La Residencia del Suzerano parecía mucho más fría y oscura que el día del sermón. Estaba sola con Suhail, y seguramente también estaría sola con Nashira. Empecé a notar pequeños espasmos que me recorrían las piernas.
Suhail no me llevó a la sala del sermón ni a la capilla. Me arrastró por los pasillos y me metió en una habitación de techos altos con ventanas en arco. La iluminaba una araña de luces en la que ardían velas, y una chimenea enorme. La luz proyectaba sombras móviles en la bóveda nervada del techo.
En el centro de la habitación había una larga mesa de comedor. A la cabecera de la mesa, sentada en una silla con tapizado rojo, estaba Nashira Sargas. Llevaba un vestido negro de cuello alto, de diseño geométrico, escultórico.
—Buenas noches, 40.
No dije nada. Hizo una seña con la mano.
—Ya puedes irte, Suhail.
—Sí, soberana de sangre. —Suhail me empujó hacia ella—. Hasta la próxima —me susurró al oído—, perra.
Salió por la puerta sin decir nada más. Me quedé en la habitación en penumbra, mirando a la mujer que quería matarme.
—Siéntate —me ordenó.
Iba a sentarme en la silla del extremo opuesto de la mesa, a unos cuatro metros de ella, pero Nashira señaló la que tenía más cerca, a su izquierda, en el lado más alejado de la chimenea. Rodeé la mesa y me senté; el más leve movimiento me producía dolor de cabeza. Suhail no se había comedido lo más mínimo al asestarme aquel último puñetazo.
Nashira no me quitaba los ojos de encima. Unos ojos de color absenta. Me pregunté en quién se habría cebado esa noche.
—Estás sangrando.
Junto a los cubiertos había una servilleta sujeta con un grueso aro de oro. Me limpié el labio, hinchado, con ella, y manché de sangre el lino de color marfil. Doblé la servilleta para ocultar la mancha y me la puse en el regazo.
—Supongo que debes de estar asustada —dijo Nashira.
—No.
Debería estarlo. Lo estaba. Esa mujer lo controlaba todo. Era su nombre el que se susurraba a oscuras, sus órdenes las que ponían fin a vidas. Sus ángeles caídos se deslizaban alrededor, sin alejarse mucho de su aura.
El silencio crecía. Yo no sabía si mirarla o no. Con el rabillo del ojo vi que algo reflejaba la luz del fuego: una campana de cristal que estaba en el centro mismo de la mesa. Bajo el cristal había una flor marchita, con los pétalos marrones y arrugados, que se sostenía mediante un fino alambre. Ignoraba de qué tipo de flor se trataba, pues estaba irreconocible. No se me ocurría ninguna razón por la que Nashira pudiera tener una flor muerta en el centro de su mesa de comedor; pero, claro, era Nashira. Vivía rodeada de cosas muertas.
Reparó en mi interés.
—Hay cosas que están mejor muertas —dijo—. ¿No te parece?
Yo no podía desviar la mirada de la flor. Y no estaba segura, pero me pareció que mi sexto sentido temblaba.
—Sí —coincidí.
Nashira levantó la vista. Había varias hileras de rostros de yeso sobre las ventanas, por lo menos cincuenta en cada una de las paredes más largas. Me sentí atraída hacia la que tenía más cerca y la examiné. Era una cara de mujer, con la expresión relajada y una sonrisa enigmática. La mujer parecía tranquila, como si durmiera.
De pronto sentí náuseas. Era La desconocida del Sena, la famosa máscara mortuoria francesa. Jax tenía una réplica en su guarida. Según él, aquella mujer, a la que encontraba hermosa, había sido la obsesión de los bohemios a finales del siglo XIX. Eliza le había obligado a taparla con una sábana. Decía que le ponía los pelos de punta.
Miré despacio alrededor, abarcando toda la habitación. Todas las caras eran máscaras mortuorias. Tuve que contener las arcadas. Nashira no solo coleccionaba espíritus de videntes, sino también sus caras. Me acordé de Seb. ¿Y si Seb estaba allí también? Bajé la mirada, pero seguía teniendo el estómago revuelto.
