El Custodio y yo pasamos varias noches sin hablarnos. Tampoco reanudamos mis entrenamientos. Todas las noches me marchaba nada más sonar la campana, y al pasar a su lado ni siquiera lo miraba. Él sí me miraba, pero nunca me impedía salir. A veces yo deseaba que lo hiciera, porque así habría podido desahogar mi rabia.

Una noche intenté ir a ver a Liss. Estaba lloviendo, y quería calentarme junto a su hornillo. Pero no podía ir, después de lo que había pasado con el Custodio. Tras haber ayudado otra vez al enemigo, no me habría atrevido a mirar a Liss a los ojos.

Pronto encontré un nuevo refugio, un lugar donde podía estar a solas: el soportal que cubría los escalones de la entrada de Hawksmoor. En su día debía de haber sido una construcción majestuosa, pero ahora esa misma grandeza le confería un aire trágico: fría, triste y con las esquinas erosionadas, se diría que aguardaba el regreso de una época que tal vez no volviera nunca. Ese rincón se convirtió en mi refugio. Iba allí todas las noches y, si no había arrancahuesos de guardia, me colaba en la biblioteca abandonada y me llevaba un montón de libros al soportal. Había tantas novelas prohibidas que empecé a preguntarme si sería allí adonde Scion las enviaba todas. Jax habría vendido su alma para hacerse con ellas. Si hubiera tenido un alma que vender.

Habían pasado cuatro noches desde la sangría. Yo seguía sin entender por qué había ayudado al Custodio. ¿A qué estaba jugando conmigo? Pensar que se había bebido mi sangre me producía náuseas. No quería ni acordarme de lo que había hecho.

Llovía mucho; había decidido quedarme dentro, en la biblioteca, y había dejado una ventana entreabierta. Si venían a buscarme, los oiría. No dejaría que me pillaran desprevenida, como en el I-5. Había encontrado un libro titulado Otra vuelta de tuerca escondido entre los estantes. Me tumbé boca abajo bajo un escritorio y encendí una lamparita de aceite.

En el Broad reinaba el silencio. La mayoría de los bufones estaban empezando a ensayar para la celebración del Bicentenario. Se había extendido el rumor de que el Gran Inquisidor en persona iba a asistir al acto. Tenían que conseguir impresionarlo con nuestra nueva forma de vida, o quizá no permitiera que se prolongara aquel «acuerdo especial». Aunque no tenía mucha alternativa. Con todo, teníamos que demostrarle que éramos útiles, aunque solo fuera para entretener. Que valíamos un poco más de lo que costaría administrarnos NiteKind.

Saqué el sobre que me había dado David. Dentro había una hoja amarillenta arrancada de un cuaderno, con un fragmento de texto. La examiné. Parecía como si se le hubiera caído una vela encima: las esquinas estaban duras, impregnadas de cera, y en el medio había un gran agujero producido por una quemadura. En una esquina de la hoja había un boceto emborronado; parecía una cara, pero estaba deformada y descolorida. Solo pude descifrar unas pocas palabras.

 

– – refaítas son – – de doble – – En el – – llamados – – confinado – – pueden – – períodos de tiempo ilimitados, pero – – nueva forma, cuando – – hambre – – incontrolable e – – energía alrededor de la presunta – – flor roja, la – – único método – – naturaleza del – – y solo entonces pueden – –

 

Intenté hilvanar otra vez las palabras, encontrar algún patrón. No era muy difícil conectar los fragmentos sobre el hambre y la energía, pero no se me ocurría qué podía significar la flor roja.

El sobre contenía otra cosa: un daguerrotipo desvaído. La fecha «1842» estaba garabateada en una esquina. Lo contemplé largo rato, pero solo conseguí distinguir unas manchas blancas sobre negro. Me guardé el sobre en el blusón y mordisqueé un poco de toke rancio. Cuando se me cansó la vista, apagué la lámpara y me acurruqué en posición fetal.

