Seis de los Siete Sellos estábamos de pie formando un corro, como en una sesión de espiritismo.

Nadine iba a matar a alguien. Lo llevaba escrito en la cara. En medio del círculo estaba Zeke Sáenz, atado con cintas de terciopelo a una silla; su hermana le sujetaba la cabeza con ambas manos. Llevábamos horas atacando la mente de Zeke, pero pese a sus lamentos y sus quejas, Jax no se ablandaba. Si su don podía aprenderse, sería de gran valor para la banda: la capacidad de resistir a toda influencia externa, ya fuera de espíritus o de otros videntes. Así pues, sentado en su butaca fumando un puro, Jax se limitaba a esperar a que alguno de nosotros pudiera con él.

Jax llevaba mucho tiempo estudiando a Zeke. Del resto de nosotros se había olvidado, y dejaba que nos ocupáramos de nuestras actividades delictivas. Pese a la rigurosa investigación a que lo había sometido, Jax no había previsto que nuestro ilegible fuera a sufrir tanto cuando lo atacáramos. Su onirosaje era elástico y opaco, impenetrable para los espíritus. Le habíamos lanzado una bandada tras otra sin éxito. Su mente las hacía rebotar por toda la habitación, resbalaban por ella como el agua por una canica o un Diamante Negro, su nuevo nombre.

—¡Venga, desgraciados! —gritó Jax, y golpeó la mesa con un puño—. ¡Quiero oírle gritar el triple de fuerte!

Llevaba todo el día poniendo la «Danza Macabra» y bebiendo vino, y eso nunca era buena señal. Eliza, colorada por el esfuerzo de controlar a tantos espíritus, lo miró con reproche.

—¿Te has levantado con el pie izquierdo, Jaxon?

—Otra vez.

—Está sufriendo —dijo Nadine, furiosa—. ¡Míralo! ¡No lo soportará!

—Yo sí que sufro, Nadine. Me desespera tu obstinación. —En voz muy baja, no por ello menos amenazadora—. No me obliguéis a levantarme, niños. O-tra-vez.

Se produjo un breve silencio. Nadine agarró a su hermano por los hombros; el pelo le tapaba la cara. Ahora lo tenía castaño oscuro, y más corto; llamaba menos la atención, pero ella lo odiaba. Odiaba la ciudadela. Pero sobre todo nos odiaba a nosotros.

Como nadie hacía nada, Eliza llamó a un espíritu asesor: JD, una musa del siglo XVII. Cuando saltó de su onirosaje al éter, las luces parpadearon.

—Probaré con JD. —Tenía la frente arrugada—. Si no funciona con un espíritu tan antiguo, dudo mucho que funcione con nada.

—¿Un duende, quizá? —insinuó Jaxon con absoluta seriedad.

—¡No vamos a utilizar un duende!

Jax siguió fumando.

—Es una pena.

En el otro extremo de la habitación, Nick bajó las persianas. Lo que estábamos haciendo le horrorizaba, pero no podía impedirlo.

Zeke no soportaba el suspense. Tenía los afiebrados ojos clavados en aquel espíritu.

—¿Qué hacen, Di?

—No lo sé. —Nadine miró fríamente a Jaxon—. Necesita descansar. Si le lanzas ese espíritu, yo…

—¿Qué harás? —De la boca de Jaxon salían volutas de humo—. ¿Me tocarás una melodía furiosa? Adelante, te lo ruego. Me encanta la música que sale del alma.

Nadine hizo pucheros, pero no mordió el anzuelo. Sabía cuál era el castigo por desobedecer a Jaxon. No tenía ningún otro sitio adonde ir, ningún otro sitio adonde llevar a su hermano.

Zeke se estremeció en sus brazos. Como si fuera más joven que ella, y no dos años mayor.

Eliza miró a Nadine, y luego a Jaxon; emitió una orden silenciosa, y la musa se lanzó. Yo no lo vi, pero lo sentí; y a juzgar por el grito de dolor de Zeke, él también. Echó la cabeza hacia atrás, y se le marcaron los músculos del cuello.

Nadine abrazaba a su hermano y apretaba los labios.

—Lo siento —dijo, y apoyó la barbilla en su cabeza—. Lo siento mucho, Zeke.

