Duró una eternidad. No recordaba cuándo había empezado, y no veía el fin.

Recordaba movimiento, un rugido ronco, que me habían atado a una superficie dura. Luego una aguja, y el dolor apoderándose de mí.

La realidad estaba deformada. Me hallaba cerca de una vela, pero la llama crecía hasta alcanzar las dimensiones de un infierno. Estaba atrapada en un horno. El sudor me goteaba por los poros como la cera. Estaba hecha de fuego. Ardía. Me salían ampollas y me chamuscaba; luego me congelaba, anhelaba acercarme a una fuente de calor, creía que iba a morir de frío. No había término medio, solo un dolor infinito, ilimitado.

El AUP Fluxion 14 era el resultado de un proyecto de colaboración entre los departamentos médico y militar de Scion. Producía un efecto paralizante llamado fantasmagoría, que los videntes resentidos llamaban «peste cerebral»: una vívida serie de alucinaciones, causada por distorsiones del onirosaje humano. Intenté superar una visión tras otra, chillando cada vez que el dolor se hacía demasiado intenso para soportarlo en silencio. Si tuviera que definir el infierno, diría que es eso: un chute de flux.

Hacía arcadas tratando en vano de expulsar el veneno de mi cuerpo; el pelo se me adhería a la cara, mojada de lágrimas y sudor. Lo único que quería era que terminara todo. Algo tenía que librarme de aquella pesadilla, ya fuera el sueño, la inconsciencia o la muerte.

—Bueno, tesoro. No queremos que te mueras todavía. Hoy ya hemos perdido a tres.

Unos dedos fríos me acariciaron la frente. Arqueé la espalda, me aparté. Si no querían que muriera, ¿por qué me hacían aquello?

Pasaban flores secas rozándome los ojos. La habitación se enrolló formando una hélice, daba vueltas y vueltas hasta que no supe dónde estaba arriba y dónde abajo. Mordí una almohada para ahogar mis gritos. Noté sabor a sangre y deduje que había mordido otra cosa: mi labio, mi lengua, mi mejilla; no sabía qué.

El flux no salía de tu cuerpo así como así. Por muchas veces que vomitaras u orinaras, seguía circulando, transportado por tu sangre, reproducido por tus propias células, hasta que lograbas inyectarte el antídoto. Intenté suplicar, pero no conseguía articular palabra. Me invadía una oleada tras otra de dolor, hasta que me convencí de que iba a morir.

Entonces percibí otra voz.

—Basta. A esta la necesitamos viva. Trae el antídoto, o me encargaré de que te administren el doble de la dosis que le han administrado a ella.

¡El antídoto! Quizá sobreviviera. Intenté ver algo más allá del velo ondulado de las visiones, pero solo conseguí distinguir la llama de la vela.

Estaban tardando demasiado. ¿Dónde estaba mi antídoto? No importaba mucho. Quería dormir, sumirme en el más largo de los sueños.

—Suélteme —dije—. Déjeme salir.

—Está hablando. Trae agua.

El frío borde de un vaso chocó contra mis dientes. Bebí a grandes tragos, sedienta. Levanté la cabeza e intenté ver la cara de mi salvador.

—Por favor —dije.

Unos ojos me miraron. Estallaron en llamas.

Y de pronto cesó la pesadilla. Me sumí en un sueño negro y profundo.

 

 

Cuando desperté, me quedé muy quieta.

Todavía tenía sensibilidad suficiente para hacerme una idea de dónde estaba: tumbada boca abajo en un colchón duro. Tenía la garganta abrasada. Era un dolor tan intenso que me obligó a recobrar el sentido, aunque solo fuera para buscar agua. Entonces me di cuenta de que estaba desnuda, y me sobresalté.

Me tumbé sobre un costado y apoyé el peso del cuerpo en un codo y una cadera. Tenía restos de vómito en las comisuras de la boca. Cuando pude enfocar, busqué el éter. Había otros videntes conmigo en aquella cárcel.

Mis ojos tardaron un rato en adaptarse a la penumbra. Estaba en una cama individual, con sábanas frías y húmedas. A mi derecha había una ventana con barrotes, sin cristal. El suelo y las paredes eran de piedra. Una fuerte corriente de aire me hizo estremecer. Echaba nubes de vaho por la boca al respirar. Me tapé con la sábana hasta los hombros. ¿Quién demonios me había quitado la ropa?