Mi cabeza era una maraña de cabos sueltos. El Custodio y sus heridas. Pleione llevándole la sangre de Seb. David y su interés por mi bienestar. Y Nashira, con sus ojos que todo lo veían.

Me obligué a pensar solo en el Custodio. Todavía me enfurecía cuando pensaba en la sangre de Seb, embotellada y etiquetada, lista para su consumo. Confiaba en que se la hubieran extraído cuando todavía estaba vivo, y no de su cadáver. Luego estaba Pleione. Ella le había llevado la sangre al Custodio; debía de saber que iba a sufrir una necrosis, o como mínimo que podía sufrirla. Debía de haber previsto la necesidad de llevarle sangre humana antes de que fuera demasiado tarde. Como Pleione se había retrasado, el Custodio había tenido que beber mi sangre. Fuera lo que fuese lo que estuviera haciendo, lo hacía con la complicidad de Pleione.

El Custodio guardaba un secreto. Y yo también. Yo estaba ocultando mi conexión con los bajos fondos, eso que a Nashira tanto le interesaba. Si él aceptaba mi silencio, yo también aceptaría el suyo.

Me toqué el brazo vendado. Esa herida, que seguía sin cicatrizar, era para mí tan repugnante como la marca. Si me dejaba una cicatriz, jamás olvidaría la pena y el miedo que había sentido cuando me la había hecho. Un miedo muy parecido al que había sentido la primera vez que me había enfrentado al mundo de los espíritus. Miedo de ser lo que era. De lo que podía llegar a ser.

 

 

Debí de quedarme dormida. Un fuerte dolor en la mejilla me devolvió a la realidad.

—¡Paige!

Liss me estaba zarandeando. Abrí los ojos, hinchados y enrojecidos.

—Paige, ¿qué demonios haces aquí? Ya ha amanecido. Los arrancahuesos te están buscando.

Levanté la cabeza, adormilada.

—¿Por qué?

—Porque el Custodio se lo ha ordenado. Tenías que estar en Magdalen hace una hora.

Liss tenía razón: una luz dorada estaba tiñendo el cielo. Liss me ayudó a levantarme.

—Tienes suerte de que no te hayan encontrado aquí. Está prohibido.

—¿Cómo me has encontrado?

—Antes yo también venía a este sitio. —Me sujetó por los hombros y me miró a los ojos—. Tienes que suplicarle al Custodio que te perdone. Si le suplicas, quizá no te castigue.

Casi me eché a reír.

—¿Suplicarle?

—Es la única forma.

—No pienso suplicarle nada.

—Te pegará.

—No me importa. Tendrán que llevarme ante él.

Miré por la ventana.

—¿Tendrías problemas si me encontraran en tu chabola?

—Es mejor eso a que te encuentren aquí. —Me agarró la muñeca—. Vamos. No tardarán en buscar por aquí.

Escondí la lámpara y el libro bajo una estantería de una patada. Bajamos la escalinata a toda prisa y salimos al exterior. La atmósfera olía a lluvia inminente.

Liss me hizo esperar hasta que hubo comprobado que no había nadie cerca. Cruzamos el patio, pasamos por el húmedo soportal y salimos al Broad. El sol brillaba por encima de los edificios. Liss separó dos paneles de contrachapado que estaban sueltos y nos colamos en el Poblado. Me guió entre corrillos de actores. Sus objetos personales, rescatados de la basura, estaban esparcidos por los pasadizos, como si hubieran registrado las chozas. Vi a un chico al que le sangraban los ojos apoyado en una pared. Todos susurraban al vernos pasar.

Me metí en la choza. Julian esperaba allí sujetando un cuenco de skilly que apoyaba sobre una rodilla. Levantó la cabeza y dijo:

—Buenos días.

Me senté.

—¿Te alegras de verme?

—Supongo. —Me sonrió—. Aunque solo sea para acordarme de que necesito urgentemente un despertador.

—¿No deberías estar en tu residencia?

—Estaba a punto de irme; pero, ahora que has venido, tengo la sensación de que iba a perderme la fiesta.

