Me gusta pensar que al principio éramos más. No muchos, supongo. Pero sí más que ahora.

Somos la minoría que el mundo no acepta. No nos acepta fuera del ámbito de la fantasía, que está en la lista negra. Somos como los demás. A veces actuamos como los demás. En muchos aspectos, somos como otro cualquiera. Estamos por todas partes, en cualquier calle. Llevamos una vida que podríais considerar normal, siempre que no os fijarais demasiado.

No todos nosotros sabemos lo que somos. Algunos mueren sin llegar a saberlo. Algunos lo sabemos, y nunca nos descubren. Pero estamos aquí.

Creedme.

 

 

Desde los ocho años, había vivido en esa parte de Londres que se llamaba Islington. Iba a un colegio privado para chicas, y a los dieciséis me puse a trabajar. Eso fue en el año 2056. AS 127, según el calendario de Scion. Se esperaba de los jóvenes que empezaran a ganarse la vida donde pudieran, y normalmente era detrás de algún tipo de mostrador. Había mucha oferta de empleo en el sector servicios. Mi padre creía que yo llevaría una vida sencilla; que era inteligente pero poco ambiciosa, que me contentaría con cualquier trabajo que la vida me ofreciera.

Mi padre se equivocaba, como siempre.

Desde los dieciséis años había trabajado en el mundo del hampa de Scion Londres (SciLo, como lo llamábamos en las calles). Trataba con implacables bandas de videntes, todas dispuestas a derribarse unas a otras para sobrevivir. Esas bandas formaban parte de un sindicato que abarcaba la ciudadela entera, dirigido por el Subseñor. Empujados hacia los bordes de la sociedad, nos veíamos obligados a delinquir para prosperar. Y por eso nos odiaban aún más. Hacíamos reales las historias que contaban de nosotros.

Yo tenía mi sitio en aquel caos. Era una dama, la protegida de un mimetocapo. Mi jefe, Jaxon Hall, era el mimetocapo responsable del sector I-4. Éramos seis los que trabajábamos directamente para él. Nos llamábamos los Siete Sellos.

No podía contárselo a mi padre. Él creía que trabajaba de dependienta en un bar de oxígeno, un empleo mal pagado pero legal. Era una mentira fácil. Si hubiera tratado de explicarle por qué me pasaba el día con delincuentes, no lo habría entendido. Mi padre no sabía que yo me parecía más a ellos que a él.

Tenía diecinueve años el día que mi vida cambió. Por entonces mi nombre ya sonaba en las calles. Tras una semana especialmente dura en el mercado negro, tenía previsto pasar el fin de semana con mi padre. Jax no entendía por qué necesitaba un poco de tiempo libre (para él, no había nada digno de nosotros fuera del sindicato), pero él no tenía una familia, y yo sí. O no tenía una familia viva. Y a pesar de que mi padre y yo nunca habíamos estado muy unidos, sentía que no debíamos perder el contacto. Una cena de vez en cuando, alguna que otra llamada de teléfono, un regalo por Novembertide. El único problema era su lista interminable de preguntas. ¿Dónde trabajaba? ¿Quiénes eran mis amigos? ¿Dónde vivía? Yo no podía contestar. La verdad era peligrosa. Si se hubiera enterado de a qué me dedicaba, es posible que él mismo me hubiera mandado a la colina de la Torre. Quizá debería haberle contado la verdad. Quizá eso lo habría matado. Fuera como fuese, no me arrepentía de haber entrado en el sindicato. Mi trabajo era deshonesto, pero estaba bien pagado. Y como siempre decía Jax, era mejor ser un forajido que un fiambre.

 

 

Ese día llovía. El último día que fui a trabajar.

Un equipo de soporte vital mantenía mis constantes. Parecía muerta, y en cierto modo lo estaba: mi espíritu se había separado parcialmente de mi cuerpo. Era un delito por el que habrían podido condenarme a la horca.

He dicho que trabajaba en el sindicato. Dejadme que lo aclare: era una especie de hacker mental. Más que leer otras mentes, era una especie de radar de mentes, en sintonía con lo que pasaba en el éter. Percibía los matices de los onirosajes, y la presencia de espíritus solitarios. Cosas que estaban fuera de mí. Cosas que los videntes normales no podían percibir.

Jax me utilizaba como herramienta de vigilancia. Mi trabajo consistía en seguir la pista de cualquier actividad etérea en su sección. A menudo me hacía vigilar a otros videntes, para averiguar si ocultaban algo. Al principio, solo me pedía que observara a personas que estaban en la misma habitación (personas a las que yo podía ver, oír y tocar), pero pronto se dio cuenta de que yo podía ir más allá. Podía percibir cosas que sucedían en otro sitio: un vidente que pasaba por la calle, una reunión de espíritus en Covent Garden. Mientras tuviera soporte vital, podía captar el éter en un radio de dos kilómetros alrededor de Seven Dials. Así que si Jaxon necesitaba que alguien cotilleara lo que estaba pasando en el I-4, podías apostar cualquier cosa a que me llamaría a mí. Decía que yo tenía potencial para ir aún más lejos, pero Nick no quería que lo intentara. No sabíamos qué consecuencias podría acarrearme.

