Residencia Kingsley, Cambridge. Marzo de 1858
Sentada ante el espacioso escritorio de roble, ajado por los años y el uso, Violet sostenía en sus manos la carta recibida tres días antes.
La había leído tantas veces que conocía de memoria su contenido. Aun así, volvió a pasar sus ojos por aquellas pocas líneas que suponían un revés a sus expectativas y ponía en serios aprietos su futuro.
En aquella hoja de papel, que ostentaba con orgullo el emblema del Trinity College, le comunicaban que no continuarían enviándole trabajos, como confiaba que harían tras la muerte de su padre. Le cerraban las puertas de la institución y la privaban del mejor medio de vida al que podía aspirar.
Un gemido salió de su garganta. «¿Qué haré ahora? ¿De qué viviremos?», no dejaba de preguntarse, como si a fuerza de repetirlo una mágica solución se presentase de improviso.
Apenas le quedaba dinero y la despensa estaba próxima a vaciarse. La semana anterior, al marcharse sus hermanos pequeños, les había entregado buena parte de sus ahorros para que sufragaran el viaje hasta Portsmouth y los gastos de alojamiento y manutención durante el camino. Ella se había quedado con unos pocos chelines, que ya casi había gastado en liquidar las últimas deudas que le quedaban.
Con todo, no era su propio futuro lo que le agobiaba. Se consideraba cualificada para desempeñar multitud de ocupaciones. No esperaba tener problemas para encontrar trabajo de institutriz o de profesora en algún pensionado de señoritas, los empleos más acordes con su formación. Y, de no ser posible, no tendría reparos en trabajar de doncella en alguna casa. Era joven y fuerte, pero ¿qué sucedería con Agnes?
La tía de su madre llevaba en la casa desde mucho antes de que ella naciera. Al quedar huérfana, Agnes se trasladó a vivir con Elinor, su hermana mayor. Al fallecer esta, cuidó de Rose, su sobrina de apenas tres años, y posteriormente la acompañó a su nuevo hogar, cuando se casó con el joven profesor Kingsley. Ahora, con sesenta y cinco años, su salud comenzaba a resentirse. No estaba en condiciones de ponerse a buscar un empleo, ni nadie la contrataría en caso de que lo hiciera. Era su deber procurarle una vejez sin agobios económicos y cuidarla del mismo modo que ella lo había hecho durante toda la vida.
Hasta un año antes no habían tenido dificultades, y no podía imaginar que su situación empeoraría tanto en tan poco tiempo. El infortunio se había cebado con ellos, no cabía otra explicación.
Mientras estuvo en condiciones de hacerlo, su padre se aseguró de que su familia no pasase escaseces. Como el sueldo de profesor de Historia Medieval en la universidad era escaso, procuraba aumentarlo con trabajos externos que le proporcionaban unos ingresos muy bienvenidos, a lo que se sumaba la buena administración de esos recursos por parte de Violet y Agnes.
Todo ello le aseguraba un cómodo retiro, sin imaginar que una larga enfermedad le estaría consumiendo durante meses y se llevaría la mayoría de los ahorros entre las visitas del doctor y los medicamentos que le recetaba; remedios que solo consiguieron alargar su agonía y mermar las arcas familiares. El resto los habían consumido en los casi seis meses transcurridos desde su fallecimiento. Eran cinco bocas que alimentar y suponían muchos gastos, que Violet no lograba cubrir con los honorarios que le procuraban los trabajos de transcripción y traducción de textos que le habían encargado a su padre, y que ella concluyó tras su fallecimiento. Al prescindir la universidad de su colaboración, tampoco dispondría de ellos.
Al menos, los gastos habían menguado. La casita que habitaban a las afueras de la ciudad era de su propiedad y no tenían que pagar renta, y sus hermanos no necesitaban que los mantuviese.
Violet tenía tres hermanos menores, todos chicos, a los que había cuidado como si fuesen sus hijos. Rose, su madre, murió al dar a luz a los mellizos, William y Maurice, dejando huérfano también a Charles, que por entonces contaba dos años. Ella, con tan solo nueve, se tuvo que hacer cargo de los tres pequeños y de su padre, que quedó abatido al morir su querida esposa.
Aunque estaba acostumbrada a cuidar de la casa, pues su madre la había educado con esmero para cuando se le presentase hacerlo una vez casada, Violet se vio desbordada ante la ingente tarea que suponía atender a dos niños recién nacidos, otro que comenzaba a andar y un padre que no se recuperaba y que ganaba lo justo para mantener a su numerosa familia. La niña tuvo que crecer demasiado deprisa para asumir las obligaciones que le habían caído encima. Lo consiguió con esfuerzo y con la ayuda de la inestimable Agnes. Ellas dos sacaron adelante tres niños y un hogar siempre escaso de fondos.