—¡Estáis locos! —nos reprendió Liss—. Aquí se toman muy en serio el toque de queda, Jules. Os va a caer una buena a los dos.

Me pasé la mano por el pelo húmedo.

—¿Cuánto tardarán en encontrarnos?

—No mucho. Pronto volverán a revisar las habitaciones. —Se sentó—. ¿Por qué no os vais?

Tenía todos los músculos del cuerpo en tensión.

—No pasa nada, Liss —dije—. Me arriesgaré.

—Los arrancahuesos son implacables. No te escucharán. Y te lo advierto, el Custodio te matará si…

—No me importa.

Liss apoyó la cabeza en una mano. Miré a Julian. Ya no llevaba el traje de novato, sino un blusón rosa.

—¿Qué has tenido que hacer?

—Nashira me preguntó qué era —respondió—. Le dije que era palmista, pero evidentemente no supe leerle las manos. Hizo entrar en la habitación a una amaurótica y la hizo atar a una silla. Me acordé de Seb y le pregunté a Nashira si me dejaba usar agua para hacer la predicción.

—¿Eres hidromántico?

—No, pero no quiero que Nashira sepa qué soy. Fue lo primero que se me ocurrió. —Se frotó la cabeza—. Llenó un cuenco dorado y me ordenó buscar a una tal Antoinette Carter.

Arrugué el entrecejo. Antoinette Carter había sido una celebridad en Irlanda a principios de los años cuarenta. Recordaba que era una mujer delgada de mediana edad, frágil y enigmática. Tenía un programa de televisión, Las verdades de Toni, que se emitía todos los jueves por la noche. Le tocaba las manos a la gente y aseguraba ver su futuro, que predecía con voz grave y comedida. Cancelaron el programa después de la Incursión de 2046, cuando Scion invadió Irlanda, y Carter pasó a la clandestinidad. Todavía publicaba un panfleto ilegal, Stingy Jack, que denunciaba las atrocidades de Scion.

Por razones que nosotros desconocíamos, Jaxon le había pedido a un falsante llamado Leon (un experto en enviar mensajes fuera de Scion) que estableciera contacto con ella. Yo nunca supe cuál había sido el resultado. Leon era un buen falsante, pero llevaba tiempo esquivar los sistemas de seguridad de Scion.

—Es una fugitiva —dije—. Vivía en Irlanda.

—Pues ya no está en Irlanda.

—¿Qué viste? —No me gustó la expresión de su cara—. ¿Qué le dijiste?

—No te va a gustar. —Dio un suspiro antes de continuar—. Le dije que había visto unos relojes de sol. Recordé que Carl los había mencionado, y creí que parecería verosímil que yo los hubiera visto también.

Desvié la mirada. Nashira andaba buscando a Jaxon. Tarde o temprano descubriría dónde estaban esos relojes de sol.

—Lo siento. Me daría con la cabeza contra la pared. —Julian se frotó la frente—. ¿Por qué son tan importantes esos relojes de sol?

—No puedo decírtelo. Lo siento. Pero pase lo que pase… —miré hacia la entrada de la choza— Nashira no debe volver a oír hablar de esos relojes de sol. Podría poner en peligro a unos amigos míos.

Liss se echó una manta por encima de los hombros.

—Paige —dijo—, me parece que tus amigos han intentado ponerse en contacto contigo.

—¿Qué quieres decir?

—Gomeisa me llevó al Castillo. —Su rostro se tensó—. Estaba en mi celda, barajando las cartas para hacerle la lectura, y de pronto me sentí atraída hacia el Colgado. Cogí la carta, y estaba invertida. Vi el éter. La cara de un hombre. Me recordó a la nieve.

«Nick.» Los adivinos siempre decían eso de Nick cuando lo veían: que era como la nieve.

—¿Qué te envió?

—Una imagen de un teléfono. Creo que intenta averiguar dónde estás.

