Cartwright Street, Wapping. Londres.
La niebla que había estado envolviendo la negra noche comenzaba a disiparse y Gerald pudo distinguir algo más de su alrededor. Impaciente, cambió de postura. Extrajo el reloj del bolsillo de su chaleco y se acercó a la farola de gas cercana, que aportaba algo de claridad, para mirar la hora. Pasaban veinte minutos de las dos de la madrugada, un retraso considerable, e intuyó que la persona que le había citado allí no iba a acudir.
Aquella misma mañana había recibido una carta anónima en la que le convocaba a esa hora y en aquel poco recomendable lugar —un apartado callejón cerca de los muelles de St. Katharine— «…para proporcionarle importante información que le ayudará a esclarecer el turbio asunto relacionado con la compra masiva de terrenos adyacentes a su propiedad en Farningham; tema que ha suscitado su interés como fiel defensor de la verdad y la justicia», decía.
La nota le había llegado a primera hora y había sido entregada en mano por un pilluelo de la calle, al que intentó localizar sin éxito por las inmediaciones siguiendo la descripción que Flint había dado.
El interés por resolver aquel misterio no solo se debía a que le afectaba directamente. Como representante de su condado en la Cámara de los Comunes, era su deber estar al tanto de cualquier cuestión poco honrada que se desarrollase en su jurisdicción, y ese tema le olía mal. Imaginaba que algún provecho comercial estaba detrás de esas transacciones; después de hablar con el abogado se reafirmaba en ello. Esperaba que el informante que le había citado allí le aportase algo de luz y no se tratase de una estratagema para intentar sacarle dinero.
En un principio le escamó la misiva. ¿Cómo conocía el autor de esta la indagación que llevaba a cabo? Aparte del magistrado Verney, persona intachable, solo Newington y su secretario estaban al tanto de ello, de ahí que apostara por este último. Al joven se le veía apurado y con ganas de quitarse de encima el peso que su conciencia estaba soportando al ocultar una serie de delitos de los que tenía conocimiento. Le pareció que estaba dispuesto a confesar lo que sabía, y tomaba precauciones para evitar que lo relacionasen. Lo confirmaba el que le hubiese citado a una hora tan intempestiva y en aquella parte de la ciudad. Debía de temer a las personas que estaban detrás de esos abusos, lo que le concedía más crédito.
Con la esperanza de conseguir la información que prometían y que le permitiría llevar a los culpables ante la justicia, no dudó en acudir, pese al recelo que la nota le provocaba.
Ese retraso no presagiaba nada bueno, ni le beneficiaba. Al día siguiente tenía reunión con su grupo parlamentario para trazar la estrategia del debate sobre el proyecto de ley que habían presentado y necesitaba dormir algunas horas o no estaría en condiciones de plantear ideas coherentes; también necesita reponerse de las emociones vividas ese día.
Un nombre acudió a sus labios sin poderlo evitar: Violet, tan dulce y apasionada. Un sentimiento de posesión le invadió al pensar en ella, algo que nunca le había ocurrido. Y en contra de lo que hubiese esperado, sintió un genuino entusiasmo y la imperiosa necesidad de verla. No creía que pudiera esperar hasta el jueves como había propuesto. Necesitaba volver a tenerla entre sus brazos y perderse en sus ojos de fuego.
Iba a marcharse cuando le pareció escuchar un leve sonido de pasos a su espalda. Giró la cabeza e intentó descubrir, entre la negrura del callejón, alguna silueta. Cuando esta se perfiló, distinguió el brillo de algo metálico y sus reflejos se pusieron en acción. Tras servir varios años en el ejército y haber luchado en algunas batallas, estaba acostumbrado a reaccionar con rapidez ante situaciones de peligro. Su instinto le decía que esa era una de ellas.
Intuyó el disparo antes de ver el resplandor que provocaba el estallido de la pólvora y logró agacharse a tiempo para esquivar el proyectil, que pasó muy cerca de su cabeza con un apagado silbido e impactó en la pared cercana.
La rápida maniobra le hizo trastabillar y cayó de rodillas. Se rehízo con prontitud y gateó hasta apartarse de la zona iluminada a la que momentos antes había accedido. Extrajo la pistola que llevaba en el bolsillo de su gabán y apuntó hacia el lugar del que había visto surgir el fogonazo. Disparó a la oscuridad, sin concretar el blanco porque la visión era nula. Sabía que era imposible acertar, pero consiguió su objetivo: ahuyentar al atacante.