Sus hermanos habían abandonado el hogar y se valían por sí mismos, lo que era de agradecer. Charles estaba estudiando leyes en la Universidad de Durham y había conseguido un trabajo como pasante en un despacho de abogados, con el que se pagaba los estudios y el alojamiento. Los mellizos, de espíritu más aventurero, preferían la vida militar y, con dieciséis años se habían enrolado en la Royal Navy y pronto cruzarían el océano Atlántico hacia tierras canadienses.
«Pero Agnes y yo tenemos que subsistir», se dijo con desaliento.
Se quitó las gafas de montura metálica, que habían sido de su padre y que utilizaba para leer, y su mirada recorrió la pequeña estancia, cuyas paredes estaban cubiertas de estanterías repletas de libros ordenados con rigor. Entre esas cuatro paredes se hallaba la gran pasión de su padre, su tesoro, que había reunido a lo largos de años y que ahora era el suyo.
Reginald Kingsley había sido un erudito y un buen profesor. Su vida se centró en el estudio de los textos clásicos y en transmitir sus conocimientos. El fervor por su profesión se antepuso a todo, incluso a su propia familia, e hizo extensiva esa pasión a su hija, la más receptiva; no así a sus otros hijos, que nunca sintieron apego por las letras. Pese a ello, no se le podía acusar —Violet no lo hacía— de haberlos abandonado. En todo momento procuró que sus necesidades materiales estuviesen cubiertas, aunque descuidase otras menos tangibles.
«Se fue a la tumba convencido de que dejaba el porvenir resuelto a todos sus hijos», pensó Violet con amargura y cierta satisfacción.
No era así. Le habían privado de un trabajo que le apasionaba y que desarrollaba con maestría gracias a las sabias enseñanzas de su padre. En él había puesto sus esperanzas para conseguir una independencia económica que le evitara recurrir a empleos más penosos y menos gratificantes o, como muchas mujeres en su situación, buscar un marido que la mantuviese.
Ella nunca se ilusionó con el matrimonio, como hubiese sido natural a su edad. Desde muy joven sus perspectivas estaban puestas en otros fines y en continuar la labor de su padre. Reginald, hombre de ideas avanzadas para la época, había educado a su hija para que, si lo deseaba, no fuese una mujer dependiente y subyugada al marido. La instruyó en Historia y en lenguas muertas y la animó a que ejerciese una profesión. «Lo que no está reñido con una vida familiar de madre y esposa si llega el hombre adecuado», argumentaba convencido.
Violet, de inteligencia despierta y gran tesón, asimiló con prontitud esas enseñanzas y demostró que poseía grandes aptitudes para la investigación, hasta el punto de conseguir equipararse en habilidad a su padre. Con él estuvo trabajando al unísono durante años, de ahí que hubiese centrado sus anhelos en dedicarse a ello.
La ilusión de Reginald era fundar una academia en la que Violet, bajo su tutela, instruiría a los jóvenes estudiantes en las materias que dominaba; requisito necesario ya que la ley no permitía que una mujer soltera llevase un negocio sin el patrocinio de un varón. Su temprana muerte truncó ese proyecto, que habían trazado con tanta ilusión y con el que pensaban sustentarse en el futuro.
Era consciente de que ninguna institución empleaba a mujeres para esas tareas. De hecho, las universidades ni siquiera las admitían en las aulas. Su padre había conseguido que la aceptasen como colaboradora suya gracias a la influencia que ejercía entre sus colegas, y ambos confiaron en que continuarían haciéndolo de forma solapada cuando él se retirase de la enseñanza. Su muerte había truncado esas expectativas. El rector Wheeler, que estuvo encubriendo su participación, había decidido desvincularse de la promesa que le hiciera a su viejo amigo; promesa que, al parecer, había olvidado o que en su día hizo de forma poco firme.
Violet se llevó las manos al rostro en un gesto de desesperación. Sería inútil recurrir a otras universidades u organismos; sabía que la respuesta iba a ser negativa. Ni los negocios privados, como despachos de abogados que contrataban los servicios de trascriptores, ni las revistas especializadas en divulgación histórica y científica, de las que cada día había mayor demanda, estarían dispuestos a emplearla.
Por lo general, la capacidad intelectual de las mujeres era considerada inferior a la del varón. Nadie encargaría un trabajo de ese tipo a una mujer, ni estando mejor capacitada que muchos hombres. Era una realidad de la que, tanto su padre como ella, eran conscientes.