En un rincón había una puerta entreabierta. Vi una luz. Me levanté y evalué mis fuerzas. Tras asegurarme de que no iba a caerme, fui hacia la luz. Lo que encontré fue un lavabo rudimentario. La luz provenía de una sola vela. Había un váter viejo y un grifo oxidado, colocado a bastante altura en la pared. El grifo estaba frío al tacto. Giré una válvula que había cerca y me sepultó un diluvio de agua helada. Intenté girar la válvula hacia el otro lado, pero el agua se resistió a calentarse más de medio grado. Decidí ir mojándome las extremidades una a una, colocándolas bajo aquella cosa que no merecía llamarse ducha. No había toallas, así que me sequé con las sábanas de la cama, sin dejar de envolverme con una. Intenté abrir la puerta de la habitación, pero estaba cerrada con llave.

Me picaba todo el cuerpo. No tenía ni idea de dónde estaba, ni por qué estaba allí, ni qué pensaban hacerme mis captores. Nadie sabía qué les pasaba a los detenidos, porque nunca había vuelto ninguno.

Me senté en la cama y respiré hondo varias veces. Todavía estaba débil tras tantas horas de fantasmagoría, y no necesitaba un espejo para saber que parecía, más que nunca, un cadáver.

No temblaba solo de frío. Estaba desnuda y sola en una habitación oscura, con barrotes en la ventana y sin rastro de una ruta de huida. Debían de haberme llevado a la Torre. Y me habían quitado la mochila y el panfleto. Me acurruqué contra el pilar de la cama e hice todo lo posible por conservar el calor corporal mientras el corazón me latía con fuerza. Tenía un nudo en la dolorida garganta.

¿Le harían algo a mi padre? Él era valioso (buena materia prima), pero ¿lo perdonarían por haber albergado a una vidente? Eso era encubrimiento de traición. Pero mi padre era importante. No podían perderlo.

Perdí la noción del tiempo durante un rato. Me sumí en un sueño irregular. Por fin la puerta se abrió de golpe, y desperté bruscamente.

—Levántate.

Una lámpara de queroseno entró, oscilante, en la habitación. La sujetaba una mujer. Tenía la piel morena y lustrosa, y una estructura ósea elegante; era más alta que yo. El cabello, largo y rizado, era negro, como el vestido de talle alto, cuyas mangas le llegaban hasta las puntas de los dedos enguantados. Era imposible discernir su edad: podría haber tenido veinticinco años, o cuarenta. Me ceñí la sábana alrededor del cuerpo mientras la observaba.

Me llamaron la atención tres cosas de aquella mujer. La primera, que tenía los ojos amarillos. No era ese tono ambarino que, con según qué luz, podías llamar amarillo. Eran realmente amarillos, un poco verdosos, y resplandecían.

La segunda, su aura. Era vidente, pero nunca había visto un aura como la suya. No habría sabido explicar por qué era tan extraña, pero mis sentidos no encajaban bien con ella.

Y la tercera (y la que me heló la sangre en las venas), su onirosaje. Era idéntico al que había percibido en el I-4, ese que no habíamos sabido identificar. El del desconocido. Mi instinto me impulsaba a atacarla, pero sabía que no podría abrir una brecha en un onirosaje como aquel, y mucho menos en el estado en que me encontraba.

—¿Estamos en la Torre? —pregunté con voz ronca.

La mujer ignoró mi pregunta. Me acercó la lámpara a la cara y me escudriñó los ojos. Me pregunté si todavía estaría sufriendo peste cerebral.

—Tómate esto —dijo.

Miré las dos píldoras que tenía en la mano.

—Tómatelas.

—No —dije.

Me pegó. Noté sabor a sangre. Quería devolverle el golpe, pelear, pero estaba tan débil que apenas pude levantar la mano. Me tomé las píldoras con dificultad, por culpa de la herida del labio.

—Tápate —dijo mi captora—. Si vuelves a desobedecerme, me aseguraré de que no salgas de esta habitación. Al menos, no con la piel sobre los huesos.

Me tiró un fardo de ropa.

—Recógela.

No quería que me volviera a pegar. Esa vez no lo aguantaría. Apreté las mandíbulas y recogí la ropa del suelo.