Toda forma de clarividencia estaba prohibida, por supuesto, pero aquella con la que se podía ganar dinero era directamente pecado. Tenían un término especial para designarlo: mimetodelincuencia. Comunicación con el mundo de los espíritus, con la intención expresa de obtener beneficios económicos. El sindicato se basaba en la mimetodelincuencia.

La clarividencia pagada en efectivo estaba muy extendida entre quienes no lograban entrar en ninguna banda. Nosotros lo llamábamos limosnear; Scion lo llamaba traición. El método oficial de ejecución de quienes cometían esos delitos era la asfixia por nitrógeno, comercializada bajo la marca NiteKind. Todavía recuerdo los titulares: «Castigo sin dolor: el último milagro de Scion». Decían que era como quedarse dormido, como tomarse una pastilla. Todavía había ejecuciones públicas en la horca, y algún que otro caso de tortura por alta traición.

Yo cometía alta traición por el simple hecho de respirar.

Pero volvamos a ese día. Jaxon me había conectado al equipo de soporte vital y me había enviado a hacer un reconocimiento del sector. Yo llevaba tiempo cercando una mente que rondaba por allí, un visitante frecuente del sector 4. Había hecho todo lo posible para ver sus recuerdos, pero siempre había sucedido algo que me lo había impedido. Aquel onirosaje no se parecía a nada que yo hubiera visto hasta aquel momento. Incluso Jax estaba perplejo. Por las diferentes capas de mecanismos de defensa, habría jurado que su dueño tenía miles de años de edad, pero no podía ser eso. Era algo diferente.

Jax era muy desconfiado. Lo que correspondía en esos casos era que si un nuevo clarividente llegaba a su sector se anunciara a él en un plazo de cuarenta y ocho horas. Jax decía que debía de haber otra banda implicada, pero ninguna de las del I-4 tenía experiencia suficiente para obstaculizar mis reconocimientos. Ninguna sabía lo que yo podía hacer. No era Didion Waite, que dirigía la segunda banda más grande de la zona. No eran los limosneros muertos de hambre que frecuentaban Dials. No eran los mimetocapos territoriales especializados en hurto etéreo. Aquello era otra cosa.

Cientos de mentes pasaban a mi lado lanzando destellos plateados en la oscuridad. Iban deprisa por las calles, como sus dueños. Yo no reconocía a esas personas. No podía ver sus caras; solo vislumbraba los bordes de sus mentes.

Había salido de Dials. Mi percepción estaba más al norte, aunque no podía precisar dónde. Seguí aquella sensación de peligro que tan bien conocía. La mente del desconocido estaba cerca. Me llevó por el éter correteando como una luciérnaga, sorteando otras mentes. Se movía deprisa, como si me hubiera notado. Como si intentara huir.

No debía perseguir esa luz. No sabía adónde me llevaría, y ya me había alejado demasiado de Seven Dials.

«Jaxon te ha dicho que lo encuentres.» Era un pensamiento lejano. «Se va a enfadar.» Seguí adelante, a una velocidad mucho mayor de la que jamás había alcanzado con el cuerpo. Luché contra las limitaciones de mi físico. Ya podía distinguir la mente de aquel solitario. No era plateada, como las otras; no, la suya era oscura y fría, una mente de hielo y piedra. Corrí hacia ella. Estaba tan cerca… No podía dejarla escapar.

Entonces el éter tembló a mi alrededor y, de repente, el intruso desapareció. Su mente volvía a estar fuera de mi alcance.

 

 

Alguien me zarandeó.

Mi cordón argénteo (la conexión entre mi cuerpo y mi espíritu) era extremadamente sensible. Era lo que me permitía percibir onirosajes a distancia. También podía devolverme a mi piel. Cuando abrí los ojos, Dani estaba iluminándome la cara con una linterna de bolsillo. «Las pupilas reaccionan —dijo para sí—. Estupendo.»

Danica. El genio del grupo, con una inteligencia que solo Jax superaba. Era tres años mayor que yo y tenía todo el encanto y la sensibilidad de un golpe a traición. Cuando la contrataron, Nick la clasificó como sociópata. Jax dijo que era parte de su personalidad.

—Despierta, Soñadora. —Me dio un cachete—. Bienvenida al mundo de la carne.

La bofetada me dolió: era buena señal, aunque desagradable. Levanté una mano para quitarme la mascarilla de oxígeno.

La guarida fue cobrando definición. La vivienda de Jax era un almacén secreto de contrabando, lleno de películas, música y libros prohibidos, todo amontonado en estantes y recubierto por una gruesa capa de polvo. Había una colección de fascículos de terror, de esos que podías conseguir en Covent Garden los fines de semana, y un montón de panfletos grapados. Era el único sitio del mundo donde yo podía leer, ver y hacer lo que se me antojara.

—No deberías despertarme así —dije. Dani conocía las normas—. ¿Cuánto rato he estado allí?