JD se aplicaba con gran empeño en su tarea. Le habían dicho que Zeke iba a hacerle daño a Eliza, y se había propuesto impedir que eso ocurriera. Las lágrimas y el sudor hacían brillar la cara de Zeke. Estaba a punto de asfixiarse.

—Por favor —suplicó—. Basta…

—Para, Jaxon —le espeté—. ¿No te parece que ya ha aguantado suficiente?

Jaxon arqueó exageradamente las cejas.

—¿Estás cuestionando mis métodos, Paige?

Mi valor se debilitó.

—No.

—En el sindicato hay que ganarse el sustento. Soy tu capo. Tu protector. Tu patrón. ¡El hombre que impide que mueras de hambre como esos desdichados limosneros! —Lanzó un fajo de billetes por los aires, y la cara de Frank Weaver, que nos miraba desde cada billete, cayó revoloteando por la alfombra—. Ezekiel habrá aguantado suficiente cuando yo lo diga, cuando yo decida concederle la libertad por hoy. ¿Crees que Hector pararía? ¿Crees que Jimmy o la Abadesa pararían?

—Nosotros no trabajamos para ellos. —Eliza parecía angustiada. Le hizo una seña al espíritu—. Vuelve, JD. Ya estoy a salvo.

El espíritu se retiró. Entonces Zeke se sujetó la cabeza con las manos.

—Estoy bien —consiguió decir—. Solo… solo necesito un minuto.

—No estás bien. —Nadine se volvió hacia Jaxon, que estaba encendiéndose otro puro—. Te has aprovechado de nosotros. Sabías lo de la operación y nos hiciste creer que tú lo harías mejor. Dijiste que curarías a Zeke. ¡Prometiste que lo curarías!

—Dije que lo intentaría —replicó Jaxon, imperturbable—. Que experimentaría.

—Mientes. Eres igual que…

—Si tan terrible te parece este lugar, querida, vete. La puerta siempre está abierta. —Bajó un poco el tono de voz—. La puerta que da a las frías y oscuras calles. —Le echó el humo del puro—. Me pregunto cuánto tardará la DVN en descubrirte.

Nadine temblaba de rabia.

—Me voy a Chat’s. —Se puso la chaquetilla de encaje—. Sola.

Agarró sus auriculares y su bolso, salió furiosa y cerró de un portazo.

—¡Di! —la llamó Zeke, pero ella no le hizo caso.

La oí darle una patada a algo al bajar la escalera. Pieter apareció a través de la pared, enojado porque lo habían molestado y, enfurruñado, se quedó en un rincón.

—Creo que ya es hora de volver a casa, capitán —dijo Eliza con firmeza—. Llevamos horas con esto.

—Espera. —Jax me apuntó con un largo dedo—. Todavía no hemos probado nuestra arma secreta. —Arrugué la frente, y Jax ladeó la cabeza—. Venga, Paige. No te hagas la loca. Entra en su onirosaje, hazlo por mí.

—Ya hemos hablado de esto. —Empezaba a dolerme la cabeza—. Yo no entro por la fuerza.

—Ah, ¿no? No sabía que tu contrato de trabajo lo especificara. ¡Ah! Espera, ya me acuerdo. No has firmado ningún contrato. —Apagó el puro en el cenicero—. Somos clarividentes. Antinaturales. ¿Creías que seríamos como tu papá, que estaríamos en nuestros despachos de Barbican de nueve a cinco, bebiendo té en vasitos de plástico? —De repente parecía indignado, como si no soportara pensar en lo amaurótica que podía llegar a ser la gente—. A nosotros no nos van los vasitos de plástico, Paige. Nos van la plata, el raso, las calles sórdidas y los espíritus.

Me quedé mirándolo. Jaxon dio un gran sorbo de vino, con la mirada clavada en la ventana. Eliza sacudió la cabeza.

—Bueno, esto es absurdo. Creo que deberíamos…

—¿Quién te paga?

Eliza dio un suspiro.

—Tú, Jaxon.

—Correcto. Yo te pago, y tú obedeces. Y ahora, sé buena, sube corriendo y dile a Danica que venga. No quiero que se pierda este espectáculo de magia.