—Póntela.

Miré la ropa; me goteaba sangre del labio, y apareció una mancha en el blusón blanco que tenía en las manos. Tenía las mangas largas y el escote cuadrado. También había un fajín negro, a juego con los pantalones, los calcetines y las botas, ropa interior negra y un chaleco negro con una pequeña ancla blanca bordada. El símbolo de Scion. Me vestí con movimientos rígidos, obligando a mis frías extremidades a moverse. Cuando terminé, la mujer se volvió hacia la puerta.

—Sígueme. No hables con nadie.

Fuera de la habitación hacía un frío tremendo, y la raída alfombra no contribuía a suavizar la temperatura. En su día debía de haber sido roja, pero estaba desteñida y manchada de vómito. Mi guía me llevó por un laberinto de pasillos de piedra, con ventanitas con barrotes y antorchas encendidas. Aquello parecía demasiado luminoso, demasiado crudo, tras la luz fría y azulada de las farolas de Londres.

¿Sería un castillo? No sabía de nadie en dos mil kilómetros a la redonda de Londres que tuviera un castillo (no habíamos tenido monarcas desde la reina Victoria). Quizá fuera una de aquellas viejas cárceles de Categoría D. A menos que fuera la Torre.

Me aventuré a echar un vistazo fuera. Era de noche, pero distinguí un patio iluminado por varios faroles. No sabía cuánto tiempo había estado bajo los efectos del flux. ¿Me habría visto esa mujer mientras sufría? ¿Recibía órdenes de la DVN, o recibían ellos órdenes suyas? Quizá trabajara para el Arconte, pero me extrañaba que emplearan a una vidente. Y podía ser otras cosas, pero desde luego era vidente.

La mujer se paró ante una puerta. Empujaron a un niño al pasillo. Era un crío muy flaco, con cara de rata, con una mata de pelo rubio rojizo y todos los síntomas de la intoxicación por flux: ojos vidriosos, cara pálida, labios azules. La mujer lo miró de arriba abajo.

—¿Nombre?

—Carl —contestó él con voz ronca.

—¿Cómo dices?

—Carl. —Se notaba que estaba desesperado de dolor.

—Muy bien, te felicito por haber sobrevivido al Fluxion 14, Carl. —Por su tono de voz no parecía que lo celebrara en absoluto—. Quizá no vuelvas a disfrutar de unas horas de sueño hasta dentro de un tiempo.

Carl y yo nos miramos. Yo sabía que debía de ofrecer un aspecto tan lamentable como él. Seguimos recorriendo pasillos y fuimos recogiendo a más videntes cautivos. Sus auras eran potentes y distintivas; fui adivinando qué era cada uno. Un profeta. Una quiromántica (o palmista) con el cabello corto, teñido de azul eléctrico. Un taseógrafo. Un oráculo con la cabeza rapada. Una chica morena y delgada, de labios finos, seguramente una suspirante, que por lo visto tenía un brazo roto. Ninguno aparentaba más de veinte años, ni menos de quince. Todos estaban pálidos y enfermizos a causa del flux. Al final éramos diez. La mujer se volvió hacia su pequeño rebaño de monstruos.

—Me llamo Pleione Sualocin —dijo—. Seré vuestra guía en vuestro primer día en Sheol I. Esta noche asistiréis al sermón de bienvenida. Hay una serie de normas sencillas que debéis cumplir. No podéis mirar a ningún refaíta a los ojos. Debéis mirar al suelo, donde corresponde, a menos que os inviten a hacer otra cosa.

Sin apartar la mirada de sus pies, la palmista levantó una mano.

—¿Qué es un refaíta?

—Pronto lo averiguaréis. —Pleione hizo una pausa—. Y otra norma: no debéis hablar a menos que un refaíta se dirija a vosotros. ¿Tenéis alguna duda?

—Sí. —Era el taseógrafo. No miraba al suelo—. ¿Dónde estamos?

—Lo sabréis enseguida.

—¿Con qué derecho nos tratan así? Yo ni siquiera estaba limosneando. No he transgredido la ley. ¡Demuestren que tengo aura! Pienso volver a la ciudad, y usted no es nadie para…

Se detuvo. Le salieron sendas gotas de sangre de los ojos. Hizo un débil ruido y se derrumbó.

