Tenía demasiado flux en la sangre.
Corrí describiendo círculos por mi onirosaje. El flux lo había deformado, había roto las formas y los colores.
Oía los latidos de mi corazón, el aire abrasándome al pasarme por la garganta y la nariz.
«Me están matando.» Eso pensé mientras luchaba contra mi mente, mientras la veía desmenuzarse como la leña en un horno. Ya estaba. Nashira había descubierto qué era. Me había envenenado, y ahora me estaba muriendo. No podía durar mucho; al fin y al cabo, los cadáveres no podían conservar el onirosaje. Entonces ese pensamiento se deshilachó y pasó, y me quedé rondando por las partes más oscuras de mi conciencia.
Entonces la encontré. Mi zona soleada, donde habitaba la belleza. La seguridad. El calor. Corrí hacia ella, pero era como correr por la arena húmeda. Unas nubes oscuras se me adherían y tiraban de mí hacia las nubes y las sombras. Forcejeé para defenderme del flux, me retorcí y pataleé para soltarme de él, y caí rodando hacia la luz, hacia el prado de flores.
Todos teníamos un onirosaje, un hermoso espejismo dentro de nuestra mente. En sueños, hasta los amauróticos veían su zona soleada, aunque no con mucha claridad. Los videntes podían ver el interior de su propia mente, podían vivir allí hasta morir de hambre. Mi zona soleada era un prado de flores rojas, un campo que ondulaba y cambiaba según mi estado de ánimo. Veía fragmentos del mundo que me rodeaba, notaba el movimiento de la tierra cuando vomitaba el escaso contenido de mi estómago. Pero dentro de mi mente estaba tranquila, mientras el flux causaba estragos a mi alrededor. Me tumbé entre las flores y esperé a que llegara el final.
Volvía a estar en la habitación de Magdalen. El gramófono desgranaba una melodía, otro de los temas prohibidos favoritos de Jaxon, «Did You Ever See a Dream Walking?». Estaba tumbada boca abajo en el diván, desnuda de cintura para arriba. Me habían recogido el pelo en un moño.
Me llevé una mano a la cara. Piel. Piel fría, pegajosa. Estaba viva. Dolorida, sí, pero viva. No me habían matado.
El dolor me impedía permanecer quieta. Intenté incorporarme, pero el peso de mi cabeza solo me dejó levantarme unos centímetros. Notaba una laceración abrasadora detrás del hombro derecho. Otro dolor, punzante, en la ingle me indicaba el lugar donde me habían inyectado el fármaco; pero esa vez los daños eran más profundos.
El flux era de los pocos fármacos que funcionaban mejor inyectados en las arterias que en las venas. Tenía el muslo caliente e hinchado. Mi pecho subía y bajaba al ritmo de mi respiración. Estaba ardiendo de fiebre. El refa que me había hecho aquello había sido muy cruel además de muy torpe. Recordaba vagamente haber visto a Suhail sonriéndome con lascivia antes de que se apagaran las luces.
Quizá hubieran intentado matarme. Quizá estuviera muriéndome.
Volví la cabeza hacia un lado. Habían encendido la chimenea.
Y había alguien en la habitación: mi guardián.
Estaba sentado en su butaca contemplando las llamas. Lo miré con odio desde el diván y volví a notar sus manos sujetándome, impidiéndome salvar a Seb. ¿Se sentía culpable por aquel asesinato gratuito? ¿Le importaban algo los indefensos esclavos de la Casa Amaurótica? Me pregunté si habría algo que le importara. Hasta sus interacciones con Nashira parecían mecánicas. ¿Habría algo que lo hiciera vibrar?
El Custodio debió de advertir que lo estaba mirando porque se levantó. Me quedé muy quieta; me dolían tantas partes del cuerpo que no me atrevía a moverme. El Custodio se arrodilló a mi lado. Levantó una mano, y me retraje. Posó el dorso de los dedos sobre mi ardiente mejilla. Volvía a tener los ojos de un dorado neutro.