Eliza salió de la habitación con los labios fruncidos. Zeke me lanzó una mirada de agotamiento y desesperación. Me obligué a insistir:

—Jax, no estoy en condiciones, de verdad. Creo que todos necesitamos descansar un poco.

—Mañana puedes tomarte unas horas libres, corazón —dijo distraídamente.

—No puedo entrar por la fuerza en un onirosaje. Ya lo sabes.

—Compláceme. Inténtalo. —Jaxon se sirvió más vino—. Llevo años esperando esto. Un onirámbulo contra un ilegible. El encuentro etéreo por excelencia. No se me ocurre ninguna coincidencia más peligrosa y audaz.

—¿Sabes lo que dices?

—No —dijo Nick, y todas las cabezas se volvieron hacia él—. Habla como si se hubiera vuelto loco.

Tras un breve silencio, Jaxon alzó su copa.

—Un diagnóstico excelente, doctor. Salud.

Bebió. Nick miró hacia otro lado.

En la tensión posterior a ese momento, Eliza regresó con una jeringa de adrenalina. Con ella iba Danica Panic, el último miembro de nuestro septeto. Había crecido en la ciudadela Scion de Belgrado, pero la habían transferido a Londres, donde trabajaba de ingeniera. La había descubierto Nick; había visto su aura en una recepción celebrada en honor de los recién llegados. Se enorgullecía mucho de que ninguno de nosotros supiera pronunciar su nombre. Ni su apellido. Estaba dura como la piedra; llevaba el cabello, rizado y rojizo, recogido en un moño bajo; y tenía los brazos cubiertos de cicatrices y quemaduras. Su única debilidad eran los chalecos.

—Danica, querida. —Jaxon le hizo señas para que se acercara—. Ven y mira esto, ¿quieres?

—¿Qué es? —preguntó.

—Mi arma.

Dani y yo nos miramos. Ella solo llevaba una semana con nosotros, pero ya sabía cómo era Jax.

—Veo que estáis celebrando una sesión de espiritismo —observó.

—Hoy no. —Jax agitó una mano—. Empecemos.

Tuve que morderme la lengua para no mandar a Jax a la mierda. Siempre halagaba a los nuevos. Dani tenía un aura brillante, hiperactiva, que él no había logrado identificar; pero estaba convencido, como siempre, de que tenía gran valor.

Me senté. Nick me limpió el brazo con un algodón y me clavó la jeringa.

—Hazlo —me ordenó Jax—. Lee al ilegible.

Esperé un momento a que mi sangre absorbiera la mezcla de fármacos; entonces cerré los ojos y busqué el éter. Zeke se preparó. Yo no podía invadirlo (solo podía acariciar su onirosaje, tantear los tenues matices de su superficie), pero su mente era tan sensible, que el más leve empujoncito podía hacerle mucho daño. Tendría que ser muy cuidadosa.

Mi espíritu se desplazó. Distinguí cinco onirosajes que tintineaban y se estremecían como móviles de viento. El de Zeke era diferente. Su tañido era más serio, un acorde menor. Intenté ver algo en su interior (un recuerdo, un temor), pero no había nada. Donde normalmente veía imágenes borrosas, que parecían extraídas de una película antigua, solo veía negrura. Los recuerdos de Zeke estaban sellados.

Salí bruscamente del éter cuando una mano me agarró por el hombro. Zeke temblaba, tapándose las orejas con las manos.

—¡Basta! —Nick, detrás de mí, me ayudaba a levantarme—. Basta. No deberías obligar a Paige a hacer esto, Jaxon. No me importa cuánto me pagues: me pagas con diamantes manchados de sangre. —Abrió la ventana con brusquedad—. Vamos, Paige. Necesitas descansar.

Estaba agotada; y aunque no lo hubiera estado, no habría desobedecido a Nick. Los ojos de Jaxon lanzaban dardos que se me clavaban en la espalda. Al día siguiente se le habría pasado el enfado, después de haberse bebido todo el vino. Salí por la ventana y me agarré a la bajante; veía borroso.

Nick echó a correr en cuanto pisó el tejado. Y corría mucho. Por suerte, todavía tenía adrenalina en las venas, o no habría podido seguirlo.