La palmista dio un grito.

Pleione miró al taseógrafo. Cuando volvió a mirarnos a los demás, tenía los ojos azules como una llamarada de gas. Desvié la mirada.

—¿Alguna pregunta más?

La palmista se tapó la boca con una mano.

Nos condujeron a una habitación pequeña con las paredes y el suelo húmedos, oscura como una cripta. Pleione nos encerró bajo llave y se marchó.

Al principio nadie se atrevió a hablar. La palmista sollozaba, al borde de la histeria. Los otros todavía estaban demasiado débiles como para hablar. Yo me aparté y me senté en un rincón. Tenía la piel de gallina bajo las mangas del blusón.

—¿Todavía estamos en la Torre? —preguntó un augur—. Parece la Torre.

—Cállate —repuso alguien—. Cállate ya.

Alguien empezó a rezarle al zeitgeist, nada menos. Como si fuera a servir de algo. Apoyé la barbilla en las rodillas. No quería saber qué nos harían. No sabía cuánto resistiría si me aplicaban el submarino. Había oído hablar a mi padre del submarino, decía que solo te dejaban respirar unos segundos. Decía que no era tortura, sino terapia.

Un profeta se sentó a mi lado. Era calvo y de hombros anchos. No lo veía muy bien en aquella penumbra, pero distinguí sus grandes ojos, oscuros e intensos. Me tendió una mano.

—Me llamo Julian.

No parecía asustado, más bien tranquilo.

—Paige —dije yo. Era mejor no usar apellidos. Carraspeé y dije—: ¿De qué cohorte eres?

—Del IV-6.

—Yo, del I-4.

—Ese es el territorio del Vinculador Blanco, ¿no? —Asentí—. ¿De qué parte?

—Soho —respondí. Si decía que estaba en Dials, él deduciría que pertenecía al círculo de Jaxon.

—Te envidio. Me habría encantado vivir en el centro.

—¿Por qué?

—Allí el sindicato tiene mucha fuerza. En mi sector nunca pasa gran cosa. —Hablaba en voz baja—. ¿Les has dado motivos para detenerte?

—Maté a un metrovigilante. —Me dolía la garganta—. ¿Y tú?

—Tuve una discusión sin importancia con un centinela. Resumiendo: el centinela ya no está con nosotros.

—Pero tú eres profeta.

La mayoría de los videntes miraban con desprecio a los profetas, una clase de adivinos. Como todos los adivinos, se comunicaban con los espíritus a través de objetos; en el caso de los profetas, cualquier cosa reflectante. Jax odiaba con toda su alma a los adivinos («Farsantes, tesoro, llámalos farsantes»). Y a los augures, ahora que lo pienso.

Julian debió de leerme el pensamiento.

—No crees que un profeta sea capaz de matar a nadie.

—No con espíritus. No podrías controlar a una bandada lo bastante grande.

—Entiendes de videntes. —Se frotó los brazos—. Tienes razón. Le disparé. Pero eso no les impidió detenerme.

No le contesté. Del techo goteaba un agua helada que me caía en el pelo y me resbalaba por la nariz. La mayoría de los otros prisioneros estaban callados. Un chico se mecía adelante y atrás, en cuclillas.

—Tienes un aura rara. —Julian me miró—. No sé qué eres. Diría que un oráculo, pero…

—Pero ¿qué?

—Hace tiempo que no oigo hablar de ninguna mujer oráculo. Y no creo que seas una sibila.

—Soy acutumántica.

—¿Qué hiciste? ¿Le clavaste una aguja a alguien?

—Algo así.

Fuera se oyó un estruendo, seguido de un grito espantoso. Todos dejamos de hablar.

—Eso ha sido un berserker —dijo una voz masculina cargada de temor—. No irán a meter a un berserker aquí, ¿verdad?

—Los berserkers no existen —aseveré.

—¿No has leído Sobre los méritos?

—Sí. Pero solo es un tipo hipotético.

No pareció que mi afirmación lo aliviara mucho. Acordarme del panfleto hizo que se me helara aún más la sangre. Podía estar en cualquier sitio, en manos de cualquiera: una primera edición del panfleto más sedicioso de la ciudadela, lleno de anotaciones y detalles de contactos. Era imposible que yo estuviera en posesión de una cosa así sin conocer a su autor.