Escuchó pasos que se alejaban de forma apresurada por el otro extremo del callejón. Dispuesto a no dejarle escapar, se lanzó a perseguirlo. Sabía que era una misión arriesgada y que tenía pocas posibilidades de atraparle. Podía tenderle otra emboscada o tener un cómplice esperando; no le importó. No cejaría mientras existiese una posibilidad de descubrir quién había querido matarle.
Al llegar al final de la lóbrega callejuela el sonido inconfundible de un pesado cuerpo al caer al suelo, acompañado de un fuerte gemido de dolor, lo alerto. Empuñó el arma y se acercó con sigilo. Divisó dos figuras, una tendida y la otra inclinada sobre la primera.
Pensó que se trataba de su agresor que estaba atacando a otro transeúnte para robarle, al igual que había intentado con él, y se aproximó con precaución.
—Levántese despacio y con las manos en alto —ordenó con voz categórica.
Gerald escuchó una risita y se tensó.
—Buenas noches, sir Gerald. No tema, no pienso liquidar a este individuo, solo lo he derribado.
—¡¿Moore?! —pregunto Gerald con asombro. El hombre que estaba ante él iba vestido con ropas ajadas y tocado con un gorro que ocultaba buena parte de su rostro.
—El mismo —confirmó. Cuando se convenció de que el individuo al que había golpeado seguía inconsciente, se levantó.
Gerald bajó la pistola y se mantuvo a cierta distancia. Tenía que averiguar qué ocurría antes de relajar la guardia. Esa era una de las primeras cosas que le enseñaban en el ejército y a él le había salvado la vida en más de una ocasión.
—¿Puede explicar qué ocurre? ¿Quién es esa persona?
Phineas guardó el puñal en la funda que llevaba en la pierna derecha y se acercó a Gerald.
—Creo que es quien le ha disparado, con poco éxito, por lo que parece, y se ha dado a la fuga.
—Me han disparado, aunque no he podido ver al que lo ha hecho —confirmó. Sintió un interior escalofrío al recordar lo cerca que la bala le había pasado y el aterrador sonido que provocó. Tardaría en olvidarlo—. ¿Sabe quién es y por qué motivo?
—No sé su nombre; sí sé que es alguien relacionado con la persona que me pidió vigilar, tal vez su ayudante. El motivo nos lo dirá él; no obstante, tengo cierta idea.
—¡El secretario de Newington! —exclamó incrédulo.
Gerald se acercó al cuerpo para cerciorarse. A la escasa luz de los faroles pudo reconocer los rasgos armoniosos del joven que le había atendido en el bufete del abogado, el mismo que creía que le había citado esa noche para darle información. No se equivocó de persona, sí en los motivos que le llevaron a aquel encuentro.
—Tendrá que explicarnos muchas cosas cuando se recupere —dijo con gesto duro—. ¿Está seguro de que no está malherido?
—Le he pegado con contundencia, no como para causarle graves lesiones. Al ser un joven tan enclenque, puede que los efectos duren un poco más; aun así, no estaría mal contar con el dictamen de un experto. Se ha golpeado la cabeza al caer y ha quedado inconsciente. Le llevaré al puesto de policía y allí pediré que lo examine un médico.
—No será necesario. Conozco a uno que nos facilitará ese servicio. Lo entregaremos a la justicia después de interrogarlo. No quiero darle la opción de que se escabulla de alguna forma antes de saber por qué me ha disparado. Puede que ya haya cometido un crimen.
A Gerald se le había ocurrido que, el interés en silenciarlo era debido a que estaba implicado en los sucesos de Farningham y no quería que siguiese escarbando en el sucio asunto. Pero ¿estaba Newington implicado o su secretario actuaba por cuenta de los compradores?
—Como desee. Llamaré a un coche de alquiler y nos trasladará donde usted diga —propuso Moore.
—No se moleste. Mi carruaje está muy cerca. Iré a buscarlo. Espere aquí.
Gerald se alejó hacia donde había dejado la calesa conducida por Moses que, siguiendo sus instrucciones, le esperaba en una calle paralela. Estaba frustrado y disgustado consigo mismo. ¿Cómo había sido tan estúpido de caer en esa trampa?
Cuando llegó al carruaje, apremió a Moses para que se pusiera en marcha y le indicó hacia dónde debía ir. En pocos minutos llegaron al lugar en el que había dejado a Moore y su prisionero. Descendió. El joven seguía inconsciente. Entre ambos lo subieron y se dirigieron a casa del doctor Morris.