Un teléfono. Claro: él no sabía dónde estaba. La banda no sabía que Scion me había apresado, aunque a esas alturas ya debían de sospechar algo. Nick quería que lo llamara, quería oírme decir que estaba bien. Debía de haberle llevado días encontrar el camino adecuado por el éter. Si volvía a intentarlo mediante una sesión de espiritismo, quizá lograra enviarme un mensaje. No entendía por qué se lo había enviado a Liss. Él conocía mi aura; en teoría habría sido mucho más fácil encontrarla. Quizá fueran las pastillas, o algún tipo de interferencia provocada por los refas; pero no importaba.

Había intentado ponerse en contacto conmigo. No iba a abandonar.

La voz de Julian me sacó de mi ensimismamiento:

—¿De verdad conoces a otros saltadores, Paige? —Lo miré, y él se encogió de hombros—. Creía que el séptimo orden era el más raro.

«Saltadores»: una palabra cargada de connotaciones. Un orden de videntes, como los adivinos y los augures. Era la categoría a la que yo pertenecía: los videntes que podían alterar o entrar en el éter. Jax había desencadenado la gran separación de los videntes en los años treinta, cuando tenía aproximadamente mi edad. Todo había empezado con Sobre los méritos de la antinaturalidad, que se había extendido como una plaga por los bajos fondos de la videncia. En esa obra había identificado siete órdenes de clarividentes: adivinos, augures, médiums, sensores, furias, guardianes y saltadores. Afirmaba que los tres últimos eran muy superiores a los otros. Era una forma novedosa de abordar la clarividencia, que hasta entonces nadie había categorizado; pero los órdenes inferiores no se lo habían tomado bien. Las guerras de bandas que ocasionó habían durado dos cruentos años. Al final los editores de Jax habían retirado el panfleto, pero las rencillas persistían.

—Sí —dije—. Solo a uno. Es un oráculo.

—Pues debes de tener un puesto muy alto en el sindicato.

—Sí, bastante alto.

Liss me sirvió un cuenco de skilly. Si tenía alguna opinión formada sobre el panfleto, no la expresó.

—Jules —dijo—, ¿te importa que hable un momento a solas con Paige?

—Claro que no. Me quedaré fuera vigilando por si vienen los rojos.

Salió de la choza. Liss se quedó mirando el hornillo.

—¿Qué pasa? —pregunté.

Se ciñó la manta.

—Estoy preocupada por ti, Paige.

—¿Por qué?

—Tengo un mal presentimiento sobre esa celebración, el Bicentenario. Ya sé que no soy un oráculo, pero veo cosas. —Sacó la baraja—. ¿Me dejas que te eche las cartas? Hay ciertas personas a las que siento la necesidad de hacerles una predicción.

Vacilé. Yo solo había usado las cartas para jugar al tarocchi.

—Como quieras.

—Gracias. —Puso la baraja entre las dos—. ¿Alguna vez te han leído los signos? ¿Un adivino o un augur?

—No, nunca.

Me habían preguntado muchas veces si quería que me hicieran una predicción, pero nunca había estado convencida de que fuera buena idea asomarme al futuro. A veces Nick me daba pistas, pero yo no solía dejarle entrar en detalles.

—Vale. Dame la mano.

Le tendí la mano derecha, y Liss me la cogió. Su rostro adoptó una expresión de concentración intensa. Sacó siete cartas de la baraja y las puso boca abajo en el suelo.

—Utilizo la extensión elíptica. Leo tu aura, y luego escojo siete cartas y las interpreto. No todos los lectores interpretamos igual cada una de las cartas, así que no te enfades si oyes algo que no te gusta. —Me soltó la mano—. La primera indicará tu pasado. Me mostrará algunos de tus recuerdos.

—¿Ves los recuerdos?

Liss esbozó una sonrisa. Eso era algo de lo que todavía se enorgullecía.

—Los lectores podemos utilizar objetos, pero en realidad no encajamos en ninguna categoría. Hasta Sobre los méritos lo reconocía. Yo lo considero algo positivo.

Dio la vuelta a la primera carta.

—Cinco de copas —dijo. Cerró los ojos—. Perdiste algo cuando eras muy pequeña. Hay un hombre de pelo rojizo. Son sus copas las que se derraman.

