Violet bajó las escaleras con Jeremy de la mano y fue a buscar a Beth. Esperaba que ya estuviese preparada para salir. El niño se estaba impacientando y no podían demorarlo más.
No la encontró en el vestíbulo ni en el saloncito, donde solía pasar largos ratos, y se dirigió a la cocina. Presumía que estaría allí, ultimando los preparativos para la cena con la cocinera. Le extrañó no verla tampoco en aquel lugar y se decidió a preguntar a Mary, que ayudaba en la cocina en los ratos libres.
Los ingresos de George como mayor del ejército de Su Majestad eran ajustados, de ahí que el servicio en casa de su prima fuese reducido. Solo contaba con Mary, la doncella, que ejercía de niñera ocasional; Nellie, la cocinera; y Joseph, el esposo de esta última, que hacía las veces de mayordomo, cochero y mozo de cuadra. Aun así, la casa funcionaba como un reloj y gran parte del mérito era de Beth. Ella organizaba y supervisaba todas las tareas y no dudaba en echar una mano cuando era necesario.
—Mary, ¿sabes si la señora Thayer está ya preparada para salir? —Tal vez se había retrasado y aún se hallaba en su habitación.
La jovencita estaba ante los fogones removiendo en una cazuela de grandes dimensiones. Debido a su corta estatura, debía subirse a un taburete para tener un mejor acceso y no correr el riesgo de volcar el recipiente. Dejó por un momento su quehacer y miró a Violet.
—La señora no se ha levantado. Se encontraba algo indispuesta y hace un rato le llevé una tisana. —Sus ojos castaños expresaban inquietud.
Llevaba cinco meses sirviendo en el hogar de los Thayer y se sentía feliz y agradecida por haberse librado de un destino de mendicidad en las calles, a las que se vio arrojada tras ser despedida de su anterior trabajo por no acceder a los abusos que el dueño le exigía. Sus nuevos señores la trataban con respeto, y Nellie y su marido como a una hija. Allí había encontrado el hogar que nunca tuvo y no quería perderlo.
—Mejorará pronto. Esa tisana obra maravillas —apuntó Nellie, atareada en amasar el pan sobre la mesa de madera que ocupaba gran parte de la luminosa estancia.
La corpulenta mujer de mediana edad, rubicundas mejillas y cabello oscuro salpicado de canas que llevaba peinado en una gran trenza bajo la blanca cofia imponía por su envergadura. Ese hecho resaltaba más cuando estaba junto a Mary o su marido, al que sacaba una cabeza. La constitución enclenque y la tez pálida de Joseph le daban una engañosa apariencia enfermiza; porque el hombre poseía una vitalidad asombrosa que se ponía de manifiesto en la ingente labor que realizaba.
—¿Quieres una galleta de avena y miel, Jeremy? Están recién hechas —ofreció la cocinera. Sabía que al niño le encantaban y que no la iba a rechazar.
Se limpió las manos con un trapo, fue hasta la alacena y abrió una caja metálica. Cogió una de las redondas galletas y se la ofreció al pequeño.
—Gracias, Nellie. ¿Me das otra para el camino? —pidió con carita inocente. El vivaracho niño, tan parecido a su madre tanto en lo físico como en el carácter, sabía cómo embaucar a la cocinera.
Nellie sonrió complacida. Esa era una de sus especialidades y se sentía muy orgullosa de que todos en la casa lo apreciaran.
—Te las envolveré —concedió, y le revolvió cariñosamente la suave cabellera de rizos claros. ¿Quién podía negarle algo a ese pequeño diablillo?
Nellie no tenía hijos y se había volcado con Jeremy, al que había visto nacer. Llevaba con los Thayer desde que se casaron y se establecieron en Newport.
Cuando ella y su marido tuvieron que abandonar la granja que tenían arrendada porque el dueño la vendió, se encontraron en la calle de un día para otro. La providencia acudió en su ayuda. Se enteró de que la esposa del joven teniente de la guarnición buscaba sirvientes para llevar la casa y se ofreció. Tres años después, cuando Georges partió para la India, Beth contrató a Joseph, que hasta ese momento trabajaba en unas caballerizas, y de ese modo pudieron estar los dos juntos otra vez. Nellie consideraba aquel su hogar y no dejaba de agradecerle a su señora la amabilidad con la que los trataba.