Lo hacíamos a menudo: tomábamos un atajo por la ciudad. En teoría Londres tenía todo lo que yo odiaba: era enorme, gris y hostil, y llovía nueve de cada diez días. Rugía, bombeaba y golpeaba como un corazón humano. Pero tras dos años de entrenamiento con Nick, aprendiendo a moverme por los tejados, la ciudadela se había convertido en mi refugio. Podía sobrevolar el tráfico y las cabezas de la DVN. Podía correr como la sangre por el laberinto de calles y callejones. Estaba llena a rebosar, repleta de vida. Por lo menos allí fuera, era libre.

Nick bajó a la calle. Seguimos corriendo por la concurrida acera hasta llegar a la esquina de Leicester Square. Sin parar para respirar, Nick empezó a trepar por el edificio más cercano, contiguo al Hippodrome Casino. Había muchos sitios donde asirse, repisas y cornisas, pero dudaba que pudiera seguirlo. Ni siquiera la adrenalina podía vencer mi fatiga.

—¿Qué haces, Nick?

—Necesito despejar la mente. —Sonaba cansado.

—¿En un casino?

—Arriba. —Me tendió una mano—. Vamos, sötnos. Pareces a punto de quedarte dormida.

—Ya. Verás, es que no sabía que hoy les iba a dar una paliza a mi espíritu y a mi cuerpo. —Dejé que me subiera a la primera repisa, y una chica que fumaba un cigarrillo nos miró sorprendida—. ¿Hasta dónde vamos a trepar?

—Hasta el terrado de este edificio. Si aguantas —añadió.

—¿Y si no aguanto?

—Muy bien. Agárrate a mí. —Se puso mis brazos alrededor del cuello—. A ver, ¿cuál es la regla de oro?

—No mirar hacia abajo.

—Correcto —dijo imitando a Jax. Reí.

Llegamos arriba sin problema y sin hacernos daño. Nick trepaba a los edificios desde que había dado sus primeros pasos; encontraba puntos de apoyo donde no parecía haberlos. Volvíamos a movernos por los tejados, y las calles habían quedado muy abajo. Pisé césped artificial. A mi izquierda vi una fuente pequeña, sin agua; y a mi derecha, un lecho de flores marchitas.

—¿Qué es esto?

—Un jardín de azotea. Lo encontré hace unas semanas. Nunca he visto que lo usen, y pensé que sería un buen refugio. —Nick se apoyó en la barandilla—. Perdóname por sacarte de allí de esta forma, sötnos. A veces Dials es un poco claustrofóbico.

—Sí, un poco.

No hablamos de lo que acababa de pasar. A Nick no le gustaban nada las tácticas de Jaxon. Me tiró una barrita de cereales. Nos quedamos contemplando el horizonte rosado y crepuscular, casi como si esperáramos ver aparecer algún barco.

—Paige, ¿has estado enamorada alguna vez?

Me tembló la mano. De pronto no podía tragar lo que tenía en la boca: se me había cerrado la garganta.

—Creo que sí. —Noté escalofríos en los costados. Apoyé la espalda en la barandilla—. No sé… Puede que sí. ¿Por qué me lo preguntas?

—Porque quiero que me digas qué se siente. Para saber si yo lo estoy o no.

Asentí con la cabeza y traté de aparentar que estaba tranquila. En realidad mi cuerpo estaba sufriendo una reacción muy extraña: veía puntitos negros, se me iba la cabeza, tenía la palma de las manos sudadas y el corazón me latía muy deprisa.

—A ver, dime —dije.

Nick seguía contemplando el ocaso.

—Cuando te enamoras de alguien —dijo—, ¿tienes una actitud protectora para con esa persona?

Era una situación extraña por dos motivos. El primero, que yo estaba enamorada de Nick. Eso lo sabía desde hacía mucho tiempo, aunque nunca hubiera hecho nada al respecto. Y el segundo, porque Nick tenía veintisiete años y yo, dieciocho. Era como si nuestros roles naturales se hubieran invertido.

—Sí. —Agaché la cabeza—. Bueno, creo que sí. Yo tenía… tengo una actitud protectora hacia él.

—Y ¿te dan ganas, a veces, de… tocar a esa persona, sin más?

—Continuamente —admití con cierta timidez—. O mejor dicho… quiero que él me toque. Aunque solo sea…

—Que te abrace.

