Capítulo 43

 

 

 

 

 

Violet descansaba en el pequeño jardín tras el almuerzo. Le gustaba esa hora de la tarde, cuando el sol comenzaba a caer y sus débiles rayos aún calentaban. Tenía un libro entre las manos en el que no había fijado la mirada. Los pensamientos estaban puestos en otro sitio, muy lejos de allí.

Había regresado de Londres tres días antes y, en todo ese tiempo, no había tenido un rato libre. Después de tantos días sola, Agnes se merecía un buen descanso y ella tomó las riendas. Se ocupó de los pequeños problemas surgidos en su ausencia, de acondicionar la casa y de atender al huésped. El joven estudiante les había comunicado que acababa sus estudios y se marcharía en un mes. También les había comentado que la estancia le estaba resultando muy agradable y que las recomendaría a sus compañeros. Un revés esperado que le obligaba a replantearse con urgencia su futuro.

Tobias le había enviado una nota el día anterior preguntándole si podía visitarla y ella le contestó diciéndole que estaría encantada de recibirle. No debía demorarlo más. Era hora de comunicar la decisión que había estado postergando durante demasiado tiempo, aunque con ello estuviera cometiendo un gran error.

—Buenas tardes, señorita Kingsley.

Violet abrió los ojos y centró la mirada en el recién llegado. Tobias estaba frente a ella con un elegante traje en tonos grises que aliviaba la usual indumentaria de luto. Inclinó la nívea cabeza a modo de saludo al tiempo que se quitaba el sombrero de copa.

—Buenas tardes, profesor Felch. Siéntese, por favor, si no le incomoda permanecer en el jardín. A esta hora hace una temperatura agradable.

—Este lugar es perfecto, gracias.

—¿Desea tomar una taza de té o prefiere una limonada? —ofreció.

—Té, por favor.

Tobias la observaba con una avidez impropia de él. Llevaba casi dos meses sin verla y le parecía más hermosa de lo que recordaba. Y más triste. Esa mirada de desaliento le decía que algo no iba bien.

Violet entró en la casa y puso a calentar el agua para el té, que ya estaba preparado en una bandeja con dos servicios. Agnes descansaba en el saloncito junto al fuego de la chimenea y no quiso molestarla. Cuando el agua comenzó a hervir, apartó el recipiente del fogón y lo vertió en la tetera. Regresó al jardín. Tobias se levantó al verla llegar. Violet dejó la bandeja sobre la mesita y se sentó.

—¿Ha disfrutado de su estancia en Londres? Me comentó su tía que había ido a visitar a una prima —preguntó Tobias con temor.

Durante el tiempo que Violet estuvo fuera la intranquilidad había sido su constante compañera. ¿Y si ella encontraba un marido que la complaciese, o un empleo y ya no necesitase su ayuda? Era consciente de que, si aceptaba la oferta de matrimonio que le había planteado tiempo atrás sería únicamente por necesidad. Sabía que le apreciaba, también que su carácter independiente no era propenso a aceptar un yugo semejante si tenía otra solución más halagüeña a sus problemas.

—En efecto. Hacía tiempo que no la veía y, al enterarme de que está embarazada, fui a interesarme por su salud.

—¿Le agradó la gran ciudad?

—Mucho, aunque es demasiado extensa y ruidosa y con grandes desigualdades entre sus habitantes —confesó con sinceridad. En su viaje de ida y vuelta había transitado por calles de gran pobreza que contrastaban con la opulencia de las zonas por las que solía moverse. La visión de tantos niños harapientos y mendigando era una imagen difícil de olvidar.

—En las grandes ciudades suelen darse esas diferencias tan abismales, desde la opulencia a la pobreza más extrema. Muchos se ven cegados por su brillo y piensan que en ella van a ser felices y a encontrar fortuna; luego se encuentran con una realidad muy distinta —opinó Tobias. Los años que había vivido en Londres le facilitaron un amplio conocimiento del tema.

Además de la pobreza y los altos índices de criminalidad, los barrios marginales del East End como Bethnal Green, Spitalfields o Whitechapel estaban sobrepoblados y la mayoría de las familias tenían que vivir hacinadas en pequeñas habitaciones. La desnutrición y la falta de higiene provocaban enfermedades y epidemias como la peste, el cólera o el tifus, que causaban miles de muertos. El maltrato a las mujeres y los niños, el alcoholismo y la prostitución eran comunes entre sus habitantes. Con todo, los más desfavorecidos en este triste escenario eran los niños. Los que lograban sobrevivir a los primeros años de vida —la mitad de los nacidos, con suerte— llevaban una triste existencia, trabajando en condiciones inhumanas que acababan provocando la muerte prematura de muchos de ellos.