—No abuses, Jeremy, o no tendrá hambre en el almuerzo. —Le recordó Violet con voz firme. En los días que llevaba allí había descubierto que ese briboncete era quien mandaba en la casa. Tanto sus padres como los sirvientes se volcaban en satisfacer todos sus caprichos, con lo que corrían el riesgo de convertirle en un tirano. Ella, que había tenido que lidiar con tres niños, sabía que la disciplina mezclada con cariño era la combinación perfecta.
Seguida por Jeremy, Violet regresó al piso superior y se encaminó a la habitación de su prima en el ala este del edifico. La vivienda, aunque modesta, era muy espaciosa. Constaba de tres plantas y semisótano, así como de un amplio jardín trasero donde se alojaban las caballerizas. El barrio no era de los más glamurosos de la ciudad, pero resultaba tranquilo y seguro, comparado con algunas de las calles que había transitado en su viaje desde Cambridge. Tenía cerca varias plazas ajardinadas donde el niño podía jugar y a un corto paseo a pie estaba el British Museum.
Beth se hallaba acostada sobre almohadones y en el rostro, de bellos rasgos en el que destacaban unos grandes ojos de un tono tan claro como el cielo en verano, se apreciaba una acusada palidez.
—Lo siento, no podré acompañaros al parque. Me encuentro algo indispuesta. Debió sentarme mal el tentempié de anoche. Fue demasiado tardío —se excusó Beth al ver entrar a Violet con su hijo de la mano. El rictus de malestar que mostraba su rostro reforzaba sus palabras.
Violet no lo achacaba a la hora, sino a lo abundante que había sido. Como tenía por costumbre, Beth comía en exceso y ello, unido a su nueva condición, le ocasionaba continuas indisposiciones.
—No importa. Descansa un rato más. Te encontrarás mejor cuando regresemos —la tranquilizó—. Vamos, Jeremy; despídete de tu mamá y coge el aro.
—Prima Violet, ¿puedo llevar la cometa? —preguntó el niño, que se había encaramado a la cama de un salto. La brusca maniobra arrancó un leve gemido a su madre, que intentó disimular con una forzada sonrisa.
—No creo que sea el día adecuado, cariño. Es demasiado trabajo para la prima. El viento sopla fuerte hoy, según me ha parecido escuchar —denegó Beth con dulzura al tiempo que le atusaba el revuelto cabello.
Jeremy hizo un mohín de disgusto y Violet se compadeció de él.
—Estoy acostumbrada a resolver estos conflictos, no te preocupes. Podemos llevarla y, si veo que no hay peligro, la volaremos. ¿Te parece bien, Jeremy? —propuso.
La cometa de sus hermanos, que se había reparado en multitud de ocasiones, era una vieja conocida y no tenía problemas para manejarla en cualquier circunstancia. Llevaba tiempo cogiendo polvo en el desván y, cuando decidió viajar a Londres, pensó que Jeremy le daría un buen uso.
El niño asintió con entusiasmo y un brillo ilusionado en sus vivaces ojos. No había tenido tiempo de jugar con el regalo que Violet le había traído y estaba deseoso de hacerlo. La cometa era muy bonita, con forma de dragón y una larga cola de colores. Dio un beso en la mejilla a su madre y se marchó presuroso a coger los juguetes.
—¿De verdad que no te incomoda? —insistió Beth una vez que su hijo hubo salido.
—Claro que no. Después de vérmelas con tres niños, y te aseguro que eran muchísimo más traviesos que Jeremy, no me supone la menor molestia. Nos vendrá bien un poco de sol y diversión. El tiempo puede cambiar mañana y ya no tendremos oportunidad de ir al parque.
—No tomes demasiado sol o el rostro se te enrojecerá. Esta noche tienes que ofrecer tu mejor porte —le advirtió con una sonrisa cómplice.
Violet resopló resignada.
—Me llevaré la sombrilla. Ahora descansa y no temas; estaremos bien —le aseguró.