—¿Dónde?

—¿Dónde crees?

Dani chascó los dedos.

—Ya, claro. En el éter. Perdona. No lo he contado.

Improbable: siempre me cronometraba.

Miré el reloj Nixie azul del equipo. Lo había fabricado Dani, y lo llamaba Sistema de Auxilio Mortal, o SAM. Monitorizaba y controlaba mis funciones vitales cuando percibía el éter a distancia. Vi las cifras y me dio un vuelco el corazón.

—Cincuenta y siete minutos. —Me froté las sienes—. ¿Me has tenido una hora en el éter?

—Puede ser.

—¿Una hora entera?

—Las órdenes son las órdenes. Jax dijo que quería que descifraras esa mente misteriosa antes del anochecer. ¿Has podido?

—Lo he intentado.

—Eso quiere decir que no has podido. Te has quedado sin bonificación. —Se bebió el café de un trago—. Todavía no puedo creer que perdieras a Anne Naylor.

Era inevitable que sacara aquello a colación. Unos días antes me habían enviado a la sala de subastas a reclamar un espíritu que le correspondía a Jax: Anne Naylor, la famosa fantasma de Farringdon. Habían ofrecido más que yo.

—Jamás habríamos conseguido a Naylor —dije—. Didion estaba muy pendiente del martillo, después de lo que pasó la última vez.

—Si tú lo dices. De todas formas, no sé qué habría hecho Jax con una duende. —Dani me miró—. Dice que te ha dado el fin de semana libre. ¿Por qué?

—Razones psicológicas.

—¿Qué significa eso?

—Significa que tus aparatos y tú me estáis volviendo loca.

Me tiró el vaso vacío.

—Cuido de ti, golfa. Mis aparatos no pueden funcionar solos. Podría largarme a comer y dejar que se te secara esa birria de cerebro que tienes.

—Hoy se me podría haber secado.

—Qué pena me das. Ya sabes cómo funciona esto: Jax da las órdenes, nosotros las cumplimos, nos pagan. Si no te gusta, vete a trabajar para Hector.

Touché.

Dani me dio mis botas gastadas de piel. Me las puse.

—¿Dónde están todos?

—Eliza duerme. Ha tenido un episodio.

Solo decíamos «episodio» cuando alguno de nosotros tenía un encuentro casi fatal, que en el caso de Eliza era una posesión no solicitada. Miré hacia la puerta de su taller.

—¿Está bien?

—Lo estará cuando haya dormido un poco.

—Supongo que Nick la habrá visto.

—Lo he llamado. Está con Jax en Chat’s. Me ha dicho que te acompañará a casa de tu padre a las cinco y media.

Chateline’s era uno de los únicos sitios a los que podíamos ir a comer, un bar restaurante con clase en Neal’s Yard. El dueño había hecho un trato con nosotros: le dábamos buenas propinas, y él no les decía a los centinelas lo que éramos. La propina costaba más que la comida, pero valía la pena si querías salir una noche.

—Pues llega tarde —dije—. Algo debe de haberlo retenido.

Dani cogió el teléfono.

—No, no te molestes. —Me recogí el pelo debajo de la gorra—. No quiero interrumpirlos.

—No puedes ir en tren.

—Sí puedo.

—Vas a palmar.

—No me pasará nada. Hace semanas que no vigilan la línea. —Me levanté—. ¿Desayunamos juntas el lunes?

—Puede ser. Le debo unas horas extras a la bestia. —Miró la hora—. Será mejor que te vayas. Son casi las seis.

Tenía razón. Tenía menos de diez minutos para llegar a la estación. Cogí mi chaqueta y corrí hacia la puerta, saludando con un rápido «Hola, Pieter» al fantasma que estaba en el rincón; a modo de respuesta, él emitió un resplandor tenue, aburrido. No vi el destello, pero lo sentí. Pieter volvía a estar deprimido. A veces, estar muerto lo afligía.

Teníamos una forma establecida de trabajar con los espíritus, al menos en nuestro sector. Con Pieter, por ejemplo, uno de nuestros fantasmas asesores (una musa, técnicamente): Eliza dejaba que la poseyera durante unas tres horas diarias, y dedicaba ese tiempo a pintar una obra maestra. Cuando terminaba, yo iba corriendo a Covent Garden y vendía el cuadro a algún coleccionista de arte incauto. Pero Pieter era muy temperamental. A veces pasaban meses sin que tuviéramos ninguna obra nueva.

En una guarida como la nuestra no había cabida para la ética. Suele pasar cuando obligas a una minoría a moverse en la clandestinidad. Suele pasar cuando el mundo es cruel. No había más remedio que seguir adelante. Sobrevivir como fuera, sacar un poco de pasta. Prosperar a la sombra del Arconte de Westminster.

La base de mi trabajo (de mi vida) estaba en Seven Dials. Concretamente, según el exclusivo sistema de división urbana de Scion, en el sector 4 de la cohorte I, o I-4. El sector estaba construido alrededor de una columna que se erigía en un cruce cerca del mercado negro de Covent Garden. En esa columna había seis relojes de sol.

