Estaba quieto como una estatua. Llevaba una camisa negra de cuello alto, con ribete dorado. Las mangas le cubrían el brazo que yo le había vendado.
Me miró con gesto inexpresivo. Me humedecí los labios y traté de pensar alguna excusa.
—Bueno —dijo, y se me acercó más—. Vendas heridas y alimentas a los esclavos amauróticos. Qué curioso.
La repugnancia que sentí me hizo dar una sacudida con el brazo, y él no me lo impidió. Yo podía pelear si no estaba acorralada, pero entonces vi a los otros. Cuatro refas, dos varones y dos féminas. Los cuatro tenían ese onirosaje acorazado. Adopté una postura defensiva, y ellos se rieron de mí.
—No seas necia, 40.
—Lo único que queremos es hablar contigo.
—Pues hablad —dije con una voz que no parecía la mía.
El Custodio seguía mirándome fijamente. Bajo la luz de una lámpara de gas cercana, sus ojos ardían con un nuevo color. Él no se había reído como habían hecho los demás.
Me sentí rodeada, como un animal acorralado. Intentar salir de esa situación no habría sido solamente estúpido, sino suicida.
—Iré —dije, y el Custodio asintió con la cabeza.
—Terebell —dijo—, ve a ver a la soberana de sangre. Dile que tenemos a XX-59-40 bajo custodia.
¿Bajo custodia? Miré a la refaíta. Debía de ser la guardiana de Tilda y de Carl, Terebell Sheratan. Me volvió a mirar con ojos firmes y amarillos. Su cabello, negro y reluciente, rodeaba su cara como una capucha.
—Sí, consorte de sangre —dijo.
Se colocó en cabeza de la escolta. Yo mantuve la vista en el suelo.
—Vamos —dijo el Custodio—. La soberana de sangre nos espera.
Nos dirigimos al centro de la ciudad. Los guardias se quedaron atrás, a una distancia respetuosa del Custodio. Me fijé en que sus ojos sí tenían un color distinto: eran naranja. Se dio cuenta de que lo estaba mirando.
—Si tienes alguna pregunta —dijo—, puedes hacerla.
—¿Adónde vamos?
—A que hagas tu primer examen. ¿Algo más?
—¿Quién te mordió?
Mantuvo la mirada al frente. Al cabo de un momento dijo:
—Te retiro el permiso para hablar.
Estuve a punto de hacerme una herida en la lengua. Capullo. Me había pasado horas limpiándole las heridas. Habría podido matarlo. Debí matarlo.
El Custodio conocía muy bien la ciudad. Recorrimos varias calles hasta llegar a la parte trasera de otra residencia, la misma donde nos habían dado el sermón. Fuera había una placa que rezaba: RESIDENCIA DEL SUZERANO. Los guardias saludaron con la cabeza cuando el Custodio pasó ante ellos, y se llevaron un puño al pecho. Él no se molestó en saludarlos. Las puertas se cerraron detrás de nosotros. El sonido metálico de los cerrojos hizo que se me tensaran los músculos. Paseé la mirada por las paredes, buscando hasta en el último recoveco algo a lo que pudiera agarrarme con las manos y los pies. Las fachadas de los edificios estaban recubiertas de enredaderas, aromáticas madreselvas, hiedras y glicinas, pero solo hasta una altura de unos palmos por encima del suelo. Después estaban las ventanas. Recorrimos un sendero de color arena que bordeaba un óvalo de hierba en el que se alzaba una sola farola con los cristales rojos.
Al final del sendero había una puerta. El Custodio no me miró, pero se detuvo.
—No digas nada de las heridas —me dijo en voz tan baja que apenas le oí—, o tendrás motivos para lamentar haberme salvado la vida.
Le hizo señas a su escolta. Dos refas se colocaron a sendos lados de la puerta; el otro, un varón de cabello rizado y mirada deslumbrante, se colocó a mi otro lado. Flanqueada por los guardias, traspuse la puerta y entré en el fresco interior del edificio.
Me hallaba en una habitación estrecha y recargada, con paredes de piedra de color marfil. Por la pared de la izquierda se desparramaban manchas de colores cálidos gracias a la luz de la luna refractada por las vidrieras de colores. Distinguí cinco placas conmemorativas, pero no tuve tiempo de pararme a leerlas: me estaban conduciendo hacia un arco iluminado. Subimos tres peldaños de mármol negro, y entonces el Custodio se arrodilló y agachó la cabeza. El guardia me miró fijamente, y yo imité al Custodio.