—Van a volver a torturarnos. —La suspirante sostenía el brazo roto contra el pecho—. Quieren algo. Si no, no nos habrían dejado salir.

—Salir ¿de dónde? —pregunté.

—De la Torre, idiota. Donde todos hemos pasado los dos últimos años.

—¿Dos años? —Se oyó una risa medio histérica que provenía de un rincón—. Querrás decir nueve. Nueve años.

Otra risotada, y luego una risita.

Nueve años. Que nosotros supiéramos, a los detenidos se les ofrecían dos opciones: entrar en la DVN o ser ejecutados. No había ninguna necesidad de almacenar gente.

—¿Por qué nueve? —pregunté.

No hubo respuesta desde el rincón. Al cabo de un minuto Julian dijo:

—¿Alguien más se ha preguntado por qué no estamos muertos?

—A todos los demás los mataron. —Era una voz nueva—. Yo pasé meses allí. A los otros videntes de mi ala los ahorcaron a todos. —Una pausa—. Nos han escogido por algo.

—SciOECI —susurró alguien—. Vamos a ser conejillos de Indias, ¿verdad? Los médicos nos quieren diseccionar.

—Esto no es SciOECI —dije yo.

Hubo un largo silencio, solo interrumpido por las amargas lágrimas de la palmista. Por lo visto no podía controlarse. Al final Carl se dirigió a la suspirante:

—Dices que deben de querer algo, susu. ¿Qué crees que podrían querer?

—Cualquier cosa. Nuestra visión.

—No pueden quitarnos nuestra visión —dije.

—Por favor. Tú ni siquiera tienes visión. No quieren a videntes discapacitados.

Contuve el impulso de romperle el otro brazo.

—¿Qué le ha hecho al taseógrafo? —La palmista estaba temblando—. Sus ojos… ¡Lo ha hecho sin moverse siquiera!

—Pues yo tenía claro que nos iban a matar —dijo Carl, como si no entendiera por qué los demás estábamos tan preocupados. No tenía la voz tan ronca—. Yo aceptaría cualquier cosa que no fuera la horca, ¿y vosotros?

—Pues puede que nos cuelguen —dije, y se quedó callado.

Otro chico, tan pálido que parecía que el flux le hubiera consumido toda la sangre de las venas, estaba empezando a hiperventilar. Tenía pecas en la nariz. Hasta ese momento no me había fijado en él; no tenía ni rastro de aura.

—¿Dónde estamos? —preguntó. Apenas podía articular palabra—. ¿Quién… quiénes sois?

Julian lo miró.

—Tú eres amaurótico —dijo—. ¿Por qué te han traído aquí?

—¿Amaurótico?

—Debe de ser un error. —El oráculo parecía aburrido—. Lo matarán de todas formas. Mala suerte, chico.

Daba la impresión de que el chico iba a desmayarse. Se puso en pie de un salto y tiró de los barrotes.

—¡No sé qué hago aquí! ¡Quiero irme a mi casa! ¡No soy antinatural! —Estaba a punto de llorar—. ¡Lo siento! ¡Siento lo de la piedra!

Le tapé la boca con una mano.

—Basta. —Algunos de los otros lo insultaron—. ¿Quieres que te deje frito a ti también?

Estaba temblando. Debía de tener unos quince años, pero era muy inmaduro. Me acordé de otros tiempos, cuando yo también era una niña asustada y sola.

—¿Cómo te llamas? —le pregunté tratando de que mi voz sonara amable.

—Seb. Seb Pearce. —Se cruzó de brazos, tratando de retraerse—. ¿Sois todos… antinaturales?

—Sí, y haremos cosas antinaturales con tus órganos internos si no cierras el pico —le espetó una voz.

Seb se estremeció.

—No le hagas caso —le dije—. Me llamo Paige. Este es Julian.

Julian se limitó a asentir con la cabeza. Por lo visto, me correspondía a mí charlar con el amaurótico.

—¿De dónde eres, Seb?

—De la cohorte III.

—El anillo —observó Julian—. Muy bonito.

Seb desvió la mirada. Le temblaban los labios de frío. Seguro que creía que lo descuartizaríamos y nos bañaríamos en su sangre en un frenesí ocultista. Yo había ido a una escuela de secundaria del anillo, que era como llamábamos en la calle a la cohorte III.