Cada sector tenía su propio mimetocapo, hombre o mujer. Juntos formaban la Asamblea Antinatural, que en teoría gobernaba el sindicato, aunque cada uno hacía lo que le parecía en su sector. Dials se encontraba en el centro de la cohorte, donde el sindicato tenía más fuerza. Por eso lo había elegido Jax. Por eso seguíamos allí. Nick era el único que tenía su propia casa, más al norte, en Marylebone; solo la utilizábamos en caso de emergencia. En los tres años que yo llevaba trabajando para Jaxon, esto solo había ocurrido una vez, el día que la División de Vigilancia Nocturna (DVN) había hecho una redada en Dials con el fin de detectar algún rastro de clarividencia. Un recadista nos avisó con unas dos horas de antelación. Conseguimos desaparecer en la mitad de ese tiempo.

Era una típica noche de marzo, fría y lluviosa. Percibía espíritus. Dials había sido una barriada en la época pre-Scion, y todavía había gran cantidad de almas desconsoladas que deambulaban alrededor de la columna a la espera de nuevos encargos. Convoqué a una bandada de espíritus; un poco de protección nunca venía mal.

Scion era el no va más en seguridad amaurótica. Toda referencia a la otra vida estaba prohibida. Frank Weaver nos consideraba antinaturales, y como muchos Grandes Inquisidores antes que él, había enseñado al resto de Londres a detestarnos. A menos que fuera imprescindible, solo salíamos en horas seguras. Es decir, cuando dormía la DVN y tomaba el relevo la División de Vigilancia Diurna (DVD). Los agentes de la DVD no eran videntes. No les estaba permitido emplear la misma brutalidad que a sus homólogos nocturnos. Al menos, no en público.

Los agentes de la DVN eran diferentes. Clarividentes uniformados. Obligados a servir durante treinta años antes de someterse a la eutanasia. Un pacto diabólico, según algunos, pero que les proporcionaba una garantía de treinta años de vida desahogada. La mayoría de los videntes no tenían tanta suerte.

Londres había acumulado tanta muerte en su pasado que era difícil encontrar un sitio donde no hubiera espíritus. Formaban una red de seguridad. Aun así, tenías que confiar en que los que consiguieras fueran buenos. Si utilizabas un fantasma débil, tal vez solo lograra aturdir a tu agresor durante unos segundos. Los mejores eran los espíritus que habían tenido una vida violenta. Por eso ciertos espíritus se pagaban tan bien en el mercado negro. Por Jack el Destripador se habrían pagado millones si alguien hubiera conseguido encontrarlo. Había quienes todavía aseguraban que el Destripador era Eduardo VII: el príncipe caído, el Rey Sangriento. Scion afirmaba que él había sido el primer clarividente, pero yo nunca me lo había creído. Prefería pensar que siempre habíamos existido.

Fuera oscurecía. El cielo estaba teñido del dorado del atardecer, y la luna era una fina sonrisa blanca. Debajo se alzaba la ciudadela. The Two Brewers, el bar de oxígeno de la otra acera, estaba abarrotado de amauróticos. Gente normal. Los videntes decíamos que estaban aquejados de amaurosis, del mismo modo que ellos decían que nosotros lo estábamos de clarividencia. A veces los llamaban «carroños».

Nunca me había gustado esa palabra, su referencia a la putrefacción. Me parecía hipócrita llamarlos así, dado que éramos nosotros quienes conversábamos con los muertos.

Me abroché la chaqueta y me tapé los ojos con la visera de la gorra. Cabeza agachada, ojos abiertos. Esa era la ley que yo acataba, y no las de Scion.

—Señora, le leo la buenaventura por un chelín. ¡Solo un chelín, señora! El mejor oráculo de Londres, señora, se lo prometo. ¿Tiene algo para un pobre limosnero?

La voz pertenecía a un hombre delgado, acurrucado bajo una chaqueta también delgada. Hacía tiempo que no veía a ningún limosnero. No abundaban en el centro de la cohorte, donde la mayoría de los videntes pertenecían al sindicato. Leí su aura. No era un oráculo, sino un adivino; y un adivino muy estúpido, pues los mimetocapos despreciaban a los mendigos. Me dirigí hacia él.

—¿Qué demonios haces? —Lo agarré por el cuello de la chaqueta—. ¿Te has vuelto loco?

—Por favor, señorita. Estoy muerto de hambre —dijo él, con voz ronca a causa de la deshidratación. Tenía los típicos tics faciales de los adictos al oxígeno—. No me queda ni un chavo. No se lo diga al Vinculador, señorita. Solo quería…

—Pues lárgate de aquí. —Le puse unos billetes en la mano—. No me importa adónde vayas, pero vete de la calle. Cómprate una dosis. Y si mañana tienes que limosnear, hazlo en la cohorte VI, no aquí. ¿Me has entendido?

—Gracias, señorita.