No había forma de librarse del dichoso baile, que se celebraba en el cuartel del regimiento al que George pertenecía y en el que su prima, al parecer, albergaba la absurda esperanza de emparejarla con algún compañero de su marido. Ella había intentado eludirlo aduciendo diferentes razones, entre otras que no hacía ni un año que su padre había fallecido —aunque hubiese decidido prescindir del luto cuando abandonó Cambridge—, que no tenía vestido apropiado o que el baile no se encontraba entre sus habilidades.
Ninguna de las excusas sirvió porque Beth tenía argumentos que las desmontaban, como que no había que ser tan estrictos con el protocolo, que su padre aprobaría esa oportunidad pues él confiaba en que encontraría un marido adecuado, que le prestaría uno de sus vestidos para tal evento y, sobre todo, quitándole importancia a su poca pericia con las danzas de salón.
«No seas tan modesta, Violet; estoy convencida de que te desenvolverás muy bien. Solo tienes que seguir los movimientos de los demás. Nadie se dará cuenta si te equivocas. Y no es un requisito indispensable para deslumbrar a los caballeros. Con sonreír todo el tiempo y elogiar las hazañas de nuestro glorioso ejército, los oficiales presentes se sentirían satisfechos», aseguraba Beth con conocimiento de causa, no en vano llevaba casada con uno más de siete años y había acudido a muchas de esas reuniones.
Violet se había quedado corta al admitir su poca destreza con la danza. Antes de casarse, Beth intentó enseñarle los pasos básicos de algunas, pero mostraba tan poca desenvoltura que acabó desistiendo; después de ello, en los contados bailes a los que había asistido, inventaba alguna excusa para quedarse sin bailar. Era incapaz de seguir los complicados giros de las piezas y no le apetecía ponerse en ridículo entorpeciendo al resto de participantes. En esta ocasión tendría que recurrir a esos trucos.
Tampoco ayudaba aquel artilugio que su prima se empeñaba en que llevara bajo el vestido en sustitución de sus familiares enaguas almidonadas. La crinolina, una especie de jaula con aros de acero flexible unidos por cintas y atada a la cintura, se había impuesto como parte indispensable del atuendo femenino entre las ociosas damas adineradas; no así entre las mujeres de la clase trabajadora, a las que molestaba a la hora de realizar sus tareas.
Admitía que resultaba más ligera que las pesadas enaguas y que proporcionaba más volumen al vestido, aunque aumentaba tanto el ruedo de la falda que dificultaba hasta el entrar por las puertas. «¿Cómo pretendes que baile con ella puesta si apenas puedo caminar?», protestaba Violet sin éxito. Beth alegaba que sin ella ofrecía aspecto de sirvienta e insistía en que una dama que se preciase de serlo debía llevarla en todo momento.
Violet se despidió de su prima y fue a reunirse con Jeremy, que esperaba ansioso en el vestíbulo de la mano de Mary.
—¿Dispuesto a vivir una gran aventura? —le preguntó.
Jeremy afirmó con la cabeza. Le encantaba jugar al aire libre, algo que no podía hacer con tanta frecuencia desde que se habían trasladado a Londres. Raro era el día que no llovía o había niebla y Beth, tan protectora con su hijo, prefería que se quedase en casa. El haberse quedado embarazada también limitaba las salidas. La llegada de Violet le aseguraba esa diversión que tanto echaba en falta. Estaba encantado y se lo demostraba con grandes muestras de cariño, que ella recibía con agrado y le hacía añorar a sus hermanos.
La pequeña berlina tirada por un caballo ruano y conducida por Joseph les esperaba en la puerta de la vivienda. En los días que llevaba allí habían acudido en un par de ocasiones a jardines públicos cercanos a la casa, pero el niño deseaba ir a Hyde Park y Violet no fue capaz de negarse, a pesar de que le resultaba un verdadero suplicio el transitar por aquellas calles atestadas de personas y vehículos y pavimentadas con adoquines de granito.
Londres era una ciudad muy ruidosa, lo que no agradaba a Violet que estaba acostumbrada a la quietud de la pequeña población en la que vivía. Al sonido de las herraduras, el repiqueteo de las ruedas y el crujir de los carruajes se unían las fuertes voces de los cocheros y de los transeúntes. Todo ello formaba un ensordecedor estruendo difícil de soportar. Y ese tormento se multiplicaba en el interior de vehículo, donde el traqueteo era incesante y agotador.