Asentí con la cabeza, pero no lo miré.

—Porque tengo la impresión de que entiendo a esa persona, y quiero que sea feliz. Pero no sé cómo hacerla feliz. De hecho, sé que, si la amo, la haré terriblemente desgraciada. —Se le arrugó la frente, como si fuera de papel—. Ni siquiera sé si debo arriesgarme a decírselo, porque sé cuánta infelicidad provocaré. O creo que lo sé. ¿Es importante ser feliz, Paige?

—¿Cómo puedes pensar que no es importante?

—Porque no sé si la sinceridad es mejor que la felicidad. ¿Sacrificamos la sinceridad para ser felices?

—A veces sí. Pero creo que es mejor ser sincero. Si no, vives una mentira.

Escogí minuciosamente mis palabras, animándolo a hablar y, al mismo tiempo, tratando de ignorar el estruendo que había dentro de mi cabeza.

—Porque hay que confiar.

—Sí.

Me ardían los ojos. Intenté respirar despacio, pero una realidad terrible estaba invadiendo mi pensamiento: Nick no se refería a mí.

Claro, él jamás había insinuado que sintiera lo mismo que yo. Ni una sola palabra. Pero ¿qué había de todos los roces involuntarios, todas las horas de atención, todas las veces que habíamos corrido juntos? ¿Qué había de los dos últimos años de mi vida, cuando había pasado casi todos los días y las noches con él?

Nick miraba fijamente el cielo.

—¡Mira! —dijo.

—¿Qué?

Señaló una estrella.

—Arcturus. Nunca la había visto brillar tanto.

La estrella tenía un tono anaranjado, y era enorme y muy brillante. Me sentí suficientemente pequeña para desaparecer.

—Bueno —dije aparentando despreocupación—, ¿quién es? ¿De quién crees que estás enamorado?

Nick se llevó una mano a la cabeza.

—De Zeke.

Al principio no estaba segura de haberlo oído bien.

—Zeke. —Giré la cabeza y lo miré—. ¿Zeke Sáenz?

Nick movió la cabeza afirmativamente.

—¿Crees que tengo alguna posibilidad? —preguntó en voz baja—. ¿Crees que podría quererme?

Me quedé de piedra.

—Nunca me habías dicho nada —empecé. Me costaba respirar—. No sabía que…

—No podías saberlo. —Se pasó una mano por la cara—. No puedo evitarlo, Paige. Sé que podría encontrar a otra persona, pero no me apetece buscarla. No sabría por dónde empezar. Creo que Zeke es la persona más hermosa del mundo. Al principio creía que eran imaginaciones mías, pero ya lleva un año con nosotros… —Cerró los ojos—. No puedo negarlo. Lo quiero de verdad.

No era yo. Me quedé callada; sentía como si alguien me estuviera inyectando una sustancia soporífera en las arterias. No era de mí de quien estaba enamorado.

—Creo que podría ayudarle. —Su voz denotaba verdadera pasión—. Podría ayudarle a enfrentarse al pasado. Podría ayudarle a recordar cosas. Antes era suspirante. Yo podría ayudarle a volver a oír las voces.

Ojalá yo pudiera oír voces. Ojalá pudiera oír a los espíritus, porque así podría escucharlos a ellos, y no a Nick. Tenía que concentrarme en no llorar. Pasara lo que pasase esa noche, no podía llorar. No pensaba llorar, ni en broma. Nick tenía todo el derecho del mundo a amar a otra persona. ¿Por qué no? Yo jamás le había dicho ni una palabra de lo que sentía por él. Debería alegrarme por él. Pero una parte de mí siempre había soñado con que él sintiera lo mismo, con que Nick hubiera estado esperando el momento adecuado para decírmelo. Un momento como aquel.

—¿Qué has sacado de su onirosaje? —Nick se quedó mirándome, esperando mi respuesta—. ¿Has visto algo?

—Solo oscuridad.

—Yo podría intentarlo. Quizá consiguiera enviarle una imagen. —Esbozó una sonrisa—. O hablar con él, como hacen las personas normales.

—Él te escucharía —dije—. Si se lo dijeras. ¿Cómo sabes que él no siente lo mismo por ti?