Recogió sus escasas posesiones, entre las que había una bola de cristal, o de un material más barato que el cristal. Lo vi salir corriendo en dirección al Soho. Pobre hombre. Si malgastaba ese dinero en un bar de oxígeno, al poco tiempo volvería a estar en las calles. Muchos lo hacían: se conectaban a una cánula y aspiraban aire aromatizado durante horas. Era la única droga recreativa que podía obtenerse en la ciudadela. Fuera lo que fuese lo que hiciera ese limosnador, estaba desesperado. Quizá lo hubieran echado del sindicato, o lo hubiera rechazado su familia. No pensaba preguntárselo.

Nadie preguntaba.

Normalmente, la estación I-4B estaba llena. A los amauróticos no les importaba viajar en tren. No tenían auras que los delataran. La mayoría de los videntes evitábamos el transporte público, pero a veces los trenes eran más seguros que las calles. La DVN no tenía suficientes agentes para cubrir toda la ciudadela. Los controles al azar en los trenes eran poco frecuentes.

Había seis sectores en cada una de las seis cohortes. Si querías salir de tu sector, sobre todo por la noche, necesitabas un permiso de viaje y una buena dosis de suerte. Los metrovigilantes se desplegaban al anochecer. Eran una subdivisión de la DVN, formada por videntes a quienes les garantizaban poder llevar una vida estándar. Servían al Estado para seguir vivos.

Yo nunca me había planteado trabajar para Scion. A veces los videntes eran crueles unos con otros (y, hasta cierto punto, yo entendía a los que se volvían contra sus semejantes), pero aun así sentía cierta afinidad con ellos. Habría sido incapaz de detener a uno; sin embargo, cuando llevaba dos semanas trabajando a destajo y a Jax se le olvidaba pagarme, estaba tentada de hacerlo.

Escaneé mi pase cuando solo me quedaban dos minutos. Una vez que hube pasado las barreras, solté a mi bandada. A los espíritus no les gustaba que los llevaras demasiado lejos de sus guaridas y, si los obligaba, no me ayudarían.

Me dolía la cabeza. El medicamento que Dani me había administrado por vía intravenosa estaba dejando de hacer efecto. Una hora en el éter… Desde luego, Jaxon estaba forzando mis límites.

En el andén, un Nixie luminoso verde mostraba los horarios de los trenes; por lo demás, había poca luz. La voz pregrabada de Scarlett Burnish se oía por los altavoces:

«Este tren para en todas las estaciones del sector 4 de la cohorte I, dirección norte. Por favor, tengan preparados sus pases para la inspección. Estén atentos a los boletines ofrecidos por las pantallas de seguridad. Gracias y buenas noches».

Para mí no era una buena noche en absoluto. No había comido nada desde el amanecer. Jax solo me dejaba parar para comer si estaba de muy buen humor, lo que ocurría muy de vez en cuando.

Apareció otro mensaje en las pantallas de seguridad: TDR: TECNOLOGÍA DE DETECCIÓN RADIESTÉSICA. Los otros pasajeros no se dieron cuenta. Ponían esos anuncios continuamente:

«En una ciudadela tan poblada como Londres, es normal pensar que podría estar usted viajando junto a un individuo antinatural. —En la pantalla apareció una pantomima en la que cada silueta representaba a un ciudadano. Una se volvió roja—. La SciOECI está poniendo a prueba el escudo TDR en la terminal de Paddington, así como en el Arconte. Para 2061, esperamos tener instalado el escudo TDR en el ochenta por ciento de las estaciones del centro de la cohorte, lo que nos permitirá reducir la presencia de agentes de policía antinaturales en el metro. Para más información, diríjanse a Paddington, o pregunten a un agente de la DVD».

Aparecieron otros anuncios, pero yo me quedé pensando en ese. El TDR era la mayor amenaza para la población vidente de la ciudadela. Según Scion, podía detectar el aura a una distancia de seis metros. Si sus planes no sufrían un gran retraso, en 2061 no podríamos pisar la calle. Era típico de los mimetocapos: a ninguno se le había ocurrido una solución. Se limitaban a seguir peleando entre ellos. Y a pelear sobre sus peleas.

Las auras vibraban en la calle, por encima de mí. Yo era una especie de diapasón que zumbaba con su energía. Para distraerme, saqué mi pase, que llevaba mi fotografía, nombre, dirección, huellas dactilares, lugar de nacimiento y profesión. «Señorita Paige E. Mahoney, residente nacionalizada del I-5. Nacida en Irlanda en 2040. Trasladada a Londres en 2048 en circunstancias especiales. Empleada de un bar de oxígeno del I-4, de ahí el permiso de viaje. Rubia. Ojos grises. Metro setenta y cinco. Sin rasgos distintivos salvo los labios oscuros, seguramente a causa del hábito de fumar.»

Yo no había fumado en la vida.

Una mano húmeda me agarró por la muñeca. Me sobresalté.

—Me debes una disculpa.

