Recuerdo que, el día después de que el negro saliera elegido presidente, Foy Cheshire, más chulo que un ocho, recorrió la ciudad en su cupé, tocando el claxon y enarbolando una bandera americana. No fue el único que lo celebró; Dickens no se alegró tanto como cuando absolvieron a O. J. Simpson ni cuando los Lakers ganaron la liga en 2002, pero poco faltó. Foy pasó por delante de mi casa y me vio sentado en la puerta pelando maíz.
—¿Por qué llevas esa bandera? —le pregunté—. ¿Por qué ahora? Nunca lo habías hecho.
Dijo que el país, los Estados Unidos de América, por fin había saldado sus deudas. Eso pensaba.
—¿Y qué hay de los nativos americanos? ¿Qué pasa con los chinos, los japoneses, los mexicanos, los pobres, los bosques, el agua, el aire y el puto cóndor de California? ¿Cuándo recibirán ellos su compensación? —le pregunté.
Él se limitó a sacudir la cabeza. Dijo algo sobre cómo mi padre se avergonzaría de mí y añadió que yo nunca lo entendería. Tiene razón: nunca lo entenderé.