—Creo que ya tiene suficientes problemas. Además, ya conoces las normas. Nada de relaciones. A Jaxon le daría algo si se enterara.

—Que se joda. No es justo que tengas que aguantar esta situación.

—He aguantado un año, sötnos. Puedo aguantar más.

Nick tenía razón, claro. Jaxon no nos dejaba tener relaciones serias. No le gustaban las relaciones. Aunque Nick me hubiera querido, no habríamos podido estar juntos. Pero ahora la verdad me miraba a la cara, y mi sueño se hacía añicos; casi no podía respirar. Aquel hombre no era mío. Nunca había sido mío. Y por mucho que yo lo quisiera, nunca sería mío.

—¿Por qué no me habías dicho nada? —Me agarré a la barandilla—. Ya sé que no es asunto mío, pero…

—No quería que te preocuparas. Tú ya tenías tus propios problemas. Sabía que Jax se interesaría por ti, pero te ha hecho la vida imposible. Todavía te trata como si fueras un juguete nuevo. Hace que me arrepienta de haberte metido en esto.

—No digas eso. —Me di la vuelta y le apreté la mano, demasiado fuerte—. Tú me salvaste, Nick. Tarde o temprano me habría vuelto loca. Tenía que saberlo, o siempre me habría sentido marginada. Tú hiciste que sintiera que formaba parte de algo; parte de muchas cosas, en realidad. Nunca podré agradecértelo lo suficiente.

Nick me miraba con gesto de sorpresa.

—¿Estás llorando?

—No. —Le solté la mano—. Mira, tengo que irme. He quedado con una persona —le mentí.

—Espera, Paige. No te vayas. —Me agarró por la muñeca y me retuvo—. Te he molestado, ¿verdad? ¿Qué pasa?

—No estoy molesta.

—Sí lo estás. Espera un momento, por favor.

—De verdad, tengo que irme, Nick.

—Nunca has tenido que irte cuando te necesitaba.

—Lo siento. —Me ceñí el blazer—. Si quieres un consejo, vuelve a la base y dile a Zeke lo que sientes. Si le queda algo de cordura, te dirá que sí. —Lo miré y compuse una sonrisa triste—. Es lo que te diría yo.

Y entonces lo vi. Primero, confusión; luego, incredulidad; y por último, consternación. Lo sabía.

—Paige…

—Es tarde. —Pasé una pierna por encima de la barandilla. Me temblaban las manos—. Nos vemos el lunes, ¿vale?

—No. Espera, Paige. Espera.

—Por favor, Nick.

No insistió, pero seguía mirándome con los ojos muy abiertos. Bajé por la fachada del edificio y lo dejé allí de pie, bajo la luna. Hasta que llegué abajo no brotaron las primeras y únicas lágrimas. Cerré los ojos e inspiré el aire nocturno.

No sé muy bien cómo llegué al I-5. Quizá tomara el metro. Quizá fuera a pie. Mi padre no había vuelto del trabajo; no me estaba esperando. Me quedé un rato de pie en medio del apartamento vacío, mirando por la ventana del salón. Por primera vez desde que era niña, me habría gustado tener una madre, o una hermana, o al menos una amiga. Una amiga que no tuviera nada que ver con los Sellos. Pero no tenía ninguna de esas cosas. No sabía qué hacer, ni cómo sentirme. ¿Qué habría hecho una chica amaurótica en mi situación? Pasarse una semana metida en la cama, seguramente. Pero yo no era una chica amaurótica, y en realidad no había cortado con nadie. Solo con un sueño. Un sueño infantil.

Recordé mi época de colegiala, cuando era la única vidente rodeada de amauróticos. Suzette, una de mis pocas amigas, había roto con su novio el último año. Intenté recordar qué había hecho: no se había pasado una semana metida en la cama. ¿Qué había hecho? Un momento… Sí, ya me acordaba. Me había enviado un mensaje para pedirme que la acompañara a un club. «Quiero bailar para olvidar mis problemas», me había dicho. Yo me había inventado alguna excusa, como siempre.

Aquella sería mi noche. Yo también bailaría para olvidar mis problemas. Olvidaría lo que había pasado. Me libraría de aquel dolor.