—Tienes mala cara —observó Nashira.
—Estoy bien.
—Me alegro de oírlo. Sería una lástima que enfermaras en esta etapa crucial de tu estancia en Sheol I. —Sin dejar de mirarme, pasó un dedo enguantado por el cuchillo que tenía junto al plato—. Mis casacas rojas se reunirán con nosotras dentro de unos minutos, pero antes quería hablar contigo en privado.
»El consorte de sangre ha ido informándome de tus progresos. Me dice que ha hecho todo lo posible por sacar a la luz tu don, pero que no has conseguido la posesión plena de un onirosaje, ni siquiera la del de un animal. ¿Es eso cierto?
Nashira no lo sabía.
—Sí, es cierto —confirmé.
—Qué pena. Y, sin embargo, te enfrentaste a un emite y sobreviviste. Incluso heriste a ese ser. Por esa razón Arcturus cree que deberíamos ascenderte a casaca roja.
No supe qué decir. El Custodio no le había contado lo de la mariposa. Ni lo de la cierva. Eso significaba que no quería que Nashira descubriera mis aptitudes; sin embargo, sí quería que me hicieran casaca roja. ¿A qué estaba jugando esta vez?
—Qué callada estás —observó Nashira. Tenía una mirada glacial—. El día del sermón no te mostraste tan tímida.
—Me dijeron que solo debía hablar cuando me lo ordenaran.
—Pues te lo ordeno.
Me habría gustado decirle que se metiera sus órdenes donde le cupieran. Ya había sido insolente con el Custodio, y no me habría importado serlo también con ella; pero Nashira todavía tenía la mano sobre el cuchillo, y su fría mirada revelaba una falta de escrúpulos total. Al final, procurando aparentar sumisión, dije:
—Me alegro de que el consorte de sangre me considere digna del blusón rojo. Lo he hecho lo mejor que he podido en los exámenes.
—No lo dudo. Pero no nos confiemos. —Se recostó en la silla—. Quiero hacerte unas preguntas. Antes de tu banquete de investidura.
—¿Banquete de investidura?
—Sí. Enhorabuena, 40. Ya eres casaca roja. Hay que presentarte a tus nuevos colegas, todos fieles a mí. Incluso por encima de sus respectivos guardianes.
Me palpitaban las sienes. Casaca roja. Arrancahuesos. Había llegado a los niveles más altos de Sheol I, el círculo de allegados de Nashira Sargas.
—Quiero hablar contigo sobre Arcturus —dijo Nashira mirando el fuego de la chimenea—. Creo que compartís dependencias.
—Tengo mi propia habitación. En el piso de arriba.
—¿Alguna vez te ha pedido que salgas de ella?
—Solo para entrenar.
—¿Nada más? ¿Quizá para charlar un rato?
—No le interesa hablar conmigo —respondí—. Dudo mucho que yo pudiera decir algo de interés para el consorte de sangre.
—Tienes mucha razón.
Me mordí la lengua. Nashira no tenía ni idea de cuánto le interesaba al Custodio, ni de todo lo que él me había enseñado en sus propias narices.
—Supongo que habrás explorado sus dependencias. ¿Hay algo en la Torre del Fundador que te haya llamado la atención? ¿Algo que se salga de lo normal?
—Tiene unos extractos de plantas que no conozco.
—Flores.
Asentí con la cabeza, y ella cogió algo de la mesa. Un broche, deslustrado por el tiempo, con forma de la flor de la caja de rapé del Custodio.
—¿Has visto este símbolo en la Torre del Fundador?
—No.
—Lo dices muy segura.
—Estoy segura. No lo he visto nunca.
Me miró a los ojos. Intenté sostenerle la mirada.
Oí cerrarse una puerta a lo lejos. Una fila de casacas rojas entraron en la habitación; los acompañaba un refa al que no reconocí.
—Bienvenidos, amigos —los saludó Nashira—. Sentaos, por favor.