Como esperaba, el doctor estaba despierto y no puso reparos en atender al herido. Mientras Albert se ocupaba de examinarle, Gerald pidió al detective que le explicara qué le había llevado a aquel lugar y en ese preciso momento.
—Cuando me informó del problema y de las sospechas que tenía, puse bajo inmediata vigilancia al señor Newington. Pasó todo el día en su bufete y por la noche le seguí hasta su club, donde permaneció hasta altas horas. Estuvo solo, bebiendo y, al parecer, enfrascado en sus pensamientos. Cuando salió se dirigió a su casa, donde ha permanecido sin moverse, según me ha informado la persona que dejé de vigilancia. Al ver que no hacía ningún movimiento sospechoso, decidí husmear en el despacho por si descubría algo que le implicase.
Phineas miró de forma evaluativa a Gerald para comprobar cómo reaccionaba ante esa confesión. Sabía que sus métodos eran poco éticos en ocasiones, aunque resultaban necesarios para la resolución de algunos casos. Los delincuentes no se dejaban atrapar con facilidad y la policía no podía saltarse las leyes. Al ver que el hombre que tenía delante no ponía ninguna objeción, continuó con el relato.
—Aprovechando la oscuridad, entré en él. Cuando estaba revisando los papeles que tenía Newington sobre la mesa, escuché que la puerta se abría. Me escondí y observé cómo el individuo que hemos traído iba directo a uno de los cajones de la mesa y cogía un arma. Me pareció extraño y le seguí hasta el callejón. Tras un rato vigilándolo y no advertir movimiento alguno por su parte, decidí marcharme. Pensé que las razones que le habían llevado a aquel lugar no tenían nada que ver con el caso. Ya me alejaba cuando me pareció oír el sonido de un disparo y regresé. Escuché pasos correr en mi dirección y me escondí. No quise correr riesgos y le golpeé —dijo con precaución. Temía que no entendiese ni aprobase sus métodos. En el mundillo en el que él se movía, primero se actuaba y luego se preguntaba. Era una forma de proteger su vida que solía darle resultados—. Al comprobar quién era pensé que me había equivocado; al verle a usted las cosas me cuadraron. ¿Está relacionado con la investigación?
Gerald asintió. Lo que le había contado el detective coincidía con sus suposiciones. Tanto el abogado como su ayudante debían estar implicados y le habían tendido una trampa para intimidarle, o algo peor. Newington no quería implicarse directamente y enviaba al joven a hacer el trabajo sucio.
—Esta mañana he recibido una nota. —Extrajo del bolsillo interior de su chaqueta un papel y se lo extendió. Aguardó a que la leyera para continuar—. Seguí las instrucciones y me presenté a la hora indicada. Iba a marcharme cuando escuché sonidos extraños y presentí peligro. Esquivé el disparo y disparé a mi vez. Comencé a perseguirle y fue cuando les encontré.
—Debió avisarme de esa nota, sir Gerald. Habría estado preparado. Ha corrido un gran riesgo —le recriminó.
—Cierto. He caído en una trampa muy burda. —No iba a intentar justificarse pues no tenía excusa. Podría estar muerto.
—Ahora hay que determinar si el atacante recibía órdenes y de quién. Confío en que despierte pronto y podamos interrogarlo. Cuando le saquemos toda la información, lo llevaré a Bow Street —acordó Phineas.
Desde su creación, la Policía Metropolitana tenía su sede en los números 33 y 34 de esa calle, donde se hallaba la Corte de Magistrados.
—Comprobaré si ya ha despertado y está en condiciones de que se le interrogue —dijo Gerald. Se levantó y salió de la biblioteca. Lo había dejado a buen recaudo con el doctor y con Peters, que no le quitaba ojo de encima, en una salita de la parte trasera de la casa donde Morris tenía una especie de dispensario en el que atendía a personas sin recursos.
El joven estaba tendido en una camilla elevada. El doctor le había vendado la cabeza. Tenía los ojos cerrados y el rostro aparecía pálido y sudoroso.
—Está consciente. Ha sufrido una leve conmoción, aparte del fuerte golpe en el plexo solar que le ha fisurado una costilla. Nada preocupante. Se recuperará en unos días —le informó Albert.
—Bien. Tiene mucho que explicar, sobre todo, por qué ha intentado matarme.