La fiebre me había resecado la garganta.
—Su espíritu —alcancé a decir. Hablar era un suplicio—. ¿Se soltó?
—No.
Tuve que emplear todas mis fuerzas para enmascarar mi dolor. Si nadie había recitado el treno, Seb quedaría atrapado. Todavía estaba asustado y solo; y lo peor de todo: todavía estaba prisionero.
—¿Por qué no me ha matado? —Las palabras me irritaron la garganta—. ¿Por qué no ha acabado definitivamente conmigo?
El Custodio no me contestó. Tras examinarme el hombro, cogió un cáliz de la mesilla de noche. Estaba lleno hasta el borde de un líquido oscuro. Miré a mi guardián; él me acercó el cáliz a los labios, sujetándome la parte de atrás de la cabeza con una mano. Intenté apartarme. El Custodio dejó escapar un débil gruñido.
—Esto reducirá la hinchazón de la pierna —dijo—. Bebe.
Giré la cabeza. El Custodio me apartó la copa de los labios.
—¿No quieres curarte?
Lo miré fijamente.
Debía de haber sido un accidente que sobreviviera. No había ninguna razón para que no me hubieran matado.
—Te han marcado —dijo—. Tienes que dejar que te cure la herida durante unos días, o se te infectará.
Giré la cabeza para mirarme el hombro, tapándome los pechos con las sábanas.
—¿Marcado? ¿Con qué? —Reseguí la herida por la piel, tirante, y me temblaron los dedos. XX-59-40. ¡No!—. Cerdo asqueroso. Te mataré. Cuando estés dormido…
Me dolía demasiado la garganta. Paré de hablar; respiraba entrecortadamente. El Custodio escudriñó mi cara, como si intentara descifrar un texto escrito en un idioma extranjero.
No era idiota. ¿Por qué me miraba así? Me habían marcado como a un animal. O como algo peor. Con un número.
Solo se oían mis jadeos. El Custodio apoyó una mano enguantada en mi rodilla. Aparté la pierna, y la descarga de dolor me llegó hasta los dedos del pie.
—No me toques.
—La marca dejará de dolerte con el tiempo —dijo él—, pero la arteria femoral es otra cosa.
Deslizó la mano y me apartó las sábanas de la pierna. Cuando me vi el muslo, creí que iba a volver a desmayarme. Estaba hinchadísimo y cubierto de cardenales que se extendían casi hasta la rodilla. La zona alrededor de la ingle estaba negra e inyectada en sangre. El Custodio me aplicó una ligerísima presión en la pierna, apenas suficiente para accionar un gatillo de precisión. Vomité.
—Esta herida no se curará sola. Las heridas causadas por el flux no sanan sin un segundo antídoto más fuerte.
Creí que me moriría si ejercía una pizca más de presión.
—Vete al infierno —dije con un hilo de voz.
—El infierno no existe. Solo existe el éter.
Apreté los dientes y temblé del esfuerzo por no sollozar. El Custodio apartó la mano de mi pierna y se dio la vuelta.
No sabría decir cuánto rato permanecí allí tumbada, débil y delirante. Solo podía pensar en cómo debía de estar disfrutando él con aquello, viendo que volvíamos a representar cada uno el papel que nos correspondía. Esa vez era él quien tenía poder sobre mí, poder para verme sufrir y sudar. Y esa vez era él quien tenía el remedio.
Empezaba a clarear. El reloj avanzaba. El Custodio estaba sentado en su butaca e iba echando leña al fuego. No tenía ni idea de a qué esperaba. Si lo que pretendía era que yo cambiara de opinión con respecto al remedio, iba a pasarse mucho rato allí. Tal vez solo le hubieran ordenado vigilarme, asegurarse de que no me suicidara. No voy a decir que no me lo planteara. El dolor era insoportable. Tenía la pierna rígida, y se me contraía espasmódicamente. La piel, hinchada, estaba tensa y brillante, como una ampolla a punto de reventar.
