Aquella mañana, un carruaje tirado por dos caballos se paró junto a la valla que delimitaba el cottage de los Kingsley. Agnes retiró la cortina que cubría la ventana de la salita, donde se entretenía zurciendo un mantel, y agudizó la mirada. Sus cansados ojos ya no tenían la agudeza visual de antaño y no distinguió los rasgos de la persona que bajaba del vehículo y caminaba por el sendero de grava hacia la casa.
Era un hombre, sin duda, y bien vestido, por lo que le pareció. ¿Y si se trataba de un nuevo huésped? Se entusiasmó con la idea. Días antes el señor Parish les había dado la mala noticia de que al finalizar el mes dejaría la habitación que tenía alquilada. Otra vez se verían en serios apuros. Los ingresos que le facilitaba el huésped eran los únicos que recibían.
Sabía que Violet estaba buscando un trabajo. Había enviado cartas a varios amigos de su padre por si conocían a alguien que precisase de una institutriz o dama de compañía. Ella permanecería en la casa y, si tenían la suerte de que acudían nuevos huéspedes, se ocuparía de ellos con la ayuda de Emily, que había resultado una joven muy hacendosa. Le aseguró que tenía fuerzas suficientes para realizar el trabajo, que no le resultaba penoso. Violet había puesto algunos reparos, y al final claudicó. Eses dinero extra les vendrían muy bien.
Unos golpes en la puerta la alertaron. Violet había salido un rato antes para hacer unas compras y no se encontraba allí. Como imaginaba que el caballero había venido a verla, debería esperar a que regresase.
Se levantó con trabajo y fue a abrir. El hombre que esperaba ante la puerta era mayor de lo que imaginaba. No se trataba de un estudiante. Debía de ser un profesor de la universidad. Sus rasgos le resultaron familiares. Lo habría visto por allí en alguna ocasión, pensó, quizá durante el funeral de Reginald. Lo que la desconcertó fue la expresión de su rostro.
—¿Elsbeth? —preguntó el recién llegado con una mezcla de sorpresa e incredulidad.
Ella palideció. Llevaba más de veinticinco años sin escuchar su propio nombre.
—Se equivoca, señor. Me llamo Agnes —desmintió con nerviosismo—. ¿Qué desea…?
—¿No me recuerda? ¡Soy Ambrose Henderson!
Agnes dio un paso atrás. Lo miró con detenimiento y lo reconoció. Estaba muy cambiado desde la última vez que lo vio. Había envejecido mucho, aunque conservaba los rasgos de aquel jovencito que tanto visitaba el hogar de los Hughes. Un joven risueño y avispado por el que su querida niña perdía los vientos… y que tanto daño le hizo cuando la abandonó. No tenía sentido seguir negándolo.
—Le recuerdo —contestó con gesto adusto.
El rencor que llevaba años acumulando se antepuso a la prudencia y brotó de forma incontenible. Fue a contestarle como se merecía, con el mayor de los desprecios. Se contuvo al advertir lo peligroso de la situación. ¿Qué hacía él allí? ¿Acaso se había enterado de…? El miedo la invadió. Si Violet descubría la verdad sería desastroso. ¡No debía hacerlo!, se recordó con creciente pánico.
Se esforzó por conservar la calma. Lo más probable era que hubiese venido a visitar a Reginald. Habían sido grandes amigos durante su niñez y juventud. Y todo se llevó con extremada discreción. Él no sabría que…
—¿Qué desea? Si ha venido a ver a Reginald, he de darle la mala noticia de que falleció hace unos meses.
Esperaba ahuyentarlo de allí antes de que Violet regresase. Era improbable que llegara a descubrir la verdad, pero mejor no tentar a la suerte. A la chica no le haría bien recordar a su madre y, menos, saber que había amado a ese hombre y que, solo después de que él la abandonara, aceptó casarse con Reginald.
El sufrido Reginald Kingsley, fiel amigo y confidente de su querida Flora, llevaba años enamorado de ella y ya había perdido la esperanza de conquistarla. Porque su sobrina prefirió al díscolo Ambrose antes que al serio y reflexivo hijo del párroco de Innerwick.
Ambrose estaba impactado por el hecho de ver a Elsbeth allí. La recordaba bien. Era la tía de Flora, una mujer resuelta y afable que se había hecho cargo del hogar de los Hughes cuando su hermana falleció y dejó a un marido que no era capaz de ocuparse de su hija de tres años. Lo que no se explicaba era qué la motivó a no acompañar a Flora cuando se casó y se trasladó a su nuevo hogar. ¿Cómo es que prefirió quedarse con Reginald, por mucho afecto que le tuviese, y abandonar a su sobrina?