—Cuéntanos qué pasó —dije.

Seb miró a los demás. No podía reprocharle su temor. Desde que tenía uso de razón le habían explicado que los clarividentes eran el origen de todos los males del mundo, y ahora estaba en la cárcel con ellos.

—Un chico de sexto me metió contrabando en la cartera —dijo. Seguramente una piedra de adivinación, el numen más frecuente en el mercado negro—. El director me vio intentando devolvérselo en clase. Pensó que me lo había dado uno de esos mendigos. Llamaron a los centinelas del colegio para que me registraran.

Un chico de Scion, sin duda. Si su colegio tenía sus propios centinelas, debía de provenir de una familia tremendamente rica.

—Tardé horas en convencerlos de que me habían tendido una trampa. Tomé un atajo para volver a mi casa. —Seb tragó saliva—. Había dos hombres vestidos de rojo en la esquina. Intenté pasar de largo, pero me oyeron. Llevaban máscaras. No sé por qué, pero eché a correr. Tenía miedo. Entonces oí un disparo y… creo que me desmayé. Y desperté vomitando.

No sabía qué efecto tendría el flux en los amauróticos. Lo lógico era que aparecieran síntomas físicos (vómitos, sed, terror inexplicable), pero no la fantasmagoría.

—Qué horror —dije—. Seguro que todo esto es solo una equivocación terrible.

Estaba segura. Un chico amaurótico de buena familia como Seb no pintaba nada allí.

Seb parecía un poco más animado.

—¿Me dejarán volver a casa?

—No —dijo Julian.

Agucé el oído. Pasos. Pleione había vuelto. Abrió la puerta, agarró al primer prisionero que encontró y lo levantó con una sola mano.

—Seguidme. Recordad las normas.

Salimos del edificio por una puerta de doble batiente; la suspirante guiaba a la palmista. El aire, gélido, nos cortaba cada centímetro de piel descubierta. Me sobresalté cuando llegamos a la horca (quizá aquello sí fuera la Torre), pero Pleione pasó de largo. No tenía ni idea de qué le había hecho al taseógrafo, ni de qué había sido aquel grito, pero no pensaba preguntarlo. Cabeza agachada, ojos abiertos. Esa iba a ser mi norma allí.

Nos guió por calles desiertas, iluminadas por lámparas de gas y mojadas tras una noche de lluvia intensa. Julian se colocó a mi lado. A medida que andábamos, los edificios eran cada vez más grandes, pero no eran rascacielos, ni mucho menos. No había armazones metálicos, ni luz eléctrica. Aquellos edificios eran antiguos y extraños, construidos en una época en que dominaba otra estética. Fachadas de piedra, puertas de madera y ventanas con cristales emplomados teñidos de rojo intenso y violeta. Cuando doblamos la última esquina, se presentó ante nosotros una imagen que nunca podré olvidar.

La calle que se extendía delante era extrañamente ancha. No se veía ni un coche: solo una hilera larga y sinuosa de viviendas destartaladas que la recorría de punta a punta. Las paredes de contrachapado sostenían los techos de chapa de zinc. A ambos lados de esa pequeña población se alzaban otros edificios más altos. Tenían puertas de madera maciza, ventanas altas y almenas, como los castillos de la época victoriana. Me recordaron tanto a la Torre que tuve que mirar hacia otro lado.

A escasa distancia de la chabola más cercana había un grupo de figuras esbeltas en un escenario al aire libre. Estaban rodeados de velas que iluminaban sus caras enmascaradas. Bajo las tablas sonaba un violín. Música de videntes, una música que solo los suspirantes podían interpretar. Una nutrida audiencia los contemplaba desde abajo. Todos los espectadores llevaban un blusón rojo y un chaleco negro.

Las figuras empezaron a bailar, como si hubieran estado esperando nuestra llegada. Eran todos clarividentes; de hecho, allí todos eran clarividentes: los bailarines, los espectadores, todos. Jamás había visto a tantos videntes en el mismo sitio, compartiendo apaciblemente el espacio. Debía de haber un centenar de observadores alrededor del escenario.