Me quité la ropa, me di una ducha, me sequé y me alisé el pelo. Me puse pintalabios, rímel y kohl. Me puse un poco de perfume en los pulsos. Me pellizqué las mejillas para darles color. Cuando hube terminado, me puse un vestido negro de encaje y unas sandalias de tacón y salí del apartamento.

El vigilante me miró extrañado cuando pasé a su lado.

Tomé un taxi. En el East End había un tugurio al que solía ir Nadine, donde los días laborables servían mecks barato (y a veces alcohol auténtico, ilegal). Era una zona dura del II-6, considerada uno de los pocos sitios donde los videntes podían moverse sin peligro: ni a los centis les gustaba entrar allí.

Un gorila con traje y sombrero vigilaba la entrada. Me hizo una seña para indicarme que podía pasar.

Dentro estaba oscuro y hacía calor. El local, pequeño, estaba abarrotado de cuerpos sudorosos. Una barra discurría a lo largo de una pared; en un extremo servían oxígeno y en el otro, mecks. A la derecha de la barra había una pista de baile. Casi todos los clientes eran amauróticos, hapsters con pantalones de tweed, sombreritos y pajaritas de colores llamativos. No sabía qué demonios hacía allí, mirando a unos amauróticos brincar al son de una música ensordecedora, pero eso era lo que quería: actuar espontáneamente, olvidar el mundo real.

Llevaba nueve años adorando a Nick. Cortaría por lo sano. Ni siquiera me pararía a pensar qué sentía.

Fui a la barra de oxígeno y me senté en un taburete. El camarero me miró de arriba abajo, pero no me dijo nada. Era vidente (profeta, concretamente); era lógico que no quisiera hablar conmigo. Pero no pasó mucho rato hasta que alguien más se fijó en mí.

En el otro extremo de la barra había un grupo de chicos, seguramente alumnos de la USL. Eran todos amauróticos, por supuesto; muy pocos videntes llegaban a la universidad. Me disponía a pedir un vaso de Floxy cuando se me acercó uno. Tendría diecinueve o veinte años; iba bien afeitado y estaba un poco bronceado. Debía de haber pasado su año de intercambio en otra ciudadela. Scion Atenas, quizá. Llevaba una gorra de béisbol que le tapaba el pelo, castaño oscuro.

—Hola —me dijo subiendo la voz para hacerse oír por encima de la música—. ¿Has venido sola?

Dije que sí con la cabeza. El chico se sentó a mi lado.

—Me llamo Reuben —se presentó—. ¿Puedo invitarte a una copa?

Mecks —dije—. Si no te importa.

—Claro que no. —Le hizo señas al camarero, al que era evidente que conocía—. Mecks sangre, Gresham.

El camarero me sirvió el mecks sangre con el ceño fruncido, pero no dijo nada. Era el sustituto del alcohol más caro, hecho con cerezas, uvas negras y ciruelas. Reuben se inclinó para hablarme al oído.

—¿A qué has venido?

—A nada especial.

—¿No tienes novio?

—Puede que sí.

—Yo acabo de romper con mi novia. Y cuando te he visto entrar, he pensado… Bueno, he pensado cosas que seguramente no debería pensar al ver entrar a una chica guapa en un bar. Pero entonces he pensado que una chica tan guapa como tú debía de haber venido con su novio. ¿No es así?

—No —dije—. He venido sola.

Gresham deslizó mi vaso de mecks por la superficie de la barra.

—Serán dos —dijo.

Reuben le dio dos monedas de oro.

—Supongo que tienes dieciocho años, ¿no, joven?

Le mostré mi documento de identidad, y él siguió limpiando vasos, pero sin quitarme los ojos de encima. Me pregunté qué sería lo que le preocupaba: ¿mi edad, mi aspecto, mi aura? Seguramente las tres cosas.

Volví de golpe a la realidad cuando Reuben se acercó más a mí. Le olía el aliento a manzanas.

—¿Vas a la universidad? —me preguntó.

—No.

—¿Qué haces?

—Trabajo en un bar de oxígeno.

Asintió con la cabeza y dio un trago de su copa.

No sabía cómo hacerlo. Cómo dar la señal. ¿Había que dar alguna señal? Lo miré a los ojos y le pasé la punta del zapato por la pantorrilla. Me pareció que funcionaba, porque miró a sus amigos, que habían retomado su juego.