—Mi padre —dije.

—Sí. Estás de pie a su lado, hablando con él. No te contesta. Mira fijamente un retrato. —Sin abrir los ojos, Liss giró la siguiente carta. Estaba del revés—. Esto es el presente —prosiguió—. El rey de bastos, invertido. —Frunció los labios—. Te domina. No puedes escapar de su control.

—¿El Custodio?

—No lo creo. Pero tiene poder. Espera demasiado de ti. Le tienes miedo.

«Jaxon.»

—La siguiente representa el futuro. —Liss giró la carta y aspiró entre los dientes—. El Diablo. Esta carta representa impotencia, restricción, temor; pero te lo impones tú misma. El Diablo representa a alguien, pero no puedo verle la cara. Por mucho poder que esa persona tenga sobre ti, conseguirás librarte de ella. Intentará hacerte creer que estás unida a ella para siempre, pero no será así, aunque te lo parezca.

—¿Te refieres a una pareja? —Notaba una opresión en el pecho—. ¿Un novio? ¿O es el Custodio?

—Podría ser. No lo sé. —Forzó una sonrisa—. No te preocupes. La siguiente carta te indicará qué tienes que hacer cuando llegue el momento.

Miré la cuarta carta.

—¿Los Amantes?

—Sí. —Había bajado la voz—. No veo gran cosa. Hay tensión entre el espíritu y la carne. Demasiada tensión. —Sus dedos se desplazaron hacia la siguiente carta—. Influencias externas.

No sabía si quería continuar. Hasta el momento, Liss solo había dicho una cosa positiva, e incluso esa iba a resultar dolorosa. No esperaba que salieran Los Amantes, desde luego.

—La Muerte, invertida. La Muerte es una carta que les sale a menudo a los videntes. Suele aparecer en la posición del pasado o el presente. Pero aquí, invertida… No estoy segura. —Los ojos le temblaron bajo los párpados—. A partir de aquí, mi visión se vuelve confusa. Las cosas no están nada claras. Sé que el mundo cambiará a tu alrededor, y que harás todo lo que puedas para resistirte. La muerte actuará de diferentes maneras. Si retrasas el cambio, prolongarás tu sufrimiento.

»La sexta carta. Tus esperanzas y tus miedos. —La cogió y la acarició con el pulgar—. Ocho de espadas.

La carta tenía dibujada a una mujer encerrada en un círculo de espadas que apuntaban hacia abajo. Llevaba los ojos vendados. Liss estaba sudando y le brillaba la piel.

—Te veo. Tienes miedo. —Le temblaba la voz—. Veo tu cara. No puedes moverte en ninguna dirección. Puedes quedarte quieta, atrapada, o sentir el dolor de las espadas.

Debían de ser las cartas más negativas que Liss había visto jamás. Yo no tenía ningunas ganas de ver la última.

—Y el resultado final. —Cogió la última carta—. La conclusión de todas las anteriores.

Cerré los ojos. El éter tembló.

No llegué a ver la carta. Tres personas irrumpieron en la choza, y Liss se sobresaltó. Los arrancahuesos me habían encontrado.

—¡Vaya, vaya! Creo que hemos encontrado a la fugitiva. Y a su cómplice. —Uno de ellos agarró a Liss por la muñeca y la levantó de un tirón—. ¿Qué, echándole las cartas a tu invitada?

—Solo estaba…

—Solo estabas usando el éter. En privado —dijo una voz femenina, desdeñosa—. ¿Acaso no sabes que solo puedes echarle las cartas a tu guardián, 1?

Me levanté.

—Creo que es a mí a quien buscáis.

Se volvieron los tres hacia mí. La chica era un poco mayor que yo; tenía el cabello largo y desgreñado, y una frente prominente.

Los dos chicos se parecían tanto que tenían que ser hermanos.

—Es verdad. Es a ti. —El más alto de los dos apartó a Liss de un empujón—. ¿Vas a venir por las buenas, 40?

—Depende de adónde queráis llevarme —contesté.