El refa se tocó el pecho con un puño y salió de la habitación. Escudriñé las caras de los humanos. Veinte arrancahuesos, todos bien alimentados e impecables. Los veteranos de la Era de Huesos XIX iban a la cabeza. Kathryn se encontraba entre ellos, al igual que 16 y 17. Cerraba la fila Carl, con blusón rojo y con el pelo peinado con raya. Me lanzó una mirada de reproche. Seguramente nunca había visto a un casaca rosa sentado a la mesa de la soberana de sangre.
Todos tomaron asiento. Carl se vio obligado a ocupar la única silla libre, la que estaba enfrente de mí. David se sentó unos cuantos asientos más allá. Tenía otro corte en la cabeza, cosido con unas cuantas suturas adhesivas. Con las cejas arqueadas, contemplaba las máscaras mortuorias.
—Me alegro de que hayáis podido venir esta noche. Gracias a vuestros incesantes esfuerzos, esta semana no hemos sufrido ningún ataque de emim que valga la pena mencionar. —Nashira fue mirándolos uno a uno—. Dicho esto, no debemos olvidar que esos seres constituyen una amenaza constante. Su brutalidad no tiene remedio y, por culpa de la fractura del umbral, tampoco hay forma de encerrarlos en el Inframundo. Vosotros sois lo único que se interpone entre los cazadores y sus presas.
Todos asintieron. Todos se lo creían. Bueno, David quizá no. Él seguía observando una máscara, con un amago de sonrisa en los labios.
Mi mirada se encontró con la de Kathryn, sentada al otro lado de la mesa. Un cardenal enorme le ocupaba todo un lado de la cara. 16 y 17 ni siquiera me miraron. Mejor. Si me miraban, quizá no fuera capaz de contener el impulso de lanzarles el cuchillo de mi cubierto. Liss seguía en su choza, muriéndose, por culpa suya.
—22 —Nashira se volvió hacia el arrancahuesos sentado a su derecha—, ¿cómo está 11? Tengo entendido que sigue en Oriel.
El joven carraspeó.
—Está un poco mejor, soberana de sangre. No hay señales de infección.
—Su valor no ha pasado inadvertido.
—Se sentirá honrado de oírlo, soberana de sangre.
«Sí, soberana de sangre. No, soberana de sangre.» A los refas les encantaba que les acariciaran el ego.
Nashira volvió a dar unas palmadas. Cuatro amauróticos entraron por una portezuela; cada uno llevaba una bandeja, y con ellos entró un aroma abrumador a hierbas. Michael era uno de ellos, pero no me miró. Se afanaron en repartir un banquete magnífico por la mesa, alrededor de la campana de cristal. Uno nos sirvió vino blanco muy frío en las copas. Se me hizo un nudo en la garganta. Las bandejas estaban rebosantes de comida. Pollo delicadamente cortado, tierno y suculento, con la piel crujiente y dorada, con relleno de salvia y cebolla; salsa de carne, espesa y con un olor dulzón; salsa de arándanos; verduras al vapor y patatas asadas; rollizas salchichas envueltas con panceta. Era un festín digno del Inquisidor. A una señal de Nashira, los arrancahuesos se pusieron a comer. Comían deprisa, pero sin la urgencia salvaje del hambre.
Me dolían las tripas. Quería comer. Pero entonces me acordé de los bufones, que sobrevivían a base de grasa y pan duro en sus tugurios. Allí dentro había tanta comida, y allí fuera, tan poca. Nashira reparó en mis reservas.
—Come.
Era una orden. Puse unas cuantas lonchas de pollo y un poco de verdura en mi plato. Carl se bebió el vino de un trago, como si fuera agua.
—Ten cuidado, 1 —le dijo una de las chicas—. No vayas a encontrarte mal otra vez.
Los demás rieron. Carl compuso una sonrisa.
—Eso solo me ha pasado una vez. Cuando todavía era un casaca rosa.
—Sí, dejad tranquilo a 1. Se ha ganado el vino. —22 le dio un puñetazo amistoso en el brazo—. Todavía es un novato. Además, todos pasamos un mal rato con nuestro primer zumbador.
Hubo murmullos de aprobación.
—Yo me desmayé —admitió la chica que había hablado antes. Una exhibición desinteresada de solidaridad—. La primera vez que vi uno.
Carl sonrió.