—Arcturus.
Una mano enguantada le levantó la barbilla. Me arriesgué a mirar.
Había aparecido Nashira. Esa noche llevaba un vestido negro que la cubría desde el cuello y que ondulaba como el agua bajo la luz de las velas. Besó al Custodio en la frente, y él le puso una mano sobre el vientre.
—Veo que has traído a nuestro pequeño prodigio —dijo Nashira con la mirada puesta en mí—. Buenas noches, XX-40.
Me miró de arriba abajo, y tuve la sensación de que intentaba leer mi aura. Levanté unas barreras preventivas. El Custodio no se movió. No le veía la cara.
Detrás de la pareja había una hilera de refaítas, todos con capa y capucha. Sus auras llenaban la capilla y apenas le dejaban espacio a la mía. Era la única humana presente allí.
—Supongo que sabes por qué estás aquí —dijo Nashira.
Mantuve la boca cerrada. Sabía que me había buscado un problema llevándole comida a Seb, pero podía haberme buscado un problema por muchísimas cosas más: vendar al Custodio, escabullirme, ser humana. Lo más probable era que Carl hubiera informado de mi interés por la visión de Nashira. O quizá supieran lo que yo era.
—La hemos encontrado delante de la Casa Amaurótica —declaró el guardia. Era el vivo retrato de Pleione; la forma de sus ojos era idéntica—. Escabulléndose en la oscuridad como una rata de alcantarilla.
—Gracias, Alsafi. —Nashira me miró, pero no me invitó a levantarme—. Tengo entendido que le has llevado comida a uno de los empleados amauróticos, 40. ¿Hay alguna razón que lo justifique?
—Que lo estáis matando de hambre y maltratándolo como si fuera un animal. Necesita un médico, un hospital.
Mi voz resonó por la oscura capilla. Los refaítas encapuchados guardaban silencio.
—Siento mucho que pienses así —dijo Nashira—, pero a los ojos de los refaítas, los ojos que ahora son los responsables de tu país, los humanos y las bestias se encuentran al mismo nivel. Nosotros no tenemos médicos para las bestias.
Sentí que palidecía de ira, pero me mordí la lengua. Si replicaba, solo conseguiría que mataran a Seb.
Nashira se dio la vuelta. El Custodio se levantó y yo lo imité.
—Quizá recuerdes, 40, que en el sermón os explicamos que nos gusta examinar a los humanos que recogemos durante las Eras de Huesos. Verás, enviamos a nuestros casacas rojas a buscar humanos con aura, pero no siempre podemos identificar las habilidades de esas auras. Confieso que en el pasado cometimos algunos errores. A veces, un caso que parecía prometedor resulta menos emocionante que un cartomántico vagabundo. Pero no me cabe duda de que tú serás mucho más interesante. Tu aura te precede. —Me hizo señas para que me acercara y añadió—: Ven, muéstranos tus talentos.
El Custodio y Alsafi se separaron de mí. Nashira y yo nos quedamos cara a cara, solas.
Se me tensaron los músculos. ¿Qué querían, que peleara con ella? Yo no habría podido vencerla. Sus ángeles y ella destrozarían mi onirosaje. Los notaba girando alrededor de Nashira, preparados para defender a su huésped.
Pero entonces recordé lo que me había contado Liss: que Nashira quería un onirámbulo. Intenté pensar. Quizá yo pudiera hacer algo que ella no tuviera poder para impedir, alguna ventaja que pudiera utilizar contra ella.
Pensé en lo que había pasado en el tren. Sin un onirámbulo o un oráculo en su séquito, Nashira no podía alterar el éter. Y a menos que hubiera consumido el espíritu de un ilegible, yo podría soltar mi espíritu en su mente.
Podría matarla.
Mi plan A se vino abajo cuando volvió Alsafi. Llevaba en brazos un cuerpo frágil, un cuerpo con una bolsa negra cubriéndole la cabeza. Sentaron al prisionero en una silla y lo esposaron a ella. Se me quedaron los dedos entumecidos. ¿Sería uno de los otros? ¿Habrían encontrado Dials, habrían encontrado a mi banda?