—A Magdalen, desgraciada. Ya ha amanecido.

—Iré yo sola.

—Te escoltaremos —dijo la chica mirándome con profundo desprecio—. Son las órdenes. Has violado las normas.

—¿Vais a impedírmelo?

Liss sacudió la cabeza, pero no le hice caso. Miré fijamente a la chica, que tenía las mandíbulas muy apretadas.

—Adelante, 16.

16 era el más bajo de los dos chicos, pero era muy corpulento. Me agarró por la muñeca. Torcí rápidamente el brazo hacia la derecha, y se le abrió la mano. Le hinqué el puño entre las clavículas y lo empujé hacia su hermano.

—He dicho que iré yo sola.

16 se llevó las manos al cuello. El otro chico se abalanzó sobre mí. Esquivé su brazo, levanté una pierna y le propiné una patada en el estómago que le cortó la respiración. La chica me pilló desprevenida: me agarró un mechón de pelo y tiró de él. Me golpeé la cabeza contra la pared de chapa metálica. 16 se echó a reír entre resuellos mientras su hermano me inmovilizaba contra el suelo.

—Me parece que tienes que aprender a ser más respetuosa —dijo y, jadeando, me tapó la boca con una mano—. Seguro que a tu guardián no le importará que te enseñe una lección. Además, nunca está por aquí.

Empezó a manosearme el pecho. Me había tomado por una presa fácil, una chica indefensa. No sabía que estaba ante una dama. Le pegué con la frente en toda la nariz. El chico maldijo en voz alta. La chica me agarró los brazos. Le mordí la muñeca, y chilló.

—¡Zorra de mierda!

—¡Suéltala, Kathryn! —Liss la sujetó por el blusón y la separó de mí—. ¿Qué te ha pasado? ¿Te has vuelto tan cruel como Kraz?

—He madurado. No quiero ser como tú y vivir rodeada de mierda —le espetó Kathryn—. Eres patética. Una bufona repugnante y patética.

Mi agresor sangraba abundantemente por la nariz, pero no pensaba rendirse. Me caían gotas de su sangre en la cara. Me tiró del blusón y rompió una costura. Le empujé el pecho; mi espíritu estaba a punto de estallar. El impulso de atacar era tan intenso que se me empañaron los ojos.

Y entonces apareció Julian. Tenía un derrame en un ojo y un corte reciente en la mejilla. Debían de haberle pegado antes de entrar en la choza. Agarró al chico por el cuello con un brazo.

—¿Es así como os ponéis calientes los arrancahuesos? —Nunca lo había visto tan furioso—. ¿Solo os gusta si ellas se resisten?

—Estás muerto, 26 —dijo mi agresor con voz estrangulada—. Espera a que tu guardiana se entere de esto.

—Cuéntaselo. A ver si te atreves.

Me bajé el blusón con manos temblorosas. El casaca roja levantó los brazos para protegerse. Julian le asestó un gancho brutal en la mandíbula. La sangre le salpicó el blusón al chico y lo dejó lleno de manchas oscuras. Le saltó un trozo de diente de la boca.

Kathryn arremetió a golpes contra Liss; le dio en la cara con el dorso de la mano, y Liss dejó escapar un grito. Ese grito me sobresaltó. Era el grito de Seb, solo que esta vez todavía no era demasiado tarde. Me levanté del suelo con la intención de derribar a Kathryn, pero 16 me agarró por la cintura. Era médium, pero no estaba utilizando espíritus. Quería ver sangre.

—¡Suhail! —gritó.

El alboroto había atraído a un grupo de bufones. Entre ellos también había un casaca blanca. Lo reconocí: era el chico de las trencitas cosidas, el cantor.

—¡Ve a buscar a Suhail, inútil! —le gritó Kathryn. Tenía a Liss sujeta por el pelo—. ¡Corre!

El chico no se movió. Tenía unos ojos grandes y oscuros, con largas pestañas. Ya no estaban infectados. Lo miré y sacudí la cabeza.

—No —dijo.