Miré, desafiante, a un hombre de cabello oscuro con bombín y un sucio fular blanco. Debería haberlo reconocido por su hedor: Hector de Haymarket, uno de nuestros rivales menos higiénicos. Siempre olía a cloaca. Por desgracia, también era el Subseñor, el jefazo del sindicato. A su territorio lo llamaban Devil’s Acre, como la barriada de la época victoriana.

—Ganamos la partida. Con todas las de la ley. —Aparté el brazo—. ¿No tienes nada que hacer, Hector? Lavarte los dientes, por ejemplo.

—Y tú podrías jugar limpio, tramposa. Y aprender a ser más respetuosa con tu Subseñor.

—No soy ninguna tramposa.

—Yo creo que sí. —Hablaba en voz baja—. Por muchos aires que se dé ese capo vuestro, los siete sois unos mentirosos y unos estafadores de mierda. Dicen que eres la más astuta del mercado negro, mi querida Soñadora. Pero desaparecerás. —Me acarició la mejilla con un dedo—. Todos acaban desapareciendo.

—Tú también desaparecerás.

—Ya lo veremos. Y pronto. —Las siguientes palabras que pronunció me las susurró al oído—: Que tengas un buen viaje y llegues sana y salva a casa, golfilla.

Se esfumó por el túnel de salida.

Tenía que andarme con mucho cuidado cuando Hector estaba cerca. Como Subseñor no tenía ningún poder real sobre los otros mimetocapos (su única tarea era convocar reuniones), pero tenía muchos seguidores. Estaba picado desde que mi banda había vencido a sus lacayos jugando al tarocchi, dos días antes de la subasta de Naylor. A los hombres de Hector no les gustaba perder. Y Jaxon, que siempre los provocaba, no ayudaba mucho. La mayoría de los de mi banda habían evitado que los pusieran en la lista negra, sobre todo manteniéndose al margen; pero Jax y yo éramos demasiado insolentes. La Soñadora Pálida (así era como me llamaban en las calles) estaba en su lista de sentenciados. El día en que me acorralaran, podría darme por muerta.

El tren llegó con un minuto de retraso. Ocupé un asiento vacío. Solo había otra persona en el vagón: un hombre que iba leyendo El descendiente. Era vidente, un médium. Me puse en tensión. Jax tenía enemigos, y muchos videntes sabían que yo era su dama. También sabían que vendía cuadros que no podía haber pintado el verdadero Pieter Claesz.

Saqué mi tableta de datos y seleccioné mi novela autorizada favorita. Sin una bandada que me protegiera, la única medida de seguridad que podía adoptar era parecer tan normal y amaurótica como fuera posible.

Mientras pasaba las páginas, vigilaba al otro pasajero con el rabillo del ojo. Yo sabía que él me tenía en su radar, pero ninguno de los dos dijo nada. Dado que no me había agarrado por el cuello y no me había pegado hasta dejarme inconsciente, deduje que no debía de ser un aficionado al arte al que hubieran embaucado recientemente.

Me arriesgué a echar un vistazo a su ejemplar de El descendiente, el único periódico que seguía publicándose en papel. El papel se prestaba demasiado a usos inadecuados; con las tabletas de datos, en cambio, solo podíamos bajarnos los pocos medios aprobados por el censor. Vi las típicas noticias. Dos jóvenes ahorcados por alta traición, un centro comercial sospechoso clausurado en el sector 3. También había un artículo largo en el que se rechazaba la idea «antinatural» de que Gran Bretaña estaba políticamente aislada. El periodista llamaba a Scion «un imperio en fase embrionaria». Llevaban diciendo eso desde que yo tenía uso de razón. Si Scion todavía estaba en fase embrionaria, os aseguro que yo no quería estar por allí cuando saliera del útero.

Habían transcurrido casi dos siglos desde que se había instaurado Scion en respuesta a la amenaza de una «epidemia de clarividencia» percibida por el imperio. La fecha oficial era 1901, año en que se atribuyeron cinco asesinatos espantosos a Eduardo VII. Aseguraban que el Rey Sangriento había abierto una puerta que ya no podría volver a cerrarse; que había traído al mundo la plaga de la clarividencia; y que sus seguidores estaban por todas partes, reproduciéndose y matando, obteniendo su poder de una fuente de una maldad terrible.

A continuación llegó Scion, una república construida con el fin de erradicar la enfermedad. A lo largo de los cincuenta años siguientes se había convertido en una máquina de perseguir a videntes, donde todas las políticas importantes giraban en torno a los antinaturales. Los asesinatos siempre los cometían los antinaturales. La violencia aleatoria, los robos, las violaciones, los incendios… todo sucedía por culpa de los antinaturales. Con el tiempo, el sindicato de videntes se había desarrollado en la ciudadela, había formado un hampa organizada, y había ofrecido refugio a los clarividentes. Desde entonces, Scion se esforzaba aún más para erradicarnos.

Cuando hubieran instalado el TDR, el sindicato se vendría abajo y Scion lo vería todo. Teníamos dos años para ponerle remedio, pero con Hector como Subseñor, yo no abrigaba muchas esperanzas. De momento, su mandato solo nos había aportado corrupción.