Pero no percibía ningún aura: tenía que tratarse de un amaurótico. Pensé en mi padre y me dio un mareo, pero aquel cuerpo era demasiado pequeño, demasiado delgado.
—Creo que os conocéis —dijo.
Le quitaron la bolsa de la cabeza. Me quedé helada.
Seb. Se lo habían llevado. Tenía los ojos tan hinchados que parecían dos ciruelas; le colgaban mechones de pelo ensangrentado alrededor de la cara, y tenía los labios partidos y manchados de sangre. El resto de su rostro estaba recubierto de una costra de sangre seca. Ya había visto otras palizas graves, cuando las víctimas de Hector venían arrastrándose hasta Seven Dials a pedirle ayuda a Nick, pero nunca nada como aquello. Nunca había visto a una víctima tan joven.
El guardia le arreó otro porrazo en la mejilla. Seb estaba casi inconsciente, pero consiguió levantar un poco la cabeza y mirarme.
—Paige.
Su voz quebrada hizo que se me agolparan las lágrimas en los ojos. Me volví hacia Nashira.
—¿Qué le habéis hecho?
—Nada. Se lo vas a hacer tú.
—¿Qué?
—Ya va siendo hora de que te ganes tu próximo blusón, XX-40.
—¿De qué demonios estás hablando?
Alsafi me pegó tan fuerte en la cabeza que casi me derribó. Me agarró del pelo y me dio la vuelta para que pudiera mirarlo.
—No uses estas palabras en presencia de la soberana de sangre. Cuida tu lenguaje o te coseré la boca.
—Paciencia, Alsafi. Deja que se enfade. —Nashira levantó una mano—. Al fin y al cabo, en el tren estaba enfadada.
Me zumbaban los oídos. Aparecieron dos caras en mi memoria. Dos cuerpos en el suelo del vagón. Uno, muerto; el otro, loco. Mis víctimas. Mis presas.
Ese era mi examen. Para ganarme el nuevo blusón, tenía que matar a un amaurótico.
Tenía que matar a Seb.
Nashira debía de haber adivinado lo que yo era. Debía de haber adivinado que mi espíritu podía abandonar mi cuerpo, su ubicación natural. Que era capaz de matar sin derramamiento de sangre. Quería ver cómo lo hacía. Quería verme bailar. Quería saber si valía la pena robarme ese don.
—No —dije.
Nashira no se inmutó.
—¿No? —Como no dije nada, continuó—: La negativa está descartada. Obedecerás o nos veremos obligados a deshacernos de ti. Seguro que el Gran Inquisidor se alegrará de corregir tu insolencia.
—Pues mátame —repliqué—. ¿A qué esperas?
Ninguno de los trece jueces dijo nada. Nashira tampoco. Se quedó mirándome fijamente. Tratando de averiguar si me estaba marcando un farol.
Alsafi no se anduvo con rodeos. Me agarró por la muñeca y me arrastró hasta la silla. Me retorcí y pataleé mientras él me rodeaba el cuello con un musculoso brazo.
—Hazlo —me gruñó al oído—, o te aplastaré las costillas y te ahogarás en tu propia sangre. —Me sacudió tan fuerte que me tembló la vista—. Mata al chico. Ahora mismo.
—No.
—Obedece.
—No.
Alsafi me apretó más fuerte. Le clavé las uñas en la manga. Le arañé un costado, y encontré el cuchillo que llevaba al cinto. Era pequeño, del tamaño de un abrecartas, pero serviría. Bastó una puñalada somera para hacer que me soltara. Me subí a un banco; todavía tenía el cuchillo en la mano.
—No te me acerques —le advertí.
Nashira rió y los jueces la imitaron. Al fin y al cabo, para ellos yo solo era otra clase de intérprete. Otra humana endeble con la cabeza llena de confeti y fuegos artificiales.
Pero el Custodio no rió. No apartaba la vista de mi cara. Lo apunté con el cuchillo.
Nashira vino hacia mí.
—Impresionante —comentó—. Me gustas, XX-40. Tienes temple.
Me temblaba la mano.
Alsafi se miró el corte que le había hecho en el brazo. Su piel rezumaba un fluido luminoso. Cuando miré el cuchillo, vi que la hoja estaba recubierta de esa sustancia.
Seb lloraba. Así el puñal con más fuerza, pero tenía las manos sudadas. No podía atacar a todos aquellos refaítas con un abrecartas. Además, no se me daba nada bien el combate con armas blancas, y no habría podido lanzar un cuchillo con precisión.