—No debe ser fácil vivir en Londres siendo un simple asalariado —recapacitó, mientras vertía té en una de las tazas y se la ofrecía a Tobias.

Ella siempre había residido en Cambridge, una ciudad universitaria en la que no existían grandes desigualdades entre sus habitantes. Había pobreza, desde luego, pero en mucha menor medida, y las familias de escasos recursos vivían con dignidad. Si el profesor Henderson le conseguía el empleo el sueldo sería escaso. Agnes y ella no podrían mantenerse en una ciudad en la que el precio a pagar por cualquier cosa, desde una vivienda a los alimentos necesarios para subsistir, eran más elevados. No sería justo privar a la anciana de las comodidades que ahora disfrutaba para llevar una existencia miserable en la gran ciudad.

Tobias advirtió el tono desolado en la voz de Violet y no quiso demorarlo más. Tenía que saber si había tomado una decisión. Dos meses eran suficientes. Y si no había encontrado otra oferta, como así parecía ser, tenía una oportunidad.

—Señorita Kingsley, no es mi intención presionarla como le dije en una ocasión, sin embargo me gustaría saber si ha pensado en la proposición que le hice, y de ser así, si ya tiene una respuesta para darme.

Violet esperaba y temía esa pregunta. Sabía a lo que había venido el profesor Felch y esa certeza no impedía que aguardase con nerviosismo. Incapaz de mirarlo, continuó sirviendo el té en la otra taza mientras hablaba.

—Lo he hecho. En primer lugar, quiero agradecerle la deferencia que tuvo al realizarla. Es muy generosa y estoy convencida de que cualquier mujer se sentiría dichosa y afortunada… —aguardó unos segundos para coger fuerzas.

—No usted, ¿es así? —dijo él, y su voz se tiñó de la gran desilusión que sentía y que no logró disimular.

Violet dejó la tetera y lo miró a los ojos con valentía.

—Lo siento, profesor. Sabe que lo aprecio, y por ello no debo aceptar. Usted merece una mujer que le ame y no una que solo le esté agradecida.

Tobias se mantuvo erguido, aguantando con entereza el golpe a sus ilusiones, que se habían hecho añicos por segunda vez en su vida.

—La entiendo, señorita Kingsley. Comprendo que la diferencia de edad es un muro insalvable y que desea tener la oportunidad de encontrar un candidato más afín.

—No se trata de eso. La verdad es que no planeo unir mi vida a la de nadie. Pretendo valerme por mí misma.

—Si es su deseo, espero que lo consiga y sea feliz. —Le cogió la mano y se la llevó a los labios. Depositó en ella un beso cargado de sentimiento—. Puede contar con mi ayuda para lo que necesite y confío en que continúe considerándome un buen amigo.

—Por supuesto. Nunca dejará de serlo —aseguró Violet con la voz empañada de tristeza.

El profesor Felch era una gran persona, afable y bondadoso. Sentía rechazar su propuesta, pero no era capaz de engañarle ni de engañarse a sí misma. Si en algún momento consideró aceptarla, desechó esa idea al conocer a Gerald. ¿Cómo podría unir su vida a un hombre cuando su corazón latía por otro?

Tobias se levantó. Necesitaba todo el valor que le quedaba para marcharse de allí con dignidad.

—Buenas tardes —se despidió con una inclinación y caminó con paso firme por el corto sendero que cruzaba el jardín. Cuando traspasó la valla de madera que lo cerraba, el peso de la pena hizo que su espalda se curvara. Aguardaría a llegar a su hogar para desahogar en soledad su infortunio. Una soledad que le acompañaría hasta su muerte.

 

 

Cuando Gerald abandonó el despacho de George Thayer en el edificio del Almirantazgo, afloró a su rostro la pesadumbre que con tanto ahínco había conseguido evitar durante la visita, idéntica a la que Tobias experimentaba a muchas millas de allí.