—Pero eres muy buena en combate espiritista, 6.
—Gracias.
Observé en silencio sus muestras de camaradería. Era repugnante, pero no estaban actuando. A Carl no solo le gustaba ser un casaca roja; era algo más que eso: estaba como pez en el agua en ese extraño nuevo mundo. Yo lo entendía, hasta cierto punto. Era lo mismo que había sentido yo cuando empecé a trabajar para Jaxon. Quizá lo que le pasaba a Carl era que nunca había encontrado un sitio en el sindicato.
Nashira los observaba. Debía de disfrutar con aquella farsa semanal. Humanos estúpidos, adoctrinados, riendo de las duras pruebas a que los había sometido, completamente rendidos a ella, comiendo su comida. Qué poderosa debía de sentirse. Qué satisfecha de sí misma.
—Tú todavía eres rosa —dijo una voz aguda que me llamó la atención—. ¿Has peleado con algún zumbador?
Levanté la cabeza y vi que todos me miraban.
—Sí, anoche —contesté.
—Es la primera vez que te veo. —22 arqueó las pobladas cejas—. ¿A qué batallón perteneces?
—No pertenezco a ningún batallón.
La conversación se estaba poniendo interesante.
—En alguno tienes que estar —dijo otro chico—. Eres una casaca roja. ¿Qué otros humanos hay en tu residencia? ¿Quién es tu guardián?
—Mi guardián solo tiene un humano. —Miré a 22 y esbocé una sonrisa—. Quizá lo hayas visto por ahí. Es el consorte de sangre.
El silencio se prolongó durante lo que me parecieron horas. Di un sorbo de vino. No estaba acostumbrada al alcohol, y noté una extraña sensación en la lengua.
—Me alegro de que el consorte de sangre haya escogido a una inquilina humana tan capacitada, 40 —dijo Nashira, y soltó una risita. Su risa era desconcertante; era como oír una campana que tocaba una nota equivocada—. Se enfrentó a un zumbador ella sola, sin su guardián.
Más silencio. Supuse que ninguno de ellos había entrado nunca en el bosque sin ir acompañado de un refa, y mucho menos se había enfrentado él solo a un zumbador. 30 aprovechó la ocasión para expresar la misma duda que yo me estaba planteando:
—¿Significa eso que él no lucha contra los emim, soberana de sangre?
—El consorte de sangre tiene prohibido enfrentarse a ellos. Como futura pareja mía, no sería apropiado que hiciera el trabajo de los casacas rojas.
—Claro, soberana de sangre.
Estaba segura de que Nashira me miraba a mí. Seguí comiéndome las patatas.
El Custodio sí peleaba contra los emim; yo misma le había limpiado las heridas. Lo hacía pese a esa prohibición de la que había hablado Nashira, y ella no tenía ni idea, o a lo sumo lo sospechaba.
Durante unos minutos solo se oyó el tintineo de los cubiertos. Me comí las verduras con salsa de carne y seguí pensando en los enfrentamientos secretos del Custodio con los emim. Pese a no tener necesidad de poner su vida en peligro, había decidido ir a su encuentro y pelear contra ellos. Tenía que haber alguna explicación.
Los casacas rojas hablaban en voz baja. Intercambiaban información sobre sus respectivas residencias y ensalzaban la belleza de los edificios antiguos. A veces hablaban con desdén de los bufones («Son unos cobardes, incluso los más simpáticos»). Kathryn paseaba la comida por el plato y se estremecía cada vez que mencionaban el Poblado. 30 todavía estaba colorada, mientras que Carl masticaba con excesivo ímpetu, alternando los bocados con tragos de su segunda copa de vino. Cuando todos los platos hubieron quedado limpios, volvieron los amauróticos y recogieron la mesa, en la que dejaron tres bandejas de postres. Nashira esperó a que los casacas rojas se sirvieran antes de volver a tomar la palabra.
—Ahora que habéis comido y bebido, amigos, vamos a distraernos un poco.
Carl se limpió la melaza de los labios con la servilleta. Una troupe de bufones entró en la habitación. Entre ellos había un suspirante; a un movimiento de cabeza de Nashira, se colocó el violín en el hombro y empezó a tocar una melodía suave y alegre. Los otros empezaron a realizar gráciles acrobacias.