—¡Traidor! —le gritó 16.

Algunos actores huyeron al oír esa palabra. Empujé a 16, y empecé a sudar bajo el blusón. Veía un resplandor en los bordes de mi visión.

El hornillo. Vi las llamas ascendiendo por los tablones.

Liss logró soltarse de Kathryn y apartó de un empujón a 16. Julian lo sujetó y lo arrastró lejos de nosotras.

Una nube de humo empezaba a llenar la choza. Liss se puso a recoger sus cartas, intentando reunir la baraja. Kathryn le empujó la cabeza hacia abajo y la inmovilizó. Liss dio un grito apagado.

—Eh, mira —dijo Kathryn mostrándome una carta—. Creo que esta es para ti, XX-40.

En la carta había dibujado un hombre tendido boca abajo, con diez espadas clavadas.

Liss intentó quitarle la carta.

—¡No! Esa no era la…

—¡Cierra el pico, asquerosa! —Kathryn la inmovilizó. Forcejeé con 16, pero me estaba haciendo una llave de cabeza—. ¿Te quejas de lo dura que es tu vida? ¿Crees que es muy duro bailar para ellos mientras nosotros estamos ahí fuera arriesgándonos a que los zumbadores nos coman vivos?

—No tenías por qué volver, Kathy…

—¡Cállate! —Kathryn le golpeó la cabeza contra el suelo. Estaba demasiado furiosa para preocuparse por el fuego—. Todas las noches voy al bosque y veo que le arrancan los brazos a la gente, solo para que los emim no vengan aquí y os degüellen a todos. Y todo para que tú puedas seguir jugando a las cartas y haciendo virguerías con tus cintas. No quiero volver a ser como tú, ¿me oyes? ¡Los refas han visto algo más importante en mí!

Julian se llevó a 16 afuera. Intenté recoger las cartas, pero Kathryn se me adelantó.

—Buena idea, 40 —dijo, furiosa—. Démosle una lección a esa asquerosa casaca amarilla.

Lanzó toda la baraja a las llamas.

Las consecuencias fueron inmediatas. Liss dio un grito espantoso, desgarrador. Jamás había oído a ningún humano producir un sonido parecido. Se me pusieron los pelos de punta. Las cartas ardieron como hojas secas. Lizz intentó rescatar una, pero le sujeté la muñeca.

—¡Es demasiado tarde, Liss!

No me hizo caso. Metió una mano en el fuego, gritando una y otra vez «No, no» con voz ahogada.

Sin más combustible que la parafina derramada, el fuego no tardó en apagarse. Liss se quedó arrodillada, con las manos enrojecidas y brillantes, mirando fijamente los restos chamuscados. Tenía la tez grisácea y los labios amoratados. Sollozaba desconsoladamente mientras se mecía adelante y atrás. La abracé y me quedé mirando el fuego como atontada. El cuerpo menudo de Liss se estremecía.

Sin sus cartas, Liss ya no podría conectar con el éter. Tendría que ser muy fuerte para sobrevivir al shock.

Kathryn me agarró por el hombro.

—Si hubieras venido con nosotros, esto no habría pasado. —Se limpió la sangre de la nariz—. Levántate.

Miré a Kathryn y lancé una pizca de mi espíritu contra su mente. Ella se encogió, apartándose de mí.

—No te me acerques —dije.

El humo me escocía los ojos, pero no desvié la mirada. Kathryn intentó reír, pero empezó a sangrarle la nariz.

—Eres un monstruo. ¿Qué eres, una especie de furia?

—Las furias no pueden afectar el éter.

Paró de reír.

Se oyó un grito ahogado al otro lado de la cortina, y Suhail irrumpió en la choza apartando a empujones a los aterrorizados actores. Miró alrededor: el humo, el desorden. Kathryn se arrodilló y agachó la cabeza.

Me quedé quieta. Suhail me agarró por el pelo y acercó mi cara a la suya.

—Vas a morir —dijo—. Hoy.

Se le pusieron los ojos rojos.

Entonces comprendí que lo decía en serio.