Todas las puertas se le cerrarían debido a su sexo, una injusticia que le sublevaba, aunque no estaba en su mano evitarlo. La sociedad no admitía de buen grado que las mujeres se incorporasen a los estudios universitarios y al ejercicio de profesiones desempeñadas por hombres a pesar de que desde un siglo antes se elevaban voces importantes apoyando el derecho de las féminas a la educación y al conocimiento, y hasta defendían que estaban en posesión de capacidades similares a las del varón.
Si alguna mujer llegaba a ingresar en la universidad era porque pertenecía a la aristocracia, una clase social de gran influencia y que poseía privilegios que al resto se les negaba, o lo hacía camuflada como varón para sortear las barreras que se les imponían para acceder a esos estudios y, con posterioridad, para ejercer una profesión considerada masculina.
Su padre le había hablado de algunas universidades en Italia y otros países del continente europeo que ya desde el siglo pasado admitían a algunas mujeres. Tenía noticia de que en América se estaban incorporando mujeres a los estudios universitarios, en especial en la rama de medicina y salud. Pero Gran Bretaña, sociedad patriarcal y de mentalidad arcaica, estaba lejos de permitirlo, lo que le provocaba una gran frustración.
Un ligero toque a la puerta alejó a Violet de sus sombríos pensamientos. Esta se abrió y apareció en ella la regordeta figura de Agnes, de cabellos canosos recogidos bajo una cofia y ojos en los que el jovial brillo de antaño se había apagado.
Violet enderezó de inmediato la espalda e intentó desterrar de su mente las preocupaciones para que la anciana no lo advirtiese. Después de una vida de trabajo y dedicación por esa familia, se merecía una existencia tranquila, y ella se la iba a procurar.
—El profesor Felch ha venido a visitarte, niña. Está esperando en el saloncito —informó Agnes, con aquel leve acento de las Highlands escocesas que no había conseguido perder. Su rostro, que hasta unos años antes conservaba restos de lozanía, aparecía ahora surcado de arrugas, huellas permanentes que la inquietud y el sufrimiento de los últimos meses habían acentuado en él.
Violet se alegró. Tobias Felch era profesor de Geografía e Historia Natural en el Trinity College. Le conocía desde hacía años, aunque el trato se había incrementado a raíz de la enfermedad de su padre, del que era compañero y al que visitó con frecuencia.
—Enseguida me reúno con él —dijo con agrado.
—¿Qué querrá? Si se trata de un nuevo encargo, nos vendría muy bien —especuló Agnes con optimismo. Sabía que los últimos peniques que le quedaban no durarían mucho y no quería agobiar a su sobrina con quejas y peticiones, pero apenas quedaban alimentos en la despensa y la provisión de velas y aceite de quemar se estaba agotando.
Violet también se preguntaba a qué se debería esa visita, si bien no abrigaba ninguna esperanza de que fuese para un posible trabajo, como ocurría con Agnes. Se habría enterado de su crítica situación y venía a ofrecerle ayuda, como en ocasiones anteriores. Si ese era el caso, la rechazaría. No pensaba vivir de la caridad de los demás mientras tuviese fuerzas para trabajar.
—Sera una visita de cortesía. No lo había hecho desde que padre murió. —Violet se había preguntado en varias ocasiones a qué se debería esa ausencia cuando en vida de su padre no pasaba una semana sin que viniese por casa.
—Es probable —asintió Agnes.
Violet amplió la sonrisa al observar el rictus de desencanto en el marchito rostro.
—Cualquiera que sea la razón, le recibiremos como se merece. Prepara té, por favor; si queda suficiente para ofrecerle.
—Tenemos provisión para varios días. Y nos quedan algunas galletas de avena que logré esconder de las hábiles manos de los mellizos —sugirió con un regusto amargo. Agnes adoraba a los pequeños y le entristecía que se hubiesen marchado a aquellas remotas tierras donde los salvajes representaban un constante peligro. Lo aceptaba. Era ley de vida que siguieran su camino de la forma que más les contentase. Al menos, Charles se había quedado en el país y no tardarían mucho en verlo.
Cuando la anciana salió, Violet se apresuró a ocultar la carta entre dos libros de los muchos que descansaban sobre el escritorio, pulcramente ordenado, que su padre siempre cuidó como un tesoro porque había sido, junto con varios volúmenes, la única herencia recibida de su padre. No quería que Agnes se inquietase al saber que había perdido la fuente de ingresos que las había estado manteniendo.