—Centrémonos, pues —dijo Nashira sin prestar la más mínima atención a la actuación—. Si alguno de vosotros ha conversado alguna vez con el Capataz, quizá sepa lo que hace para ganarse el sustento. Es mi captador para las Eras de Huesos. Desde hace unas décadas, intento captar a videntes valiosos del sindicato criminal de Scion Londres. Todos lo conocéis, sin duda; algunos de vosotros quizá hasta hayáis formado parte de él.
30 y 18 se removieron en los asientos. No recordaba haber visto sus caras por el sindicato, pero yo siempre había trabajado dentro de los límites del sector I-4 y, solo ocasionalmente, en los I-1 y I-5. Había otros treinta y tres sectores de los que podían provenir.
Nadie miraba a los actores. Su actuación era perfecta, y a nadie le importaba.
—En Sheol I buscamos calidad, no solo cantidad. —Nashira ignoró las miradas ceñudas de la mitad de su audiencia—. En las últimas décadas he observado una disminución constante de la diversidad entre los clarividentes que capturamos. Los refaítas respetamos y valoramos todas vuestras habilidades, pero todavía necesitamos muchos talentos para enriquecer esta colonia. Debemos aprender unos de otros. No basta con traer cartománticos y palmistas.
»XX-59-40 es un buen ejemplo de la clase de clarividentes que buscamos ahora. Es nuestra primera onirámbula. También necesitamos sibilas y berserkers, vinculadores e invocadores, y un par de oráculos más: cualquier género de clarividente que pueda aportar más perspicacia a nuestras tropas.
Kathryn me miró con sus amoratados ojos. Ahora ya sabía con certeza que yo no era una furia.
—Creo que todos podríamos aprender mucho de 40 —dijo David alzando su copa—. Estoy deseándolo.
—Una actitud excelente, 12. Sí, esperamos aprender mucho de 40 —confirmó Nashira, y me miró—. Esa es la razón por la que mañana voy a enviarla a realizar una misión externa.
Los veteranos se miraron. Carl se puso colorado como la charlota de fresa.
—XX-59-1 también irá. Y tú, 12 —continuó Nashira. Carl estaba eufórico. David miraba dentro de su copa con una sonrisa en los labios—. Iréis con uno de nuestros séniors de la Era de Huesos XIX, que vigilará vuestra actuación. 30, supongo que puedo contar contigo para eso.
30 asintió con la cabeza y dijo:
—Será un honor, soberana de sangre.
—Estupendo.
Carl estaba sentado en el borde de la silla.
—¿En qué consistirá la misión, soberana de sangre?
—Tenemos que resolver una situación delicada. Como ya saben 1 y 12, he pedido a la mayoría de los casacas blancas que hicieran predicciones del paradero de un grupo denominado los Siete Sellos. Pertenecen al sindicato de clarividentes.
No levanté la mirada.
—Sabemos que los Siete Sellos poseen varios tipos de clarividentes poco comunes, entre ellos un oráculo y un vinculador. De hecho, ese tal Vinculador Blanco es el elemento clave del grupo. A partir de predicciones recientes, hemos deducido que van a reunirse en Londres pasado mañana. El sitio se llama Trafalgar Square, en la cohorte I, y la reunión se celebrará a la una de la madrugada.
Habían acumulado una cantidad de detalles increíble. Pero, con tantos videntes haciendo predicciones a la vez, concentrando su energía en determinado sector del éter, no debería haberme sorprendido. Con ello conseguirían un efecto parecido al de una sesión espiritista.
—¿Alguno de vosotros sabe algo sobre los Siete Sellos? —Como nadie contestaba, Nashira me miró—. 40, tú debes de haber tenido alguna relación con el sindicato. De no ser así no habrías podido permanecer escondida en Londres tanto tiempo. —Me miró fijamente—. Cuéntame lo que sabes.
Carraspeé.
—Las bandas son muy herméticas —dije—. He oído algún cotilleo, pero…
—¿Algún cotilleo?
