuchado el rugido de un océano de talleres de costura. Stevie intercambió miradas carcelarias con el tipo del sombrero de tela, camiseta de fútbol y tatuaje de «Stomper» corriéndole por la mandíbula. En el barrio los hombres no llevan camisetas deportivas porque sean fans de un equipo en particular. El color, el logotipo y los números de la camiseta significan algo relacionado con las bandas.
Cuando acabas de salir del trullo, todo es racial. No es que no haya mexicanos en bandas predominantemente negras de Crips o Bloods, o negros en bandas con mayoría latina. Después de todo, en las calles lo que importa es la cercanía y la afinidad. Tu alianza es con los colegas y con el barrio al margen de la raza. En la cárcel le pasa algo a la política de identidad. Tal vez sea como en las películas, donde todo es blanco contra negro contra mexicano contra blanco, donde no hay lugar para oraciones condicionales, concesivas o adversativas. He oído hablar de hampones muy duros y daltónicos que al entrar en el tubo se entienden con los negros o los latinos que deberían ser sus enemigos. «¡A la mierda la raza! ¡Chinga poder negro! La madre de este negrata me daba comida cuando tenía hambre, así que a la mierda con esas pendejadas.»
El maromo de la camiseta blanca inmaculada con el nombre «Puppet» tatuado verticalmente en la garganta me saludó a mí primero y en español:
—¿Qué onda, pelón?
Nosotros, los pelones, no compartimos tanta animosidad racial. Hemos llegado a aceptar que, independientemente de la raza, de un modo u otro, todos los bebés recién nacidos parecen mexicanos y todos los calvos parecen negros. Le ofrecí una calada del canuto que me estaba fumando. Se le pusieron las orejas rojas y le brillaron los ojos como la laca japonesa.
—¿Qué mierda es esta, cabrón? —tosió Puppet.
—La llamo Túnel Carpiano. Venga, intenta cerrar la mano.
Puppet trató de cerrar la mano, pero no pudo. Stomper lo miró como si estuviera loco y luego le arrebató el canuto. No necesitaba un manual para darme cuenta de que, a pesar de las apariencias, Puppet y Stomper no estaban en el mismo bando. Después de una larga calada, Stomper retorció los dedos haciendo todo tipo de signos de bandas, pero por mucho que lo intentara no podía cerrar el puño. Se sacó la pipa niquelada de la cintura. Apenas podía asir el arma, ni mucho menos apretar el gatillo. Stevie se echó a reír y todos comimos porciones de piña. Aquellos colegas mordieron la fruta y la inesperada oleada de dulzura con un final ligeramente mentolado les hizo estremecerse y reír como niños pequeños. Luego, ante la atenta mirada de otros matones, los dos cholos se adentraron en el centro del campo mascando piña tranquilamente y compartiendo lo que quedaba de marihuana.
—Sabes que ese AN que lleva Johnny Unitas en el cuello no significa precisamente «amor a la naturaleza», ¿verdad?
—Sé lo que significa.
—Significa «asesino de negros». Dos negratas de bandas distintas, eso sí. No es normal que los tipos del Barrio P. G. y los del Varrio P. G. vayan juntos.
Hominy y yo nos intercambiamos una sonrisa. Tal vez los letreros que habíamos colgado en Polynesian Gardens al volver a casa del hospital estaban surtiendo efecto. Habíamos puesto dos. Los colgamos en sendos postes telefónicos, en ambas aceras de Baker Street, donde las antiguas vías del tren dividían el territorio entre el Varrio P. G. y el Barrio P. G. Los colocamos de tal manera que, si los de un lado de la calle querían saber lo que ponía en el letrero de su lado, tenían que cruzar las vías para leerlo. Así que todos tuvieron que aventurarse en territorio enemigo, solo para descubrir que la señal del lado norte de la calle era exactamente la misma que la del sur: en los dos se leía ESTE ES EL LADO BUENO.
Marpessa me sacó de la caseta y me llevó al home. King Cuz y una delegación de viejos matones y aspirantes zampaban costillas y piña de pie sobre las cajas de bateo. Cuando Marpessa lo interrumpió, Panache estaba masticando su rodaja de piña hasta la corteza, mientras contaba batallitas sobre la vida de un músico en la carretera.
—Solo quiero que sepas que me estoy tirando a Bombón.
Haciendo caso omiso de las malas noticias, Panache se metió en la boca lo que quedaba de piña, hasta la corteza, sorbiendo cada gota de jugo y relamiéndose. Cuando la fruta quedó seca como un hueso en el desierto, se acercó a mí, me golpeó en el pecho con el cañón de Lulu Belle y exclamó:
—Cojones, si pudiera comer esta piña todas las mañanas, yo mismo me tiraría a este negrata.
Se oyó un tiro. En el campo central, Stomper, al parecer todavía bajo los efectos del Túnel Carpiano, estaba descalzo, tumbado boca arriba, empuñando la pistola con los pies, partiéndose el culo de risa y apretando el gatillo con los dedos de los pies para disparar a las nubes. Parecía algo divertido, así que casi todos los hombres y unas cuantas mujeres fueron a reunirse con él, dando unas caladas a sus canutos, sacando las armas y esquivando la suciedad del campo a la pata coja mientras se quitaban el otro zapato, con la esperanza de pegar unos tiros al aire antes de que apareciera la policía.