—Ya estoy al tanto de la triste pérdida y siento mucho no haberme enterado en su momento para asistir al sepelio. He venido a ver a Violet. ¿Está en casa?
—Ha salido y no sé cuándo regresará —respondió en tono seco y con manifiesto nerviosismo.
—La esperaré. —Ambrose hizo intención de entrar en la casa. Agnes se mantuvo firme en el portal y le bloqueó el acceso.
—Puede que no regrese en todo el día —mintió.
—No importa. Tenía pensado quedarme en la ciudad esta noche. No la conozco y quiero visitarla. Espero que ella me sirva de guía —insistió sin dejarse amilanar por la hostilidad de la anciana. Su carácter resolutivo nunca admitía una derrota sin luchar.
—Pero… —Agnes se quedaba sin argumentos.
—Gracias. —Traspasó el umbral y entró en la vivienda.
Ella no se lo impidió. Si sospechaba algo extraño, sería peor. Ambrose vio una puerta abierta al fondo del pequeño vestíbulo en la que se vislumbrada un par de sillones frente a una chimenea y hacia allí se dirigió. La casa era modesta, aunque se veía muy limpia y cuidada.
Agnes se asomó a la puerta para comprobar si Violet llegaba. Le había dicho que no tardaría y eso le preocupaba. Si podía convencer a Henderson de que se marchara, evitaría que acabara enterándose. Comprendió el gran error que había cometido al ver entrar a Ambrose en el saloncito. Corrió hacia allí con sus cansadas piernas para evitar que él lo viera. No lo consiguió y se llevó las manos al rostro presa de la desesperación. Un gran desastre se avecinaba.
Presidiendo una de las paredes de la acogedora estancia había un cuadro de grandes dimensiones en el que aparecía una bella mujer. Reginald le había encargado a un compañero, profesor de dibujo en la universidad, un retrato de su esposa tras el nacimiento de Charles. Ese fue el periodo más feliz en la vida de su querida niña, pensó Agnes, cuando al final encontró la paz y el amor en el hombre que la había acompañado en los malos y en los buenos momentos.
Flora acabó valorando como se merecía a la gran persona que estaba a su lado y esos sentimientos aparecían resaltados con fidelidad en aquel hermoso lienzo, en el que se ponía de manifiesto el optimismo que la caracterizaba antes de que sufriera la gran decepción de su primer amor y el dolor amenazara con hundirla.
Ambrose miraba embelesado el retrato. El rostro de la mujer que aparecía en él era, a pesar de advertirse el paso de algunos años por él, el mismo que tenía impreso en su retina desde que tenía recuerdos, el de la niña, la adolescente, la joven Flora Hughes, la única mujer que había amado en la vida.
De pronto, todo se aclaró y miró a Agnes con lágrimas en los ojos.
—Se casó con Reginald —dijo con una mezcla de pesar y resignación.
Agnes asintió con la cabeza. La emoción le impedía hablar. Solo esperaba que no formulara la pregunta que más temía, porque ese día la suerte parecía estar en su contra.
—¿Ella es mi hija? —preguntó Ambrose. No era necesario; sabía la respuesta. Lo había presentido desde que vio a Violet. No fue una ilusión óptica, como creyó en ese momento, era la fiel realidad. Y no solo se trataba del parecido en los rasgos y los gestos; había algo más, algo intangible que le unía a ella. Su sangre corría por sus venas y la atracción era demasiado poderosa para ignorarla.
Agnes se sentó en una silla cercana y se llevó las manos al rostro. Los sollozos se escuchaban a través de ellas de forma apagada.
Ambrose dejó que se calmara. Quería y temía escuchar toda la historia.
—No supo que estaba embarazada hasta unas semanas después de su marcha. Cuando recibió la carta que Reginald le entregó, se hundió. No sabía qué hacer, aunque una cosa tenía clara: no iba a permitir que su padre reclamara al niño. Reginald le dio la solución. Le buscó una casita en el campo y allí estuvimos hasta que nació la niña. Era tan pequeña y bonita… mi preciosa Violet.
La expresión del rostro se tornó soñadora. Habían sido unos meses malos con el continuo temor de que el señor Henderson se enterase de la existencia de esa criatura y la reclamase; también de dicha al ver al pequeño ser que les había robado el corazón desde el mismo momento que nació.