Subió al carruaje y, con un golpe de bastón en el techo, indicó a Moses que podían marcharse. Apoyó la cabeza en el respaldo del asiento de fino cuero oscuro y cerró los ojos. Quería borrar con ese gesto la imagen que las palabras de George le sugerían: Violet en brazos de un hombre, respondiendo a sus caricias con el mismo ardor que había respondido a las suyas, pronunciando su nombre con voz enronquecida por la pasión…, porque su amigo le había confirmado lo que llevaba días negándose a admitir.

¿Acaso esperaba otra cosa? Ya le había avisado Helen de ese compromiso, que Violet le ocultó con tanto celo. George no había sido tan tajante. Solo sabía que la prima de su esposa había recibido una propuesta de matrimonio antes de viajar a Londres, sobre la cual no había tomado una decisión; si bien su precipitado regreso a Cambridge le daba a entender que la respuesta sería positiva.

Violet era muy dueña de sus actos y él no tenía nada que censurar en ese sentido. No lo esperaba de ella, y tampoco le extrañaba. Desde el primer encuentro comprendió que no se trataba de una mujer común. Solo le reprochaba que no hubiese sido sincera con él para evitar que se hiciese ilusiones. ¡Si unos días antes había estado a punto de pedirle que le permitiera cortejarla!

Le hubiera gustado verla antes de que se marchara. Quería pedirle disculpas por su comportamiento. No debió permitir que Helen la insultara. Fueran ciertas o no las acusaciones, la crueldad con la que la había tratado era inmerecida. Como su hermana le confirmó, Violet solo quiso ayudarla, en un gesto de amistad. Puede que se equivocase en la forma, lo que no impedía que la acción hubiese sido muy generosa por su parte.

Recordó aquellos momentos, lo decepcionado que se sintió al llegar a casa y encontrarse la escena: Helen acusándola de haber ocasionado la desgracia a la familia y Violet incapaz de defenderse. Debió confiar en ella, en que no era la ladina codiciosa que su madrastra insistía en afirmar. Fue el enterarse de la descabellada conducta de su hermana lo que le indignó y, sin darle la oportunidad de defenderse, la hizo responsable a ella.

Cuando Cecily llegó minutos después de que Violet se marchara y lo aclaró todo, cometió el error de no ir tras ella y rogarle que le perdonara su intransigencia. No lo hizo y permitió que abandonara Londres sin ofrecerle una disculpa.

Fue difícil volver a ver a Robert Falkner después de lo sucedido tres años antes, recordó. Él acompañaba a su hermana. Se mantenía serio a su lado y firme en su resolución. Le impactó su aspecto demacrado. La pierna inútil que precisaba de la ayuda de un bastón para caminar, el rostro marcado por profundas cicatrices, pero con el orgullo y la determinación impresos en él. Esta vez no pensaba renunciar a Cecily y se lo hacía saber.

Helen montó en cólera cuando los vio entrar. Él fue más moderado y pidió explicaciones a su hermana. Cecily defendió su amor por Falkner y su deseo de casarse con él. Si en algún momento había tenido la intención de huir, Robert se lo había quitado de la cabeza, haciéndole saber que no estaba dispuesto a someterla al escarnio público. Se casarían ateniéndose en todo momento al protocolo y la ética social. Ese gesto le honró más a sus ojos. Siempre le agradó su firmeza de carácter y su honradez, de ahí que lo eligiera su ayudante.

No lograron convencer a Helen, que persistió en su rechazo aun a sabiendas de que no podía impedirlo. Su hermana estaba muy próxima a cumplir veintiún años y recibiría la parte que su padre le había legado, y él la apoyaba como cabeza de familia. Falkner sería un buen esposo para ella. Ese amor que se prodigaban desde que se conocieron parecía intacto por ambas partes, y él, como lo hubiese querido su padre, solo deseaba verla dichosa.

La boda se celebraría en un mes, el tiempo mínimo exigido para anunciar los esponsales y preparar el enlace. Helen había anunciado que no asistiría. Tanto Cecily como él confiaban en que cambiase de actitud y pensase más en la felicidad de su hija que en su vanidad. Falkner no era un aristócrata, aunque en su actual situación económica gozaba de buena posición social y administraba con acierto la fortuna que había heredado.

En cuanto a las lesiones, nunca recuperaría en su totalidad la movilidad de la pierna herida, cosa que a su hermana no parecía importarle. Se la veía tan feliz que su corazón rebosaba alegría por ella; y buena parte de ese prodigio se lo debían a Violet. Por muy decepcionado que estuviese con su conducta, nunca lo olvidaría.