A las diez en punto de la mañana, el carruaje descubierto de los Winslow se detuvo ante la residencia Thayer. Violet, que aguardaba en el vestíbulo, abrió la puerta y salió.
Gerald ya había bajado y se encaminaba hacia ella. No pudo evitar que el corazón se le acelerase al verle. Estaba más apuesto de lo que recordaba, con un esbozo de sonrisa insinuándose en la boca y los ojos brillantes. Aunque había transcurrido solo un día desde la última vez que se vieron, le pareció que había sido una eternidad.
—Señorita Kingsley, luce magnífica esta mañana; y tan puntual como siempre —comentó él. La mirada que le dirigió hizo sonrojar a Violet.
Al enterarse de que tenía previsto un paseo con sir Gerald el domingo, el día anterior Beth había insistido en adecuarle otro de sus vestidos. Con tiempo por delante, Nellie había obrado maravillas con un bonito vestido de paseo en organza de algodón color verde musgo, con mangas abullonadas y amplio escote. El talle se le ajustaba como un guante y destacaba su esbelta cintura, acentuada por el corsé que había conseguido ajustar lo necesario para que no le cortase la respiración. La falda de amplio ruedo estaba adornada con pequeños volantes que la crinolina, una de las menos aparatosas de las que Beth disponía, se encargaba de realzar. Un bonete de ala corta adornado con lazo a juego del color del vestido, un chal de fina lana y una primorosa sombrilla completaban el atuendo.
—Gracias, sir Gerald. Sabe que no me gustan las demoras. ¿Su hermana nos acompaña?
—En esta ocasión no ha faltado; nos espera en el carruaje.
Ella enlazó el brazo que le ofrecía y ambos caminaron hacia el vehículo.
Cecily saludó con una amplia sonrisa al verlos llegar. Le gustaba la bonita pareja que formaban.
Ben, que mantenía la puerta abierta, saludó con una inclinación de cabeza. Violet subió y se sentó frente a Cecily; Gerald lo hizo tras ella y ocupó el asiento junto a su hermana. Partieron de inmediato.
El trayecto no era largo, pero el tráfico de carruajes y monturas al acercarse a la zona del mercado se intensificaba a esas horas de la mañana. Carros y carretas cargados de frutas, verduras y flores, cruzaban los puentes sobre el río para llegar a la plaza de Covent Garden. Muchos salían de madrugada desde las aldeas vecinas, aún con tierra de los campos en las ruedas y en los corazones de sus conductores la esperanza de vender a buen precio los productos que tanto trabajo les había costado cultivar. Todo este tráfico provoca que las calles aledañas se colapsasen desde primeras horas de la mañana y los vehículos tuvieran que esperar su turno para descargar, a veces, durante horas.
Los jornaleros, con grandes mandiles de cuero o tela, ayudaban en la descarga entre gritos imperiosos y divertidas chanzas. También llegaban mercancías desde los barcos fondeados en los muelles, productos variados y muchos exóticos, procedentes de todas las partes del mundo: naranjas y mandarinas españolas, manzanas canadienses, uvas francesas, plátanos de las costas africanas… Y los más cotidianos como zanahorias, berros, coles, cebollas en largas ristras, remolachas, chirivías procedentes de los campos propios que componían un lienzo de vivos colores digno de admirar.
Al resultar imposible adentrarse con el carruaje, descendieron de él en Bow Street y caminaron hacia la plaza, que quedaba a una corta distancia.
—Como podéis comprobar, el ajetreo no cesa por ser día de descanso para muchos. A estas horas ha menguado debido a que gran parte de los abastecedores de los puestos de frutas y verduras ya han suministrado sus mercancías. Este es el momento en el que los visitantes se dedican a pasear por la zona de los puestos de flores y a admirar los trabajos de los artesanos —comentó Gerald ante los ojos fascinados de las dos jóvenes.
El escenario era variopinto y bullicioso. Ni Violet ni Cecily habían visto antes tanta gente reunida, charlando y paseando junto a puestos y tenderetes en los que se vendían multitud de artículos. Lo más vistoso, por colorido, forma y olor era la zona de las flores, que se distribuía por la parte exterior de la enorme nave de acero y cristal que ocupaba el centro de la plaza, dentro de la cual se ubicaban pequeñas tiendas y varios cafés.