El parque más grande de la ciudad, con más de 350 acres, era el lugar de expansión de los londinenses y en su gran extensión acogía un pequeño lago, varias fuentes y muchos caminos por los que transitar. Contiguo a él se encontraban los jardines reales del Palacio de Kensington, algo menores en superficie. El conjunto hacía de aquella zona un lugar de gran belleza.
Joseph les dejó en la entrada principal al parque, junto a Apsley House, con su espectacular fachada de tres arcos sostenidos por gruesas columnas jónicas que permitía el acceso a carruajes y se cerraba con enormes puertas de hierro y bronce. Quedó en recogerles hora y media más tarde en el mismo lugar, tiempo suficiente para disfrutar del plácido entorno en aquella soleada mañana.
A esa hora, las diez y media, Hyde Park estaba bastante tranquilo, registrándose la mayor afluencia por la tarde y durante los domingos. Las personas que allí se encontraban dedicaban el tiempo a sus entretenimientos preferidos: niños jugando, la mayoría acompañados de sus niñeras ya que las madres preferían continuar acostadas a disfrutar de sus hijos, personas leyendo, tomando el sol o un refrigerio tendidos en el césped, vendedores de pasteles, bebidas y otros artículos… El resto se dedicaba a pasear, unos a pie, otros a caballo o en carruaje descubierto para quedar bien a la vista de los demás.
Nadie desconocía, ni siquiera Violet, que había pasado toda su vida en Cambridge donde las costumbres eran diferentes, que Hyde Park y el entorno que lo rodeaba eran un gran escaparate social al que acudían la aristocracia y la alta burguesía londinense para mostrar su poderío, rivalizar con el resto en ostentación y, en el caso de las damas solteras, encontrar esposo.
Ella debería estar allí con ese propósito, según Beth, pero nada más lejos de su intención. Prefería jugar con Jeremy a exhibirse públicamente y exponerse a las críticas de las supuestas rivales. Ya había pasado por ello y no quería volver a intentarlo.
Desde que puso un pie en Londres, Beth —que había convertido en cruzada personal el que consiguiese un compromiso matrimonial durante su estancia allí pese a que ella le había asegurado que el matrimonio no entraba en sus planes inmediatos ni futuros— la instruyó en todo lo que debía y no debía hacer para atraer a un buen candidato; militar, a ser posible. Entre las cosas que debía hacer estaba acudir con asiduidad a Hyde Park, lugar donde se reunían jóvenes casaderas —o no tan jóvenes, como era su caso—, y los potenciales maridos.
Una tarde, dos días después de su llegada, quiso agradar a su prima y se dejó llevar. El lugar le asombró por su belleza y le desagradó por lo concurrido que estaba. Los varios paseos que discurrían por él, como el llamado Rotten Row, que circundaba la parte sur del parque durante casi una milla, aparecían atestados de vehículos y jinetes, en un desfile vanidoso que llegaba a poner en peligro a los que preferían ir a pie o no podían permitirse tales dispendios.
Según Beth, era conveniente que las damas solteras pasearan a pie acompañadas de algún familiar o de sus doncellas para que el posible pretendiente tuviera más posibilidades de acercarse a la que había suscitado su interés. En carruaje solían ir las casadas o viudas, cuyo principal cometido era observar al resto para tener tema de conversación en las reuniones de la tarde.
Lo que su prima no le había explicado, o no lo sabía, era la cruel rivalidad que se palpaba en el ambiente. Violet se sintió ridícula ante tanta jovencita engalanada con los mejores adornos y que conocían todos los trucos habidos y por haber para llamar la atención de los acicalados caballeros que paseaban por allí en sus elegantes monturas. Ella, con su discreto atuendo y su falta de experiencia en esos menesteres, pronto comprendió que no podía competir con las refinadas damiselas. Beth lo advirtió también, y no volvió a proponérselo.
En esta nueva visita a Hyde Park, con la única compañía de Jeremy, Violet pensaba disfrutar sin distracciones del hermoso lugar y compartir con el niño una grata mañana.