Exceptuando a los cinco ángeles que rodeaban a Nashira, no había espíritus con los que hacer una bandada. Tendría que acercarme mucho más para soltar a Seb. Y luego tendría que encontrar la forma de salir los dos de allí con vida.
—Arcturus, Aludra: desarmadla —ordenó Nashira—. Sin usar espíritus.
Uno de los jueces se quitó la capucha. Era una mujer.
—Será un placer —dijo.
La examiné. Era la guardiana de Julian: un ser taimado, con cabello rubio liso y ojos felinos. El Custodio se quedó detrás de ella. Medí sus auras.
Aludra era una salvaje. Podía parecer civilizada, pero percibí que estaba conteniéndose para no babear. Estaba deseando pelear, excitada por la debilidad de Seb, y sedienta de mi aura. El Custodio era más oscuro, más frío, y sus intenciones eran más misteriosas, pero eso lo hacía más letal. Si no conseguía leer su aura, no podría predecir sus movimientos.
De pronto se me ocurrió una cosa. La sangre del Custodio me había hecho sentir más cerca del éter. Quizá volviera a funcionar. Inhalé, sosteniendo el cuchillo cerca de mi cara. El aroma frío despertó mis sentidos. El éter me envolvió como un agua helada y me sumergió. Di una sacudida con la muñeca y lancé el cuchillo hacia la cara de Aludra, apuntándole entre los ojos. Ella lo esquivó por los pelos. Mi puntería había mejorado mucho.
Aludra agarró un pesado candelabro y se abalanzó sobre mí.
—Ven aquí, niña —dijo—. Baila conmigo.
Me eché hacia atrás. Con el cráneo destrozado no iba a servirle de nada a Seb.
Aludra me embistió. Su misión era derribarme y cebarse con lo que quedara de mí. Si mis sentidos no se hubieran agudizado, seguramente lo habría conseguido. Rodé sobre mí misma para evitarla y, en lugar de aplastarme, el candelabro se estrelló contra la cabeza de una estatua. Me puse rápidamente en pie, salté por encima del altar y corrí por la capilla, pasando al lado de los refas encapuchados que se encontraban en los bancos.
Aludra recuperó su arma. Oí silbar el aire cuando la lanzó hacia el fondo de la capilla. El candelabro pasó por encima de la cabeza de Seb, que gritó mi nombre.
Fui hacia la puerta, que estaba abierta; pero un guardia la cerró desde fuera, y me encerró en la capilla con mi público. Como no tuve tiempo de reducir la velocidad, me empotré contra la puerta. El impacto me cortó la respiración, y perdí el equilibrio. Me golpeé la cabeza contra el mármol. Al cabo de una milésima de segundo, el candelabro se estrelló contra la puerta. Apenas me dio a tiempo a moverme antes de que cayera al suelo, justo donde hacía un instante estaban mis piernas. El ruido resonó por la capilla como una campanada.
Notaba un dolor sordo en la parte trasera del cráneo, pero no había tiempo para descansar. Aludra me había alcanzado. Me rodeó el cuello con sus dedos enguantados y me apretó la garganta con los pulgares. Me ahogaba. Mis ojos se llenaron de sangre y dejé de ver. Aludra me estaba robando el aura. Sus ojos se iluminaron con una luz roja y abrasadora.
—Basta, Aludra.
No pareció que lo hubiera oído. Noté un sabor metálico.
El cuchillo estaba en el suelo, a mi lado. Estiré los dedos hacia él, pero Aludra me agarró la muñeca.
—Ahora me toca a mí.
Solo tenía una opción. Cuando Aludra me acercó el cuchillo a la mejilla, empujé mi espíritu hacia el éter.
En forma de espíritu veía con otros ojos, en otro plano. Allí sí tenía visión espiritista. El éter era un vacío silencioso, tachonado de esferas semejantes a estrellas; cada esfera era un onirosaje. Aludra estaba físicamente cerca de mí; su «esfera», por lo tanto, no estaba muy lejos. Habría sido suicida intentar entrar en su mente (era muy antigua, muy poderosa), pero sus ansias de aura habían debilitado sus defensas. «Ahora o nunca», me dije, y me lancé contra su mente.