—El mercado de Covent Garden —explicó Gerald— tiene sus orígenes en el siglo XIII. En esta zona se levantaba la abadía de St. Peter y en los campos de su entorno se cultivaban frutas y hortalizas para consumo propio. El excedente lo vendían fuera de los muros del convento a los que se sumaban algunos agricultores que acudían con sus productos. Cuando Enrique VIII confiscó los bienes a los católicos, dos siglos después, regaló estas parcelas a John Russell, primer conde de Bedford, como premio a su lealtad. El nuevo aristócrata construyó aquí su residencia y los terrenos los dedicó a pastos; aun así, los agricultores continuaron acudiendo con sus mercancías para venderlas como llevaban haciendo tantos años.
—Las costumbres ancestrales son difíciles de erradicar —apuntó Violet.
—Eso debieron pensar los sucesores del primer conde. Pasados unos años, y viendo las posibilidades que ese negocio les proporcionaba, decidieron aprovecharlo. A principios del siglo XVII, Francis Russel, el cuarto conde de Bedford, hombre avispado al parecer, encargó a Iñigo Jones, uno de los arquitectos y paisajistas más renombrados de esa época, la remodelación de toda la zona con vistas a ampliar la ciudad. Vendió los terrenos para edificar mansiones para las clases altas y construyó en la zona central esta gran plaza pública rodeada de edificios porticados, de inspiración italiana y francesa. En ella se instaló el mercado de flores, frutas y verduras, modesto en un principio hasta que, tras el gran incendio de 1666 que afectó de forma importante a mercados rivales en el este de Londres, muchos de los comerciantes que los ocupaban acabaron mudándose a Covent Garden, que se convirtió en el mayor de la ciudad; honor que sigue ostentando.
—¡Qué interesante! —exclamó Cecily, fascinada por la historia que encerraba aquel lugar.
Violet había oído hablar a su padre del gran arquitecto y de sus obras, muchas de ellas desaparecidas en el incendio al que Gerald había aludido. Le decepcionó el aspecto deteriorado que presentaban la mayoría de las fachadas, como si los edificios hubiesen sido abandonados.
—Es inaudito que presente este estado de dejadez la obra de uno de nuestros arquitectos más laureados —comentó con enojo.
—Me temo que sus actuales moradores no tienen los medios suficientes para conservar este legado como se debería. La intención del conde era que el barrio se convirtiese en el alojamiento de las clases altas. Pero, tras una corta ocupación, las casas fueron abandonadas por los aristócratas y burgueses adinerados, que se trasladaron a los nuevos barrios de Mayfair o Soho. Hacia mediados del siglo pasado ya no quedaba ninguno de sus primitivos moradores y comenzaron a trasladarse aquí artistas y gentes del teatro, de medios más modestos, lo que lo ha convertido en un barrio singular.
Gerald no quiso admitir ante ellas que muchas de las casas de Covent Garden fueron ocupadas por burdeles y el elegante barrio de antaño se convirtió en una zona licenciosa de la que no se había desprendido en su totalidad, aunque ya solo quedaban algunos de los más famosos. La fama de vida nocturna disoluta no impedía que durante el día la plaza continuase siendo un concurrido mercado frecuentado por todas las clases sociales.
—La edificación central me recuerda mucho al Crystal Palace, que tuve el placer de visitar con ocasión de la Gran Exposición de 1851. ¿Es de la misma época? —preguntó Violet, que era una enamorada de este tipo de construcciones tan luminosas y diáfanas.
—Es anterior. Estos tres pabellones cubiertos se construyeron hace unos veinte años, para ampliar el espacio comercial y albergar las tiendas de artesanos, cuyos productos son más delicados.
Recorrieron la plaza y disfrutaron de la variedad y cantidad de artículos que se exhibían en los tenderetes al aire libre, la mayoría puestos de flores, frutas y verduras. Cecily se prometió regresar con una sirvienta para adquirir algunos de los exóticos productos que le habían llamado la atención. Gerald obsequió a las dos jóvenes con unos ramilletes de diminutas flores que prendieron en sus vestidos.
Tras más de una hora de recorrido entraron en el gran edificio central. La estructura era ligera, con techos de cristal, y robusta gracias a su armazón de hierro. El interior estaba estructurado en varias terrazas o balconadas que se abrían a la gran sala central. Numerosos puestos de artesanos ofrecían allí sus trabajos junto con mercancías de muy diversa factura traídas desde todas las partes del mundo.