El tren pasó sin incidentes por tres estaciones. Acababa de terminar un capítulo cuando se apagaron las luces y el tren se detuvo. Me di cuenta de lo que estaba pasando una milésima de segundo antes que el otro pasajero, que se enderezó en el asiento.

—Van a registrar el tren.

Intenté decir algo, confirmar sus temores, pero mi lengua parecía un trapo doblado.

Apagué la tableta. Se abrió una puerta en la pared del túnel. El Nixie del vagón anunció una ALERTA DE SEGURIDAD. Sabía qué pasaría a continuación: aparecerían dos metrovigilantes. Siempre había un jefe, generalmente un médium. Nunca había presenciado uno de esos controles, pero sabía que muy pocos videntes se libraban de ellos.

El corazón me martilleaba en el pecho. Miré al otro pasajero tratando de calibrar su reacción. Era médium, aunque no especialmente poderoso. Lo sabía, aunque no pudiera explicar cómo; mis antenas lo detectaban, sencillamente.

—Tenemos que salir de este tren. —Se levantó—. ¿Qué eres, guapa? ¿Un oráculo?

No le contesté.

—Sé que eres vidente. —Tiró de la manija de la puerta—. Venga, tesoro, no te quedes ahí sentada. Tiene que haber alguna forma de salir de aquí. —Se secó el sudor de la frente con la manga—. Tenía que haber un control precisamente hoy, precisamente el día…

No me moví. No había forma de escapar. Las ventanas estaban selladas; las puertas, cerradas con seguro. Y se nos había agotado el tiempo. Los haces de las linternas iluminaron el vagón.

Me quedé muy quieta. Metrovigilantes. Debían de haber detectado a cierto número de videntes en el vagón, o no habrían apagado las luces. Yo sabía que podían ver nuestras auras, pero querrían averiguar qué clase de videntes éramos exactamente.

Entraron en el vagón: un invocador y un médium. El tren seguía moviéndose, pero no habían vuelto a encenderse las luces. Se dirigieron al hombre primero.

—¿Nombre?

El hombre se enderezó.

—Linwood.

—¿Motivo del viaje?

—Vengo de visitar a mi hija.

—De visitar a tu hija. ¿Seguro que no vas a una sesión de espiritismo, médium?

Aquellos dos querían pelea.

—Tengo los certificados del hospital. Mi hija está muy enferma —replicó Linwood—. Tengo permiso para visitarla todas las semanas.

—Si vuelves a abrir la boca, se te van a acabar los permisos. —Se volvió hacia mí y me gritó—: ¡Tú! ¿Dónde está tu pase?

Lo saqué del bolsillo.

—¿Y el permiso de viaje?

Se lo di; hizo una pausa para leerlo.

—Trabajas en el sector 4.

—Sí.

—¿Quién ha expedido este permiso?

—Bill Bunbury, mi supervisor.

—Ya. Pero necesito ver algo más. —Me iluminó los ojos con la linterna—. No te muevas.

Aguanté sin parpadear.

—No tiene visión espiritista —comentó—. Debes de ser un oráculo. Hacía tiempo que no veía ninguno.

—Yo no había visto un oráculo con tetas desde los años cuarenta —observó el otro metrovigilante—. Esto les va a encantar.

Su superior sonrió. Tenía un coloboma en cada ojo, una señal de visión espiritista permanente.

—Estás a punto de hacerme muy rico, jovencita —me dijo—. Deja que vuelva a examinarte los ojos.

—No soy un oráculo —dije.

—Claro que no. Cierra el pico y abre esos ojitos.

Casi todos los videntes me tomaban por un oráculo. Un error fácil. Las auras eran similares; de hecho, eran del mismo color.

El vigilante me separó los párpados del ojo izquierdo con los dedos y me examinó las pupilas con el fino haz de la linterna buscando el coloboma. Linwood corrió hacia la puerta abierta y les lanzó un espíritu (su ángel guardián) a los metrovigilantes. El ángel se estrelló contra el vigilante de refuerzo e hizo un revoltijo con sus sentidos.

Pero el primer metrovigilante era muy rápido. Antes de que los demás pudiéramos movernos, había hecho aparecer una bandada de duendes.

—No te muevas, médium.

Linwood lo miró fijamente. Era un hombre de escasa estatura, de unos cuarenta años, delgado pero nervudo, con cabello castaño oscuro y las sienes encanecidas. Yo no podía ver a los duendes (no podía ver prácticamente nada, porque me deslumbraba la linterna), pero me estaban debilitando tanto que no podía moverme. Conté hasta tres. Nunca había visto a nadie controlar a un duende, y mucho menos a tres. Noté un sudor frío en la nuca.

Cuando el ángel giró sobre sí mismo para volver a atacar, los duendes empezaron a describir círculos alrededor del metrovigilante.

—Ven con nosotros por las buenas, médium —dijo este—, y convenceremos a nuestros jefes para que no te torturen.

—Hagan lo que tengan que hacer, caballeros. —Linwood levantó una mano—. Con los ángeles a mi lado, no le tengo miedo a ningún hombre.