Aludra no estaba en guardia y yo fui muy rápida. Llegué a su medianoche antes de que ella se diera cuenta de lo que había pasado. Cuando se percató, me vi expulsada con la fuerza de una bala. Volvía a estar dentro de mi cuerpo, con la vista fija en el techo de la capilla. Aludra, arrodillada, se sujetaba la cabeza con ambas manos.
—¡Sacadla de aquí! ¡Sacadla! —gritaba—. ¡Es onirámbula!
Me levanté con dificultad, jadeando, y me lancé contra el Custodio, que me sujetó por los hombros. Me hincó los dedos enguantados. No intentaba hacerme daño: solo quería sujetarme, contenerme; pero mi espíritu era como una planta carnívora y reaccionaba al peligro. Casi sin proponérmelo, volví a intentar el mismo ataque.
Esa vez ni siquiera llegué a tocar el éter. No podía moverme.
El Custodio. Era él. Esta vez era él quien me estaba robando la energía, sorbiéndome el aura. Me sentí atraída por él como una flor por la luz del sol; y, conmocionada, no pude hacer nada.
Entonces paró. Fue como si se partiera un cable que nos unía. Él tenía los ojos de un rojo intenso como la sangre.
Lo miré fijamente. El Custodio dio un paso atrás y miró a Nashira. Se produjo un silencio. Entonces los refaítas encapuchados se levantaron y aplaudieron.
Me quedé sentada en el suelo, aturdida.
Nashira se arrodilló a mi lado y me puso una mano enguantada en la cabeza.
—Preciosa. Mi pequeña onirámbula.
Estaba perdida: Nashira lo sabía.
Se levantó y se volvió hacia Seb, que observaba la escena, aterrorizado. Con un ojo entreabierto siguió la trayectoria de Nashira, que se colocó detrás de su silla.
—Gracias por tus servicios. Te estamos muy agradecidos. —Le puso las manos a ambos lados de la cabeza—. Adiós.
—¡No, por favor! ¡No quiero morir! ¡Paige!
Nashira le giró bruscamente la cabeza hacia un lado. Seb abrió más los ojos, y de sus labios escapó un grito ahogado.
Lo había matado.
—¡No! —exclamé. No podía creer lo que acababa de ver. Me quedé mirándola—. Has… has…
—Demasiado tarde. —Nashira soltó la cabeza de Seb, y esta cayó hacia un lado—. Podrías haberlo hecho tú, 40. Sin dolor. Solo tenías que hacer lo que te he pedido.
Fue su sonrisa lo que me impulsó. Porque sonreía. Me lancé contra ella con la sangre hirviéndome en las venas. El Custodio y Alsafi me tomaron los brazos y me sujetaron. Pataleé y me retorcí hasta que quedé empapada de sudor.
—¡Zorra! —grité—. ¡Zorra! ¡Zorra asquerosa! ¡Seb ni siquiera era vidente!
—Tienes razón, no lo era. Pero los espíritus amauróticos son los mejores sirvientes, ¿no te parece?
Alsafi estuvo a punto de dislocarme un hombro. Le clavé las uñas en el brazo al Custodio. En el brazo malo, el que yo le había curado. Él tensó los músculos; no me importó.
—Os mataré —dije, dirigiéndome a todos. Casi no podía respirar, pero lo dije—. Os mataré. Juro que os mataré.
—No hace falta que nos jures nada, 40. Deja que nosotros juremos por ti.
Alsafi me tiró al suelo y me golpeé la cabeza contra el duro mármol. Perdí momentáneamente la visión. Intenté levantarme, pero algo me inmovilizaba. Una rodilla sobre mi espalda. Estiré los dedos por el suelo. Entonces noté un dolor atroz en el hombro, el dolor más terrible que jamás había sentido. Ardiente, demasiado ardiente. Olí a carne quemada. No pude evitarlo: grité.
—Juramos tu lealtad eterna a los refaítas. —Nashira no desviaba la mirada de mí—. La juramos con la marca de fuego. XX-59-40, estás unida para siempre al Custodio de los Mesarthim. Desde ahora renuncias a tu verdadero nombre para el resto de tus días. Tu vida nos pertenece.
Era mi piel lo que olía a quemado. Solo podía pensar en el dolor que sentía.
Ya estaba. Habían matado a Seb, y ahora iban a matarme a mí. Vi el destello de una aguja.