A Cecily le entusiasmaron los bazares que vendían artículos de procedencia asiática: abanicos, túnicas de sedas bordadas con aves y motivos florales, peinetas o abalorios hechos con jade. Violet se entretuvo en los puestos de libros, una verdadera delicia para sus ojos. Ojeó con entusiasmo varios ejemplares y se emocionó con su tacto y su olor. Con un suspiro, tuvo que abandonarlo. Era consciente de que no podía adquirir ninguno.
Gerald la miraba embelesado. Su rostro se transfiguraba cuando estaba cerca de los libros. Los ojos se tornaban ensoñadores y su boca se curvaba en una sonrisa de placer, al igual que cuando estuvo en la biblioteca del Palacio de Westminster.
Almorzaron en uno de los numerosos cafés que ocupaban los pisos superiores mientras un cuarteto de cuerda amenizaba el recinto con obras de Bach. Una vez terminado, Gerald y Violet acompañaron a Cecily hasta el carruaje, que les esperaba en el mismo lugar que los había dejado tres horas antes. Tenía un compromiso previo y no podía visitar el teatro, como hubiese sido su gusto.
A Gerald le pareció sospechosa esa urgencia de última hora, pero lo dejó pasar. Incluso agradecía la intimidad que le proporcionaba. Deseaba disfrutar a solas de la compañía de Violet.
—Si está cansada podemos dejar la visita al teatro para otro día, señorita Kingsley —se obligó Gerald a preguntar. Aguardó la respuesta con disimulada ansiedad y sin dejar de observar la reacción de ella.
Violet interpretó sus palabras como una solapada invitación a terminar la visita. Debía estar cansado y, al haberse retirado su hermana, no le apetecía continuar sirviendo de cicerone a una insulsa pueblerina.
—Perdone la descortesía. He pecado de egoísmo. Debe tener importantes y más agradables ocupaciones de las que le estoy sustrayendo. Y no es necesario que me acompañe de regreso. Me he percatado de que en las inmediaciones hay muchos coches de alquiler. —Intentó no dar a sus palabras un tono de dignidad ofendida, aunque estaba convencida de que no lo había logrado.
Gerald comprendió de inmediato el error cometido. Ella había malinterpretado sus palabras. Pensaba que estaba deseando acabar con la visita.
—No hay nada en este momento que me satisfaga más que continuar en su compañía, señorita Kingsley. Por lo tanto, y si se cree capaz de soportar mi presencia durante un par de horas más, continuaremos con lo acordado. ¿Le parece bien? —La sonrisa que acompañó sus palabras convenció a Violet de que eran ciertas.
Gerald le ofreció el brazo y comenzaron a caminar hacia el cercano teatro.
—El edificio que vamos a visitar es el tercero que se levanta en el mismo lugar. Los dos anteriores se consumieron en sendos incendios, el último de ellos hace tan solo dos años —fue explicando conforme se acercaban—. Como le indiqué, no se ha inaugurado. Lo hará el próximo 15 de mayo.
—¿Y cómo es que nos permitirán acceder a él? ¿No será peligroso? —preguntó Violet con recelo.
—No tiene nada que temer. Está acabado en su totalidad, doy fe de ello. Como miembro del comité que supervisó su restauración, tuve que elaborar un informe para que pudiese abrir las puertas.
Violet respiró más tranquila. Un edificio que había sufrido dos siniestros en cincuenta años no le ofrecía muchas garantías.
—El primer teatro se inauguró en 1732 con el nombre de Teatro Real. John Rich, actor y productor, consiguió la patente que le otorgaba derechos exclusivos para representar drama hablado en Londres, que junto al cercano teatro de Drury Lane, constituían los únicos en toda la ciudad donde se ofrecían dichas obras. También se interpretaban obras musicales de calidad, como las de Händel, muchas de las cuales se compusieron para representarse aquí.
—¡Qué extraordinario! —Violet había heredado el gusto por la música de su padre, un gran melómano, que tocaba el órgano con suma destreza. Fue su padre quien le enseñó y, desde muy joven, era el encargado de acompañar los servicios religiosos que el reverendo oficiaba. Uno de sus compositores favoritos era Händel, cuyas obras interpretaba con maestría. Intentó enseñarla a ella y desistió al comprobar que carecía de aptitudes.
—Lo es. El gran compositor estuvo muy unido al teatro. Desde 1735, cuando se representó su primera ópera y, hasta su muerte, contribuyó en cada temporada con variadas obras, entre óperas y oratorios. Dejó en herencia su órgano a John Rich, que se exhibió en lugar preferente y pereció en el incendio de 1808.