Transcurrían las horas, y el Custodio iba de un sitio a otro: la ventana, la butaca, el cuarto de baño, el escritorio, la butaca otra vez. Como si yo no estuviera allí. En una ocasión salió de la habitación y volvió con un poco de pan caliente, pero lo rechacé. Quería que pensara que estaba en huelga de hambre. Quería recuperar mi poder. Quería hacerle sentir tan insignificante como me había sentido yo.
El dolor del muslo no remitía, sino todo lo contrario. Me apreté la piel oscurecida. Seguí apretando más y más, hasta que vi destellos luminosos. Tenía esperanzas de que eso me hiciera perder el conocimiento, porque así dispondría de unas horas de alivio; pero lo único que conseguí fue volver a vomitar. El Custodio me miró mientras yo arrojaba una bilis ácida en un barreño. Tenía la mirada inexpresiva. Estaba esperando a que yo cediera, a que le suplicara.
Miré el barreño; lo veía todo borroso, pero comprobé que estaba empezando a vomitar gruesos coágulos de sangre. Dejé caer la cabeza sobre los cojines.
Debí de perder el conocimiento. Cuando desperté, volvía a oscurecer. Julian debía de estar preguntándose dónde me había metido, suponiendo que hubiera podido salir de su residencia, lo cual era muy dudoso. Mi cerebro podía concentrarse en esas cosas porque todo el dolor había desaparecido, inexplicablemente.
Igual que toda la sensibilidad en la pierna.
El miedo se apoderó de mí. Intenté mover los dedos de los pies, girar el tobillo, pero no conseguí nada.
El Custodio volvía a estar a mi lado.
—Tal vez debería mencionar —dijo— que, si no tratamos la infección, es muy probable que pierdas la pierna. O la vida.
Le habría escupido, pero los vómitos me habían deshidratado. Sacudí la cabeza. Estaba perdiendo la visión.
—No seas necia. —Me agarró la cabeza y me obligó a mirarlo—. Necesitas las piernas.
Me tenía acorralada. Tenía razón: no podía perder la pierna. Necesitaba poder correr. Esa vez, cuando me sujetó la cabeza con una mano, abrí la boca y bebí del cáliz. El líquido sabía muy mal, a tierra y a metal. El Custodio asintió con la cabeza.
—Muy bien.
Le lancé una mirada que quería ser de odio, pero el cosquilleo que me recorrió la pierna la suavizó. Me bebí hasta la última gota de aquel líquido repugnante, y me limpié los labios con la mano.
El Custodio volvió a levantar las sábanas. Mi muslo ya estaba recuperando sus dimensiones normales.
—Ahora estamos en paz —dije. Me ardía la garganta—. Ya está. Yo te curé y tú me has curado a mí.
—Tú nunca me has curado.
—¿Cómo? —dije, titubeante.
—No he sufrido ninguna herida.
—Pero ¿no te acuerdas?
—Eso no pasó.
No dudé ni un instante de que lo que había pasado fuera real. El Custodio todavía llevaba los brazos cubiertos, de modo que no podía mostrarle las pruebas; pero había sucedido. Por mucho que él lo negara.
—Entonces debí de equivocarme —dije.
El Custodio no desvió la mirada de mis ojos. Me miraba con interés. Un interés frío, desapasionado.
—Sí —dijo—. Te equivocaste.
Y esa fue mi advertencia.
Sonó la campana de la torre. El Custodio miró por la ventana.
—Puedes irte. No estás en condiciones de empezar a entrenarte esta noche, pero deberías buscar algo de comer. —Señaló la urna que estaba sobre la repisa de la chimenea—. Ahí dentro tienes más numa. Coge todo lo que necesites.
—No tengo ropa.
—Eso es porque te corresponde un nuevo uniforme. —Levantó un blusón rosa—. Felicidades, Paige. Te han ascendido.
Esa fue la primera vez que me llamó por mi nombre.