—Rumores —aclaré—. Habladurías.
—Explícate mejor.
—Todos sabemos sus nombres falsos.
—Y ¿qué nombres son esos?
—El Vinculador Blanco, la Visión Roja, el Diamante Negro, la Soñadora Pálida, la Musa Martirizada, la Furia Encadenada y la Campana Silenciosa.
—Conocía la mayoría de esos nombres. No así el de Soñadora Pálida. —Me alegré—. Eso me hace pensar que hay otra onirámbula. Qué coincidencia, ¿no? —Tamborileó con los dedos en la mesa—. ¿Sabes dónde tienen su base?
No podía negarlo. Nashira había visto mi documentación.
—Sí —respondí—. En el I-4. Es donde yo trabajaba.
—¿No es inusual que dos onirámbulas vivan tan cerca la una de la otra? Seguro que también te habrían contratado a ti.
—Ellos no lo sabían. Yo procuraba no llamar la atención —mentí—. Esa Soñadora es la dama del I-4, la protegida del Vinculador. Me habría hecho matar si se hubiera enterado de que tenía una rival. A las bandas dominantes no les gusta la competencia.
Estaba segura de que Nashira estaba jugando conmigo. Nashira no era idiota. Ya debía de haber atado cabos: el panfleto, la Soñadora Pálida, los Siete Sellos trabajando en el I-4. Sabía perfectamente quién era yo.
—Si la Soñadora Pálida es una onirámbula, el Vinculador Blanco podría estar escondiendo a una de las clarividentes más codiciadas de la ciudadela —dijo—. Raras veces se nos presenta la oportunidad de añadir joyas tan valiosas a nuestra corona. Tu papel en esta misión es vital, 40. Si hay alguien capaz de reconocer a la onirámbula de los Siete Sellos, es otra onirámbula.
—Sí, soberana de sangre —dije con la garganta muy tensa—, pero ¿por qué van a reunirse los Siete Sellos a esa hora?
—Como ya he dicho, 40, se trata de una situación delicada. Parece ser que unos clarividentes irlandeses están intentando establecer contacto con el sindicato de Londres. Su líder es una fugitiva irlandesa llamada Antoinette Carter. Los Siete Sellos van a reunirse con ella.
Así que Jax lo había conseguido. Me pregunté cómo se las habría ingeniado Antoinette para colarse en la ciudadela. Era casi imposible cruzar el mar de Irlanda. Otros videntes habían intentado salir del país, la mayoría para dirigirse a América, pero pocos lo habían logrado. No podías cruzar el océano en un bote. Y aunque alguien lo hubiera conseguido, Scion nunca habría dejado que lo supiéramos.
—Es fundamental que no se cree un sindicato criminal análogo en Dublín. De ahí nuestro interés por impedir que se celebre esa reunión. Tu misión consiste en capturar a Antoinette Carter. Creo que ella también es una clase poco frecuente de clarividente, y quiero averiguar qué poderes oculta exactamente. La segunda misión es capturar a los Siete Sellos. El Vinculador Blanco es el objetivo principal.
Jaxon. Mi capo.
—Te supervisarán el consorte de sangre y su prima. Espero resultados. Si Carter consigue volver a Irlanda, os consideraré responsables. —Nashira nos miró uno por uno: a 30, a David, a Carl y a mí—. ¿Me habéis entendido?
—Sí, soberana de sangre —dijeron 30 y Carl, mientras David hacía girar el vino en su copa.
Yo no dije nada.
—Tu vida aquí está a punto de dar un giro, 40. Esta misión te permitirá hacer un buen uso de tu don. Espero que muestres gratitud por las largas horas que Arcturus ha dedicado a tu entrenamiento. —Nashira desvió la mirada del fuego y me miró a los ojos—. Tienes un gran potencial. Si no intentas sacarle el mejor partido, me encargaré de que nunca más vuelvas a pisar las protegidas salas de Magdalen. Por mí puedes pudrirte en las calles, con el resto de los desgraciados.
En su mirada no había ni rastro de emoción, pero sí de hambre. A Nashira Sargas se le estaba empezando a agotar la paciencia.