Aquello no era ninguna reunión secreta en un túnel subterráneo. Aquello no era el brutal sindicato de Hector. Aquello era diferente. Cuando Seb me dio la mano, no lo aparté de mí.

El espectáculo se prolongó unos minutos. No todos los espectadores prestaban atención. Algunos hablaban entre ellos mientras que otros abucheaban a los actores. Estaba segura de haber oído a alguien decir «cobardes». Después del baile, una chica con mallas negras se subió a una plataforma más alta. Llevaba el cabello, castaño oscuro, recogido en un moño, y una máscara dorada con los extremos con forma de alas. Se quedó allí de pie un momento, quieta como una estatua; de pronto saltó de la plataforma y agarró dos largas cortinas rojas que habían soltado desde el telar del escenario. Enroscó los brazos y las piernas alrededor de las cortinas y, tras trepar hasta una altura de seis metros, adoptó una pose. Recibió algunos aplausos del público.

Todavía estaba muy confusa por efecto del flux. ¿Qué era aquello, una especie de secta de videntes? Cosas más raras había oído. Hice un esfuerzo y examiné la calle. De algo sí estaba segura: aquello no era SciLo. No había nada que delatara la presencia de Scion. Grandes edificios antiguos, espectáculos públicos, lámparas de gas y una calle adoquinada: era como si hubiéramos retrocedido en el tiempo.

De pronto supe exactamente dónde estaba.

Todos habíamos oído hablar de la ciudad perdida de Oxford. Formaba parte del programa de estudios de Scion. Un incendio había destruido la universidad en otoño de 1859. Lo que quedaba estaba clasificado como Sector Restringido de Clase A. Estaba terminantemente prohibido acceder allí, por temor a una indefinible contaminación. Scion la había borrado de los mapas. Yo había leído en los archivos de Jaxon que un periodista intrépido de El Pendenciero había intentado entrar allí en 2036 y amenazado con publicar un artículo, pero unos francotiradores hicieron salir su coche de la carretera y nunca más se supo de él. El Pendenciero, un periódico sensacionalista, también desapareció. Había intentado demasiadas veces revelar los secretos de Scion.

Pleione se dio la vuelta hacia nosotros. La oscuridad nos impedía verle bien la cara, pero sus ojos seguían ardiendo.

—Es indecoroso quedarse mirando —dijo—. No debéis llegar tarde al sermón.

Pero aquel baile seguía atrayendo nuestras miradas. La seguimos, pero no consiguió que apartáramos la vista.

Desfilamos detrás de Pleione hasta llegar ante una gran verja de hierro forjado. Dos hombres abrieron la verja; ambos se parecían a nuestra guía: los mismos ojos, la misma piel satinada, las mismas auras. Pleione pasó majestuosa a su lado.

Seb tenía muy mal color. Le cogí la mano y no se la solté mientras recorríamos los jardines del edificio. Aquel amaurótico no tenía por qué importarme, pero parecía demasiado vulnerable para que lo dejara solo. La palmista estaba llorando. Solo el oráculo, que iba frotándose los nudillos, parecía no tener miedo. Mientras andábamos, se nos unieron varios grupos más de recién llegados, todos vestidos de blanco. La mayoría parecían asustados, si bien unos pocos se mostraban entusiasmados. Nuestro grupo iba apiñándose a medida que llegaban más prisioneros.

Nos estaban arreando como si fuéramos ganado.

Entramos en una sala alargada de techos altos. Unos estantes de color verde oliva llenos de preciosos libros antiguos cubrían las paredes hasta el techo. En una de las paredes había once vidrieras. La decoración era clásica, con suelos de mármol con dibujos geométricos. Los prisioneros nos empujábamos unos a otros formando filas. Yo me quedé entre Julian y Seb, con los sentidos en alerta máxima. Julian también estaba en tensión. Miraba uno a uno a los cautivos, evaluándolos. Formaban un verdadero crisol: una muestra representativa de los distintos tipos de videntes, desde augures y adivinos hasta médiums y sensores.

Pleione nos había dejado. Ahora estaba subida a un estrado, lo mismo que otros ocho seres que deduje que también debían de ser refaítas. Mi sexto sentido tembló.

Una vez que estuvimos todos reunidos, un silencio sepulcral se apoderó de la sala. Una mujer dio un paso adelante y empezó a hablar.