—Eso dicen todos, señor Linwood. Pero cuando ven la Torre, ya no se acuerdan.

Linwood lanzó su ángel hacia el fondo del vagón. No vi la colisión, pero esta sacudió violentamente todos mis sentidos. Me obligué a levantarme. La presencia de los tres duendes estaba minando mis fuerzas; Linwood tenía mucha labia, pero era evidente que a él también le afectaba y que estaba haciendo todo lo posible para fortalecer a su ángel. Mientras el invocador controlaba a los duendes, el segundo metrovigilante recitaba el treno: una serie de palabras que compelían a los espíritus a morir por completo, enviándolos lejos del alcance de los videntes. El ángel tembló. Para hacerlo desaparecer habrían necesitado saber su nombre completo, pero mientras uno de los dos siguiera recitando, el ángel sería demasiado débil para proteger a su huésped.

La sangre me latía en las sienes. Tenía la garganta cerrada, los dedos entumecidos. Si no hacía nada, nos detendrían a los dos. Me vi en la Torre, sometida a torturas, condenada a la horca…

No, no estaba dispuesta a morir ese día.

Cuando los duendes se cernieron sobre Linwood, le sucedió algo a mi visión. Me centré en los metrovigilantes. Sus mentes vibraban junto a la mía, dos aros pulsantes de energía. Oí el golpe de mi cuerpo al caer al suelo.

Solo pretendía desorientarlos, ganar tiempo para huir. Contaba con el factor sorpresa: me habían infravalorado, porque los oráculos necesitaban una bandada para representar un verdadero peligro.

Yo no.

Me invadió una oleada negra de miedo. Mi espíritu se separó de mi cuerpo y se introdujo en el del primer metrovigilante. Antes de darme cuenta de lo que estaba haciendo, me había estrellado en su onirosaje. No contra él, sino dentro de él, a través de él. Lancé su espíritu al éter, dejando su cuerpo vacío. Antes de que su compinche pudiera reaccionar, le había sucedido lo mismo.

Mi espíritu regresó a mi cuerpo. Noté un fuerte dolor detrás de los ojos. Jamás había sentido un dolor semejante; era como si me clavaran puñales en el cráneo, como si me ardiera el cerebro; estaba tan caliente que no podía moverme ni pensar. Era vagamente consciente del suelo pringoso del vagón contra mi mejilla. Fuera lo que fuese lo que acababa de hacer, no tenía ninguna prisa por repetirlo.

El tren se balanceó. Debía de estar llegando a la siguiente estación. Me incorporé apoyándome en los codos, y me temblaron los músculos por el esfuerzo.

—¿Señor Linwood?

No me contestó. Me arrastré hasta donde estaba tumbado. Cuando el tren pasó junto a una luz de servicio, vi su cara.

Estaba muerto. Los duendes le habían extraído el espíritu. Su pase estaba en el suelo. William Linwood, cuarenta y tres años. Dos hijos, una con fibrosis quística. Casado. Empleado de banca. Médium.

¿Sabían su mujer y sus hijos que tenía una vida secreta? ¿O eran amauróticos y no sabían nada?

Tenía que recitar el treno, o Linwood quedaría atrapado en aquel vagón para siempre.

—William Linwood —dije—, vete al éter. Está todo arreglado. Todas las deudas están saldadas. Ya no tienes que morar entre los vivos.

El espíritu de Linwood flotaba cerca de su cuerpo. El éter produjo un susurro cuando él y su ángel desaparecieron.

Entonces se encendieron las luces, y se me cortó la respiración: había dos cuerpos más en el suelo.

Me agarré a una barra y me levanté. Tenía la palma sudorosa y apenas podía sujetarme. El primer metrovigilante estaba a solo unos palmos, muerto; todavía tenía la expresión de sorpresa en la cara.

Lo había matado. Había matado a un metrovigilante.

Su compañero no había tenido tanta suerte. Estaba tendido boca arriba, con los ojos fijos en el techo; le resbalaba un hilillo de saliva por la barbilla. Cuando me acerqué a él, se sacudió un poco. Noté un escalofrío, y el sabor de la bilis abrasándome la garganta. No había empujado su espíritu lo suficientemente lejos, y se había quedado flotando en las partes más oscuras de su mente: las partes secretas, silenciosas, donde no podía habitar ningún espíritu. Había enloquecido. No: yo lo había hecho enloquecer.

Apreté las mandíbulas. No podía dejarlo así; ni siquiera un metrovigilante merecía semejante destino. Le puse las manos, frías, sobre los hombros y me armé de valor para practicarle la eutanasia. El metrovigilante dio un gruñido y susurró:

—Mátame.

Tenía que hacerlo. Se lo debía.

Pero no podía. No podía matarlo.

Cuando el tren entró en la estación I-5C, me coloqué junto a la puerta. Subieron otros pasajeros y vieron los cadáveres, pero ya era demasiado tarde para atraparme. Yo ya había subido a la calle y me había calado la gorra para ocultar mi cara.