—No podíamos mantenernos. Reginald venía a visitarnos todas las semanas y nos traía alimentos y algo de dinero, no mucho porque a él no le sobraba. Un día, le pidió matrimonio a Flora y ella aceptó. Debe comprenderla, se sentía abandonada —continuó con la voz enturbiada de dolorosos recuerdos.
Esos primeros meses fueron muy difíciles para ellas, recordó Agnes, ocultándose de todos, incluso del padre de Flora, al que no quiso hacer pasar la vergüenza de ver a su hija deshonrada; por desgracia, murió poco antes de que diera a luz.
—Ante el temor de que se sospechara que Violet no era hija de Reginald, cambiamos nuestras identidades. Flora quiso llamarse Rose y a mí me gustó Agnes. También decidimos marcharnos lo más lejos posible, para que nadie pudiera reconocernos. A través de un amigo, Reginald consiguió un trabajo de profesor en esta universidad, y aquí nos trasladamos. Estaba a muchas millas de distancia de todo lo que conocíamos y el peligro de encontrarnos con alguien de nuestro pasado era menor. Violet creció pensando que Reginald era su padre, y él la quiso como si lo hubiese sido.
—¿Por qué no me lo dijo cuando nos vimos hace dos años? —Le dolía que no se hubiese sincerado con él. ¿Qué temía Reginald? Sería incapaz de perjudicarle, debió haberlo comprendido.
—Flora le hizo prometer que nadie lo sabría nunca. No quería que su hija tuviese relación con la familia del hombre que la abandonó para perseguir sus sueños. Usted no la quiso lo suficiente para quedarse a su lado y nunca le perdonó esa traición —le reprochó con rencor. Ella tampoco le perdonaba todo lo que le había hecho sufrir a su querida sobrina.
—Tras morir mi madre tuve que marcharme, no podía continuar aquí o… —La amargura no desaparecía. Su padre había muerto hacía muchos años y su recuerdo seguía torturándole. Era una persona ruin que había hecho desgraciada a su madre y la había llevado a una muerte prematura—. Yo solo quería lo mejor para los dos. Le dije a Flora que regresaría, que me esperase, y a los pocos meses recibí una carta en la que me decía que se casaba. . Eso me destrozó y ya no tuve deseos de regresar a una tierra en la que nadie que quisiera me esperaba.
—No podía esperarle. No tenía recursos para ella ni para su hija. ¿Cómo iba a sobrevivir? Y cuando aceptó casarse con Reginald consideró injusto para el hombre que la había ayudado, que había estado junto a ella en los momentos más difíciles, hacerle pasar por el deshonor de cargar con una mujer deshonrada y con la hija bastarda de otro. Ella era leal —la defendió con fervor. No iba a permitir que pensara mal de ella.
—¿Amaba a… Reginald? —Vaciló al formular la pregunta.
—Sí, lo hizo. Le costó años. Al final acabó enamorándose de él y fueron felices.
Ambrose asintió. Los ojos se le nublaron de lágrimas y a su corazón generoso le complació que hubiesen disfrutado de ese mutuo amor. Se lo merecían.
Agnes sintió pena por él, el muchacho jovial e inquieto que había amado a su sobrina y que, tal vez, eligió mal su destino.
Ambrose se rehízo. La miró con valentía y preguntó:
—¿Violet sabe la verdad?
La anciana se encogió de temor.
—¡No! Y no debe enterarse nunca. —Se acercó a él y le cogió la mano—. Por favor, no le haga eso a la niña. Ella idolatraba a Reginald. Sufrirá si se entera de que no es su padre y que todos le hemos estado mintiendo durante tantos años. Déjela ser feliz, al igual que lo fue en vida de ellos. No intente reparar ese error del pasado porque solo nos traería dolor —le imploró.
Ambrose recapacitó. ¿Qué derecho tenía a reclamar lo que había abandonado en el pasado por propio egoísmo? Reginald había sido un buen padre para ella, se apreciaba en la forma en la que Violet hablaba de él. No se merecía que ese grato recuerdo se manchara, por mucho derecho que tuviese a reclamarla. No podría tener la dicha de llamarla hija, pero eso no impediría que la quisiese como tal y procurara su bienestar. Todo lo que tenía sería para ella, su heredera. Ya vería la forma de hacérselo llegar para que nunca sospechase la verdad.
—Tiene razón, no merezco ese honor. Él fue su padre a todos los efectos y seguirá siéndolo. No tema, Agnes; por mi parte, Violet nunca sabrá que conocí a su madre y que ella es mi hija.