—¿Quieres que vayamos a algún sitio? —dijo con voz grave y ronca. «Ahora o nunca», me dije, y asentí con la cabeza.

Reuben entrelazó los dedos con los míos y me guió entre el gentío. Gresham me observaba. Debía de pensar que era una fresca.

Comprendí que Reuben no me estaba llevando al rincón oscuro que yo me había imaginado, sino a los lavabos. O eso creí hasta que salimos por otra puerta que daba al aparcamiento del personal. Era un espacio rectangular diminuto, donde solo cabían seis coches. Vale, quería intimidad. Lógico, ¿no? Al menos significaba que no buscaba únicamente fardar delante de sus amigos.

Antes de que pudiera darme cuenta de lo que estaba pasando, Reuben me empujó contra la sucia pared de ladrillo. Olía a sudor y a tabaco. Empezó a desabrocharse el cinturón, y me quedé de piedra.

—Espera —dije—. Yo no quería…

—Venga, solo es un poco de diversión. Además… —dejó caer el cinturón—… no le hacemos daño a nadie.

Me besó. Tenía los labios firmes. Una lengua húmeda se introdujo en mi boca, y noté un sabor artificial. Nunca me habían besado. No estaba segura de si me gustaba.

Reuben tenía razón. Un poco de diversión. Claro. ¿Qué podía pasar? La gente normal lo hacía, ¿no? Bebían, hacían estupideces y luego tenían relaciones sexuales. Eso era precisamente lo que yo necesitaba. Jax no nos lo prohibía: lo que no quería era que nos comprometiéramos. Yo no pensaba comprometerme. Nada de ataduras. Eliza lo hacía.

Mi cabeza me decía que parara. ¿Por qué hacía aquello? ¿Cómo había acabado allí, a oscuras, con un desconocido? Así no iba a demostrar nada. No iba a aliviar mi dolor, sino a empeorarlo. Pero Reuben se había arrodillado y me estaba subiendo el vestido hasta la cintura. Me besó el vientre desnudo.

—Eres preciosa.

Yo no me consideraba ni mínimamente guapa.

—No me has dicho cómo te llamas.

Resiguió el borde de mis bragas. Me estremecí.

—Eva —mentí.

La idea de tener relaciones con él me repugnaba. No lo conocía de nada. No lo quería. Pero razoné que eso era porque todavía estaba enamorada de Nick, y tenía que borrarlo de mi mente. Agarré a Reuben por el pelo y estampé los labios contra los suyos. Él dio una especie de gruñido, me levantó y puso mis piernas alrededor de su cintura.

Noté un estremecimiento. No lo había hecho nunca. ¿No decían que la primera vez tenía que ser especial? No, no podía parar. Tenía que continuar.

La luz de la farola parpadeaba un poco y me deslumbraba. Reuben apoyó las manos en la pared de ladrillo. Yo no sabía qué esperar. Era emocionante.

Y de pronto sentí dolor. Un dolor intenso, apabullante. Como si me hubieran pegado un gancho en el estómago.

Reuben no tenía ni idea de qué había pasado. Esperé a que se me pasara, pero no se me pasó. Él notó mi tensión.

—¿Estás bien?

—Sí, sí —dije en voz baja.

—¿Es la primera vez?

—No, qué va.

Me acercó la cabeza al cuello y me besó desde el hombro hasta la oreja. Volví a sentir aquel dolor, pero más fuerte: un dolor salvaje, atroz. Reuben se apartó.

—Es la primera vez —dijo.

—No importa.

—Mira, no creo que…

—Vale. —Lo aparté de mí—. Pues… déjame en paz. No quiero saber nada de ti ni de nadie.

Me separé de la pared, me bajé el vestido y volví al bar. Llegué al lavabo justo a tiempo y vomité. El dolor me sacudía los muslos y el estómago. Me doblé por la cintura sobre el váter, tosiendo y sollozando. Jamás me había sentido tan estúpida.

Pensé en Nick. Pensé en los años que había pasado soñando con él, preguntándome si algún día volvería a verlo. Y pensé en él ahora, imaginé su sonrisa, cómo se preocupaba por mí; y era inútil, porque lo quería a él. Apoyé la cabeza en los brazos y lloré.